24ª Parte: Las bambalinas
El carro se detuvo con suavidad junto a la torre abandonada, y el conductor avisó a Trilero que bostezó y levantó con suavidad el ala de su sombrero. Echó un rápido vistazo a su alrededor, antes de apearse, dar las gracias a un admirado y servicial cochero y encaminarse hacia la estructura.
Lo hizo sin prisa, esperando a oír el carro alejarse mientras contemplaba de arriba abajo la fortaleza. Valliturre debía su nombre a construcciones como aquella, atalayas fronterizas erigidas por toda su extensión, en que los antiguos soldados de la Congregación hacían su vida, siempre atentos a las fronteras. Aquella en concreto tenía pinta de llevar abandonado bastante tiempo, pero el paso de los años y la intemperie la habían tratado bien. Solo un parte del tejado, derrumbada, mostraba a las claras que aquel era un edificio vacío, el resto de su piel de piedra estaba tan intacta como el día en que la erigieron.
Llamó a la puerta con soltura, y al no recibir respuesta, empujó el batiente con suavidad y dejó que la luz de la Luna inundase el corredor. El Mago le recibió desde mitad del pasillo, con desconcierto y cautela al principio, con alivio al reconocerle.
—Siento no haber llegado a la puerta, es un edificio grande y... —el lunático interrumpió su disculpa a medias, descentrado. Se volvió y le indico con un gesto que entrase—. Pasa, por favor. Sígueme.
Trilero aceptó aquella extraña invitación y se apresuró a seguir al mago, capa en mano. Del polvoriento recibidor pasaron a un pasillo mal iluminado por unas estrechas ventanas, lleno de muebles polvorientos y enormes telarañas blancas. El Mago iba delante, distraído, arrastrando un tanto los pies, musitando entre dientes mientras seguía el rastro que su paso había abierto en el polvo.
Trilero le seguía sin prisa, observando con curiosidad sus alrededores; algunas mesitas con jarros de flores secas, tapices devorados por las polillas y borrados por el olvido. Tocó con curiosidad una armadura que parecía en buen estado y la coraza se desplomó en medio de un gran estrépito, que arrancó un gemido sobresaltado a su anfitrión.
—Por favor, señor Trilero —le rogó con voz quejicosa—, absténgase de tocar nada, todo aquí es viejo, y podría derrumbarse.
—Es Aga —le corrigió Trilero con una sonrisa, al tiempo que tomaba el yelmo y lo colocaba en una percha— Trilero Aga. —Dio una pequeña vuelta sobre sí mismo, mostrando los sobredorados de su caftán negro—. Ahora soy noble.
El Mago asintió nada impresionado, y abrió una puerta a un cuarto iluminado. Dentro les esperaba un escritorio cubierto de papeles, un candil en una percha y una mujer tumbada en un diván desteñido.
—Señor Trilero, la señorita... —empezó con voz cansada el Mago.
—Ah, ah, ah. Trilero Aga.
—Trilero Aga, —se corrigió el lunático—, la señorita Pina de Belida.
La tal Pina torció la boca al verle, chasqueó la lengua, y saludo entre dientes, mientras su mirada fría denotaba cuanta felicidad sentía por conocer al estafador.
—Mucho gusto —gruñó sin levantarse de su sitio.
Trilero le dedicó una sonriente mirada y luego le dio la espalda, ignorándola. Una secundaría en todo aquella, una mujer sin suerte que no merecía dos miradas. No, lo interesante era la desgana, el temor del Mago.
Se adelantó al hombrecillo y se sentó en la única butaca libre de polvo.
—Preciosa guarida, me encanta —celebró mientras se recostaba en el asiento—. Mucho mejor que la anterior, más salubre. ¿Que se hizo de aquellos chiquillos duates tan divertidos?
El Mago suspiró con pesadumbre. Tomó una silla y la limpió, antes de dejarse caer en ella, con los hombros hundidos.
—Muertos. Todos ellos.
—Predecible —se burló Trilero—. Aficionados todos ellos. Por eso hay que contar con profesionales —anunció con prepotencia mientras sacaba la llave de Toprak de su bolsillo y la empujaba por el escritorio hacia el Mago.
—Vaya —suspiró por toda respuesta el Mago—. Impresionante.
—¡Y tanto! —exclamó Trilero—. Hube de matar a un dragón por ella, nada menos. Una buena historia, un día te la tengo que contar, para que puedas apuntarla. Quizá en un lugar menos polvoriento.
