
23ª Parte: Coloso en llamas
El rugido del Hostigador resonaba por encima del fuego, por encima de los estallidos que llenaba la oscura noche de luz y calor. Deitronos ardía sobre sí misma, pero incluso ante aquel estruendo, ante la cercanía de las llamas, los habitantes de la ciudad seguían encerrados en sus hogares, atados a sus casas por el miedo a la Compaña.
Roncefier los vio, asomados a sus ventanas, curiosos pero aterrados, y le parecieron lamentables. Débiles. Incapaces de coger su destino con las manos, de enfrentarse a si mismos y sus miedos ni aunque les fuese la vida en ello.
No les dedico un pensamiento más, ni a ellos ni al Hostigador. El condenado lunático había perdido la poca cordura que le quedaba en aquel incendio desbocado; su presa estaba en la ciudad y Roncefier ya le había llevado hasta ella. Su parte del acuerdo estaba cumplida.
La escalera del palacio trepaba hacia las alturas ante el, envuelta en niebla, la cuarta vez que Roncefier se presentaba ante aquellos escalones de piedra. Había llegado como un observador, como un espía, como un prófugo. Ahora llegaba como conquistador.
A un gesto suyo, uno de los cinco espectros de su escolta avanzó hacia los escalones y se detonó a sí mismo, abriendo un boquete en la niebla, por el que el caballero y su cohorte ascendieron hacia el palacio. No prestó atención a las víctimas del Curtidor y Quinto, ni a la sangre que manchaba los escalones; los muertos estaban muertos, y solo le producían indiferencia.
"HAY QUE TOMAR LA PUERTA PRINCIPAL" le recordó Caldeo, en otra vida sirviente de aquel palacio "LOS CUARTOS DEL SEÑOR NO HABRÁN CAMBIADO, ERA EL MEJOR CUARTO DE LA MANSIÓN"
—Guíanos —indicó Roncefier con sencillez, y el fantasma se puso al frente de la comitiva, solo por detrás de quien abría camino en la niebla.
Nadie les esperaba en la explanada ante el palacio, nadie impidió su paso hacia el edificio. Cruzó las enormes puertas, atravesó los salones de recepción, el cuarto del trono, la sala de banquetes, sin ver un alma, hasta llegar a las cercanías del cuarto del Emperador.
Solo en aquella ala seguían sonando risas y canciones, el tintineo de las copas y la charla animada de la gente feliz. Un oasis en mitad del silencio, un rincón de vida entre tanta muerte.
Todas las risas cesaron cuando abrió la puerta de una patada, todas las miradas cayeron sobre él. Ignoró a las bailarinas, a los poetas, a los antiguos lideres de aquel imperio, ebrios y abandonados y avanzó hacia el Emperador, la mano en el pomo de la espada, el paso firme.
La estampida empezó con un grito, y las mujeres y los sirvientes abandonaron la sala a todo correr, manteniéndose tan alejados de Roncefier como podían. Uno de los capitanes encontró el valor para recordar sus votos y tomó con torpeza su espada; su cadáver calcinado solo aceleró las prisas de aquella gente por abandonar a su líder.
El Emperador no se movió, sus manos no soltaron la temblorosa copa. Había sido un hombre grande, un lunático glorioso y noble como un ángel, pero en aquella pesadilla disfrazada de sueño ebrio, se había convertido en un miserable. Había manchas en su túnica plateada, migas en su barba desmadejada, y la corona de luz que rodeaba su cabeza parecía lucir menos, con un brillo más opaco.
—¿Y tú quien eres? —preguntó el Emperador con voz gangosa, henchida por solo una pizca de su anterior orgullo.
—El caballero Roncefier de la Bréche —se anunció acompañando las palabras con una rápida reverencia—. Creo que tenéis algo de me pertenece.
