18ª Parte: La canción vacía
La voz de Annora alcanzó a Edda en plena carrera, le arrancó el aire de los pulmones y trepó por su espalda como un fantasma, una sombra que susurró un augurio en sus oídos y pasó sus dedos de acero por el tierno cuello de la ladrona.
Sorprendida y confusa, Edda se detuvo y miró en derredor, mientras se llevaba la mano a la garganta, casi esperando notar el tacto pegajoso de la sangre. Su asustado escrutinio no descubrió nada en los recovecos del recibidor, ni un solo movimiento sobre los suelos de piedra. Tan solo el silencio la acompañaba en aquella antesala helada, el silencio y los cadáveres destrozados de algunos soldados castríes.
Acometida por una prisa repentina, Edda reanudó su carrera palacio adentro, guiándose por el estruendo cada vez más cercano del metal contra el metal, rogando para sus adentros no llegar tarde. Un pequeño pasillo dio espacio a un gran recibidor, sembrado de enormes columnas decoradas que bordeaban un gran pasillo central, cubierto por una desvaída alfombra rojiza.
Por aquella avenida central aceleró Edda, apurada por una prisa que no terminaba de entender, hasta que un súbito movimiento y el tintineo del metal la frenaron y la empujaron a esconderse tras una de las columnas.
Sin aliento, con el pecho bajando y subiendo sin control, Edda cerró los ojos y se apoyó contra la piedra, temblando de miedo y de frustración. Se obligó a recuperar la calma, a respirar, y echo un vistazo de reojo al pasillo.
El alma se le cayó a los pies al verlo vacío, y volvió a esconderse tras a la sombra del pilar, más bloqueada por la duda de lo que lo hubiese estado por la certeza. Los ecos del acero resonaban en la semipenumbra del recibidor, tan lejanos como cercanos, una canción descoordinada y amenazante.
Cerró el puño sobre la espada. Inspiró hondo. Saltó a la siguiente columna.
Agazapada como un animal, con el corazón en el puño y el puño en la espada, saltó a toda prisa de escondite en escondite. Dos zancadas y a cubierto, como un gato asustado. A veces creía distinguir formas entre los fustes. A veces oía voces en la oscuridad, órdenes gritadas en castrí y aullidos de dolor, pero no logro distinguir nada, ninguna escena grotesca que aliviase su tensión.
Otra columna. Otra más. La estancia parecía no tener fin, y todo lo que llegaba a ver era una columna tras otra, tras otra.
Tropezó en el decimo salto y a punto estuvo de ir a tierra, pero logró controlar la caída y aterrizar a cubierto sin hacer demasiado ruido. Con la espalda contra la piedra, contempló el cuerpo descuartizado de un soldado, en cuya sangre había resbalado.
Ahí tenía su prueba. No estaba sola en aquel bosque de piedra.
La constatación debería haberla aliviado un poco, calmado sus nervios, pero solo sirvió para asustarla más. Solo sirvió para señalarle con fuerza la idea de que su teórico cobertura no tenían algo como una parte trasera tras la que esconderse. Que el peligro podía llegar desde cualquier lado.
Se obligó a seguir hasta la siguiente columna, con pasos rápidos pero silenciosos. Un brillo silencioso la advirtió de un movimiento a su diestra, y Edda se apresuró a esconderse al otro lado del fuste, tan deprisa que no vio al caballero.
La suerte quiso que estuviese dándole la espalda, pero aquella mole de acero estaba a solo dos palmos de la ladrona. Demasiado cerca para escabullirse, demasiado cerca para que no la notase en cuanto se moviese, de modo que Edda trató de permanecer más quieta de lo que había estado nunca, agazapada y tensa, temiendo que su espada rozase la piedra o lanzase un destello.
El caballero no pareció notar su presencia. Escudriñaba algo ante él, con vistazos lentos y movimientos comedidos. A sus pies yacían dos soldados más, dos caras que Edda conocía, pero a las cuales no sabía dar un nombre.
Los segundos pasaron mientras el lunático buscaba sin moverse y Edda trataba de volverse invisible. Le dolían los músculos por la inmovilidad, la espada resbalaba en el sudor de su mano y el brazo herido empezaba a quejarse con fuerza.
Gotas de sudor resbalaron de su pelo empapado sobre sus ojos sin que pudiese limpiarlas, y Edda supo que quisiese o no, tendría que moverse en breve, y el lunático lo notaría.
Movió los dedos sobre la empuñadura del sable y clavó la mirada en la nuca de la criatura. Tenía una oportunidad, solo una, de hundir el acero entre yelmo y peto y liquidar a aquel monstruo antes de que él la descuartizase. Trató de afirmar los pies, de convencerse para dar la estocada, pero notaba la mano temblorosa y le fallaban las fuerzas.
Con un grito desesperado, lanzó un golpe contra el caballero. La hoja salió repelida contra el espaldar, muy lejos de la débil nuca del monstruo, y la criatura se giró con furia barbárica, lanzando un mandoblazo que erró a la agachada Edda por el espacio de un pelo.
Edda cayó de culo al suelo y trató de retroceder a trompicones. Ya no importaba, ya no le importaba nada, solo quería alejarse, correr, esconderse, desaparecer de la vista de aquella monstruosidad.
El caballero la observó sin moverse desde su yelmo con aspecto de unicornio. Su peto mostraba un enorme boquete a la altura del pecho, y parecía tan cansado y herido como la propia Edda. No llegó siquiera a dar un paso contra la muchacha antes de que una hoja pálida brotase de su cuello. Con un golpe seco, la espada arrojó por los aires el yelmo y el lunático se derrumbó en un estrépito de metal.
El fantasma agazapado sobre su espalda limpio su espada mientras zarcillos de sombras se escurrían de la armadura vacía, abandonándola para fundirse en la penumbra del salón. Miró a Edda desde la altura que le concedía su presa, y a Edda aquella pálida aparición le resultó incluso más temible que el magullado caballero. Se llevó la mano al cuello por puro instinto, sin poder quitarse aquel augurio macabro que la seguía desde la entrada.
El espectro se abalanzó sobre ella, la levantó de un tirón y la arrastró tras una columna. Edda asistió confusa y aturdida al cacheo que la criatura realizó sobre ella, palpándola con rapidez de arriba abajo, mientras le preguntaba algo en castrí con voz cansada y amable.
Su mirada se detuvo en la de la silenciosa Edda y su hermoso rostro femenino se torció en una suave mueca.
—¿Estás bien? ¿Todo bien? —preguntó en sonndí con un marcado acento—. ¿Alguna herida?
Edda la observó sin comprender. Intentó responder, pero no le salió la voz. El fantasma observó su rostro un momento más y luego la ayudó a sentarse, antes de abofetearla con suavidad.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Despierta!
—¡Sí! ¿Qué? ¿Perdón?
—¿Tu primera vez en el campo de batalla?
Edda entrecerró los ojos extrañada. A medida que su consciencia regresaba, también lo hacían los recuerdos.
—¡El caballero! ¿Cómo? —El espectro sonrió aliviado y Edda logró enfocarla lo suficiente para atrapar la idea que la torturaba— ¿Tú no eres la hija del atamán?
La dama blanca asintió con paciente calma. Estaba relajada en medio de aquella cueva de los horrores; había heredado la sangre fría de su padre.
—Yo misma— admitió, antes de insistir—. ¿Estás herida?
—No, no, todo bien —se apresuró a contestar Edda—. Solo el brazo izquierdo, puedo moverme, puedo seguir ¿Por qué estás tan blanca?
—Es mi traje de batalla —contestó la mujer mientras inspeccionaba su brazo. Chasqueo la lengua y un mohín preocupado se instaló en su rostro—. ¿No te duele?
—¿Tan grave es?
—Por ahora no te desangraras, hay problemas más urgentes ¿Qué haces aquí?
Edda se encogió con gesto culpable. Ni ella estaba muy segura de la respuesta.
—Quería ayudar... —musitó sin voz.
—Con tu maravilloso dominio de la esgrima —completó la mujer con una sonrisa sarcástica.
—¿Y qué? —se defendió Edda—. Puedo hacer más. Yo he traído el ejército aquí dentro.
La dama pálida puso un dedo sobre los labios de Edda, conminándola al silencio. Ambas escucharon los ecos del salón durante un agónico momento, la mujer con la vista perdida en la oscuridad, Edda con la mirada fija en ella.
—Vale —contestó al fin la dama, devolviendo la mirada a la ladrona—. Eras ladrona ¿verdad? ¿Se te da bien huir?
—No voy a marcharme —respondió Edda con firmeza.
—Ni yo te lo pido. Aún. —La mujer se recolocó un mechón blanco tras la oreja. Estaba nerviosa, su vista iba de Edda a las sombras del salón—. Mira, la situación no pinta bien. Tenemos a los caballeros atrapados aquí, no son muy listos, ni siquiera se han dado cuenta de que la mayoría ya se han marchado, o no les importa, pero cada vez que oigo un grito, hay un soldado menos para ayudarme. —Un último vistazo rápido a la penumbra, y la dama clavó toda su atención en Edda, con la mirada fija y su mano sobre el hombro de la ladrona—. El atamán va a por el rey con el grueso de la tropa. Cree que, si decapita a la serpiente, el cuerpo morirá. Ojalá pudiese compartir su seguridad.
—¿El atamán sigue vivo? —Edda suspiró de alivio. Se había negado a pensar lo peor, pero era un alivio tener una confirmación a sus esperanzas.
—Hasta donde yo sé, sí —la interrumpió cortante la dama—. Necesito que vayas con él. Necesito que lo saques de aquí si todo falla. Le necesitamos vivo, sin él, seremos nosotros la serpiente sin cabeza. —la mujer aferró la cabeza de Edda con ambas manos. Su rostro blanco le daba un aspecto sobrenatural y severo, imponente—. Escúchame; ahora vas a tener que correr. Corre hacia el fondo del pasillo, rápida y silenciosa, no mires atrás, no pares, no vuelvas y no te acobardes.
Edda asintió con más firmeza de la que sentía. Aceptó la mano de la dama como ayuda para levantarse y se despidió de ella con una breve reverencia. Una última idea la retuvo, una duda que necesitaba despejar.
—No recuerdo como te llamabas —admitió la ladrona, con gesto culpable.
La mujer sonrió, la misma sonrisa dura del atamán.
—Así vestida, llámame Rusalka.
Con una grácil reverencia, Rusalka volvió a perderse en el bosque de piedra y oscuridad, directa hacia el lugar en que las espadas reñían con rabia apasionada. Edda esperó un momento a verla desaparecer y reanudó su carrera, cuarto a través.
Siguió avanzando paso a paso, de sombra en sombra, sin llegar a tener ningún encontronazo. Los ecos del combate se fueron convirtiendo en una distonía lejana, sustituida poco a poco por otra canción, cada vez más cercana; el paso de un grupo de soldados, lento, cuidadoso, pero no tan silencioso como querrían.
Atrapó al grupo del atamán cuando la luz empezaba a brillar sobre sus cotas. La oscuridad del pasillo cedía a un acogedor haz que se colaba por los portones abiertos, altos como cinco hombres uno encima del otro y mucho más pesados. El grupo del atamán se detuvo bajo aquel haz, ante la puerta abierta del salón del trono.
A punto estuvo de arrancarle un grito al primer soldado al que tocó, pero ignoró su reacción con la vista fija en la luz, mientras se abría paso entre los hombres, directa hacia el atamán, ansiosa por contemplar el espectáculo más allá de los portones. Pasó con un enérgico empujón entre dos soldados aturdidos y contemplo con su mismo fascinado temor la escena al otro lado, boquiabierta y sin aliento.
Un coloso de hielo y piedra bailoteaba con violencia por el salón, acometido por una legión de esqueletos que le acosaba, trepaba por sus ropas, lo hería con espadas y lanzas.
El titan rugía entre bandazos, y el numero de esqueletos se reducía con cada golpe, pero no su ímpetu. Uno de los esqueletos aterrizó a pocos pasos de Edda, deshecho y sin vida y la mirada del gigante bajó hacia ellos, enmarcada en sus heladas cejas, por la grotesca corona sobre su sien.
Edda se encogió por puro instinto, trató de volverse más pequeña, buscó con desesperación una salida. El rostro del rey se torció mientras observaba en silencio a aquellos huéspedes inesperados, tembló de ira y estalló en una violenta explosión que le arranco un rugido sobrehumano.
Sin prestarles más atención, el soberano se volvió de nuevo hacia los esqueletos, y hacia la figura oscura que corría por las balconadas laterales de su salón, descargando flecha explosiva tras flecha explosiva sobre la silueta helada del monarca.
Edda notó el peso de una mano en la espalda y se volvió despacio para observar al rostro del atamán. El hombre apretó el hombro de la ladrona con firmeza, devolviéndole parte de su entereza, pero su mirada seguía los movimientos del coloso, fija en todo momento en el enemigo.
—Me alegra verla aquí, amiga mía —la saludó el atamán con tono tranquilo—. Odiaría que se lo hubiese perdido: no todos los días se asiste a un regicidio.
Sin levantar la mano de su hombro, se volvió hacia los soldados. Las miradas de los castríes perdieron el terror cuando su líder los llamó, y se volvieron como una sola hacia él, llenas de su misma fría determinación.
—Armad los calderones —ordenó el atamán; y sus palabras sonaron como una sentencia de muerte.
Los soldados empezaron a moverse, mientras el rey seguía cazando al arquero negro, pisoteando a los furiosos esqueletos. Bajaron los pesados fardos al suelo, calzaron los gruesos caños y los aseguraron con sogas y cuñas. Ante la desconcertada mirada de Edda, pequeños frascos de barro fueron introducidos en los caños, seguidos de pesadas bolas de hierro que destrozaron los recipientes con un estallido líquido.
—¡A mi señal! —bramó el atamán adelantándose, al tiempo que alzaba el sable con un rápido molinete.
Los hombres se apoyaron en parejas contra aquellas estrechas campanas, mientras un tercero se colocaba ante la boca, con otro frasco en las manos. Inmóviles como estatuas esperaron con la vista fija en la espada de su líder, esperaron mientras el rey retrocedía hasta quedar ante las puertas, aturdido por un nuevo estallido.
La espada cayó con un sablazo y los hombres arrojaron los frascos, apartándose al segundo. Edda, dio un pequeño paso al frente, sin entender qué ocurría ni atreverse a preguntar. El estampido la tumbó de espaldas cuando los calderones rugieron sobre el monarca. Un par de proyectiles fallaron la inmensa figura por varios pasos, cinco de ellos golpearon de lleno al lunático, derribándolo en el suelo.
Todavía con los oídos zumbando, aturdida, sorprendida y emocionada, Edda se incorporó a marchas forzadas, tratando de atisbar la escena entre el humo blanco. Avanzó junto al atamán, mientras todos contenían la respiración en silencio, con la vista fija en la neblina, hasta que el humo despejó mostrando el cuerpo derrumbado de la mole.
Fue un espectáculo curioso ver a los soldados corear de alegría sin poder oírlos, celebrar moviendo labios y brazos sin que su alborozo lograse superar el pitido en sus oídos. Edda sonrió también, pero su sonrisa duró poco. Ella fue la primera en ver a la mole volver a moverse.
En aquel mundo sin sonido, el atamán se apresuró al frente y dio órdenes sin voz para volver a cargar las armas. Los hombres buscaron las municiones, recolocaron los caños, bailaron alrededor de Edda, la única que no tenía un papel asignado en aquella obra. Por ello solo ella vio la mirada del rey. Por ello solo ella lo vio levantarse y agarrar la enorme araña de cristal.
En un acto reflejo, la muchacha se arrojó sobre el atamán con todas sus fuerzas, un segundo antes de que la mole de cristal lloviese sobre los artilleros.
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