—Seguro. Otro día —musitó el hombrecillo, apartando la llave de sí con ayuda de un rollo.
—¡Basta, por favor! —exclamó Trilero con teatral desesperación—. Si insistís tanto, no tendrá otra que hablar. Atraje a las bestias a una gran batalla, y en batalla fueron vencidas, de la primera a la última. ¡Tendrías que haberlo visto! La reina, sobre su artillería, la heroica resistencia de la colina sur, la carga de los jinetes. Incluso me tocó servir una dragonera, cuando un perro-cocodrilo le arrancó la mitad del torso al tipo que lo hacía. ¡Todo un horror! Pero nuestra muy gran y magnífica reina sabe premiar a quien lo merece, y reconoció mi mérito y me concedió el título de Aga, a mí y al capitán de Malatesta, y la dama Claire...
—¿Gaetano es ahora un noble duate? —preguntó sorprendida la mujer.
—¿Habéis asesinado al Dragón? —masculló el Mago.
—Pues sí y sí. Ya hay canciones al respecto, buenas canciones, sobre todo las que hablan de mis hechos. —Trilero colocó sus relucientes botas sobre la mesa y comprobó con soltura algunas copas de una mesita—. ¡Tendríais que haber visto cuanta felicidad les traje! Todo por el misero coste de unas doscientas y pico almas, un trabajo redondo. ¿Qué tal vuestra semana?
—Por eso cerraron Lemuria —masculló reflexivo el Mago—. Vaya faena.
—Vamos, vamos —les reconvino Trilero, mientras limpiaba una copa y se escanciaba un vaso de agua—. ¡Que caras tan largas! ¿A qué viene tanta tristeza?
El Mago intercambió una mirada con Pina.
—¡Oh! ¡Un plan que ha salido mal! —celebró Trilero, cubriéndose la boca con fingido asombro. Sacó una bolsita de cuero de un bolsillo y la abrió para sacar un jugoso dátil—. Bueno, en fin, esta clase de cosas ocurren a menudo cuando los principiantes intentan probar estratagemas complicadas. Quizá deberíais habérmelo dejado a mí —señaló con relajada modestia.
—¡Quieres cerrar el pico, mamarracho! —le espetó la mujer, saltando rabiosa—. Tenemos ocho llaves, pedazo de inútil, ¡y tú estás aquí vacilándonos solo por una!
—¡Pina! —le advirtió el Mago.
—¡No! —se quejó la mujer—. ¡Mucho le aguantas a este inútil, y no vale nada! ¡No estaba donde la Compaña, y no sabe nada! ¿De verdad crees que este imbécil puede hacerlo mejor que yo?
—Pina, no digas más.
—¡Puedo hacerlo! —rogó la mujer—. Puedo llevarlas a...
—¿Adonde? ¿Al altar? —completó Trilero, llevándose otro dátil a los labios—. ¿Bajo la mirada del Rey de los fantasmas? Nah, no lo creo.
—¿Como sabes tú...? —gruñó Pina. Chasqueó la lengua, se cruzó de brazos—. Ya he engañado una vez al rey, cretino, otra no será...
—¡O sea que Mangata está en el ajo! —celebró Trilero con una divertida palmada—. Ah, ya sabía yo que ese ratoncillo mudo no era trigo limpio. ¿Engañando a su propia gente? Mala, mala...
—Pina, cierra la maldita boca —exclamó el Mago con rabia, dando un golpe sobre la mesa.
La mujer se quedó helada, rabiosa, pero helada. Se marchó con brusquedad, dando un tremendo portazo.
—Han sido días muy duros —la disculpó el Mago con voz cansada—. Huimos bajo las narices de la Compaña, en cierto modo aún temo que nos hayan seguido, que solo esperen para matarnos en algún rincón de esta torre.
—¿Y Mangata? —señaló Trilero.
—La Comadreja nos ayudó cuanto pudo, ella nos consiguió las llaves —suspiró el Mago—. Pero después de eso, ya no volvió a hablar con nosotros. Hubo... complicaciones. Una parte de ellas supongo que gracias a tu heroico acto.
—Está bien, está bien. —Trilero dio una palmada comprensiva—. Lo entiendo, habéis sufrido mucha angustia, mucho miedo. Ahora tienes un gran favor que pedir, y no sabes cómo hacerlo —El Mago le observó receloso, abrió la boca para replicar, pero Trilero lo acalló con un gesto—. Tranquilo, tranquilo. Ya ha acabado. Pero necesito saber.
—¿Saber qué? —pidió el Mago, con voz atemorizada.
Trilero vio el miedo en su mirada y aquello le sorprendió un poco. Nunca se había considerado alguien aterrador, alguien que provocase pavor, pero allí tenía a un lunático viejo como el tiempo, pendiente de cada palabra como si en ello le fuese la vida.
—Saber porque Mangata os ayudó —resumió con sencillez—. Saber qué es lo que en verdad buscas.
El Mago dudó. Apartó la mirada. Valoró la situación.
—Está bien —concedió al fin—. Está bien. Pero es una historia larga.
Trilero volvió a reclinarse en su butaca, se acomodó sin prisa. Tenía tiempo.
—Hace una eternidad yo... hum, nosotros... fundamos el Gremio.
El Mago suspiró tras aquellas palabras, como si se hubiese liberado de un gran peso. Se sentó más derecho, empezó a hablar.
—En realidad fue Ella quien lo fundó. La Primera, la primera lunática del Escudo. Ella había sido una de los sabios que crearon las agujas al principio, que pusieron en marcha el ciclo del Sol y la Luna, y como todos ellos, recibió la ira de los dioses como recompensa. Solo dos de los sabios conservaron la cordura tras aquello, y por como hablaba de Hueso, parecía que más bien fue solo Ella. La mayoría de los sabios se convirtieron en lunáticos y aún vagan bajo el Tártaro como monstruos subterráneos, y Hueso abandonó el Escudo, consumido por la sed de venganza. Pero Ella había sobrevivido, y sintió que su deber era dar fin a lo que habían empezado. Creó el Gremio para mantener a los dioses vivos el tiempo suficiente, para terminar Reloj.
—El Reloj.
—Una máquina de ensueño, como todo lo que los sabios idearon —suspiró el Mago—. Un aparato que atraparía a ambos dioses en un solo lugar, que permitiría controlar su alternancia a voluntad. ¡Imagina! Ciclos de Sol y Luna que podrían durar solo días, incluso horas ¡Nada más de oscuridad heladora! ¡Nunca más calor calcinante! El Escudo prosperaría...
—Pero algo falló ¿No?
El Mago suspiró, un sonido doloroso, cargado de melancolía.
—Sabia y noble como era, la Primera era lo mismo que cualquier otro divinoide tras ella. Dura, sin duda, pero no inmortal. También a ella le llegó la muerte, a manos de un monstruo que brotó de las llaves, un asolado enloquecido. No he llorado jamás como llore aquel día, y nunca se me ha hecho tan pesada la vida como los días que siguieron a su muerte.
—Entonces ¿Nada de Reloj?
—En cierto modo —se disculpó el Mago—. En realidad, Ella ya había terminado su trabajo el día de su muerte, pero quería asegurarse de que todo funcionase antes de llevar a cabo el cambio. Nos dijo que todavía no era seguro, que un error podía condenarnos a la oscuridad, y sin ella... sin ella me temó que nos pudo el miedo. Señor, mi compañero, el otro fundador, decidió continuar la labor del Gremio de forma indefinida. Un sistema fallido es mejor que ningún sistema, dice. —El hombrecillo suspiró, se frotó el puente de la nariz—. Yo le ayudé, al principio, pero no tardé en cansarme de aquel sinsentido. Nos separamos y me dedique a vagar, a buscar mi propia solución. Intente experimentar con la pseudodivinidad, crear un Escudo que no necesitase a los dioses. Ya sabemos cómo terminó eso...
—Así que ¿vuelta al plan Reloj?
—Vuelta al plan Reloj —admitió el Mago, con una sonrisa temblorosa—. Ya no tiene sentido dudar; el Escudo se precipita hacia un final horrible con cada ciclo. Si todo sale mal, no supondrá un gran cambio. Si sale bien... Solo imagínalo. Eso es lo que puso a la Comadreja de nuestro lado. El sueño de la humanidad.
Trilero sonrió con el Mago, una sonrisa vacía, más llena de burla que de apoyo. Condenada Mangata, jugaba bien sus cartas. Conspiraba con el Mago a espaldas de la Compaña y mientras limpiaba su ciudad de rebeldes y espías. Seguramente tenía su propio plan, seguramente uno que no se oponía por completo a los designios del Rey, pero ¿Noche eterna? Aquello era una soberana estupidez, y aquella muda del demonio lo sabía tan bien como cualquiera con dos dedos de frente. Trilero no sabía mucho de cultivos y tareas del campo, pero hasta él sabía que las plantas necesitaban luz.
—Muy bien —concedió Trilero con una palmada, mientras volvía a sentarse derecho—. Cuéntame que hay que hacer.
El alivio, la confusión y la sospecha se sucedieron en el rostro del hombrecillo a toda velocidad.
—¿Usted quiere ayudarnos? —inquirió en tono acusador el Mago—. ¿Por qué?
La gran pregunta; una a la que Trilero no podía dar una respuesta satisfactoria, al menos no para el Mago. Carraspeó y se frotó las manos nervioso.
—Bueno... —empezó con voz débil—. Supongo que... la verdad es que no quiero acabar atrapado en una noche eterna. Además, hmm, creo que soy el único que queda que puede llevar las llaves...
Todo cierto, todo mentira. El Mago le lanzó una mirada cargada de escepticismo, pero Trilero también vio un ligero brillo de duda, y se aferró a él.
—Si, supongo que es lógico dudar dado mi historial —se disculpó con voz lastimera—. Hace bien en desconfiar, supongo ¡Para qué darle una oportunidad al ladrón! ¿No?
—Bueno... —El Mago vaciló, sin saber que decir o donde meterse.
—¡He cruzado el infierno de punta a punta y parece que ni eso basta para redimirme! —se quejó con amargura Trilero—. Pero le guste o no, soy su única oportunidad, así que tendrá que dejar de lado los prejuicios y aprender a confiar.
—Lo siento. —El Mago tragó saliva, nervioso, incomodo—. Pero no quiero que sufra más —probó con vacilante amabilidad—. La señorita Pina y yo...
—No —le espetó con rapidez Trilero—. No pueden hacerlo.
—Bueno, ya engañamos una vez al Rey de las cenizas —señaló con confianza el Mago—. Otra vez no será...
—Ya, sí, por supuesto —le interrumpió Trilero—. ¿También pueden engañar a Inquina?
—Inquira —El mago se quedó helado y bajó la mirada. Miedo. Aquello era nuevo, pero no extraño; la Condesa producía ese efecto—. Inquira.
—Me estará esperando en el margen de la selva. A mí, no a ti, no a tu lacaya.
—Inquira —susurró de nuevo el Mago, explorando todas las implicaciones de aquel nombre.
—Yo puedo engañarla, confía en mí, tanto como esa mujer pueda confiar en alguien. Soy la única opción —concluyó Trilero con fatalista seriedad, y un ligero, muy ligero retintín alegre.
El Mago permaneció un largo momento en silencio, valorando las opciones. No se fiaba (hacía bien), pero tampoco tenía muchas más posibilidades, llegados a aquel punto. Su desconfianza cedió con un suspiro derrotado y un encogimiento de hombros.
—Mucho me temo... que sea como dice. Muy bien, confiare en usted, señor Trilero.
—No lo lamentará —le aseguró con firmeza Trilero, sonriendo para sus adentro con satisfacción. El Mago podía ser viejo como el tiempo y casi tan sabio, pero no tenía ni idea de cómo funcionaba el sutil arte del engaño.
El hombrecillo recogió una bolsa de cuero escondida bajo otras llenas de pergaminos, y volcó su contenido sobre la mesa, con un gañido de dolor. Las llaves de piedra, se derramaron sobre la mesa con un estruendo de piedra contra piedra, relucientes, cálidas, inquietantes. Nueve llaves, diez con la suya.
El Mago se apartó un tanto de aquella luz, pálido como una sábana.
—El mecanismo es complicado en su diseño, pero muy simple en la ejecución —explicó el Mago, cruzado de brazos—. Una de esas llaves, la marcada, es en realidad una llave falsa —Trilero rebuscó entre el montón hasta dar con la que tenía una pequeña aspa en su superficie lisa—. Esa justo. En realidad, esa llave es un ataúd de piedra, diseñado en su pequeñez para atrapar un dios en su interior. Hay una explicación compleja y mecánica respecto al mecanismo de liberación y cambio de dioses —explicó con voz cansada—, pero lo único que necesitas saber es que debes poner esa llave la última en el altar, en el hueco que esté marcado con una cruz.
—Vale, parece simple —concedió Trilero, observando con detenimiento la llave—. Pero quiero la explicación completa; estoy un poco cansado de tanto hermetismo.
—¿Por qué? —El tono seco del lunático hizo que Trilero levantase la cabeza—. ¿Por qué quieres saberlo? —insistió el Mago, con mirada dura, otra vez cargada de desconfianza.
—¿En serio volvemos a empezar? —bromeó Trilero—. Ya te lo he dicho, me interesa salvar...
—No. No encaja —le cortó el Mago. Había una nota peligrosa en su voz, enloquecida—. ¿Arriesgar así la vida? ¿Sin ninguna recompensa?
—Bueno, no es que me interese morir en un mundo sin luz, congelado hasta los huesos —señaló Trilero con amabilidad—. ¿No es eso recompensa suficiente?
—Ni por asomo. —El Mago no le escuchaba, fuera lo que fuera que pasase por su mente, no iba a prestar atención hasta que lo desentrañase—. No, no el Trilero del que me han hablado, no el que conozco. Altruismo no es la palabra para definirte. —El Mago hizo una pausa, entrecerró los ojos con sospecha, presa de una repentina revelación—. Ni siquiera has pedido el pago por tus servicios. Estabas ansioso por mis respuestas, aterrado, y ahora no... no tienes miedo.
La sonrisa de Trilero perdió en amplitud, pero ganó en sinceridad. Se encogió de hombros divertido, hizo girar la llave falsa sobre su canto.
—Han pasado muchas cosas en muy poco tiempo —reflexionó—. O quizá llevan pasando bastante y no lo he visto hasta hace poco. De cualquier modo, ya no necesito tus respuestas; ya tengo todas las que quiero.
—¿Acaso has renunciado a la cordura? ¿O quizá ahora trabajas para la Compaña, traidor? —Con un gesto más rápido y decidido de lo que parecía capaz, el Mago apartó una manta de encima de un diván y apuntó al pecho de Trilero con una lanza—. ¿Te has vendido al Rey para poder huir? ¿Qué te ha ofrecido, bastardo mentiroso?
Trilero apartó la punta oscilante del arma con fastidio.
—Lo has descubierto ¿eh? —se jactó con una sonrisa torcida y cruel, una mueca imitada a la Condesa—. Ya no te sacare nada más, pues. —Volvió a sentarse e hizo un gesto a la puerta de la sala—. Lleváoslo; ya hablará bajo tortura.
El Mago se volvió hacia la puerta y contempló el espacio vacío con miedo, sorpresa e incomprensión. Nadie esperaba en el quicio, ningún sicario vestido de negro, ningún monstruo de pesadilla. Se volvió hacia Trilero para verlo servirse otra copa con expresión relajada.
—Baja ya la lanza, imbécil. Te avergüenzas a ti y me avergüenzas a mí —le espetó el estafador, enmascarando con voz suave su hartazgo—. Si trabajase para la Compaña ¿hubiese matado al Dragón? ¿Habría recibido grandes honores de la reina, llevaría el título de Aga, llevaría su maldita marca? —se burló clavando un fino estilete sobre la mesa, un arma con el emblema de Suleimaniyi.
—No lo...
—Déjame que te explique qué ocurre, ya que tanto quieres saberlo —Trilero dio un sorbo a su copa, recogió y guardó la daga—. Lo que pasa, es que me mentiste.
—¿Qué yo...? ¡Yo no mentí en ningún momento! —se defendió el Mago—. Eres tú quien...
—Si, mentiste —le interrumpió Trilero, rechazando sus quejas con un gesto de hartazgo—. El secreto de la cordura ¡Ja! Pero te lo perdono, porque también me diste sin quererlo todo cuanto necesitaba saber. Es simple, en realidad, aunque me haya costado mucho darme cuenta; da igual en que me convierta, yo seré yo. Así de simple.
Trilero se levantó del asiento, empezó a pasear junto al escritorio, desarrollando su revelación con cierta diversión.
—Todos los lunáticos que me he tropezado era una panda de monstruos ya antes de que se volviesen, en fin, monstruos de verdad. Locos, sedientos de sangre, desquiciados, y sin embargo, todos conservaban la esencia de quien fueron. El Cornudo era un puto presumido, Boris un cabrón manipulador, el Emperador de Nyx, un idiota con aires de grandeza, el Dragón, un soldado que quería morir con honores. Y Trilero, pues Trilero será Trilero. Punto.
—¿Y la humanidad? —le espetó patidifuso el Mago—. ¿Estás dispuesto a perder tu forma, a convertirte en quién sabe qué?