Los ojos ojerosos del lunático se abrieron de par en par y su labio colgó en una mueca de sorprendida estupidez. Observó sin poder evitarlo un estante cubierto de prendas, bajo las que se intuía una forma dura y recta.
Roncefier ignoró al Emperador y se acercó a la montaña de ropa. Apartó capas, velos, túnicas, hasta sacar de entre la tela el acero, su acero. El Emperador se levantó de su trono decorado mientras Roncefier seguía con cuidado el filo de su espada.
—Tienes lo que has venido a buscar —le imprecó con un intento ronco de majestad—. Ahora tómala y ve...
Roncefier golpeó al lunático con el plano de la hoja, rompiéndole la nariz. El Emperador volvió a derrumbarse en el trono con un chillido agudo, llorando, retorciéndose de dolor.
—Agradezco la devolución de mi espada —señaló el caballero con frialdad, mientras envolvía la hoja en una de las capas a modo de vaina—. Pero esto solo es la mitad de lo que me trae aquí. ¿Dónde está la llave de piedra?
El Emperador se limitó a encogerse sobre sí mismo, a lloriquear mientras su túnica se manchaba de sangre. Roncefier dejó la hoja negra con cuidado sobre una mesa, y desenvainó de golpe la hoja de Aldric, con un estallido de luz y fuego. Rebanó la mano derecha del lunático y devolvió la hoja a su funda, antes de que le abrasase su propia mano.
El Emperador rugió de dolor mientras observaba el muñón humeante. Lloroso, tambaleante, se echó al suelo y trató de huir a gatas, pero los espectros lo atraparon por las piernas y lo levantaron en el aire como a un conejo.
—Nunca he intentado torturar a alguien —confesó inexpresivo Roncefier—. No creo que tenga la paciencia para ello ¿Alguna idea?
Albo abandonó su puesto junto a la puerta y flotó junto al caballero.
"TOMAD EL ESLABÓN ROJO" indicó con voz suave y cruel, mientras ofrecía su cadena a Roncefier "HACED QUE LO TRAGUE".
Roncefier rompió la cadena de un tirón y el cuerpo del espectro se deshizo en volutas de humo.
—Al trono —ordenó con sencillez, y los fantasmas arrojaron al lunático contra la silla sin miramientos.
—¡No sé nada de ninguna llave de piedra! —aulló desesperado el Emperador, perdida hasta la última pizca de majestad—. ¡No se nada, lo juro!
—Una justo como esta. —El lunático palideció la ver la llave en la mano de Roncefier—. Justo como esta, arrancada de los dedos muertos de vuestro capitán ¿Os refresca la memoria?
El Emperador observó la llave con el miedo pintado en la mirada, pero no dijo nada. Roncefier suspiró y se acercó a la mesa, donde el banquete a medio comer se enfriaba abandonado. Tomó una copa de vino y echó dentro el eslabón, que siseó al caer en el liquido.
—Abridle la boca —ordenó a los espectros con sequedad.
El Emperador trató de resistirse, pero aquellos demonios de humo eran más fuertes que él, en su lamentable decadencia. Tras un breve forcejeo, Roncefier logró empujar el liquido por el gaznate del lunático, y le forzó a cerrar la boca.
El Emperador se resistió hasta que sus ojos lagrimearon y empezó a atragantarse, lleno de babas la mano de Roncefier y dejó surcos con las uñas en la madera de la silla, pero terminó por ceder, con un sonoro trago. Estalló en una tos estertórea tan pronto como Roncefier le soltó la boca, manchando de vino y saliva el abrigo del caballero.
—Espero que ahora estéis más dispuesto a colaborar —aconsejó Roncefier mientras se limpiaba el rostro con una de las capas del montón.
El Emperador sonrió y le escupió, y el eslabón se estrelló contra el rostro de Roncefier cubierto de saliva y vino.
—Vete a la mierda —gruñó entre jadeos ahogados—. Mátame y puedes olvidarte de la llave, hijoputa.
Roncefier observó durante un momento el pedazo de metal en el suelo, helado de ira e impaciencia. Tenía la llave al alcance de su mano, tan cerca que podía rozarla, y al mismo tiempo parecía cada vez más lejana.
Era un guerrero, un soldado, un duelista. No tenía la catadura, la bilis ni la paciencia para trabajos lentos y retorcidos.
—Bastará con que este dentro ¿No? —preguntó a nadie en particular, mientras recogía el pedazo de cadena.
Luego desenvainó su puñal y lo hundió en las tripas del Emperador.
El Emperador se retorció de dolor, pero no pudo librarse del agarre de los espectros. Otra puñalada siguió a la primera, abriendo más la herida, arrancando un aullido animal de la garganta imperial. Entonces el caballero empujó el eslabón dentro de la carne, a través de la piel descuartizada, entre vísceras viscosas y el ahogado borboteo de la sangre.
Dejó el pedazo de metal dentro de las tripas de su majestad, y cauterizó la herida con la espada ígnea, dejando una gran quemadura humeante sobre el vientre blanco del lunático.
—Soltadlo —ordenó a los espectros, jadeando el mismo por el esfuerzo—. Albo, es tu turno.
El Emperador cayó al suelo en cuanto el agarre de los fantasmas dejó de contenerlo. Se toqueteó la tripa con la mano y el muñón, desesperado, mientras lágrimas amargas rodaban por sus mejillas marchitas. Albo no tardó en empezar su trabajo, y el humo empezó a surgir en finas volutas de la boca del Emperador.
El anciano lunático cayó al suelo de espaldas, acometido por un dolor horripilante mientras el espectro empezaba a reformarse en su interior. Sus tripas se iluminaron con el brillo del fuego y el olor de la carne asada empezó a invadir la estancia.
Boqueó sin voz, aulló entre toses y levantó una mano suplicante hacia el caballero, mientras aquel limpiaba metódicamente su puñal de sangre.
—Detente Albo —pidió el noble, y la luz del fuego parpadeó hasta extinguirse—. Ahora, Emperador, vais a morir. Es vuestra decisión como de rápido o tortuoso sea vuestro tránsito.
—Hablaré, hablaré —aseguró sin voz el lunático, tosiendo ceniza—. Por favor, no más, no me matéis, por favor...
Roncefier esperó mientras el lunático tomaba aliento, mientras su cuerpo dolorido y quemado reunía las fuerzas para poder hablar.
—Esta en el trono —confesó con prisa y miedo—. En el trono. Por favor.
—¿En el salón del trono?
—Dentro del trono. —El Emperador se arrastró a tientas hasta el banquete abandonado, aferró con torpeza una copa, derramando el vino en ella—. Dentro.
Roncefier tomó el cáliz y escanció vino en él. Lo sostuvo para el lunático, mientras aquel bebía a tragos apresurados, ansiosos.
—El Mago dijo que la escondiese donde nadie pudiese encontrarla —explicó mientras Roncefier llenaba otra copa—. Ahí estaba segura, ni yo mismo puedo...
Se abalanzó sobre la segunda copa dejando la frase a mitad, y tragó el vino con desesperación, en un vano intento por calmar el ardor de sus tripas calcinadas. Roncefier contempló la sed de aquel desgraciado con frialdad, intentado discernir si había dicho la verdad o solo una mentira desesperada.
—Cogedle —terminó por ordenar—. Vamos al salón del trono.
Ignoró los lloros y lamentos del Emperador, sus suplicas desesperadas. Ignoró los rostros aterrorizados de los perdidos cortesanos, que no habían encontrado el valor para huir lejos, y volvió sobre sus pasos hasta el salón del trono, vacío y limpio como si el imperio no hubiese caído.
—Donde —exigió al lunático en cuanto alcanzaron la cámara.
—Bajo el trono, dentro del trono —lloriqueó el Emperador—. Por favor...
