1ª Parte: Sin respuestas
Trilero despertó en la semipenumbra, con un dolor de cabeza agudo y un vacío donde debería haber estado la última hora de su vida. Estaba en una especie de caja de madera que se movía, un carro casi sin duda, acompañado de otros tres desconocidos, caras difusas en la semipenumbra del lugar.
Ni rastro de la eficaz muda, pero la llave seguía en su bolsa para su alivio. Alivio que se volvió amargura al recordar lo rápido que había dado el hostigador con él. En silencio maldijo a la condesa mientras su vista se acostumbraba a su nueva prisión; el carro tampoco estaba tan mal. Era espacioso y no traqueteaba demasiado, y no parecía que hubiese ningún peligro en las inmediaciones, así que teniendo todo en cuenta, su situación había mejorado.
—Buenos días, gente—probó con tono amable—. ¿Alguna idea de dónde estamos?
El silencio fue la respuesta que obtuvo, pero ya empezaba a estar acostumbrado a aquello. Al menos sabía que no eran todos mudos; a su memoria había vuelto la cara de la muchacha a su derecha, unido al recuerdo de su voz.
No solía ocurrir que Trilero se viese en una situación que no tuviese controlada, pero puesto que aquello se estaba convirtiendo en el pan de cada día, más le valía espabilarse. La chica de su derecha, la morena maleducada de palacio, se sentaba al lado de otra mujer, rubia y elegante, pero bastante desmejorada. Al otro lado del carro, medio escondido en la semipenumbra, su tercer compañero de penurias se abrazaba las rodillas en un silencio hosco. Iba vestido de criada, pero Trilero estaba medio convencido de que era un hombre. También recordaba su voz, o al menos una especie de aullido de rabia.
Su vista iba adaptándose a la escasa luz del carro y poco a poco empezaba a ver detalles, indicios que bien interpretados le daban pistas sobre sus compañeros.
La morena, por ejemplo. Vestía también ropas de criada, pero no la pose. El pelo muy corto, algo enmarañado, una nariz chata, pecosa de piel y con ojos rápidos y avispados; sus manos no lograban estar quietas y todo su cuerpo, de un flaco famélico, no podía desprenderse de una especie de tensión nerviosa. Una ladrona, una ratera de las calles del Ebar, o quizá del Amses. Por más que se aferrase a la rubia y la atendiese, no tenía el orgullo, la dignidad de una criada, ni su ingenua inocencia. Estaba en una situación peligrosa y su cuerpo se preparaba para salir disparado.
La mujer rubia era un caso distinto. Tenía una melena leonina, algo desarreglada, los ojos dorados algo perdidos y la tez muy pálida. Flaca, pero con curvas, le había faltado comida buena, pero comía cada día. Parecía mareada, o quizá, dados los suaves cabeceos y el murmullo inconstante que se le escapaba entre dientes, muy, muy resacosa. Pero pese a todo, era a las claras una noble. Había en sus maneras una dignidad obligada, un orgullo aprendido. No parecía darse cuenta de dónde estaba, y parecía algo enferma, pero seguía siendo dueña de sí misma, con una flema enfermiza que sugería un origen painte.
Su tercer compañero era más difícil de atisbar, sin levantarse. Podía ver una corta melena lisa, casi sin duda castaña, una nariz recia y un cuerpo fuerte, de luchador. Sumado al aire de ofensa que exudaba, a la hosquedad de su gesto y la forma en le latían las venas de los brazos, debía de ser un noble, uno con bastante mal genio. El hecho de que estuviera maniatado y amordazado solo parecía confirmar aquella primera impresión. Era difícil precisar un origen sin ver más, pero su apuesta estaba entre los paintes y los acheses, por aquel hosco orgullo ofendido.
Trilero se levantó en su sitio y se estiró con calculada lentitud, antes de fingir un tropiezo y caer con estruendo al suelo.
—Perdón, perdón —se disculpó al segundo, pero su mirada bailaba con malicia entre la gente del carro.
La ladrona se había sobresaltado y apartado, la noble se había llevado las manos a la cabeza, gimoteando en tono agónico, y el hosco muchacho le había fulminado con la mirada. Todo según habría predicho el timador.
Sabiendo aquello, ya tenía cómo lograr respuestas.
—Así que, ¿alguno sabe a dónde vamos? —preguntó en voz algo más alta de lo habitual. La noble se retorció y la ladrona le miró con rabia—. Porque a mí se me debe haber pasado, con el porrazo que me han dado.
Trilero rio su propio chiste, para mayor sufrimiento de la resacosa. La ladrona le chistó enfurecida, y el noble le ignoró, sumido en su pequeño mundo de rabia.
—Mil disculpas —susurró un nada apenado Trilero—. ¿Cómo te llamas, por cierto?
La ladrona le dio la espalda con desprecio, lo que logró sacarle una sonrisa a Trilero.
—¡Menuda falta de educación! —exclamó indignado—. Señorita, no recuerdo haberla ofendido como para...
—¡Edda! —le interrumpió la muchacha, en un susurro apresurado—. Edda de Ponteleone. Y ahora ¡Shhhh!
—¡Ponteleone! —exclamó Trilero, ignorando la orden de la chica—. Eso está en las orillas del Amses ¿No?
Ella refunfuñó por lo bajo en una jerga incompresible de la que solo captó de nuevo la palabra "cazo".
—Hablaré contigo, pero deja de gritar de una vez, por favor.
—Es lo único que le pido —respondió Trilero con una sonrisa—. ¿Quién sois?
—A mí me llaman Edda, como ya te he dicho. Soy la criada de la señora Annora de Rygge. —La sonrisa de Trilero se ensanchó con suspicacia. "Dama" corrigió mentalmente a su interlocutora. "Hasta yo sé eso, criada de pega"—. El chico del fondo es Aldric de Belcler.
—¿Aldritch de Valclair, queréis decir? ¿El hijo mayor del conde de Valclair?
—Eso... —aventuró ella, no muy convencida—. Puede... ¿Qué más da? ¿Qué sois? ¿Escudero?
—Heraldo, señorita. Clarín de Rosora, a vuestro servicio —anunció el timador con una reverencia.
—Noble vestido me llevas, heraldo —se mofó la muchacha, arqueando una ceja inquisitiva.
—A la moda del sur, señorita —respondió Trilero sin perder aplomo—. Solo vuestra indispuesta señora no lo viste.
—¿De modo que Clarín de Rosaura?
—Rosora, señorita. Un pueblecillo al sur de Cetulia, cerca de la frontera.
—Ya. —En su mirada Trilero vio la duda, pero a ella le faltaba el mundo que a él le sobraba, y terminó por aceptarlo—. Curioso destino para un heraldo, el sur.
—En absoluto, señorita. —El mundo y la caradura. Trilero ya se estaba aburriendo de aquello, tocaba redirigir la conversación—. Alguien debía fabular las nobles gestas de mi señor, en paz descanse. Al fin y al cabo, ¿qué son los señores sin sus siervos?
—Sí, ¿qué sería de ellos? —titubeó la muchacha. En sus labios empezó a formarse otra pregunta, pero Trilero fue más rápido.
—¿De modo que no conocemos la identidad de nuestros atacantes, señorita?
—Yo ni papa, por lo menos. No había oído una lengua así en la vida. —El ceño de la muchacha se frunció pensativo—. Y van vestidos como salvajes. No salvajes de Clípea, salvajes de verdad. Con armas de madera, pieles y poca ropa.
Por desgracia, el mundo de Trilero se limitaba a Sonnd y sus vicisitudes, ni idea de lo que había más allá de los nervitas. No tenía ni la más mínima idea de quién serían aquellos salvajes, ni qué querían, pero a falta de más datos, el carro en que viajaban era sólido y apenas traqueteaba. Que aquellos tipos vistiesen con pieles no los convertía en estúpidos.
—¿Qué llevas en la bolsa? —preguntó ella a bocajarro, aprovechando su momento de reflexión.
—¿Cómo? —Trilero parpadeó y pensó rápido. Su llave era suya, más le valía a aquella ratera meterse en sus asuntos—. Un cuchillo, una cuerda, nada realmente útil. —Vio en el rostro de la muchacha la incredulidad. No, estaba abrazado a la bolsa, debía venderle que llevaba algo de cierto valor—. Y mi anillo de heraldo, claro.
—Ah.
—Un viejo trozo de hojalata, aunque con un buen valor para mí. Es mi pequeño tesoro —anunció con una sonrisa—. ¿Cuánto tiempo llevamos viajando?
—Aquí dentro es imposible saberlo, don Clarín. —La chica seguía suspicaz, dentro de lo lógico en una rata callejera. Un pequeño mohín malicioso retorció su rostro apenas un segundo, antes de lanzar una sugerencia con voz melosa—. Quizá podáis haceros una idea mirando por la ventanilla.
Trilero siguió el gesto de la ladronzuela hasta una abertura con barrotes en la puerta de aquel carromato, por donde entraba la luz de la Luna en el carro. Sonrió ufano y acercó el rostro al hueco, no sin antes jugársela un poco a aquella pequeña carterista. La chica era buena, pero si esperaba escamotear algo a Trilero iba lista. Con sutileza la llave de piedra subió a su manga y un pequeño anillo de oro cayó en la bolsa.
Apenas logró distinguir nada a través de aquella portilla. La Luna alumbraba el camino tras ellos y daba forma a algunas sombras sobre el paisaje, algunas altas que podrían ser árboles y otras pequeñas que quizá fuesen hombres a caballo. En todo caso se movían a oscuras y en silencio, conocían el camino y no querían que los viesen.
Algo más sabio e insatisfecho se giró de nuevo hacia la muchacha, que giraba el pequeño anillo entre sus dedos con curiosidad.
—Se le ha resbalado al levantarse, Don Clarín —apuntó la ladrona, al tiempo que le tendía aquella pequeña chuchería—. A mí me parece de oro, más que de hojalata.
Sorprendido y apurado solo en el exterior, Trilero se apresuró a tomar el anillo con una disculpa rápida y torpe. Guardó la baratija en la bolsa, y al hacerlo devolvió también la llave en su manga a su legitimo lugar.
—Es solo un baño —se apresuró a aclarar—, un baño de oro, no es de oro de verdad.
La muchacha contempló con una sonrisa malvada su expresión culpable. Pobre infeliz, al fin se había tragado el anzuelo. Mientras su manga limpiaba de su frente un sudor que no estaba allí, en su mente Trilero celebraba su astucia. El anillo lo había cogido en Clípea, y ella lo sabía. Todas las piezas cuadraban en la mente de la ratera, y había descubierto con gran ingenio al heraldo cleptómano. Un fuerte aplauso para ella. Solo que todo era una farsa, y ahora él tenía la carta más alta en aquella partida.
La sensación de triunfo se aguó un poco cuando recayó en que no tenía sentido engañar a aquella ratera, en que no sabía dónde estaba, ni a dónde le llevaban, quién, o con qué intención, y en que el maldito hostigador debía de seguir tras sus pasos.
La sola idea del lunático bastaba para ponerle los pelos de punta. Ni siquiera lo había mentado en alto, pero el simple pensamiento bastó para intranquilizarlo. Trató de relajarse y prepararse para lo que estaba por venir. Incluso le hurtó una moneda de oro a una distraída Edda, para reforzar el personaje, pero ella ni se enteró. Conocía una media docena de lenguas, y chapurreaba otras cuatro, seguro que de algún modo podría entenderse con aquellos salvajes. A una mala le quedaban los signos. La huida siempre quedaba como última opción, pero su modesto tamaño y constitución serian un problema más que una ayuda a la hora de mezclarse entre guerreros, y en vista de su escasez de ropa, dudaba que pudiese hacerse pasar por una de sus mujeres.
En esas andaba cuando al fin la voz de Edda logró traspasar el muro de su concentración. Aunque en realidad no fue la voz, sino el tono, cargado de urgencia y con un punto de miedo.
—¡Clarín! —le susurró ella por enésima vez, sacudiéndole.
—¿Qué?
—¿Lo oyes?
La noble dormía casi en silencio, con respiración ligera e inconstante, y el guerrero tarareaba en voz baja, distraído. Edda le miró a los ojos, expectante, y entonces lo oyó.
Cascos. Cascos de caballo.
Se incorporó casi de un salto y acercó el rostro a los barrotes. La misma oscuridad, la misma noche de Luna pálida, fría y pacífica. Pero apenas un momento después, captó un fugaz destello rojo.
El corazón le dio un vuelco y las manos se le helaron.
—No, no, no, no, no, no... —empezó a murmurar por la bajo, como una oración desesperada.
Pero el destello se repitió, más cercano ahora, y luego de nuevo a solo una veintena de pasos. Trilero apartó la vista del camino, pálido como una sábana, tamborileó los dedos en un intento por calmarse y volvió a hundir la vista en exterior.
El fuego rojo resplandecía en la punta de una lanza, perfilando la silueta de la condesa sobre un caballo negro como la noche. Con aquella luz y a aquella distancia, le era imposible verlo, pero Trilero hubiese jurado que estaba sonriendo. La mujer echó el brazo hacia atrás, inclinándose sin perder el equilibrio y la lanza dejó una fugaz estela de sangre en la calma de la noche.
Trilero se apartó de la puerta de un salto, justo en el momento en que la lanza se hincaba en la madera. Edda soltó un grito ahogado de sorpresa y los dos nobles despertaron de su adormecimiento, para ver como aquel fuego imposible empezaba a trepar por la madera.
—¡Alejaos de la puerta! —gritó Trilero sin preocuparse ya de mantener las formas.
—¿Qué está pasando? —El timador clavó la mirada en la extrañada ladronzuela. No llegó a contestar a su pregunta, porque sus ojos se hundieron aterrados en la bolsa de cuero en el regazo de la muchacha.
—¡Hija de...! —rugió abalanzándose sobre ella, mientras la muchacha trataba de apartarse de él.
—¿Qué está pasando? —insistía ella, apartando la bolsa con la llave de su alcance— ¿Qué es esto? ¿Quién cazo eres tú?
—¡Dame eso ahora!
—¡Y un huevo!
Trilero trató de recuperar el amuleto a la fuerza, pero Edda resultó ser más fuerte que él, de modo que cambio de táctica. Hinchó los pulmones y soltó el berrido más horrendo que pudo.
La noble rubia se unió al poco a sus gritos, cuando el chillido de Trilero le taladró la dolorida cabeza. Se retorció en su lugar, escondiendo la cabeza entre las manos, llorosa y asustada. Aquello distrajo un segundo a Edda, segundo en que Trilero recuperó su amuleto.
—¡Ajajá! —exclamó victorioso, en el mismo momento en que la puerta del carro estallaba a sus espaldas.
La atención de todos los presos recayó en el grueso filo que se sacudía por la puerta en llamas, destrozando la madera hasta que la férrea figura del hostigador fue visible bajo la luz de la Luna. El lunático se aferraba con una mano al costado del carro, y su llama purpúrea parpadeó para sus presas.
Trilero se abrazó a su amuleto y se echó al suelo, justo a tiempo de evitar el sablazo que arrancó de cuajo el techo de su prisión. El peso añadido y el maltrato hicieron ceder el carruaje, y sin voz ni voto en su destino, el tumbado timador rodó sin remedio hacia los brazos del hostigador.
En una exhibición de reflejos que ni sabía que tenía, se aferró a la desesperada al agarre más cercano, que resultó ser la pierna de Edda. Aterrada, ella empezó a patearle para que la soltase, pero el agarre del timador era firme.
—¡Vete al infierno solo, cazone! —le gritó la muchacha entre lágrimas y patadas.
—¡Los huevos! ¡Si caigo, caemos juntos! —replicó un no menos asustado Trilero.
El camino decidió por ellos. Mientras el hostigador hacía enormes esfuerzos por reequilibrarse en su precaria posición, el carro dio un fuerte bandazo y levantó a Trilero y la muchacha en vilo.
Sin nada a que aferrarse, ambos salieron expulsados del carro, esquivando al hostigador en su vuelo por pura cuestión de suerte. La criatura trató de atraparlos, pero aquello solo destrozó más el maltratado carro y el lunático tuvo que agazaparse para recuperar el equilibrio.
Y aquel pequeño golpe desuerte fue el último alivio de Trilero antes de que el suelo se lo tragase.
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