Trilero rechazó la pregunta con un bufido de desprecio.
—Si me convierto en un dragón con cabeza de rata, seguiré siendo Trilero, seguiré estafando, y además, con suerte, podré volar. Además —añadió con malicia—, cuanto más humanos parecen los lunáticos, más locos están.
—Eso no es...
—¿Ah, no? ¿Puede haber mayor locura que mantener un círculo de horrores y privaciones durante miles de años por ningún motivo? ¿O quizá prefieren que discutamos la cordura de alguien que ha destruido imperios enteros convirtiendo a sus gentes en monstruos, solo para probar un punto?
El Mago reculó ante aquel ataque, se sentó derrotado y dejó caer la lanza.
—La cosa —continuó Trilero—, es tan simple como evitar esos sentimientos traidores que puedan convertirme en otro hostigador. Así que me he librado del miedo —anunció satisfecho.
¿Qué sentido tenía el miedo, al fin y al cabo, cuando estaba más allá de la muerte? Tanto tiempo perdido, tantas dudas y pavores. Se sentía bien ser libre. La Condesa tenía razón. Maldita sea, la reina tenía razón; Trilero no era, ni nunca sería, un noble. Le faltaba la prepotencia, arrogante y estúpida. Le faltaba la clase de trasero que le permitía a uno sentarse día tras día a rascarse la tripa, o a organizar la vida de los demás. Era un mentiroso, un estafador, necesitaba engañar como un pez el agua. Necesitaba la emoción, el juego, la felicidad del desafío y de la victoria. Aquello le hacía feliz, y la felicidad de jugar con un hombre milenario, de engañar y usar a un sabio que había hecho caer imperios y levantado otros era una sensación gloriosa.
—Guárdate tu estúpido secreto —le espetó radiante de felicidad—. Entiende de una vez que estás en mis manos; o te fías de mí, o renuncias al trabajo de una vida, y la tuya ha sido una vida muy larga.
El Mago suspiró derrotado.
—Las llaves son contienen vida para los dioses, pero tal como su mismo nombre sugiere, también actúan como llaves. Los arquitectos diseñaron el ataúd para que los dioses pudiesen salir de él a voluntad, pero entrar solo cuando todas estuviesen en su sitio. Un seguro, una cerradura para asegurarse de que uno de ellos no intentaba quedarse para siempre dentro del reposo. Cuando las diez llaves están sobre el altar, el dios encerrado lo siente, y sale alimentándose de ellas, consigue las fuerzas para otro ciclo. Entonces el dios que estaba fuera entra en el ataúd y reposa, hiberna durante doscientos años. Ahí atraparemos a la Luna, cuando entre en el ataúd, y en el ciclo siguiente, al Sol. Entonces podremos llevarlos al Reloj.
—¿Y si el dios en el interior decidiese no salir?
—Su hermano aún podría entrar, y ambos morirían. No se arriesgan a eso, una vez las llaves están en el sitio, el cambio se produce muy deprisa. No notaran nada.
—Interesante. ¿Y si equivocó el lugar de la llave trucada?
—El cierre es como una tubería. Cada llave es un pedazo de caño, y todas juntas llevan al interior del ataúd. La llave trucada es justo como el ataúd, solo pueden entrar a través de la tubería, pero pueden salir a voluntad. Necesitamos que la Luna crea que está en el ataúd. Necesitamos que sea lo más parecido a lo real. Si cometieses un error, podría no ocurrir nada, o podría ser catastrófico. Así que no lo hagas.
—Muy bien —aceptó Trilero, mientras recogía nueve de las diez llaves y las guardaba en su saco—. Te dejo esta como regalo, para que me recuerdes.
—Necesitas las diez para que funcione —le recordó el Mago.
—Nueve mías y la decima que trae la Condesa. Necesitaré a esa mujer si el Rey me espera en el altar —Trilero soltó una pequeña carcajada—. Eso ha sonado como si fuese a casarme ¿No?
El Mago no se rio. No hizo ni el más mínimo asomo de ir a hacerlo, ni de levantarse de su asiento, ya puestos.
—No mueras —le soltó en cuanto Trilero alcanzó el umbral—. Ese es el gran secreto: si no mueres en unos cien años, tu cuerpo empieza a acostumbrarse a la energía. Serás lunático y humano.
—Lo tendré en cuenta —le aseguró Trilero con un gesto de despedida—. Nos vemos.
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