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3ª Parte: El vendedor vendido


La Condesa le levantó en volandas y lo sacudió un poco, para sacarle el polvo. El encogido Trilero la observó con mirada desorbitada, en silencio. Hacía cinco minutos era una anciana consumida, ahora volvía a ser la mujer de Sonnd, enorme, fuerte, terrible.

Había devorado al Hostigador. Le había arrancado el alma en cuestión de segundos. Todo aquel viaje, todo aquel largo viaje, Trilero lo había pasado con el aliento ígneo de aquella cosa en el cogote. Había observado de lejos aquella fuerza de la naturaleza, le había visto arrasar pueblos, aniquilar soldados experimentados, pasar por encima de todo cuanto se interponía entre él y su objetivo. Pero la condesa, apenas había sido un calentamiento. Incluso menos que eso.

—Qué cara de susto se te ha quedado —le vaciló aquella mujer terrible mientras lo dejaba en el suelo—. Hale, que ya pasó lo peor. ¡Ya no hay nadie en tus talones! ¿No? —La condesa soltó una gran carcajada áspera—. Vamos adentro, hablaremos más a gusto.

Con su decisión habitual, la mujer recogió el mandoble, giró talones y se dirigió hacia el templo a sus espaldas. Trilero la observó un momento confuso e indeciso, pero en cuanto el miedo se sobrepuso al miedo, decidió seguirla.

Atravesó el umbral de piedra detrás de ella, pero manteniendo las distancias. La nave principal del templo estaba en penumbra, iluminada solo por una gran hoguera en el lugar donde debería estar el altar. Era un lugar extraño, sencillo pero poderoso; la única decoración en aquellas paredes desnudas era el baile de las llamas en los muros; en los rostros metálicos de las grandes estatuas que flanqueaban el pasillo.

La condesa se acercó a uno de aquellos titanes y depositó la espada en sus brazos rotos.

—Vuelve a donde debe —susurró más para sí que para Trilero—. Sígueme.

La mujer siguió hasta el altar y giró por un ángulo escondido en las sombras del fuego. Un estrecho pasillo les llevó a las estancias interiores del templo, y a una pequeña cocina, vacía pero arreglada. Una pequeña mesa, un armarito, algunos cantaros, un par de sillas y un fogón, nada que ver con las cocinas de Deitronos, ni siquiera con los fogones de Koster.

Inquina tomó una de las sillas y se sentó junto a la mesa. Invitó a Trilero a hacer lo propio con un ademán hospitalario, mientras se servía algo de agua en una taza de barro.

—¿Algo de beber? ¿Una galleta? —le ofreció—. Están duras de narices, y no saben a nada, pero si las remojas un rato en vino...

Trilero negó con la cabeza; su estómago estaba demasiado revuelto para echarle nada. Arrastró su silla hasta el quicio de la puerta y se sentó allí, lejos de la condesa, observándola sin verla, mientras trataba de pensar el siguiente paso.

Sí, claro que aquel resultado había sido siempre una posibilidad, pero a la hora de la verdad, no era lo mismo planearlo que tener a aquella mujer cara a cara. Todas las zalemas, todos las vueltas, manipulaciones y planes que se le ocurrían parecían endebles, inútiles, demasiado evidentes bajo el escrutinio de aquella mirada infernal.

—Estas muy callado —le hizo notar Inquina, mientras daba un gran trago a su taza—. Resulta raro; no te he visto cerrar el pico desde que te conozco. En fin, ¿Tienes alguna llave?

Trilero entró en un pequeño instante de pánico silencioso. Negó despacio en cuanto logró reunir el ánimo para ello ¿de que serviría mentir?

La condesa chasqueó la lengua y asintió con indolencia.

—Me lo imaginaba —admitió—. Pero merecía la pena preguntar.

Trilero esperó con la boca seca el juicio de la mujer. Mil excusas murieron sin llegar a formarse nunca en sus labios, porque ninguna valía un pimiento, ni iba a ayudarle en nada.

—En fin, pues ha sido un placer —concluyó la condesa. Trilero se estremeció en su asiento, listo para correr, pero paralizado por el miedo—. Ya puedes volver a casa si quieres.

Trilero se levantó de un salto y se quedó parado mientras su cerebro repasaba de nuevo las palabras de Inquina. Se quedó allí, quieto, con la mirada en blanco, hasta que el sentido de aquella última frase empezó a penetrar su estupefacción.

—¿Puedo qué? —preguntó incrédulo.

—Volver a casa, a Sonnd —repitió la condesa en tono paciente, antes de añadir—. Sí quieres. Ah, y esto —la mujer se levantó un saquillo y lo arrojó sobre la mesa en medio de un tintineo metálico— te pertenece. Tu paga, podríamos llamarlo.

Trilero observó las monedas de oro sobre la mesa, sin entender que ocurría en aquel cuarto.

—Pero... las llaves... —balbuceó con debilidad.

—Están en el sur ahora. —Inquina quitó hierro al asunto con un gesto de mano—. El Rey se cree muy listo, pero solo ha reunido todas las llaves en un mismo sitio. Eso solo lo hace más fácil todo, el problema era que estuviesen dispersas, perdidas.

—Pero...

—Tenías un encargo, traer las llaves. Has cumplido. Ya no hay un Hostigador tras tus pies, eres libre —señaló la mujer con una sonrisa.

—Libre —Trilero paladeó la palabra, erizado como un gato. No se creía una mierda, aquello no tenía sentido—. ¿Y el truco?

—¿El truco?

—El truco. ¿Dónde está la trampa? El lado malo, el engaño, la doblez.

Inquina soltó una gran carcajada, una risotada que destelló también en sus ojos.

—Podrías irte ahora mismo si quisieras, no lo impediré. Te recomendaría quizá que esperases a mañana, un par de días como mucho; volverá Melissa con el carro y podrá acompañarte al norte. Será más seguro, menos cansado. — Las arrugas, las manos, las comisuras, nada en su cuerpo mostraba que mintiese—. No hay trampa alguna —le confirmó—. Aunque si hay un pero.

"¡Aja!" se dijo Trilero satisfecho. Se dejó caer de nuevo en la silla, algo más tenso y algo más tranquilo. Siempre había un pero.

—Puedes irte ahora mismo, pero si te interesa, me gustaría seguir contando con tu ayuda. Como socios, esta vez, sin perros de presa a tu espalda.

—Socios.

—Aja.

—Disculpa ¿Cuánto oro hay ahí?

—Una pequeña fortuna, y solo es un adelanto. Hay otra parte esperándote en el bastión de Inquina. Mis sirvientes sabrán que vas de mi parte.

—Y esa segunda fortuna ¿La conseguiré si acepto ser tu socio?

—No. La conseguirás si te marchas ahora.

—¿Cuál es mi recompensa por esta sociedad, pues?

—La que consigas tú mismo.

Trilero permaneció un momento callado, asombrado por aquel absurdo.

—De modo que... si me voy ahora, consigo una millonada. Y si me quedo ¿una muerte prematura?

—Quizá.

—Ya. Voy a quedarme con el dinero.

La condesa sonrió como si todo aquello fuese muy divertido, una sonrisa que le puso los pelos de punta. Su instinto le gritaba que había algo extraño en todo aquello, pero por más que se devanaba en averiguarlo, no conseguía ver nada.

—Sí, ella dijo que harías eso —le confesó la condesa, en tono alegre—. Pero yo sé, y tú sabes, que se equivoca. Sé que vas a aceptar el trato que te ofrezco.

—Sí. No, no va a pasar. —la cortó Trilero—. Debería ser imbécil para aceptar un trato así.

—O un temerario —señaló la condesa—. Cuando andaba buscando a quien poner en este contrato, Melissa puso sobre mi mesa muchos nombres, muchas historias: asesinos, ladrones, contrabandistas... Hombres y mujeres muy capaces, pero fue tu nombre el que llamó mi atención. Te elegí a ti sin dudarlo un segundo, tú eras el hombre para el trabajo.

