Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

17ª Parte: Gritos de guerra


La tenue luz de la Luna trepó por la colina del Tribunal de la Terna como una lenta serpiente de plata, cubriendo poco a poco con su manto pálido a todos los allí reunidos. Hombres y mujeres, vecinos de todas las edades, se habían acercado al pie de aquella colina, cubrían su ladera en respetuoso silencio, escuchaban con atención mientras los tres tribunos departían en lo alto de la colina.

Gracón de Albora, severo y solemne, escuchaba más de lo que hablaba, con el ceño fruncido y expresión pensativa. El anciano y rechoncho Tulio chillaba con voz estridente contra la guerra y por la paz, y ante él, erigida en adalid de la justicia y la libertad, Maura de Flavea, la infame Coja, rugía en favor de la guerra.

Desde el pie de la colina, Aldric observaba todo aquel ejercicio de gobierno con cierta distraída curiosidad. A la gente de Nyx le gustaba juntarse y discutir los asuntos, resolverlos hablando, discutiendo y en general gritándose hasta que tomaban una decisión, un enfoque muy distinto al de la jerarquizada spatía de Cetulia.

Apreciaba la belleza de aquel acuerdo común, pero en su cabeza no dejaban de resonar las palabras de sus instructores, los consejos de su padre en torno a la guerra, y a su manera de ver, todo aquel parloteo solo retrasaba y complicaba la acción. Si la Coja hubiese permitido acudir a su milicia, podría haber forzado aquel proceso mucho más deprisa, si estuviese al mando de un ejército sonndí, ya estarían asediando Deitronos.

Annora se tumbó contra él con los ojos cerrados, adormilada, y el noble pasó un brazo sobre sus hombros casi sin pensarlo. La bruja había estado sometida a mucha presión, en compañía de los intensos cadetes de la Coja, toda aquella reunión y discusión en la colina solo lograba agotarla aún más.

Con un gesto rápido, Aldric desabrochó su manto y lo tendió sobre la agotaba mujer, cubriéndola del frío del alba. Era lo menos que podía hacer por ella, por tratar de hacer un poco más llevadero su dolor.

—Te dije que deberías haberte quedado en el campamento —la reconvino con suavidad.

Annora no respondió, solo se dejo caer hasta estar tumbada sobre su regazo y bajó el brazo para acariciar a su perro. Aldric la arropó algo más y trató de nuevo de prestar atención a la discusión.

El rechoncho Tulio había perdido cualquier rastro de la afabilidad con la que había llegado al Tribunal, pero su fogoso temperamento palidecía en comparación con la incendiaria decisión de la Coja. Discutían sobre culpabilidades y sobre el sangriento legado de Roncefier, el ataque a Flavea.

Una punzada de remordimiento sacudió a Aldric mientras discutían sobre el caballero de la Bréche. Desde que llegaran noticias de su derrota, no había podido quitarse la sensación de que debería haber hecho algo al respecto. Se deshizo al momento de aquellos pensamientos acusadores, por el bien de Annora y el suyo propio; la compañía de Roncefier había renunciado a su ayuda, su deber era para con la Coja, y nadie más.

La discusión subió, mientras Tulio predicaba a favor del imperio y su justicia y la Coja replicaba con enigmas, tensa como un gato que esperaba el momento de saltar. Lo hizo tan pronto como Tulio señaló como el castigo solo había caído sobre la culpable Flavea; se incorporó y llamó a Fileón con voz imperiosa, quien acudió junto a ella cargado con la bolsa. Aquello atrajo la atención de Aldric, ansioso por ver la reacción del gentío cuando la Coja extrajese de aquel saco mugriento la cabeza decapitada de un inspector imperial.

Cubrió los oídos de Annora con anticipación, y sonrió divertido ante la oleada de pasmo, indignación y sanguinaria alegría que el rostro decapitado de Clodio levantó entre los allí reunidos. Annora se retorció en el sitio y gimió con suavidad, de modo que Aldric le acarició la cabeza para tranquilizarla.

Había oído las historias del levantamiento de Flavea, historias de simples campesinos derribando a guardias imperiales con nada más que aperos agrarios y las armas saqueadas a los que morían. Lamentaba no haber estado allí, no haber podido dirigir a los reclutas a su primera batalla, pero la Coja había dicho que aquella era una batalla que tenía que luchar el pueblo, y la Coja entendía mejor el mando de lo que Aldric nunca lo había hecho.

Aquella mujer extraña y poderosa trepó al estrado en el centro del tribunal y mostró la cabeza decapitada como un trofeo, mientras el tribuno rechoncho se tiraba de los pelos, desquiciado por el miedo.

—¿Qué habéis hecho, puta del demonio? —imprecó Tulio con estridente pánico—. ¿Qué habéis hecho?

—Yo no, Tulio, el pueblo de Flavea —le corrigió con fiereza la Coja, mientras la gente se murmuraba y discutía a lo largo y ancho de la colina—. El Imperio prendió fuego a nuestro pueblo, el Imperio nos asesinó, nos amenazó con la esclavitud. Nosotros le arrancamos una de sus cabezas, solo la primera de las que deben caer.

—¡Estúpida zorra! ¡El Emperador acabará con nosotros por esto! —rugió Tulio, y mucho lo corearon.

El enteco Gracón se levantó también de su asiento, sorprendido, pero mucho menos indignado que su compañero.

—Fileón —indicó Gracón con suavidad, dirigiéndose al carpintero—. Vos sois un hombre cabal ¿Cómo ocurrió esto?

Fileón se volvió hacia el tribuno con mirada fría y solemne.

—No pudimos tolerarlo más tribuno —respondió con sencillez—. No pudimos marchar al patíbulo sin responder.

—Todos me conocéis —rugió la Coja a los reunidos—, y todos sabéis con que odio desprecio la esclavitud y el sometimiento. Todos os habéis burlado de mis palabras, habéis agachado la cabeza ante el Imperio sin levantar la voz, seguros de que nada ocurriría mientras todo ocurría; pues bien, hoy no es mi voz la que debéis escuchar, sino el silencio de Flavea. Podéis acallarme con vuestros gritos, pero no podéis no oír el silencio.

El rumor cesó un tanto mientras todos clavaban sus miradas en los vecinos de Flavea. Ninguno había dicho palabra, ninguno se movía; todos, desde el más anciano de los ancianos al más revoltoso de los niños, permanecían en silencio, con la mirada fija en su tribuno.

—Pueblos de la Terna, no, pueblo del verdadero Imperio, ¡yo os llamó a la guerra!

Toda Flavea se hizo eco de aquella llamada, antes de volver a su inquietante silencio, y entre la multitud de los otros pueblos, voces de guerra empezaron a sonar, y a extenderse. Annora se sacudió, y la oleada de ira y deseo sacudió también a Aldric, provocándole un glorioso escalofrío que le arrancó una sonrisa.

Tulio saltó a la mesa del orador y apartó de un empujón a la Coja, que perdió el equilibrio y se derrumbó sobre la piedra con estrépito.

—¿Estáis fuera de vuestra mente? Durante siglos, el Emperador nos ha protegido, cobijado, sus tropas mantienen a nuestros enemigos lejos, su fuerza pone el orden en este infierno ¡Recapacitad!

—No protegió a Altasella —replicó en voz baja la Coja, incorporándose poco a poco.

—¿Cómo dices?

—No protegió a Altasella —repitió la Coja, con más fuerza—. No protegió a Altasella, ni a Ribapetra, ni ha protegido a Maligna —rugió señalando las nubes negras que se alzaban sobre el horizonte.

—Ellos no son nosotros —replicó Tulio—, ¡ellos no son la Terna!

Su réplica se ahogó entre el clamor de los supervivientes, indignados ante aquellas palabras. Todo aquel que había sufrido el paso de Quinto, el rigor de las Nanas, bramó lleno de colera, y estallaron combates entre la multitud, entre aquellos que clamaban justicia y los que ansiaban la paz.

—Gracón —rogó Tulio, asustado ante aquel disturbio—. Ayudadme en esto.

Pero el Tribuno de Albora se limitó a permanecer en silencio, valorando la situación. La Coja aprovechó la distracción de Tulio e, incorporándose con dificultad, empujó a Tulio fuera de la mesa.

—¡El Emperador ha faltado a su promesa! ¡El Emperador ha dejado vivir a quien nos ha atacado y ha atacado a quien juró servirle! —rugió la Coja—. ¿Para qué le necesitamos pues?

Los gritos y las salvas pidiendo guerra devoraron a los que clamaban por la paz, y solo entonces Gracón se adelantó.

—¿Con que ejército hemos de declarar esta guerra? —exigió con voz clara.

—Lo ves ante ti, Gracón —respondió la Coja—. Somos más que ellos, somos más fuertes.

—¿Qué armas contamos?

—¡Haced gujas de las guadañas, tornad en hachas las azadas, desempolvad los arcos de caza, afilad las horcas y preparad las antorchas! Llevamos décadas blandiendo nuestra fuerza contra el suelo, solo hemos de hacerlo ahora contra otros hombres.

—¿Qué hay de la Turma? —inquirió dando vueltas en torno a la Coja.

—¿Qué hay de ella? —se mofó la Coja—. En Maligna verá su final, o las Nanas el suyo, y ninguno quedará tan fuerte que pueda parar nuestro ímpetu.

—¿Qué de la Alta guardia?

—Mermada y decapitada, en el acto mismo de decapitar a Roncefier.

—¿Qué hay de las legiones?

—¿Me preguntas Gracón por nuestros hermanos, por nuestros hijos y padres que no opondrán sus armas contra los suyos? ¿O me preguntáis por los gordos generales, los capitanes blandos por la paz?

