1ª Parte: La visita
Era una mañana tibia y clara bajo la pálida luz de la Luna, el tiempo perfecto para que la guarnición de Lemain se ejercitara y sacará sus espadas de las vainas, antes de que la inactividad las oxidara.
Roncefier de la Bréche, segundogénito de su casa, dirigía, como de corriente el entrenamiento matutino, con voz vibrante y marcial. Los hombres respondían bien y Klaus, el jefe de la guarnición, había sacudido menos palos de lo común, pues todos estaban atentos y despiertos.
La vieja cantinela, repetida mil veces, surgía atona y precisa de la boca del noble, con una perfecta cadencia fruto del aburrimiento más absoluto: y uno y dos, y golpe y guardia, un baile sincronizado cuya letal función parecía muy lejana. Hacía siglos que Lemain no se hallaba bajo ataque, pero Munjoi insistía en mantener una guarnición entrenada. Por si los vecinos.
Oyó pasos presurosos a su espalda y se volvió para recibir a una criada, dejando a sus bravos hombres sin dirección. Con una sonrisa pesarosa, pudo oir como parte de la guarnición perdía el paso y como la vara de Klaus los devolvía al buen ritmo, mientras la apocada criada llegaba a su presencia y realizaba una grácil reverencia. Sin levantar la cabeza, la muchacha transmitió su mensaje tan rápido como pudo.
—Mi señor, el señor de la Bréche os reclama
—¿Os ha dicho mi hermano para...? —Roncefier se detuvo a mitad de pregunta al ver como el pavor de la chica crecía. Munjoi no era un señor cruel de por sí, pero era famoso por su frialdad en toda la Bréche. Los criados nuevos siempre tardaban en acostumbrarse— Da lo mismo, iré de inmediato. Puedes volver a tus quehaceres.
—Gracias, mi señor —la joven levantó la vista con una sonrisa radiante, antes de marcharse tan rápida como había llegado.
Roncefier suspiró e indicó con una seña a Klaus que tomase el mando del entrenamiento. Dejó su espada a un lado y se internó en la vivienda, molesto por tener que dejar el patio antes de poder combatir. Se apresuró hasta su cuarto y se vistió de un modo más apropiado para presentarse ante su señor. A Munjoi le hubiese gustado que dejase que un criado le vistiese, pero Roncefier jamás había soportado tal pérdida de tiempo y dignidad. Admiraba la serenidad con que su hermano podía dejarse vestir por tres muchachas, pero cada vez que habían ido a vestirle a él, las risitas y susurros le habían puesto de los nervios.
Lucien le esperaba ante la puerta del salón, firme y estirado como siempre. Abrió aquella bocaza suya para anunciarle, pero Roncefier se la cubrió con un gesto de advertencia.
—Ya sabes como son las nuevas, Lucien. No tengo ni idea de para que me necesita mi hermano. —suplicó en un susurro—. Si pudieses ayudarme...
—Estas muchachas... —refunfuñó el viejo criado— Hemos recibido una inesperada visita del duque de Descalabre, señor.
—Entiendo. —murmuró para sí— Gracias, Lucien. Prosigue.
—Señor. —respondió el criado con una pequeña reverencia. Luego sonrió, tomó el pomo y abrió la puerta del salón al tiempo que anunciaba— ¡Su señoría, el noble Roncefier Valantier de la Bréche!
Roncefier se cuadró y entró en la sala con paso airoso. Su hermano estaba sentado en su sillón, con la vista bailando entre su invitado y el papeleo del señorío, mientras que el de Descalabre le observaba desde el sofá junto a la chimenea, acompañado por su infalible lacaya.
—Breve introducción para tan notable persona —le saludó el duque con gesto alegre.
—Prefiero ahorrar a nuestros huéspedes mi gloria, para gozar por más tiempo de la suya —respondió Roncefier con cortesía.
Dedicó un breve saludo al duque y fue a sentarse a la diestra de su hermano, mientras en su mente intentaba desentrañar el propósito de aquella visita. Los duques de Descalabre eran parte de la nobleza más antigua del reino, y habían conseguido gran pujanza con la fundación de la Orden, cincuenta años atrás. Era todo un honor recibir a semejante invitado, pero según sus intenciones, también podía volverse una pesadilla. Se trataba al fin y al cabo de un hombre extraño, con muchos secretos y misterios.
