16ª Parte: Grito
La desesperación de un solo hombre bastaba para volverlo loco.
El miedo de un solo hombre podía bastar para matarlo.
Annora había aprendido aquello a muy tierna edad, incluso antes de bañarse en el Lago de las hadas y ganar su don. Su madre se lo había explicado a la asustada pequeña, después de que encontrase un cadáver desfigurado en una cueva.
Durante toda la noche le había oído gritar, con la salida de la Luna lo había encontrado, atrapado en una poza, muerto por su propia mano.
Aquel rostro desquiciado de pánico aún volvía a ella a veces, a altas horas de la madrugada, apareciéndose en las sombras de su cuarto, gritando solo para ella.
Edda la había traicionado, su abuelo la había traicionado, y Annora se había quedado en el campamento, sola y abandonada, al cuidado de mujeres armadas que solo sentían por ella desprecio e indiferencia. Cinco mujeres armadas, todas más altas y fuertes que ella, todas capaces de poner fin a la vida de la frágil Annora de un solo golpe.
Pero por fuertes que fuesen, no dejaban de ser mujeres, humanas, mortales, vulnerables. Habían observado como sus maridos, novios e hijos marchaban al combate, con el corazón encogido de lástima, con la conciencia llena de culpa por no seguirlos, de odio por tener que cuidar de la noble.
Annora había tratado de cubrirse la cabeza con la almohada, de ahogar todo sonido, pero no había defensa que pudiese cubrirla de aquel quebranto. Se había levantado a trompicones, buscando con vaivenes confusos la botella de licor que había sido su fiel compañera de cama desde que aquel viaje horrible comenzase. La necesitaba, necesitaba aquel vacío con desesperación, lo buscó entre gruñidos, primaria, animal.
Una de sus guardianas, la más joven, había apartado la botella de sus manos de un tirón. No era respetuoso, pensaba la mujer. No era apropiado. Aquella niñata noble no se merecía el valioso licor, no podía emborracharse mientras su amado marchaba a la guerra, mientras su hermano arriesgaba la vida. No tenía el derecho.
Annora había gruñido y arañado a la mujer, hasta que otra más anciana y firme la había apartado de un empujón. La veterana guerrera estaba harta del comportamiento errático y caprichosa de aquella niña painte, harta de tener que vigilar y esperar por su culpa. Aquella putita norteña podía llorar hasta ahogarse, en lo que a la mujer respectaba.
Annora parpadeó dolorida, gimoteó dando suaves cabezadas, cubriendo sus orejas con las manos, intentando alejarse de todo aquello. Toda la mañana, hombres que no querían morir, mujeres aterradas por el combate, soldados que temían a la muerte, guerreros aterrados y desesperados, habían cruzado ante su tienda.
Y Annora había sentido cada uno de sus miedos, cada pizca de desesperación, cada aliento cargado de odio, de furia, de dolor, de confusión y anhelo.
Una tercera guardesa entró al oir la discusión. La joven se excusó tan deprisa como pudo, pero la tercera la hizo callar. Le arrancó el alcohol de las manos y lo derramó ante la mirada incrédula de Annora, hasta que la última gota se hubo vertido en el suelo. Luego arrojó la botella a la encogida noble y le escupió, la insultó en su bárbara lengua.
Que así fuese.
Temblando de pura rabia, sacudida por un dolor que hubiese destrozado a un hombre corriente, Annora se levantó y aulló. Un chirrido inhumano, un gañido agudo de puro odio desatado.
Aquellas mujeres fuertes cayeron al suelo, indefensas como niñas, llorando, desgañitándose, suplicando una piedad que no habían tenido, ni iban a recibir.
Annora gritó, gritó mientras se derrumbaban, mientras sangraban y se sacudían, hasta que dejaron de moverse y la voz se le terminó.
Salió de la tienda, bamboleándose a cada paso, lloriqueando, derrumbó con otro grito a su última guardiana y se internó en el bosque.
Las ramas arañaron su piel blanca y frágil, la hojarasca hirió sus pies descalzos, los cubrió de polvo y agujas, de agua y barro. Pero Annora no notaba nada de aquello, ni los tirones que rasgaban su vestido, ni el frío helado que helaba sus lágrimas de rabia.
Tenía una idea; la idea de una idea, un impulso primario que la guio a través del bosque, más allá de él, hasta la llanura entre el campamento y la Puerta Blanca.
Levantó la vista al cielo y sus ojos dorados entrevieron a las dos siluetas enzarzadas, cubriendo con sus giros y embates la luz trémula de las estrellas, y Annora rechinó los dientes iracunda y cruzó la llanura, a la carrera, a gatas, a saltos, tropezando consigo misma y gañendo como un animal herido, llena de ansia, rabia y dolor, hasta llegar a la puerta destrozada y al patio de las estatuas.
Se internó en el bosque de esculturas con la mirada fija en el firmamento, sin prestar atención a los movimientos de la estatuaria, nerviosa en su presencia, hasta que entre vueltas y ojeos distinguió lo que buscaba.
Las estatuas la observaban desde sus pedestales, tendían hacia ella metafóricas manos cargadas de súplica. Rogaban por su libertad. Rogaban por venganza. Rogaban por encontrar la paz que añoraban, la muerte que se les había negado, el calor que ya no recordaban, y Annora aceptó todo aquel odio, toda aquella pena y rabia, y dejó que la devorasen como un vendaval.
Dejó que la furia centenaria de la piedra y el hielo se mezclase con la suya y aulló.
El grito rompió la noche como un augurio, ocupó amenazante las salas abandonadas, inundó túneles y huecos, ansioso como una bestia, inundó los tejados con un desafió y trepó por el cielo hasta alcanzar a Halcón y Águila, sumidos en su primario danzar.
Buceó en las mentes de las bestias y las llenó de un odio rojo como la sangre, de una bilis amarga y negra que solo se saciaría con el dulce aroma de la muerte. Ya no hubo más juego de zarpas, ningún picotazo tentativo, ningún desencuentro mientras trataban de sostenerse en el firmamento. Solo les quedaba odio e ira.
Sin preocuparse de las heridas, sin cuidarse de mantenerse en el aire, garra y pico encontraron la carne, la buscaron con saña insaciable, mientras los dos lunáticos se precipitaban contra el suelo. Cerca del suelo trataron de remontaron, aún enmarañados y desesperados, intentado empujar al otro contra las agudas armas de las estatuas, hasta que Halcón y Águila terminaron empalados en la enhiesta lanza de un jinete, como un solo ser amalgamado por el odio.
Annora se deslizó hasta ellos, a medias corriendo, a medias danzando, hasta llegar junto a la estatua y los dos moribundos. Con la mano pidió al caballero que dejase caer a sus presas, y la estatua obedeció, bajando la lanza hasta que Annora pudo verse reflejada en el ojo del Halcón.
El ojo le devolvió la imagen de una mujer monstruosa, con el pelo enmarañado, el vestido deshecho y el rostro deformado en una sonrisa de locura. Extendió la mano hacia su reflejo, curiosa como una niña, pero la apartó en cuanto el Halcón se sacudió en un espasmo de dolor.
—Annora... —susurró la bestia. La mujer observó un segundo al animal moribundo, y volvió a extender la mano, esta vez con sombría determinación— Annora, ¿Qué...?
Annora posó una mano sobre el pico del Halcón y le chistó con suavidad, como haría una madre con su hijo. La pesadilla había acabado, era el momento de dormir.
El Halcón se sacudió bajo su roce, cada vez más débil, hasta que con un último espasmo terminó su larga existencia. Annora acarició con delicadeza la cabeza emplumada y cerró con cuidado aquellos ojos sin vida. Sus hombros se sacudieron en un espasmo incontrolable y sus ojos se llenaron de lágrimas. Sus labios se curvaron en una sonrisa y una carcajada desquiciada escapó de su garganta, incontrolable.
Se retorció sobre si misma en el suelo, sacudida por un dolor tan grande como su felicidad. Ya no volvería a casa, pero tampoco lo necesitaba. Ya no tenía miedo del mundo, ya solo estaba aterrada de sí misma.
Las estatuas volvieron a suplicar, la llenaron con sus llantos y lamentos, pero Annora las hizo callar con un siseo, y aquellos monstruos de odio, aquellas vasijas de pesar centenarias, se calmaron a su orden, rieron y lloraron con ella.
Poco a poco el frío glacial atemperó el alma de Annora, poco a poco la realidad volvió a alcanzarla. Ya no le quedaba nada allá, no tenía ninguna cuenta que saldar con aquellos cadáveres.
Despacio al principio, con decisión creciente, Annora se levantó y marchó hacia el castillo.
Las deudas había que saldarlas con los vivos.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro