19ª Parte: Orfeón
Clic les obligó a salir de la sala de la puerta con gestos impacientes y gruñidos apresurados.
—No va a ser un estallido limpio —les avisó—, pero es lo que hay. Así que apartaos, joder, o a lo mejor un trozo de lata os vuela la cabeza.
—En sonndí no te entenderán —le señaló Roncefier, más divertido que atemorizado.
—Pues traduce, joder —le espetó con rabia la mujer—. Estoy nerviosa, déjame ser.
Salieron y se reunieron en torno al túnel de entrada, hasta que Clic, la última en salir, los azuzó para que se apartasen. Dentro quedaban todas las cargas que la mujer traía, amontonadas ante la puerta, y una antorcha, tirada en el suelo.
Clic se agachó junto a la entrada, hasta quedar tumbada en el suelo, colocó el tubo de su arma sobre la suela de una de sus botas e inspiró con lentitud, en medio del silencio expectante. Detuvo su ritual para echar una mirada fulminante al resto del grupo, que se había acercado pulgada a pulgada a ella.
—Me cagó en vuestras vidas —escupió exasperada—. ¡Que os pongáis detrás de la pared, joder! —Con la misma gruñona vehemencia, gruñó en duate hasta que cada cual se hubo apartado.
Clic volvió a tumbarse y a relajar el pulso, afinando el tiro.
—Ronce, chico, échame tu abrigo por encima quieres —gruñó sin despegar la mejilla del arma—. Mejor, y ya que eres tan amable, bájame el sombrero, a ver si así no me vuela el ojo el estallido. Perfecto. —hubo otra breve pausa en que todos contuvieron la respiración, antes de que Clic volviese a gruñir—. Bruto, amor, aparta la puta antorchita, si eres tan amable.
Roncefier indicó a Bruto que retrocediese y el enorme duate lo hizo con gesto avergonzado.
—Ideal —musitó Clic—. Ahora puede que oigáis un ligero petardazo.
Se hizo el silencio mientras la mujer inspiraba y expiraba despacio, acompañando cada respiración con sus característicos chasquidos, hasta que, tras una inspiración más larga que el resto, apretó el gatillo.
El estallido del tiro pareció silencioso en comparación al trueno de la explosión, y la barahúnda de vapor que levantó. Roncefier se llevó la mano al oído, ensordecido, y se frotó la oreja en un intento por apagar el pitido. Por eso no oyó el puñal atravesar la garganta de Bruto, solo vio el rostro desconcertado del duate, el reflejo del fuego en la hoja y la luz en la máscara del Cuervo. Un segundo después, la antorcha de Bruto se extinguió, y tampoco pudo ver nada.
Llevado por el más puro instinto, lanzó un golpe con la contera del hacha al lugar donde había visto al asesino, pero solo acertó al aire. Volteó el hacha sin amilanarse y notó el familiar crujido del metal hincándose en carne y hueso, como un latigazo en su muñeca.
Un dardo se hundió en su estómago, causándole un dolor punzante, pero no dejó que lo detuviese. Giró sobre sí mismo, llamando al arma sin oírse a sí mismo y se lanzó en una desesperada carrera en la dirección contraria a aquella de que venían las flechas.
Notó el impacto de otra en su espalda, pero apretó los dientes y corrió. Dobló la esquina sin frenar y chocó con otro cuerpo en la oscuridad. Caer, aferrar el puñal y hundirlo fue todo uno, antes de levantarse a la carrera, primero a gatas, luego de pie y seguir adelante.
Notó que su oído había vuelto cuando empezó a oír sus propios pasos, y los de alguien siguiéndole, también a la carrera. No se volvió para descubrir quien, tampoco hubiese podido verlo en la oscuridad.
Todas las antorchas que habían encendido estaban apagadas, pero los hilos de humo todavía delataban el camino que habían seguido, y Roncefier los uso como guía en su huida instintiva. No se detuvo a pensar en cómo podía ver el humo en medio de las tinieblas hasta que el brillo de sus palmas alumbró la silueta descomunal y amenazante del guardián del laberinto.
Frenó en seco, y su perseguidor chocó con fuerza con él, derribándolos a los dos contra el suelo. Roncefier tuvo un pequeño instante de alivio al ver el rostro de la Jefa, un momento que duró lo que la bestia tardó en rugir.
El caballero se levantó de golpe, alzando con él a la mujer de un tirón, arrancándole un aullido al aferrar su costado con las palmas incendiadas.
—¡Corre! —le indicó afirmando los pies, sin pensar en si la mujer le entendía o no.
La criatura se acercó a él bamboleándose, salivando, una muerte puntiaguda recortada en la oscuridad, pero Roncefier no se achantó, levantó el hacha y la descargó con fuerza contra aquel muñón que tenía por cabeza.
La carne cedió, el hueso se abrió, pero la carga del monstruo no se detuvo. Lo único que libró a Roncefier de morir despedazado fue un oportuno tirón de la Jefa, que lo escondió en un pasillo lateral.
La mujer aulló algo en duate, quizá la misma advertencia que le había hecho Roncefier, y echó a correr por el pasillo. El caballero la siguió, escapando al agarre del bruto por tan poco que las zarpas de la fiera le marcaron la espalda.
Aceleró a la estela de la mujer, oyendo a sus espaldas los gruñidos de la fiera mientras arrancaba chirridos de metal de las paredes con las espinas de su cuerpo. Su enorme cuerpo cortaba cualquier posibilidad de esquivar su carga en aquellos estrechos pasillos, pero también le estorbaba para perseguirlos, y los jadeos iracundos del guardián fueron quedando atrás a medida que el pasillo seguía. El hacha del Bufón pasó junto a Roncefier como una flecha, errando por poco, pero el caballero no se molestó en tratar de recuperarla; no esperaba tener más suerte la segunda que la primera vez.
La Jefa torció a la derecha, y Roncefier la siguió, torció a la izquierda y Roncefier hizo lo propio. No cuestionó ningún giro, ni pensó en tomar otra dirección para perder a la criatura; solo corrió sin prestar atención al dolor hasta que llegaron a la entrada de la guarida del guardián.
La duate tropezó con sus propias piernas en el mismo umbral, y se arrastró por el suelo hasta que Roncefier llegó a su lado y tiró de ella para incorporarla, aferrándola por los guanteletes e ignorando los gruñidos de dolor y el olor del cuero quemado.
La bestia los alcanzó antes de que pudiesen recuperar la ventaja, se abalanzó con un rugido y se detuvo en el umbral mismo, como si la hubiesen golpeado con fuerza. Les observó gruñendo, la boca abierta y jadeante y los músculos tensos, pero no dio un paso, ni volvió a levantar los pesados brazos.
Roncefier la observó, patidifuso y agotado, mientras la criatura se revolvía sobre sí misma, incapaz de reunir las fuerzas para cruzar aquella barrera invisible. Contempló al guardián, todavía cauteloso, y luego cruzó una mirada atónita con la Jefa, que se echó a reir a carcajadas.
Al poco la risa se contagió al caballero, lo puso de rodillas y borró el cansancio de su cuerpo, por un tiempo. El guardián rugió al oírles, y aquello solo provocó más carcajadas a los agotados saqueadores, una risa de alivio y miedo, desesperada y necesaria.
Cuando el dolor calmó su diversión, acordaron sin palabras ayudarse con las heridas. La Jefa ayudó a Roncefier a librarse de los dardos, y el cauterizó las heridas de la mujer con sus manos encendidas, que no sabía bien como apagar. Había recibido una cuchillada en la espalda y un feo rasguño en la cara, además de la quemadura del costado, sobre la que no pudo hacer más que ofrecer su maltrecho abrigo para que pudiese vendársela.
Luego se levantaron, ayudándose mutuamente, y tomaron el camino de regreso, bajo la atenta vigilancia del guardián. La frustración de la criatura era evidente, pero toda aquella ira acumulada no lograba empujarla a dar un paso más allá de los límites de su recorrido.
Roncefier se alegró, en cierto modo, de que aquel monstruo permaneciese allí vigilante, obstaculizando el paso a posibles perseguidores. Fue una alegría efímera, acaban de torcer la primera esquina cuando volvieron a oír al guardián rugir.
Apretaron el paso sin otra razón que el instinto, y mientras giraban vueltas y revueltas, oyeron a la bestia rugir una y otra vez, cada vez con más rabia. Pronto acompañaron a los bramidos los ecos del metal al caer sobre la piedra, extraños e inquietantes, y un momento después, el estruendo de una carrera salvaje, desbocada.
Sin mediar palabra, la Jefa y Roncefier aceleraron el paso, y luego reanudaron la carrera, hasta llegar a la primera estrechez del camino. La mujer se coló primero entre las paredes de piedra, y no llegó a ver a la criatura torcer la esquina, libre de armadura, con la piel deformada por las costras de cientos de heridas. Rugió al ver a Roncefier y dejó a la vista tres hileras de colmillos, en una boca que se extendía de hombro a hombro y aún a través del pecho.
Roncefier entró en la estrechura con tanta prisa como pudo, ignorando el latigazo de dolor de su espalda al chocar con la dura pared. Paso a paso se alejó del pasillo, mientras oía la retumbante carrera de la criatura cada vez más cerca.
El guardián no frenó ni al encontrarse con la pared; se estampó contra el muro y trató de atrapar a Roncefier con su larga lengua, bordeada de dientes agudos como garfios. Llegó a atrapar un brazo del caballero, a tirar de él, pero el caballero logró asir la lengua de la bestia con la mano, y el guardián la retiró, abrasada y dolorida.
Medio a gatas, medio de pie, Roncefier se arrastró alejándose de la criatura, con paso torpe, enredándose con sus propios pies mientras trataba de avanzar en aquel estrecho. No había logrado avanzar ni tres pasos cuando la garra de la bestia se cerró sobre su bota.
Tiró de él con dificultad, sin margen de maniobra en aquel espacio, pero con más fuerzas de las que Roncefier podía reunir. El caballero se contorsionó con dificultad, trató de alcanzar la mano que le aferraba, sin conseguirlo, atrapado como estaba.
Logró acercar la palma lo suficiente para que el guardián soltase el agarre acobardado, pero no lo suficiente para que la retirase del hueco. Trató de ganar algo más de distancia, sin mucho resultado, mientras el brazo del guardián maniobraba para volver sobre él.
—¡Túmbate! —rugió la Jefa con voz gangosa.
Y Roncefier obedeció, tanto como pudo, dadas las circunstancias. El estrépito del dragoncete resonó como música celestial, y los aullidos del guardián fueron los coros. Roncefier no perdió tiempo disfrutando del concierto, se arrastró y serpenteó hasta lograr salir de la estrechura, fuera del alcance de la criatura.
Se dejó caer tan pronto como terminó de pasar, y abrazó al dragoncete como al más querido de sus amigos, indiferente al calor que emitía. Las toses y jadeos de la Jefa no tardaron en agriarle el humor, y soltó el armatoste para buscar con la mirada a la mujer.
La vio convulsionarse en la penumbra, encogida sobre sí misma como un animal herido. Tenía la mirada perdida, pero logró fijarla cuando Roncefier le acercó la mano al rostro.
Le miró sin verle, trató de hablar y tosió entre espasmos. Luego su mirada volvió a perderse, su voz se convirtió en una débil súplica en duate, una llamada de socorro, mientras su cuerpo se sacudía de dolor, y sangre espesa y olorosa rezumaba de sus labios.
Veneno, entendió con rabia Roncefier. Uno potente, a juzgar por el estado de la mujer. Los puñales de la Compaña debían estar manchados de él, incluso si fallaban, la Compaña siempre vencía.
Hizo lo único que podía hacerse. Tomó la misericordia y sacó de sus sufrimientos a la duate, con un golpe rápido y certero. La sostuvo con cuidado mientras la vida la dejaba, con cuidado de no tocarla con las palmas, de no aumentar su agonía, y la observó con gesto serio hasta que la luz abandonó del todo su mirada, y él quedó solo, en aquella oscuridad antigua y vacía.
Solo otra vez.
Otra vez el único superviviente.
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