—¿Y que os trae a nuestras tierras, si me es lícito el preguntar?
—Es vuestro hermano quien tiene la fama de honesto, pero no le vais a la zaga, buen señor. Pero, ea, pongamos las cartas sobre la mesa: vengo a pedirle a vuestro hermano vuestra asistencia.
—Para la causa de la Orden, asumo —intervino Munjoi—. ¿Qué ha cambiado en el macabro sur?
—¡Qué no ha ocurrido! —resopló el duque—. Lo que debiera haber sido una expedición de un par de años, a lo sumo, se ha convertido en una pesadilla que se alarga por más de cincuenta.
—No suena muy alentador.
—No lo es. —El duque se frotó los ojos con cansancio—. Pero hemos llegado a un punto medio. ¿Estáis al tanto de la aparición de las compañías?
—Los fuertes, sí —asintió Munjoi—. Han llegado noticias.
—La resistencia en el sur es tan enconada que facciones de la Orden se han establecido como ciudades en tierra hostil. Es una guerra lenta, pero al menos ahora poseemos caminos por los que transitar el sur, y lugares en que aprovisionarnos. Por eso ha llegado el momento de buscar nuevos reclutas y por eso me encuentro aquí.
—¿Tan mal va el reclutamiento, que habéis de pedir hombres puerta por puerta?
Roncefier se volvió hacia su hermano sorprendido, y la lacaya del duque lo fulminó con la mirada, pero Munjoi mantuvo su expresión helada, mirando al de Descalabre por encima de sus anteojos. El duque sonrió apaciguador e incluso soltó una carcajada amistosa, en un intento por romper el helado ambiente.
—Nada de eso —rio—. El reclutamiento va como nunca. El trabajo es peligroso, pero todos saben que las recompensas lo merecen. Riquezas y saberes como los que han permitido que tengáis vuestros anteojos, mi querido Munjoi. —El interpelado enarcó una ceja, pero no añadió nada, solo dejó que el duque prosiguiese—. Pero necesitamos más que meros peones. Necesitamos paladines, y ahí entra vuestro hermano. La fama de su destreza es conocida en todo el reino, un hombre como él podría sin lugar a duda romper este statu quo en que nos encontramos.
—O morir en el intento —completó con tono macabro el señor de la Bréche.
—La muerte es una constante para todos, apreciado señor.
—No para los Descalabre, se dice. Me resultaba difícil de creer, pero aquí os tengo ante mí, y no sois ni un ápice más viejo que cuando vinisteis a hablar con nuestro padre.
—El tiempo me ha tratado bien, sin duda —rio el duque—, o quizá han sido nuestro dios.
—Veinte años y ni una sola arruga, ciertamente parece milagroso...
—No os tenía por un admirador de la belleza masculina, señor de la Bréche.
—¿Y en que consideración me tenéis? —reclamó Munjoi, ignorando la puya.
El de Descalabre parpadeó confuso, sin dejar de sonreír. Suspiró y llegó a un acuerdo consigo mismo.
—Os tengo por hombre ambicioso, mi señor. El spaten de Cetulia tiene una bella hija casadera, mi recomendación podría hacer mucho bien a un posible pretendiente...
—También el rey tiene una hermosa hija, y también casadera.
El atrevimiento del señor de la Bréche logró dejar boquiabierto al duque, que estalló en sonoras carcajadas.
—La princesa tiene dos hermanos, el trono esta fuera de su alcance, apreciado Munjoi.
—El joven príncipe no goza de la mejor de las saludes, y su noble hermano, nuestro preciado príncipe heredero no es el mismo hombre desde que la señora de Inquina le traspasase la mano. Pero todo esto no os incumbe ¿Podéis o no arreglar mis nupcias?
—No os hacía un jugador, señor de la Bréche.
—No lo soy. Solo juego para ganar.
