21ª Parte: Cierre de tramoya
Mangata miró ceñuda el inmenso boquete y bufó de fastidio. La puerta del laberinto estaba desguazada y retorcida, y la reja estaba partida como una cortina, deformada y rota. Lupina, a su lado, silbó impresionada.
—Joooder —se admiró—. Miedo me da la rata que haya salido de ahí.
Mangata torció el gesto molesta. El maldito Roncefier siempre tenía que complicarlo todo.
—¿Crees que nuestro chico aún lleva un monstruo dentro? —preguntó Lupina contemplando la puerta.
"No" respondió con sequedad Mangata. Acarició los bordes doblados de la puerta, donde el hierro se había fundido en un patrón similar al de una mano. "Creo que ahora el monstruo es él mismo."
Repasó la puerta derretida, tratando de imaginar como la habría fundido el caballero, a que se enfrentaban, mientras Lupina preguntaba a los hombres de guardia las cuestiones de rigor.
—Cautela está en el laberinto, donde las llaves —le informó la guardia, reuniéndose con ella—. Uno de sus hombres nos está esperando para hacer de guía.
"Bien".
Lupina tomó una antorcha y ambas mujeres se adentraron en la oscuridad. Siguieron el pasillo hasta la primera bifurcación, donde las esperaba el guía, un hombre algo anciano sentado en una escalera de mano, fumando a la luz de un candil.
—El señor Cautela supuso que vendrían. Síganme, por favor.
El hombre apagó y guardó la pipa, agarró escala y candil y las guio a través de un par de pasillos del laberinto, al cabo de los cuales apoyó en el muro la escalera.
—Esperen a mi señal para subir —pidió el guía a sus acompañantes—, y háganlo de una en una, si son tan amables.
A la señal del hombre, Mangata trepó por la escalera. En la cima encontró una escala de cuerda tendida sobre el muro, a la cual se encaramó, no sin antes avisar con un par de golpes a Lupina que podía subir.
El guía la esperaba en lo alto de la escala, y le tendió la mano para ayudarla a subir.
—Sigamos —indicó en cuanto Lupina hubo ascendido también la escalerilla—. Obsta decir que este camino no es el que siguieron nuestros intrusos. El acceso rápido depende de saber en qué muro se puede trepar, y de que alguien arroje la escalera de mano para permitirlo, detalles que los guardianes del laberinto escondemos con mucho celo.
Siguieron aquel pasillo por encima del laberinto hasta llegar a una puerta de hierro. El hombre rebuscó en su bolsillo hasta dar con la llave y las invitó a cruzar.
—Estas son las dependencias de la guardia —explicó el hombre mientras las guiaba a través de cuartos oscuros y pequeños, pero cálidos y bien amueblados—. Siempre hay un guardia en el laberinto, que va cambiando en turnos fijos. Desde estas estancias vigilamos el paso y nos encargamos de las labores de mantenimiento. —El hombre les mostró una sonrisa triste—. En condiciones normales es un trabajo muy aburrido, pero tras la visita de estos ladrones, bueno, vamos a tener algo de actividad aquí abajo.
—¿Porque no esperaron mis guardias aquí al momento de la emboscada? —señaló Lupina con sequedad.
—Oh, bueno, seguíamos órdenes —se disculpó el hombre—. El paso es secreto excepto para unas pocas, muy pocas personas: los tres guardias, el señor Cautela y ahora ustedes dos. Ni siquiera sé si su majestad lo conoce. Por motivos de seguridad, se nos dijo que ignorásemos cualquier actividad que sucediese ayer. —se encogió de hombros—. No somos guerreros, ¿Sabe usted?
—Ya imagino —gruñó Lupina.
