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1ª Parte: Luces esquivas



La conciencia de Trilero titiló como una vela en un huracán. Se sintió volar por los cielos, pero no fue capaz de discernir si aquello era real o un producto de su febril imaginación.

Retazos de lejano suelo se sucedieron con sueños de cielo, nubes y un viento que acuchillaba su débil cuerpo, que la arrancaba el alma con su fuerza. Se vio sacudido, arrastrado, destrozado hasta que sus ojos se apagaron y su mente cayó en la dulce oscuridad, preñada de susurros ininteligibles, acogedores. Flotaba en las sombras, o quizá él mismo no era sino una sombra, una tenue sombra que podía sumirse en el olvido, libre. Hasta que el resplandor de la llama lo encontró.

Trilero despertó de golpe, empapado en sudor frío, para encontrarse con el baile perezoso de una vela y el rostro preocupado de la mujer más bella que hubiese visto jamás.

—¿Estás bien? —preguntó ella con voz lírica.

Sus palabras llegaban a los oídos del timador, pero allí se retorcían, se combaban. Trilero clavó una mirada confusa en la mujer y ella repitió su pregunta, tan preocupada y amable que Trilero se sintió mal por no entender qué fallaba. Tardó un confuso momento en entender que el ángel estaba hablándole en castrí.

—¿Dónde estoy? —preguntó él—. ¿Quién eres?

Los ojos de la joven se abrieron sorprendidos y una preciosa sonrisa iluminó su armónico rostro.

—¡Que maravilla! ¡Hablas castrí! —La joven dejó la palmatoria en una mesita junto a su cama y le limpió el sudor con un paño blanco, limpio y fragante—. Estás en Koster, viajero, en la casa de salud. El brujo te trajo temblando de fiebre, y has estado a mi cuidado desde entonces.

Trilero miró a su alrededor, en un intento por ubicarse. La llamada casa de salud era una sala casi vacía, ocupada solo por algunos camastros y tinas. Frente a la cama en que estaba tumbado podía ver una estantería polvorienta, combada por el peso de un par de decenas de barriletes, y a su derecha una especie de pequeña cabaña de pieles, que parecía fuera de lugar.

—Tu compañero llegó en mucho peor estado que tú, viajero. La doctora montó esa tienda para mantenerlo caliente —explicó su bella salvadora—. No entendemos cómo puede seguir vivo, con semejantes heridas. Sigue inconsciente, podría dejarnos en cualquier momento —concluyó con enternecedora piedad.

Aquello molestó un poco a Trilero. Por una vez las cosas estaban saliendo a su gusto, aquel moribundo no debería quitarle la atención de su amable doctora. Fingió un acceso de tos que al poco se convirtió en tos verdadera, postrándole en el lecho en medio de escalofríos destemplados.

La muchacha se apresuró a arroparlo y ponerle un paño húmedo en la frente. "Mucho mejor" pensó el timador. Le ardían los párpados y notaba la garganta seca, rota, pero dentro de lo que cabía, el mundo se estaba portando bien. Ella le acercó un pequeño tazón con agua para que bebiese, preguntó si necesitaba algo más y le dio las buenas noches. Tenía que descansar, le ordenó con dulzura, antes de depositar un beso en su frente, apagar la vela de un soplo e irse.

Arropado y cálido, cómodo y feliz al fin, Trilero se acomodó en el lecho y se preparó para una noche de merecido y apacible sueño, a poder ser con alguna aparición onírica de aquella bella alma que le había cuidado.

Cómo de equivocado llegaba a estar. Aquel fue el comienzo de un pequeño infierno.

Despertó de su cálido sueño tras lo que parecieron segundos de sueño. Estaba solo en el cuarto, solos él, el herido de la otra cama y el frío aire de Koster. Cerró de nuevo los ojos, pero el sueño se negaba a aliviarle, así que se limitó a quedar tumbado con los ojos cerrados, luchando por dormir.

Volvió a despertar sin haber llegado a dormir. La cama no tenía sentido, no había manera de acomodarse en ella. Se levantó para volver a colocar las mantas, y el frío helado de la noche a punto estuvo de derribarlo. Maldiciendo entre dientes, consiguió recolocar las sabanas y volvió a tumbarse. Acomodarse, dormir y despertarse de nuevo fueron todo cuestión de minutos.

Se descubrió tumbado sin apenas fuerzas para moverse, ya que cada puñetero movimiento le causaba un escalofrío. En realidad, todo le causaba un maldito escalofrío; moverse, escalofrío, el roce de la ropa, escalofrío, cada estornudo, escalofrío.