El duque sonrió nervioso. Se acarició la barbilla un momento y llegó a un acuerdo con sí mismo.
—Bien. Puedo arreglarlo. ¿Podemos disponer pues de vuestro hermano?
Munjoi se quitó las lentes y las depositó despacio sobre la mesa. Se frotó el puente de la nariz con gesto cansado, torció una mueca y suspiro, antes de contestar.
—Solo si él está de acuerdo.
Roncefier se levantó de su asiento de un salto, antes de que el duque pudiese abrir la boca, y cayó de rodillas ante su hermano.
—Mi señor —recitó con voz clara y sonora—, estoy a vuestra disposición. Vuestra voluntad es la mía, y vuestras ordenes mi orgullo. Me hare digno de mi nombre y el vuestro.
Munjoi le devolvió a su hermano una mirada cansada, pero no añadió nada más, enmudecido por la determinación de Roncefier. El duque dio una palmada y se levantó de su asiento, satisfecho.
—Bien, asunto arreglado. Preparad cuanto necesitéis, paladín Roncefier. Os esperamos en Otolde de aquí a cinco días.
Con un gesto llamó a su lacaya y ambos abandonaron el salón con una breve despedida. Roncefier esperó a que la puerta se cerrase para levantarse y dejarse caer en el sillón.
—Estas loco, hermano —imprecó a su señor—. Acabas de jugarte un matrimonio con la realeza por esa tontería.
El gesto adusto de Munjoi se relajó en una mueca apenada. Tomó sus anteojos y se puso a limpiarlos con minuciosidad, en un intento por evitar la mirada de su hermano.
—Madre se fue, padre se fue y antes de darnos cuenta tu eres lo único que me queda de mi familia —repuso apenado—. Aun si me ofreciesen la mismísima corona, me sería difícil renunciar a ti, hermano.
Roncefier sonrió burlón y se abalanzó sobre su hermano, atrapándolo en un abrazo que lo levantó de su sillón.
—Muy bien, muy bien, basta —rogó el mayor, tratando de huir de la cercanía de su hermano—. Suficiente.
Roncefier lo soltó para volver a tomarlo, con más fuerza, y Munjoi terminó por rendirse y darle unas palmadas en la espalda, lo más parecido a una muestra de afecto que el señor de la Bréche conocía. Aquel era el Munjoi que nadie veía, frágil y tímido. Parecía un sinsentido temblar de miedo ante semejante amabilidad.
Roncefier estalló en carcajadas y Munjoi le secundó con aquella risa apagada y muda suya. Al final lo soltó de nuevo en su sillón y realizó una reverencia exagerada y extravagante ante él.
—Alteza, procurare traer el Sol para vuestra coronación.
Aquello si logró arrancarle una carcajada al severo Munjoi, de modo que Roncefier se retiró sin darle la espalda, mientras repetía una y otra vez aquellas reverencias burlescas. Solo cuando cruzó el umbral se permitió dejar de sonreír.
Para que Munjoi fuese fuerte ante el mundo, él tenía que ser fuerte para Munjoi. Aquello era algo que sabía desde hacía tiempo, una carga que se había impuesto tras el abrupto final de su padre. Secó en silencio una lágrima traidora y tomó el pasillo hacia su cuarto.
Andaba aún por la mitad cuando la puerta del salón se abrió y Munjoi se asomó al pasillo de nuevo con su rostro de señor. Roncefier volvió a forzar la sonrisa con facilidad, antes de volverse hacia su hermano y señor. Leyó en el rostro de Munjoi que había sido en vano.
—El miedo no es malo, Roncefier. Mantenlo a tu lado como un amigo, te ayudara en tu viaje, y en tu regreso. —el rostro del señor de la Bréche se llenó de aquella majestad que ponía los pelos de punta a las sirvientas, y su voz se revistió de solemnidad— Te concedo la espada negra de nuestra familia, hermano mío. Sin discusiones, es una orden de tu señor.
Roncefier asintió despacio, en silencio. Realizó una reverencia rápida y extraña y retomó el camino hacia su cuarto, dejando que las lágrimas, amargas y dulces, rodaran sin control por sus mejillas.
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