Salieron por otra puerta de hierro y descendieron una escala de mano más, y luego una en la pared, oculta en un callejón sin salida. Desde allí el hombre las guio hasta una parte más amplia del laberinto, donde las esperaba Cautela y media docena de Cuervos, trabajando en torno a un puñado de cuerpos. Una bestia monstruosa, humanoide en su deformidad, coronaba la escena, atada a un par de pilares y sometida con cadenas y grilletes. Rugió al verlas llegar, pero nadie parecía prestarle la más mínima atención.
—Menudo desastre —las saludó Cautela, despachando a un par de cuervos con un gesto—. Me alegra verte aquí, hermana mía. Menudo plan perfecto el tuyo.
Mangata le fulminó con la mirada, muy cansada para sus estupideces, y formó las palabras con impaciencia.
"¿Cuántos muertos?"
—¿Nuestros o de ellos? —se burló Cautela con acidez—. Tenemos tres bandidos muertos justo aquí. Los nuestros están allá.
Mangata cruzó una mirada con Lupina y la jefa de la guardia asintió y se marchó a dar el último adiós a sus hombres, mientras Mangata seguía a Cautela.
—Estos son —señaló Cautela ante los cadáveres: dos hombres y una mujer—. Poca cosa para tanto problema. Me cuentan que estos dos murieron sin dar mucha guerra —indicó ante los hombres—, mientras que ella fue un auténtico dolor de cabeza.
Mangata observó a la mujer duate. Tenía signos claros de envenenamiento. Los otros dos mostraban heridas de arma evidentes, un cuello cortado, un vientre abierto.
—Sumando los dos que tiene Festo, hacen cinco bandidos de seis —sonrió Cautela—. No está tan mal, casi seis bandidos. Solo hemos perdido doce Cuervos en el proceso, y solo nos falta tu querido caballero del norte. Qué curioso, ¿eh?
"Bien" le cortó con brusquedad Mangata. "Llévame a la sala de las llaves."
—¿Bien? —se burló Cautela, con una risa venenosa—. Comadreja, hermana mía. Yo empezaría a pensar una disculpa apropiada para padre, porque vas a necesitarla. Doce Cuervos en una noche, querida, eso son muchos hombres.
"Se contar hasta doce. Ahora llévame a la sala de las llaves."
—Creo que no lo estás entendiendo —apuntó Cautela, condescendiente—. Déjame que te lo explique: has venido aquí, has mareado la perdiz a diestro y siniestro, acusado a quien te ha dado la gana, y todo el resultado que tienes son cinco bandidos de seis, uno a la fuga, tu bandido, para mayor desgracia, y doce hombres muertos. ¡Has puesto en peligro la seguridad de todo el mundo! —continuó henchido como un pavo—. ¿Sabes que traían estos bribones? Armas de Malatesta. Si en vez de bajar a mi laberinto y morir aquí, hubiesen decidido ignorar tu pequeña emboscada podrían haber asesinado a media corte en el transcurso de la noche. Padre y madre incluidos. ¿Entiendes la clase de traición que todo esto supone, Comadreja? ¿Empiezas a ver como de desgraciada eres?
Mangata le sacudió una sonora bofetada que arrojó al anciano al suelo. No estaba de humor para gilipolleces. Cautela sonrió, cubriéndose la mejilla, mientras todas las miradas se volvían hacia ellos.
—Me decepcionas, hermana. Esto es impropio de ti.
"Considéralo un correctivo. Ahora llévame a la sala de las llaves."
—Mocosa estúpida —escupió Cautela al borde de su paciencia—, es que no entiendes...
"No" lo cortó Mangata con un gesto. Buscó una tablilla en una taleguilla y la mostró a Cautela, que la observó estupefacto. La vista del anciano subió de la tablilla a Mangata y luego bajo otra vez a la tablilla.
—Pero... pero...
"Esto es una real requisitoria" hizo notar Mangata, mostrándole la tabla un momento más, antes de guardarla. "Significa que hoy me obedeces, y mis órdenes son que me lleves a la cámara de las llaves"
—¡Pero no tiene sentido!
"Déjame que te lo explique desde mi punto de vista" se burló Mangata con gestos ampulosos e iracundos. "Hoy han muerto, no doce, sino treinta y dos Cuervos, y todo el Maske Yok. Ciento doce asesinos, Cautela, ciento doce solo con los que llevábamos contados cuando decidí bajar aquí. Ciento doce asesinos que han vivido y prosperado años bajo tus narices y yo he eliminado en una sola maldita semana. De esos doce cuervos ¿sabes que pienso? De esos doce cuervos creo que míos serán cuatro, quizá cinco"
—Tres —corrigió Lupina, entrando en la conversación con la mirada torva—. Tres tienen heridas claras de armas, el resto son obra de esa cosa.
"No, Cautela" reconvino Mangata, sin perder la rabia en el gesto. "La locura asesina de tu monstruo no ha pasado desapercibida, y eso está muy lejos de hacer seguro este lugar. El hecho de que hayas escondido a mis hombres los lugares en que refugiarse te hace también culpable de su muerte, pedazo de cretino. Tú tienes suerte de que padre no te haga colgar."
—El Rey ha declarado los problemas del laberinto como accidentales. La Comadreja ha concedido en no presentar más cargos siempre que se te aparte de la guardia de este lugar con efecto inmediato —terminó de resumir Lupina.
"Eso pese a que tu tan famoso y letal laberinto no ha sido capaz de acabar con todos quienes han entrado en él. Se te ha escapado justo el más peligroso, ese al que habías jurado venganza y odio eterno. Que casualidad ¿Eh?"
—¿Que ha dicho el Rey? —pidió Cautela con debilidad.
—Ha desestimado la petición —respondió Lupina, mientras Mangata soltaba su ira con un gruñido—. Permaneces a cargo del laberinto, y solo del laberinto. Pero se ha concedido permiso a la Comadreja para comprobar las llaves y su buen estado, para informar al Rey de él.
"Así que a la cámara de las llaves, imbécil." espetó Mangata al anciano, poniéndolo en pie de un tirón.
Cautela aceptó la ayuda para levantarse con mansedumbre, y con un gesto indicó que le siguiesen. Las llevó con paso firme por los pasillos de piedra, sin necesidad de antorcha ni luz alguna.
—Todo esto ha sido un desastre —confesó mientras las guiaba, en tono culpable—. Simplemente... no logró entender... —suspiró con pesadumbre, hundido—. Lamentó mucho de lo de tus hombres, Lupina —se disculpó—. Nada de esto había pasado nunca; la locura del Guardián de Berna, lo de las puertas. Aún no consigo explicarme como pudieron orientarse sin luz, en la huida...
—Es posible que el caballero de la Bréche este en las primeras etapas de un proceso de lunatización. Algo muy raro, nunca visto, pero al parecer posible, en teoría —le confió Lupina.
—Santo cielo —repuso Cautela—. Si es capaz de esto ahora... —El anciano luchó un segundo contra su orgullo, antes de ceder—. Cázalo, Comadreja. Me duele admitirlo, como siempre duele admitir la estupidez propia, pero has hecho un trabajo excelente.
Mangata aceptó las disculpas con un gruñido.
—El Yok en una semana; parece algo imposible. —Cautela se detuvo junto a una pared, igual a todas las demás en aquella penumbra. Retiró una portezuela camuflada y les indicó una estrecha madriguera—. Es por ahí.
Cruzaron a gatas al otro lado y se encontraron ante una inmensa puerta de hierro, empotrada en la pared.
—Llegaron a intentar volarla —les confió Cautela con cierto orgullo—. Pero la puerta ni se movió. Solo yo su secreto, solo yo sé cómo abrirla, y estuve en la cámara interior toda la noche; puedo jurarte por mi honor que nadie puso una mano sobre las llaves.
"Ábrela, aun así".
Cautela asintió. Con un gesto inapelable, ordenó a las dos mujeres que retrocediesen hasta la pared, antes de ponerse a trastear con la puerta. Unos segundos después, la mole de hierro se apartó del camino de Cautela, dejando en la pared una gran boca, oscura incluso en aquella penumbra.
Mangata cruzó el umbral con decisión, sola, y detuvo a Cautela cuando hizo ademán de seguirla.
"Sola" le espetó con brusquedad.
La poca firmeza que quedaba en Cautela se desmoronó ante aquella sola palabra, y aquel hombre, poderoso y astuto, apareció de pronto como lo que era; un anciano débil y asustado.
Mangata, te juro que no he tenido nada que ver con esos asesinos duates. Te lo juro. —estalló sin fuego—. Yo... Se lo que parece, se lo que... No he sido justo contigo, pero ¡me acosaste! ¡Me perseguiste! La muerte de Rufo... —las palabras se atragantaban en su temblorosa garganta, pugnando por salir en algo parecido a un orden coherente—. Lo lamento. Lamento todo esto. Pero te lo juro, por cuanto soy, por cuanto tengo: yo no he traicionado a nuestra familia. Jamás lo haría.
Mangata relajó un tanto el gesto, apoyó su mano en el hombro tembloroso del anciano.
"Lo sé" le respondió. "Vuelvo en un momento".
Cautela asintió sin palabras, retrocedió con paso lento, encogido.
—Caja 301, tercera sala— indicó con brevedad, mientras la puerta empezaba a cerrarse—. Hay un candil junto a la entrada, lo necesitarás.
Mangata asintió en silencio y esperó a que la mole de hierro volviese a encajar en su sitio con un crujido. Encendió el candil al segundo intento, y la luz anaranjada iluminó un recibidor de piedra tallada y unas pequeñas escaleras.
Subió los peldaños con lentitud, disfrutando del aire helado, del sabor del tiempo enjaulado. Le costó un poco distinguir una cámara de otra, pero tras un par de intentos dio con la que buscaba.
Abrió despacio el cajón y contempló con indescriptible felicidad las siete llaves de Lemuria. Al fin. Tras tantos desvelos, trampas y engaños. Pero todo había salido a su gusto al final.
Las llaves seguirían allí, el Rey no abandonaría su trono. Todo cuanto había hecho, cuanto iba a hacer, era por el bien de Lemuria.
Abandonó la cámara cinco minutos después de haber entrado, y respondió al gesto ansioso de Cautela con una sonrisa tranquilizadora. El anciano las guio de vuelta a través del laberinto, más animado, más hablador, y se burlaba de Lupina tal como la guardia solía picar a Mangata; con historias vergonzosas de infancia y bromas sobre sus primeros días de servicio.
Mangata los seguía un poco retrasada, sonreía con las anécdotas, sonreía, en fin, porque estaba feliz. Ni siquiera la huida de Roncefier conseguía poner una nube sobre sus pensamientos; lidiaría con él cuando tuviese que hacerlo. ¿Quién sabia? Quizá el destino aún le reservaba al caballero un último papel en todo aquello.
La felicidad le duró lo que tardaron en regresar junto a los cuervos y ver a la nietísima. La joven criada miraba aterrada a la bestia presa, pero toda su atención se volvió hacia el grupo de Mangata tan pronto como los vio.
—Tíos míos —los abordó con una leve reverencia—. El Rey os llama, ha ocurrido algo.
Mangata se detuvo el tiempo justo para cambiarse en su cuarto, antes de ir a la presencia de su padre. Lo justo y necesario para empujar el abrigo a los brazos de una de los cuervos y agarrar una casaca más acorde a su posición.
Se reunió con Cautela ante la puerta de las habitaciones del Rey, reconfortó al nervioso anciano con una palmada comprensiva.
Las luces estaban apagadas dentro, ni candiles, ni lar; y la habitación estaba impecable, todas malas señales. Pero lo que de verdad le heló la sangre fue el gesto helado de su padre. El Rey de pie junto a la chimenea, leía con expresión desubicada una hoja de papel, apresada con fuerza en sus dedos engarfiados.
—Martino ha muerto —les anunció sin prolegómenos.
—¿Qué?
"¿El Dragón?"
El Rey se mesó el cabello con fuerza, suspiró, pero no dijo nada más, por más que preguntaron. Hizo falta que Hiem entrase, que le acompañase a su mecedora, para que el señor de la Compaña recuperase la entereza suficiente para seguir.
—Han sido los bastardos de Malatesta —explicó, en respuesta a la insistencia de Cautela—. Una maldita batalla campal... ¡Ese estúpido! ¡Joder!
"Vale, el Dragón ha muerto ¿Y qué?" exclamó Mangata con una efusividad que escondía su preocupación.
—¿Qué hay de sus perros? —insistió Cautela.
—¡Todos muertos! ¡Todos! —estalló el Rey, al borde del llanto—. Justo ahora. ¡Justo ahora! ¡Ese imbécil se dejó engañar, fue al matadero por su propio pie!
La imagen de cierto embaucador cruzó la mente de Mangata como un rayo, arrancándole una maldición silenciosa. Cautela acogió la respuesta como un golpe. Se dejó caer sin fuerza en una silla y hundió desesperado la cabeza entre las manos, para incomprensión de Mangata.
—Si no hay bestias, no hay tributo —le explicó la Malenterrada, acariciando con ternura el cabello de su esposo—. Toprak no pagara una tasa de protección contra un peligro que no existe.
—Lemuria no produce lo suficiente —añadió Cautela, con lágrimas en los ojos—. Somos demasiados, la tierra es demasiado dura. Sin ese pago, sin Toprak, estamos condenados.
"¿Y qué?" insistió Mangata, a la desesperada. "Creemos más bestias, el Yok ya no está aquí para detenernos. Ataquemos Toprak, saqueémoslos."
—¡Cuentan con un ejército tan poderoso como para acabar con la fuerza del Dragón! —rugió Justo, levantándose de golpe—. ¡No tenemos una fuerza así! ¡No hay manera de que podamos robar lo suficiente para mantener a una ciudad entera cada mes!
El Rey lanzó un rugido de rabia y pateó con fuerza la chimenea. Su pie se hizo polvo contra ella, literalmente, y a punto estuvo de hacerlo caer.
—Mangata tiene parte de razón —interrumpió Hiem, en tono conciliador—. Antes o después, Toprak iba a jugárnosla. Solo estamos donde empezamos, ya conseguimos que esto funcionara una vez.
—Es cierto —admitió Justo, más calmado—. Es cierto. No tiene sentido perder los papeles, no cuando hay cosas más importantes en juego. —Justo contempló la misiva una última vez, antes de guardarla en su bolsillo, hecha un guiñapo—. Mangata, quedas a cargo de la seguridad de la ciudad. Toda nuestra fuerza responderá ante ti. Cautela, no es el momento de dudar de la familia; te restauro tu cargo y funciones, intenta que Lemuria no se pierda en el caos.
Cautela cayó de rodillas, agradecido y dispuesto. Mangata miró al Rey boquiabierta, mientras notaba como todo su trabajo se desmoronaba a su alrededor.
—No os defraudaré, padre —musitó Cautela, reverente.
"Y vos, ¿Que haréis?" preguntó Mangata, con el pecho contrito.
—Hiem y yo saldremos hoy mismo hacia el sur —respondió el Rey, todavía molesto, pero más dueño de sí mismo—. Hacia el altar. La muerte de Martino es desafortunada, pero hay algo que me inquieta más; la Orden se mueve, aquí, en Toprak. Traman algo, y no me gusta, así que los esperare al final de su viaje, y me asegurare de que ni uno solo lo llegue a completar.
Mangata asintió con una reverencia, que ocultó su rabia de los ojos del rey.
Trilero se lo había buscado, solo esperaba que demostrase estar a la altura de lo que le esperaba.
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