Roncefier ya no le escuchaba. Despojó la silla de sus vestiduras de lana y seda, hasta que el armazón de madera quedó a la vista. El trono era menos sólido de lo que parecía bajo sus adornos, pero la base de la silla era un grueso bloque, mucho más pesado que el resto del asiento. A puñaladas y golpes, con ayuda de los espectros, destrozó la madera hasta que dejó a la vista un cubo de hormigón, encofrado en el asiento.
—¡Esta ahí, bajo el cemento! —aulló a la desesperada el Emperador—. Lleva cien años ahí, lo juro.
"DICE LA VERDAD" apuntó Caldeo, mientras terminaba de arrancar el molde de madera "PUEDO NOTAR LA LUZ DE LA PIEDRA, EN MI ESENCIA"
Roncefier asintió despacio, contrariado.
—Necesitaremos un pico. —se lamentó—. Un cincel, un martillo, algo sólido. Si solo pudiésemos traer a ese imbécil Guardián vuestro aquí...
"NO ES NECESARIO" señaló Albo, una segunda voz en la garganta del Emperador "NOSOTROS CONSEGUIREMOS LA LLAVE PARA TI, PEREGRINO. DAME LA ORDEN Y ROMPEREMOS LA PIEDRA"
Roncefier observó un momento más el bloque de hormigón, pensativo. Luego hundió su mirada en el Emperador, en sus acompañantes, y consintió.
—Adelante.
Los espectros soltaron al Emperador y el lunático empezó a avanzar con torpeza hacia el trono deshecho. Lloraba y gritaba, trataba de resistirse, pero Albo tiraba de su cuerpo hacia el trono demolido, imparable, impasible.
Roncefier se dirigió hacia la puerta sin cruzar una mirada con aquel condenado. Tenía una idea del plan de Albo, y prefería estar fuera cuando lo ejecutase. Alcanzó el umbral de la sala a tiempo de ver como el Emperador se tumbaba sobre la caja de piedra, gimoteante, horrorizado. Su cuerpo encogido empezó a hincharse y humear, sus balbuceos se convirtieron en un silbido ahogado.
Roncefier se escondió tras el umbral un segundo antes del estallido, un esputo carnoso que manchó de sangre y vísceras las impolutas paredes del palacio, y dejó pedazos del imperial esqueleto hundidos como estacas en la piedra.
Albo, reformado y libre, retrocedió mientras sus compañeros se detonaban sobre el cofre ensangrentado, y los estallidos se sucedieron mientras las duras costillas del lunático perforaban el cemento con más fuerza que cualquier martillo.
"ESTA HECHO" susurró al cabo de un momento Albo "LA LLAVE ES VUESTRA"
Roncefier salió de su escondite y contemplo el cuarto arrasado, manchado de carne apestosa y humo. Solo Albo permanecía en mitad de la sala, junto al bloque hecho pedazos.
—¿Y el resto? —preguntó Roncefier mientras se acercaba al trono derruido.
"NUESTRO FUEGO ES LA MEDIDA DE NUESTRA VIDA" explicó Albo "MIS COMPAÑEROS HAN ABANDONADO ESTE MUNDO COMO SOÑABAN. SU SACRIFICIO ES EN VUESTRO HONOR Y EL DE NUESTRA CAUSA".
Roncefier asintió solemne. Se agachó junto a los cascotes y apartó piedra y hueso hasta lograr sacar la llave. Todavía tenía trozos de hormigón adheridos, y su brillo parecía más opaco que el de la que llevaba en la bolsa, pero no había duda de su naturaleza. Sostuvo el disco de piedra ante sí, dejándose invadir por la calidez de aquella luz, la calidez de la victoria.
—Gracias —musitó con la vista fija en la llave—. No será en vano.
Apenas diez segundos después, Roncefier sufriría la mayor derrota de su vida.
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