—Pésima decisión —se lamentó Trilero—. Y pésimo trabajo de investigación, por parte de esa tal ¿Melissa?

La condesa se volvió y abrió el armario. Extrajo un fajo de papeles y tomó el primero, se aclaró la garganta y recitó:

—Pedro de Mellado —leyó burlona, para desmayo de Trilero—. Nacido en Mellado, un pueblecillo junto al Ebar en plenas Muelas de la Vieja. Hijo de Alfonso "Tiznado" de Mellado y Amanda de Fuenterroja, más conocida como "Coronela", dueños de la posada la Vieja Tuerta, parada común de cazadores. —La mujer repasó con cuidado el papel, entreleyendo con los labios hasta encontrar lo que buscaba—. Dejó el negocio familiar y marchó a Otolde a buscar fortuna... Timador callejero... Contacto con los contrabandistas locales... Hombre para todo, enlace entre pequeños estafadores, ladrones, falsificadores y grandes compradores interesados en asuntos turbios. ¿Voy bien?

Trilero no respondió. Sus oídos todavía pitaban con el timbre de su nombre, y el de sus padres le había secado la garganta.

—Robos menores para nobles, trabajos de contrabando, un par de estancias en prisión, pero solo por crímenes menores, saliendo al par de días; con una nota al pie, las estancias en la celda coinciden con grandes robos. Y sigue la cosa —la condesa le alcanzó el papel—. Toma, échale un vistazo. Hay otros tres más como este, a mí me pareció un trabajo muy completo.

Trilero tomó el papel y lo observó en silencio. Estaba acostumbrado al miedo, a todas sus caras, pero aquella en particular nunca la había notado antes. Le temblaban las manos, el corazón le latía con fuerza y las lágrimas pugnaban por brotar como un río.

—¿Esto es un chantaje? —preguntó con voz enronquecida.

—¿Chantaje? —la condesa frunció el ceño, desorientada—. Solo te mostraba hasta qué punto te conocemos.

—Haré lo que haga falta —aseguró Trilero—. Pero a mis padres no...

No pudo terminar la frase porque la Penitente estalló en una carcajada atronadora. Rio y rio mientras Trilero la observaba consumido por el pánico, esperando sin saber que esperaba.

—No, por dios, no —le corrigió entre lágrimas la mujer—. No había... lo siento, jajaja. —se tomó un momento para serenarse, pero la sonrisilla no se marchó—. No les tocaría un solo pelo a tus padres. Matar a tu padre sería como asesinar a un artista, matar a tu madre, sería matar a ese pueblo entero. No, no, no. Siento que lo hayas malinterpretado.

—Has estado allí —señaló Trilero acusador—. Has estado con ellos.

—Sí, si fui a la posada. Quería preguntar sobre ti, y todo el mundo me recomendaba el guiso de caza, claro que tuve que ir. Pero tienes mi palabra de que no les puse las manos encima. —La condesa enjugó las lágrimas burlonas—. Tu madre te manda recuerdos, por cierto. Tu padre estaba más bien cabreado, no me dio ningún mensaje.

Trilero sonrió, una sonrisa de rabia, molesta.

—Ahora sé que mientes. La vieja no ha aprobado nada de lo que he hecho, nunca.

—O quizá tú no les has entendido, eres muy listo, pero solemos cegarnos con la familia —le reconvino la condesa—. Tu padre era tu gran amigo ¿no? Tu maestro y confidente. Y te fuiste sin decirle una palabra. No ha oído de ti en años, estaba muerto de preocupación. Normal que este así de cabreado. La Coronela, por su lado, está muy orgullosa de ti. Ella sabía que su niño valía para mucho más que servir mesas, con lo listo que era. Se enteró muy pronto de tu nuevo nombre y oficio, y aprovecha para recopilar historias de Trilero cada vez que llega alguien de Otolde. Ya se sabe un par de docenas, así a lo tonto.

—¿Historias de Trilero? —escupió con rabia el estafador—. ¿Para qué escondo mi nombre si luego la burra de la vieja va por ahí preguntando?

—Sí, ¿para qué? —aprovechó para preguntar Inquina—. Había otro apunte en el segundo o tercer papel... ¡Aquí! Quemas todo lo que ganas. Acaba un buen trabajo y lo gastas todo en celebraciones. Fiesta grande, todo el mundo invitado. Pero no lo gastabas todo ¿no? —susurró sibilina la lunática—. ¿Quizá la mitad? Melissa calcula que debes tener un buen colchón enterrado en algún lado, ganado poco a poco, escondido de todo el mundo.

—Puede —murmuró Trilero, incómodo. No podían haber averiguado el escondrijo ¿verdad? —. ¿Y qué?

—Melissa me decía; mira, es todo fachada, humo y espejos. No deja que nadie sepa nada de él y va ahorrando, poco a poco. Es prudente, es cobarde, tiene un sueño. Su apuesta era un título nobiliario, uno bajo. Una casa, criados, una vida segura y quizá otra a juego para tus padres.

—Melissa tiene buen instinto. De nuevo ¿Y qué?

—No valdrá para este trabajo, me dijo, elige otro. Melissa es un poco como tú, una manipuladora, más lista que el hambre, pero yo vi algo más. Algo que me recordó a mí misma, y no estaba equivocada.

—Tú y yo nos parecemos lo que un huevo a... a... —Trilero peleó un par de segundos con su lengua dormida. Toda aquella tensión les estaba afectando; tantos secretos a la luz... — a algo definitivamente opuesto a un huevo.

Otra carcajada inquietante. Estaba empezando a odiar aquel sonido.

—Más o menos eso dijo ella. Pero te veo, y sé que tengo ante ti a un temerario —la sonrisa de la condesa se retorció incluso más, y las sombras parecieron cobrar vida a su espalda, danzar con un fuego invisible—. Eres listo, eres astuto y tramposo. Hubieses sido un mercader magnífico, hubiese podido hacer esa fortuna en cuestión de meses.

—El comercio no es un asunto tan simple —se burló Trilero sin fuerza, mientras un escalofrío le recorría la espina dorsal—. Hacen falta contactos, dinero con el que empezar...

—Pero en vez de eso te metiste de cabeza en los bajos fondos —continuó Inquina, sin prestarle atención—. ¿Qué cobarde hace eso? No, repudias la violencia porque no tienes fuerza, pero en realidad, te encanta superar a la gente.

—Me encanta el dinero fácil...

—Te encanta verlos liarse en sus propios enredos, tender la cuerda y dejar que se ahorquen...

—Eso ha sonado horriblemente violento —hizo notar Trilero, inquieto—. Y a algo que nunca haría.

—Que se crean más listos mientras los engañas te hace feliz. —La condesa se inclinó hacia el por encima de la mesa, su ojo ciego brillante como una estrella—. Saber que puedes engañar a todo el mundo, que gente más poderosa, más fuerte, más rica, noble, experimentada que tú, son solo muñecos bailando al son que tocas. —Su voz se volvió un ronco susurro malicioso—. Engañar a dioses y reyes, se siente bien ¿Eh? Apostar contra la muerte y ganar...

—¡Ya!

Trilero se levantó de un salto, alterado. Respiraba con fuerza, estaba enfadado y no sabía por qué.

—¡Basta! —se reafirmó con voz enronquecida. Aferró la bolsa de oro de un salto y retrocedió hasta la puerta—. Me voy. Has dicho que podía irme ¿no? Entonces me voy.

—Bien —concedió la condesa, sin dejar de sonreír—. Pero de hecho, puede que si haya un truco. Una trampa, un engaño, algo... malo.

Trilero se detuvo en el quicio de la puerta, se volvió con lentitud hacia la condesa, aterrado por lo que podría ver en sus ojos, en su rostro quemado.

—¿Cuál es el truco? —repitió en voz atona.

La condesa se reclinó en su asiento.

—Dime, Pedro ¿Quieres algo de beber?

Trilero dio un respingo al oír aquel nombre.

—De modo que si vas a chantajearme...

—Oh, no —se burló la condesa—. En absoluto. Te dije que no había truco alguno por mi parte; la pregunta es muy simple: ¿Quieres algo de beber?

—No tengo sed —contestó con aspereza Trilero, sin ver a donde le llevaba aquello.

—Curioso —graznó la condesa, dando un trago a su taza—. ¿Cuánto hace que no bebes nada?

Trilero abrió la boca para responder a aquella estupidez. Se detuvo a mitad, extrañado, y volvió a sentarse sin pensarlo, dando vueltas a su cabeza en busca de una respuesta que se le escapaba.

—Cuatro días, quizá cinco —murmuró para sí con extrañeza—. Cinco, cinco días.

—Mucho tiempo para un ser humano —hizo notar la condesa con malicia—. ¿Y dices que no tienes sed?

Trilero abrió los ojos alarmado y hundió su mirada en la condesa. Se dejó caer en la silla, derrotado, asustado.

—¿Para un ser humano? —pregunto sin voz.

—Suponía que ya lo intuías; no esperaba tener que sacarlo a la luz —le confesó la condesa—. ¿Notas el dolor de todas esas heridas? ¿Cuánto hace que no comes, que no tienes hambre, sed, ni sueño?

—Voy a convertirme en un lunático —musitó Trilero con cansancio.

—Pero eso ya lo sabías.

Trilero se mordió el labio molesto. Sí, lo había sabido, lo intuía al menos. No había querido pensarlo, había apartado aquellas ideas hasta convertirlas en un ruido de fondo, algo que podía ignorar. Pero sabía que era imposible que alguien sobreviviese a una caída como la de Koster, a heridas como las que tenía.

Imposible para un humano, al menos.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó con lentitud.

—Lo mismo que hasta ahora —repuso la condesa—. Ayuda con las llaves.

—Y tú me dirás como no volverme un monstruo...

—No. No puedo hacer eso —le corrigió Inquina con un suspiro—. Yo misma no sé muy bien cómo funciona todo este... proceso. Pero hay gente que tiene las respuestas, y esa gente sin duda, está en el sur.

—Y estarán cerca de las llaves —completó Trilero.

—Es lo más probable —admitió la condesa—. Yo compartiré contigo cuanto sé, pero será tarea tuya rellenar los huecos. He visto lunáticos cuerdos, capaces, humanos a todos los efectos; puede conseguirse.

—O puedo terminar convertido en otro Hostigador —resumió Trilero pesimista.

—Aja.

—¿Nada de perro de presa, esta vez?

—El plan ni siquiera era mío —admitió la Penitente—. Nada de perros, somos socios, iguales.

—Entonces ¿me cubrirás las espaldas?

Inquina bufó divertida.

—Veo que no has pensado mucho en el acertijo que te di —le regañó—. No, tengo planes que preparar, trabajos que hacer. Esta vez estarás solo, tú y tu ingenuo contra el mundo. Contra la Compaña.

La Compaña. De algún modo aquel nombre había perdido gran parte del terror que sugería. Fantasmas y monstruos ¿qué podían hacerle? ¿En que eran distintos del resto del camino?

—Socios —aceptó Trilero, tendiendo la mano a la condesa.

—Socios —se reafirmó ella estrechándola—. Bien, tengo una larga historia que contarte, pero antes quizá deberías dormir un poco. Que no lo necesitas no quiere decir que no vaya a sentarte bien.

Inquina se levantó, sin esperar una respuesta, y abrió camino hacia lo que Trilero supuso que serían los dormitorios. Como en un sueño, se dejó arrastrar con mansedumbre, agotado.

Volvería al sur, se lamentó. Esta vez por voluntad casi propia.

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