—No tenemos armas de asedio, y los muros de Deitronos son altos.

—Nadie nos espera, Gracón, y si no podemos tomarla, arderá.

El anciano se mesó la barba un momento, pensativo, y asintió.

—Albora apoyará la guerra —proclamó con un poderoso grito, y la declaración de Gracón se hizo eco por la colina.

Aldric rugió con ellos, satisfecho. Celebró con alegría las buenas nuevas y a punto estuvo de levantarse también, detenido solo por el peso de Annora sobre sus rodillas.

—Lo... lo siento —se disculpó avergonzado por su ímpetu olvidadizo—. ¿Estás bien?

Annora no respondió, se limitó a abrazarse a él con lágrimas en los ojos. Se había herido los labios de tanto mordérselos, y gimoteaba con suavidad, con la mirada perdida, desubicada.

Dolía verla así. Aldric la tomó en brazos y la levantó sin que ella reaccionase lo más mínimo. Se sorprendió ante lo ligera que la mujer era, debilitada por su dolor. Dirigió un rápido vistazo a lo alto de la colina. Tulio seguía resistiéndose, pero la Coja ya tenía el apoyo de dos de los pueblos de la Terna; aquella batalla estaba ganada, su presencia ya no era necesaria. Nunca lo había sido, en realidad, por más que la Coja le hubiese aceptado, Aldric seguía siendo un extranjero allí.

—Ea, ea —consoló a Annora como mejor supo—. Vámonos de aquí, necesitas cambiar de aires.

Llamó con un silbido al perro y dio la espalda a la muchedumbre, camino a los árboles que crecía a los pies de la colina. La calma del bosque era lo que Annora necesitaba, el silencio y la paz de la naturaleza.

La niebla de la mañana se había ido levantando en torno a la colina desde que llegaran al alba, pero aquello solo era una ventaja; aquella cortina fantasmal solo amortiguaría aún más los gritos y riñas que hacían temblar a la bruja.

No llegó a dar dos pasos más allá de los árboles antes de distinguir siluetas inquietantes entre los jirones de niebla. Aguzó la vista con la temblorosa Annora aferrada a él en un estrecho abrazo, tratando de discernir si de verdad alguien se movía en la espesura o solo era una mala pasada de su imaginación.

Luego llegaron los gritos. La turbia niebla no conseguía ocultar los sonidos del pánico, aullidos fantasmagóricos en aquel vacío blanco. Annora se apartó de Aldric de golpe, gañendo como un animal, y como un animal se retorció por el suelo, cubriéndose las orejas mientras grandes lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Aldric trató de calmarla, pero la bruja era inconsolable, y su dolor empezaba a afectar al propio noble. Tuvo que apartarse de ella cuando el mastín le lanzó una dentellada, enloquecido de rabia y miedo, dispuesto a proteger a su dueña sin importar de qué.

Allí dejó a la mujer, sin saber que hacer por ella, inquieto por los aullidos, por el terror que transpiraba aquella niebla, y se adelantó de nuevo hasta la colina, a tiempo de ver el macabro espectáculo de la Compaña en acción.

Hombres cuervo armados con largas picas hundían sus espolones de acero en la muchedumbre, derramando sangre con cada golpe. Quienes trataban de resistirse morían asaetados, quienes huían eran acribillados a flechazos mientras los piqueros reducían las filas de quienes suplicaban, se arrastraban o sencillamente abrazaban a los suyos, paralizados por el horror.

Un duende macabro, tocado con un sombrero rojo y armado con una enorme hacha, dirigía toda la masacre desde lo alto del tribunal, aullaba con voz chirriante e inhumana, bailoteando sobre los cadáveres de los tribunos.

—¡Muerte a los perjuros! —proclamaba entre risas serradas mientras agitaba a un lado y otro una cabeza cortada—. ¡Salve el verdadero rey de Nyx, muerte a los conspiradores! ¡Con sangre lavaremos las ofensas, hermanos!

Aldric contempló la escena infernal desde el limbo de la niebla, incapaz de comprender los que sus ojos le mostraban. El aplomo volvió a él con la punzada de el miedo y la vergüenza, y su mano temblorosa logró encontrar su espada, pese a los gritos en su cabeza que le conminaban a huir. Debía servicio a la Coja: sí había una sola posibilidad de que la mujer siguiese viva entre aquel erial de muerte, su deber estaba claro.

No logró desenvaina su hoja, el grito le alcanzó antes. Lo derribó como una lanza hecha de pánico, lo arrojó al suelo, lo paralizó. Entre lágrimas amargas, acertó a ver la figura tumbada de Annora a su espalda, su boca abierta en un aullido que se camuflaba entre el sonido de aquel infierno neblinoso.

Y aunque cada fibra de su ser trató de resistirse al poder de la bruja, una pequeña parte de él agradeció aquella inmovilidad tan similar a la muerte, que le escondía en el mismo límite de la niebla.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro