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2ª Parte: Fuego frío


El caballero Aldric de Belclair, heroico salvador de Koster, no estaba muy contento con cómo estaban yendo las cosas en su vida en los últimos tiempos.

Había echado el resto para salvar un país, había puesto su vida en juego y ¿que premio había recibido? Una palmadita en la espalda y una oferta de domicilio si contribuía a la reconstrucción. Sus proezas habían ocurrido fuera de la vista de todos, el Pintor se había marchado sin explicar nada a nadie, a Trilero se le daba por muerto y la opinión general en torno al héroe que había devuelto la luz al país es que era un crío quejica que había tenido la suerte de sobrevivir a todo aquello. Incluso Edda recibía más respeto y aprecio que él.

Bien, Aldric sabía bien donde no le querían, demasiados años de su vida había pasado soportando a gente que no le apreciaba, así que se marchó a la primera ocasión; hacia Nyx, en busca de más peligros, más reinos que salvar y más fama que cosechar.

La primera decepción fue que le negasen la entrada en Fuerte Rosa. Solo para mujeres; él podía quedarse de criado o buscarse la vida. La segunda fue oír las canciones sobre Roncefier.

Él había cruzado un paramo helado a la sombra de un temible lunático, había liberado de sus ataduras a un ser ancestral, orquestado el final de la tiranía de Koster y salvado la vida de su nuevo, aunque maltrecho gobernante, el atamán Vladislav. Ni una canción, ni siquiera una medalla pequeñita.

Roncefier había asaltado un par de carretas como un bandolero cualquiera, y la gente perdía el culo por su nuevo héroe.

Así que había decidido sumarse a la compañía de Roncefier, tratar de ganarse un poco de fama, o de descubrir porque el caballero de la Bréche obtenía con tanta facilidad lo que se negaba con tanto encono al de Belclair. No fue una buena decisión, en retrospectiva.

Roncefier ya tenía su compañía, su novia nervita, su lugarteniente tiudés, su espada ibolés. Llevaban meses por allí, la gente les conocía, les apreciaba. Aldric era una cara nueva, un recluta recién llegado al que nadie conocía y cuyas ideas eran indefectiblemente rechazadas por el engreído De la Bréche y su rastrera plana mayor.

Pues bien, aquello iba a cambiar, cambiaría por narices, y el primer paso pasaba por adelantarse a Roncefier. Había pagado un buen precio a la Coja por la información, había planeado con cuidado la emboscada, y mientras Roncefier discutía términos y condiciones con las espías de Fuerte Rosa para entrar en un templo sin garantía alguna de éxito, Aldric atraparía a una sacerdotisa y la sonsacaría hasta tener la localización exacta del amuleto de piedra. Ya ansiaba ver el rostro de aquellos perdedores en cuanto volviese con las nuevas, ver el engreimiento caerse de sus condenadas caras.

Un lloriqueo silencioso lo sacó de la espiral de rencor en que se zambullía de cabeza, y Aldric se detuvo al momento, inspiró y se calmó.

—Disculpa —musitó en tono culpable—. ¿Estás bien?

Annora asintió con un suave cabeceo, con el rostro hundido en el pelambre de su perro; un inmenso moloso castrí, tan fuerte como cariñoso; un regalo del propio Aldric a la inestable bruja.

Si, Annora había tratado de matarle, pero Aldric no se lo tomaba como algo personal. Él se había aprovechado del poder de la bruja, la había hecho rozar el abismo de la locura en los túneles bajo el Tártaro. Era normal que le guardase rencor.

Tras el paso por Koster la mente de Annora había quedado deshecha. La antaño orgullosa mujer, abrumada por el peso de tantas emociones juntas. se había convertido en una niña pequeña, triste y silenciosa.

El perro era lo mínimo que podía hacer para compensarla, y funcionaba, de algún modo. El cariño incondicional del animal mantenía estable a la atormentada bruja, su corpachón peludo le daba algo que abrazar y la protegía al mismo tiempo.

Aldric inspiró y exhaló con lentitud un par de veces más, hasta calmarse. Daba igual lo que el resto pensaran, Aldric sabía que Annora no estaba loca, solo cansada y asustada del mundo. Y no quería causar más sufrimientos a la pobre mujer.

—Todo está bien —se dijo en tono apaciguador—. Ya está, ya pasó.

El perro empezó a jadear con alegría y Annora volvió a acariciarlo, más tranquila. Aldric sonrió al verlos felices otra vez; no entendía muy bien porque la bruja había decidido seguirle, pero no pensaba dejarla atrás o apartarla. Cuidaría de ella, la ayudaría y la dejaría ayudar, porque sabía bien lo que dolía el aislamiento.

La tarde transcurrió sin mayores sobresaltos y la noche cayó con su aliento helado en cuanto la Luna se marchó del cielo, mientras Aldric esperaba en silencio oculto por los arbustos, repitiendo sin medida el ciclo de rencor y calma.

Cuando ya empezaba a pensar que la Coja le había tomado el pelo, el eco suave de pasos sobre la tierra blanda le devolvió el ánimo y la ansiedad.

Por las sendas del bosque un palanquín blanco avanzaba en el silencio de la noche, cargado por dos inmensos hombres, fuertes como toros y vestidos de armadura. La comitiva marchó sin levantar ruido hasta la vera de un lago, al pie del escondrijo de Aldric, donde depositaron el palanquín en silencio. Uno de los hombres tendió una alfombra hasta el lago y el otro ayudó a la ocupante de la litera a bajar; una mujer cubierta con velos de pies a cabeza, alta como un roble y esbelta como un junco. No hacía falta verle el rostro para ver que no era humana; las proporciones no encajaban. Demasiada, pierna, demasiado cuello: una sacerdotisa de Nyx, tal como había prometido la Coja.

Aldric echó mano a su espada y se mordió los labios para contener un aullido de felicidad, mientras la mujer paseaba sobre la alfombra hacia el lago, cargada con un cántaro. Los guardias miraban en derredor con las manos sobre las armas. Miembros de la Alta Guardia, por su tamaño y porte, medio lunáticos, como los nervitas.

Aldric exhaló despacio para contener el frenesí que empezaba a devorar su cabeza. Había aprendido a medir sus límites, un poco, al menos. Se volvió hacia Annora y se esforzó por mantener un tono bajo y neutro.

—Son un poco más de lo que esperaba —confesó a la mujer, tembloroso por la ansiedad—. Si quieres, me vendría bien algo de ayuda.

Annora lo pensó un segundo. Suspiró y asintió en silencio.

—No tienes por que hacerlo si no quieres —le aseguró Aldric.

Ella negó con la cabeza. No importaba, dijo sin palabras. Acercó sus labios al oído de Aldric y susurró despacio una cantinela sin letra. El fuego abandonó la cabeza del caballero, se volvió una descarga de acero líquido a través de su cuerpo, sus brazos, sus manos, mientras su mente quedaba limpia de ira y ansía, ocupada solo por fría determinación.

Roncefier, Heike, Benno, todos había desistido de tratar de enseñar a luchar a Aldric; demasiado errático, demasiado ansioso. Aquella era su respuesta, si no podía hacerlo solo, no le importaba pedir ayuda.

Besó la frente de Annora agradecido y recogió su rodela de entre los bultos junto al perro. Se sumergió en el mar de matorral mientras bajaba en silencio la cuesta que lo separaba del camino, deslizándose sobre la tierra suelta hasta entrar en la oscuridad del bosque.

Con paso lento y decidido se acercó a los guardias hasta que uno de ellos entrevió su figura entre las sombras y le dio el alto. Siguió caminando mientras el hombre avanzaba hacia él con la espada desnuda y su compañero se aprestaba a proteger a la sacerdotisa. Ignoró su voz de alto hasta que estuvo a dos pasos del hombretón, y entonces desenvainó como una centella.

Nunca estaban preparados para el fulgor de la espada en llamas, menos aún para su mordisco asesino. El primer guardia se derrumbó en medio de un silbido humeante, decapitado limpiamente. El segundo no se dejaría coger por sorpresa.

Avanzó hacia Aldric con deliberada lentitud, midiendo las distancias. Probó una estocada y retrocedió cuando el noble la desvió. Detuvo un sablazo de Aldric con facilidad, replicó, y a punto estuvo de abrirle la cabeza al noble.

Aldric perdió un paso mientras su contrincante tomaba la ofensiva. Bloqueó con espada y rodela el aluvión de golpes, perdiendo terreno con cada embestida, cada golpe un mazazo que reverberaba sobre su brazo. El aliento empezó a fallarle, y la rabia empezó otra vez a trepar hacia su cabeza, fría, decidida, ansiosa.

Superado, falló en ver una finta de su contrincante y el hombretón, logró romper su guardia. La hoja del guardia le arrancó la espada de las manos, y la hoja ígnea cayó a sus pies en un destello, al mismo tiempo que el noble se abalanzaba sobre su oponente en un grito de rabia.

La rodela golpeó de canto la mandíbula del guardia, haciéndole flaquea, y Aldric no perdió el tiempo. Desnudó su puñal y lo hundió sin piedad sobre la rodilla del hombre. Embistió su cabeza con el canto del escudo. Golpe a golpe acosándolo, ciñéndolo, sin dejarle tomar distancia, sin dejarle responder. No era eficiente, no era elegante, pero Aldric había descubierto que la torpeza que mostraba con la espada, no se extendía al escudo

Siguió atacando, mermando golpe a golpe a su contrincante hasta que el poderoso guardia cayó de rodillas, aturdido y dolorido, con el rostro deformado a golpes.

Un espadazo final puso fin a su vida, en medio del siseo de la sangre al evaporarse.

La sacerdotisa observaba la escena temblorosa, caída de rodillas a la orilla del lago. Trató de alejarse corriendo, pero el mastín de Annora la atrapó por el tobillo y la arrastró de vuelta junto a un cansado, pero victorioso Aldric, que tendía la mano a Annora para ayudarla a descender.

En cuanto la bruja llegó al suelo, se soltó del agarre de Aldric y avanzó agazapada junto a la sacerdotisa, en un gesto de animalesca curiosidad. Sonreía mientras la despojaba de los velos que cubrían su rostro, cacareando de risa ante los hipidos aterrados de la mujer.

Aldric se acercó aún jadeante y se agazapó junto a Annora con mal disimulada preocupación.

—Se que es duro ¿Podrás hacerlo?

Annora restó importancia al asunto con un gesto. A su señal, Aldric tiró de la sacerdotisa hasta ponerla de rodillas, llorosa y aterrada. Si uno ignoraba su largo cuello, tenía un rostro bastante humano, hermoso incluso, y una melena oscura larga y sedosa. La bruja limpió una lágrima helada con el pulgar y luego hundió sus dedos en las mejillas de la sacerdotisa con fuerza, arrancándole un grito sorprendido a la mujer.

La sacerdotisa trató de luchar contra Annora, de separarse de ella, pero Aldric le aferró el brazo y se lo retorció hasta que desistió, en medio de un mar de lágrimas. Con la mandíbula tensa, respirando con dificultad, Annora aferró con más fuerza la cabeza de la lunática, dejando diez heridas en sus pálidas mejillas.

—Más —exigió entre dientes la bruja.

Aldric asintió y rajó con su puñal la espalda de la mujer. Apartó la larga melena, rompió los vaporosos velos y dejó rastros rojos en la fina piel, mientras la mujer aullaba de dolor, inmóvil bajo el conjuro de Annora. El rostro de la bruja temblaba, convertido en un rictus de dolor, una mueca de ira animal.

—¡Más! —rugió la noble en un aullido bestial.

El mastín hundió su poderosa mandíbula en el antebrazo de la mujer, desgarrándolo, arrancándole el brazo a tirones secos, mientras Aldric hundía su puñal en la espalda de la sacerdotisa, retorciendo la hoja bajo la carne, manchando sus manos de sangre cálida y espesa. El cuerpo de la bruja se sacudió por la oleada de dolor, se debilitó y luego se tensó como una ballesta. Con una carcajada frenética los dedos de Annora se hundieron bajo la piel de la sacerdotisa, contorsionaron su rostro en una mueca espeluznante de sufrimiento, y cuando parecía que los ojos de la mujer iban a estallar bajo la presión, la soltó.

La sacerdotisa se derrumbó en el suelo, moribunda, mientras Annora retrocedía jadeante, aturdida y temblorosa. Aldric la ayudó a llegar al lago y le limpió las manos despacio, mientras el mastín apoyaba su inmensa cabeza en el regazo de la desubicada bruja.

—¿Estás bien? —preguntó Aldric preocupado—. ¿Lo tienes?

Annora asintió y carraspeó sin aliento, mientras Aldric le tendía la capa sobre los hombros y recogía algo de agua con la rodela. La bruja bebió el agua con sedienta ansía y pidió más, petición que Aldric concedió al punto. Bebió hasta saciarse, hasta que su respiración se acompasó y los temblores la abandonaron.

—Lo he... visto —anunció con la voz quebrada la mujer—. Nació como el rey, por la piedra.

—¿Una llave?

Annora volvió a asentir.

—Había una caverna. Había miedo y esperanza, muchas como ella, y la llave. Oscuridad, larga oscuridad, y luego la felicidad de la vida otra vez. Dolor y Luna, placer, oleadas de placer, sentido. Hubo muchas noches como la primera, vio muchas veces la llave.

—Así que Roncefier tenía razón, hay una llave en el templo —musitó para sí Aldric—. ¿Sabe dónde está? ¿Dónde la esconden?

Annora se detuvo un momento, cerró los ojos y pensó. Luego negó con pesar.

—Era joven. Solo las ancianas portaban la llave, ellas sabrán donde está.

—Tiene sentido. Entonces necesitamos una sacerdotisa más veterana o incluso la Matriarca misma...

—Sí.

—¿Algo que nos pueda ayudar con eso?

Annora cerró los ojos otra vez, y el temblor volvió. Encogida y asustada, se abrazó a la cabeza del moloso, hundiendo los dedos crispados bajo su pelaje.

—No... Son muchos recuerdos, son muy confusos, yo no... —se defendió con voz llorosa.

—No pasa nada, no pasa nada —se apresuró a tranquilizarla Aldric—. Ya está, no tienes por que forzarte, podemos encontrar otro camino.

—Seguiré mirando, intentaré encontrar algo —aseguró Annora en tono lastimero.

—Está bien, pero sin forzarte —concedió Aldric, tendiéndole la mano—. Venga, levanta, no tiene sentido pasar la noche al raso, necesitas dormir.

La bruja se dejó levantar, cansada y soñolienta. Apoyó parte de su peso sobre la inmensa cabeza del mastín y dejó que el animal la llevase. Al llegar junto al cadáver decapitado detuvo al animal y se volvió hacia Aldric.

—Aldric —le llamó.

—Un momento —pidió el noble, mientras envolvía la espada del segundo guardia en un fardo de telas del palanquín—. ¿Qué necesitas?

—Ella —indicó con sencillez Annora—. Mátala.

Aldric se volvió hacia la sacerdotisa tumbada. Su cuerpo se convulsionaba por el dolor, incluso en su estado de inconsciencia, sus ojos permanecían fijos en la nada, atrapados en una pesadilla interminable.

—Cierto. —Aldric dejó a un lado la espada y tomó la misericordia—. Dalo por hecho.

Mientras Annora esperaba, Aldric terminó con la vida de la lunática de una puñalada. Luego, con rápida torpeza, la despojó de sus vaporosas vestimentas, recogió las espadas de ambos guardias y se unió a Annora.

Tenía la ubicación de una llave, vendas, dos espadas y un par de armaduras que podían reclamar más tarde. Una buena noche, en conjunto.

Dudaba que Roncefier fuese a conseguir más.

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