Bueno, cada jodido estornudo además le destrozaba la garganta y le partía el pecho como si le estuviesen golpeando con un mangual. Pero aquello no era tan molesto como los escalofríos, o el calor.

Sentía como si su cabeza estuviese hecha de alguna clase de material maleable, y cada golpe la deformase; al girar en la cama, al levantarse, al estornudar, todo era como golpearse con el aire. Sus ojos abrasaban, querían abandonar las orbitas, ardían, ardían como carbones al rojo. Los cubría con sus manos heladas para tratar de apaciguar aquel fuego enfermizo, pero aquello solo lograba causarle más escalofríos.

Tosió y el dolor le sacudió como un latigazo, sus ojos lagrimeaban, le dolían las mismas cuencas. Alcanzó con manos torpes el cuenco en la mesita. No tenía sed, necesitaba empaparse los ojos, aliviar aquel horrible calor, pero era un esfuerzo inútil; sus ojos volvían a secarse casi al segundo.

Respirar era otro doloroso esfuerzo. A ratos necesitaba boquear como un pez para coger aire. Las narinas también le ardían, y el aire salía de ellas caliente, demasiado caliente. Todo su cuerpo estaba caliente, demasiado caliente y embotado, como si le estirasen todos los músculos a la vez, un dolor sordo, continuo, aturdidor.

Se arrancó las mantas de encima, buscando el frío. Necesitaba el frío o ardería hasta consumirse. Pero el alivio del frío duró apenas unos segundos, antes de que llegaran los escalofríos salvajes, el temblor, el castañeo de sus dientes y la tos, la dolorosa tos.

No tuvo ni idea de cuántas veces se durmió y despertó, mientras la fiebre lo carcomía. Ni siquiera encontró reposos en los sueños, porque estaban plagados de pesadillas, augurios marcados por el fuego y el hierro. Vio a sus padres arder, vio su propio entierro, vio la llama púrpura del hostigador cruzar el umbral de la casa de salud.

Vio a la condesa, en toda su monstruosa gloria, tendiendo hacia él aquella mano quemada y ardiente, infernal. Una mano helada y un fuego abrasador, que retorcía sus entrañas. Se despertó de golpe al notar como el fuego subía por su brazo, y estuvo a punto de tener un ataque de pánico al darse cuenta de que la sensación continuaba incluso estando despierto.

Saltó de la cama y el calor desapareció, dejando a Trilero tembloroso y aterrorizado, demasiado despierto para volver a tumbarse. Se sentó el frío suelo, se envolvió en las mantas y lloró, apoyado contra el pie de la cama. El cansancio no se iba, el dolor no se iba y solo quería que todo acabase, marcharse, volver a su maldita vida.

El cosquilleo del calor volvió a empezar a su espalda, pero esta vez la curiosidad venció al miedo. Con ansia insomne, Trilero empezó a rebuscar bajo la cama, intentando encontrar la fuente de aquel calor, hasta que dio con su bolsa y con la llave de piedra.

El disco palpitaba con aquella luz dorada, inquietante y acogedora, y parecía que intentaba infundir al propio Trilero con su fulgor. "La esencia de un dios", recordó el timador, "un fragmento de un maldito dios". Apartó la llave a un lado y la observó con resquemor.

La condesa había dicho algo parecido, algo como que la luz de la llave camuflaría el fuego de su herida. Se acarició la cicatriz de la frente, pensativo. El calor de la llave había aliviado en parte su dolor, pero todavía estaba demasiado enfermo para atreverse con aquella clase de pensamientos complicados.

Además, en parte le asustaba lo que pudiese descubrir. Cada retazo de información solo parecía sumirlo más y más en las profundidades secretas del sur, y no estaba seguro de poder encontrar luego el camino de vuelta.

Se levantó del suelo y volvió a la cama, con menos dolor y fiebre. Dejó la piedra sobre la mesita y cerró los ojos, pero el sueño no acudió a él. Estaba en blanco; su mente peleaba por pensar, examinar y descubrir mientras la fiebre la volvía torpe, blanda y dolorosa, y aquel choque en su propia cabeza empezó a volverle loco, de una manera distinta a la fiebre, pero en ningún modo mejor.

Dio vueltas en la cama sin lograr nunca estar cómodo, mulló la almohada media docena de veces y la giró otra media docena de veces, pero su estúpida mente estaba muy despierta y poco colaborativa. Abrió los ojos, enfurruñado y harto, y su vista tropezó de nuevo con la llave sobre la mesita.

El fulgor de aquella cosa parecía haberse fragmentado, como si hubiese varias llaves pequeñas además de la grande. Tan desvelado como curioso, Trilero se incorporó para observar aquel extraño fenómeno.

La llave relucía en su sitio, un pequeño foco en medio de la oscuridad, y había contagiado su resplandor a las pequeñas gotas de agua que el timador había derramado sobre la mesita en su sueño intranquilo.

Trilero observó con resquemor las pequeñas gotas refulgentes. Tocó una y la misma sensación cálida de tocar la llave subió por su dedo, solo que a una escala mucho menor. Dibujó un disco con la gota radiante y la luz se atenuó, pero no desapareció, dejando sobre la mesita un pequeño círculo de luz.

Con torpe lentitud, el timador tomó la llave y la sumergió en el cuenco de agua. No pasó nada al principio, pero al cabo de un rato, el agua empezó a brillar, cada vez con más intensidad. Trilero observó aquel liquido brillante con curiosidad. No tenía ni idea de qué quería decir todo aquello, pero era mejor que dar vueltas en su lecho.

Se preguntó qué pasaría si bebía aquella agua, pero no estaba tan abotargado como para empezar a experimentar consigo mismo. Ahí fue cuando lo asaltó una idea brillante, o al menos brillante para alguien consumido por la fiebre y el insomnio. Contaba con el sujeto de pruebas perfecto. Su compañero de cuarto ya estaba entre la vida y la muerte, era poco probable que aquel mejunje reluciente pudiese ponerlo peor.

Tomó con cuidado el cuenco y se acercó a la tienda de pieles, tendida sobre la cama del herido. Le costó un poco localizar la entrada a aquel parapeto, pero al final, de algún modo, consiguió entrar sin derramar demasiada agua en el proceso.

El bochorno dentro del tenderete era abrasador, alentado por el espacio estanco y dos pequeños braseros casi apagados. El malcarado noble achés yacía tumbado bocabajo sobre una buena cantidad de pieles, casi desnudo e inconsciente. A primera vista Trilero le hubiese dado por muerto; tenía la espalda cubierta de marcas de azotes, en distinto estado de cicatrización, los brazos despellejados, la piel cubierta de moratones y de la mayoría de sus heridas brotaba un aroma purulento, vomitivo.

Trilero hizo un esfuerzo por contener las arcadas. No había contado con que el tipo en cuestión pudiese estar tendido boca abajo, pero llegados a aquel punto, la curiosidad vacía del insomnio se había impuesto a cualquier precaución.

Rodeó el lecho con cuidado, evitando levantar un ruido que pudiese turbar el descanso del noble herido. No quería despertarlo, tenía la impresión de que, si se levantaba, lo haría como alguna clase de muerto viviente o algo parecido.

Se acercó a su rostro y con mucho cuidado empezó a girarle la cara. La piel del noble estaba pegajosa por el sudor, y su cara no estaba menos herida o supurante que el resto de su cuerpo. Asqueado, a punto estuvo de lavarse las manos en el cuenco brillante, pero al final decidió limpiarse en las mantas del muchacho, en su lugar.

Luego, tomó con mucho cuidado el recipiente y lo acercó con delicadeza a la boca. El agua resbaló por su mejilla, por su nariz, por su cuello, y en general por cualquier sitio menos por donde debía resbalar. Fastidiado, sujetó la cabeza del chico con una mano mientras intentaba darle de beber con la otra. Notaba el aliento pesado del noble sobre el brazo, y algunos restos de saliva o quizá pus, pero hizo de tripas corazón y al final logró asirlo de un modo en que la boca del chico quedase lo suficiente abierta para colar dentro el líquido.

Vertió el agua brillante en la boca entreabierta del muchacho y le forzó a tragar. El noble abrió los ojos con espanto y empezó a toser de forma compulsiva, provocándole a Trilero un pequeño infarto. Contra su costumbre y lógica, en vez de huir a toda prisa derramó con más fuerza la pócima, con apresurada brusquedad. En cuanto hubo deslizado la última gota por el buche del muchacho, salió a la carrera del tenderete y se apresuró a tumbarse en su cama.

Se echó en el lecho y se apresuró a cubrirse y fingir el sueño, pero sin quitar la vista de la tienda de piel, desde donde aún resonaban las toses agónicas del noble.

Esperó con el corazón en un puño la rápida llegada de algún doctor o vigilante que intentase averiguar qué le ocurría al muchacho moribundo, pero esperó en vano, y al cabo de un tiempo las toses del muchacho empezaron a remitir hasta que el silencio volvió a la helada sala.

Todavía con la mirada puesta en la tienda, la inquietud de la espera hizo por Trilero lo que no habían hecho la comodidad y los buenos cuidados, y cuando sus párpados bajaron agotados, fue para sumirse de nuevo en un sueño de oscuridad y nada, libre de los terrores del mundo.

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