14ª Parte: Silencios
La Luna brillaba clara sobre Circum cuando la Condesa llegó al fondo de la ciudad mural. Los rayos de plata cargaban el aire de misterio, creaban tantas sombras como dispersaban y hacían relucir las hojas del gran árbol en el centro de la explanada como si estuviese hecho de cristal. Decenas, cientos de luciérnagas vagaban sin rumbo en torno a él, los únicos habitantes que quedaban en la ciudad abandonada.
Tantos años después, la condesa de Inquina seguía sin saber de que clase de árbol se trataba, pero era sin duda un ejemplar impresionante, solemne como si hubiese estado allí desde antes de que la ciudad naciese.
La Condesa clavó su lanza en el suelo a cierta distancia del árbol, y se acercó a él con paso respetuoso y el pecho pesado. El aire de la noche entraba frío en sus pulmones, doloroso y cargado del aroma embriagador de la savia, la madera. El silencio era absoluto en aquel rincón sin tiempo.
Pasó con cuidado entre lo que quedaba de los restos de una enorme serpiente, cubiertos de moho y carcomidos por la luz, y apoyó la palma en la corteza del árbol, arrugada pero suave. Paseó alrededor del árbol sin apartar la mano de su tronco, hasta dar con lo que andaba buscando; una espada herrumbrosa, ennegrecida y medio derretida, atrapada en una de las raíces del gran árbol.
Se sentó junto a ella con cuidado de no tocarla, todavía con el corazón pesado. Exhaló despacio, y entre sus dientes escapó una vaharada de vapor.
—Hola abuelo —saludó al fin, con una calma que no lograba sentir—. Ha pasado un tiempo ¿Eh?
El silencio de la noche fue la única respuesta que recibió, la única que esperaba.
—Doscientos años, y pico. No he sido muy buena nieta, pero esto está en medio de la nada, y bueno, siempre había algo que hacer... Mírame, balbuceando como una niña asustada —suspiró y se golpeó el pecho con fuerza—. Agh, no se me da bien hablar ni con un muerto.
Una luciérnaga despistada se posó sobre su mano abrasada, un segundo solo, antes de que el pulso de la Condesa la espantase.
—He mejorado, no te creas. Mucho —aseguró distraída, observando el vuelo errático de la criatura—. Incluso para hablar en público, o al menos para gruñir, reñir y desafiar. Las conversaciones civilizadas... bueno.
Se rio de su propia torpeza, de lo ridículo de aquella situación y lo ridículo que sería no estar sufriéndola.
—Ha pasado un poco de todo, este tiempo —continuó—. Aunque sigo siendo igual de fea, eso no cambia —se burló de sí misma—. Podría ser peor, cuando el fuego del Sol me calcinó no quedó nada de mí, fue una sensación curiosa, la de fundirse. Por cierto, tenías razón: esas bolas cabronas dirigen todo el tinglado desde ahí arriba. Que cabeza tenías, sí señor. Hay quien vuelve más guapo, de eso de la muerte, pero yo me quede como estaba, ya ves. Y con estas cicatrices horribles, hay que joderse —se quejó en broma mostrando a las luciérnagas su brazo abrasado—. Aunque a mí me encantan; no hay mucha gente por ahí que pueda presumir de haber sobrevivido al fuego de un dragón. Ni siquiera tú.
La sonrisa orgullosa se fue desvaneciendo poco a poco en la calma de aquel lugar, hasta que el silencio se volvió incómodo.
—Odio este lugar —confesó de viva voz—. La paz, la levedad de todo; no es el silencio, me gusta el silencio, pero un silencio lleno de expectación, de amenaza, de vida. Este está muerto. —La Condesa se rascó el mentón pensativa, se mordió el labio—. ¿Qué se le cuenta a la familia? ¿Qué se dice en estos casos? Supongo que puedo contarte lo que me ha pasado. Bueno, morí en el fuego en el centro del bosque, sin poder siquiera herir al Sol, y en el centro del bosque volví a la vida. No sé si volver a la vida es la forma de decirlo, fue más como... un sueño largo, o algo así. Un sueño muy largo.
Suspiró y empezó a poner en orden sus recuerdos, un trabajo que no solía tomarse. Perderse en la melancolía era como una borrachera triste, dulce y complaciente, con un regusto a vacío. Ella prefería el latido en sus sienes y el sabor de la sangre y la ceniza.
—Bueno, salir del bosque fue lo fácil, pero el mundo ya no era el que tu conociste. Me junte con unos tipos, el Gremio que... Espera no, primero fue Melissa. Esa Melissa, tu nieta, bueno, tu ya sabes de que Melissa habló —gruñó ante su torpeza para hilar un monólogo. Toda aquella situación se sentía muy estúpida—. Como es la vida ¿eh? Ella es una belleza y yo un monstruo de feria, nadie diría que somos familia. Una chica lista, tu Melissa. Creo que quiere dominar el mundo, o algo así, y ya está sacando números para ver como lo hace. Yo fui su primer peón, ¿sabes? Ahí fue cuando me metió en el Gremio.
Se levantó de su asiento, harta de la inmovilidad. La brisa era fresca, el rumor de las hojas relajante; decidió pasear.
—Son como, no sé, unos tipos que se ocupan del Sol y la Luna sigan girando. Y llevan mucho en el negocio, pero siguen siendo unos ineptos. Vigilan de lejos a los que llevan las llaves, para asegurarse de que van tirando, pero se meten poco. Así acabamos, todos muertos porque no les apetecía mezclarse. Aunque parece que antes no había tantos monstruos en el camino, antes de la caída de los dos imperios. Me estoy perdiendo. ¿Qué más? Oh, sí, me casé.
La Condesa esperó un momento en silencio, pero la única respuesta que recibió fue el ligero zumbido de las luciérnagas.
—Y no fue de conveniencia ¿sabes? Conveniente si fue un rato, ahora soy condesa. No veas lo que repatea eso a Melissa. La condesa de Inquina; cuando el tipo me dio el nombre del condado, casi me da algo; es decir, parece que no tiene nada que ver en realidad, pero es tan parecido... Un tipo encantador, el conde. Un caballo le desguazó la pierna de muy niño y tenía que ir en muletas a todas partes. Pero iba, vaya si iba, para tan poca cosa como era, la vitalidad que tenía. Fue... interesante. El hombre me adoraba, y aún no sé por qué ¿Sabes cómo se me propuso? De rodillas no podía, así que lo hizo con una mecedora y en vez de anillo, un sable —Inquina soltó una carcajada al recordar aquello, y acarició con ternura el pomo de su espada—. El muy idiota. Pero fue un gesto tierno, tenía muchos de esos, mi conde. —Otra carcajada brotó de su garganta, más seca y dolorosa—. Mírame aquí, recordando como una vieja. Envejecí junto a él, no sé bien como. Melissa sigue tan joven y hermosa como el día que murió, pero yo me fui arrugando al lado de aquel cojo inquieto, y ahora estoy hecha una señorona. Belone Inquira, condesa de Inquina, abuelita —se burló de sí misma—. No es que me moleste, la verdad, me siento mucho más cómoda con este aspecto. Más yo.
El peso en su pecho tiró de ella hacia el suelo, y la Condesa necesitó tomar asiento. Enjugó avergonzada una lágrima solitaria, antes de tumbar la espalda contra el tronco del gran árbol.
—Él también tenía sueños, grandes sueños, como Melissa —explicó con voz cargada de añoranza, y de anhelo—. Quería ver el mundo más allá del Escudo. Lo hay, te lo aseguró, me enseñó muchos mapas, me leyó muchos textos y cuentos. Nadie en el Escudo nació aquí, le gustaba decir, los dioses trajeron a la gente de fuera, como si esto fuese una especie de granja, por eso la gente habla lenguas tan distintas. Yo le creía solo a medias, pero aquella pasión que tenía era contagiosa. Me hizo desear ver ese mundo, más grande, más viejo, más salvaje.
El mundo más allá. La sola idea puso a latir de nuevo su corazón, inflamó su cabeza como el fuego sus venas.
—Verás, Marco, en el límite del Escudo hay más pilares de piedra, como los de las llaves, y todos juntos forman una enorme cerca, un vallado que se alimenta de la luz de los dioses e impide que se marchen del Escudo. Estuve allí, lo he visto —confesó con la mirada brillante—. Por desgracia, eso quiere decir que también impide el paso a la gente como yo. Pero, y esto solo es teoría, si la luz se apagara, también lo haría la verja ¿Ves por dónde voy?
Dio un codazo cómplice a la madera, que solo respondió con la caída de algunas hojas y el vuelo agitado de unas pocas luciérnagas.
—Tengo una segunda oportunidad, para hacer justo lo mismo, lo que no pude acabar la primera vez —explico emocionada—. Ahora soy más fuerte, más dura, más rápida. Puedo ver el fuego de las cosas con mi ojo blanco, consumirlo en mis llamas para avivarlas. Aunque es un acto complicado, ritual. Podría prender fuego a un valle entero y eso no me daría un minuto más de vida; tengo que mantener mi mano sobre aquello que consumo, hasta que no es más que cenizas. Entonces su vida pasa a mí, un pedazo de su alma se queda atrapado aquí dentro —se golpeó la sien con suavidad—. Los oigo, a todos los que he devorado estos años, como un coro de los infiernos cantando solo para mí. Gritan de miedo y dolor, me suplican que muera y los libere, pero también que mate y añada más gritos a su canción.
Con un gesto enérgico, una mujer distinta a la que se había sentado se puso en pie.
—Melissa no lo entiende, el Gremio no lo entendería, pero sé que tu sí. Se que tú también les has oído cantar. Has oído sus coros de sirena. Se que un día cederé a sus voces y me dejare arrastrar a la sinrazón —confesó con voz temblorosa por la mezcla de miedo y deseo—. Me levantaré como un monstruo más, un buscador de muerte, una pesadilla andante. Azotaré el mundo hasta que un bravo guerrero me derroté, hasta encontrar un rival digno. O quizá cientos de ellos, una sucesión de héroes que ponga fin al mal con su sacrificio. . Quizá no exista un alma viva que pueda detenerme, y me convierta en el fin del mundo, en uno de eso apocalipsis que adoran profetizar los sacerdotes. —Una sonrisa torcida cruzó su rostro de parte a parte, enloquecida, delirante—. Le he dado muchas vueltas, pero aún no es el día. Aún hay cosas que hacer, enemigos que abatir, un mundo que ver.
Una carcajada queda escapó entre sus labios abrasados, triste, pesada, pero decidida.
—Porque eso es lo que somos ¿No? Fantasmas. Monstruos vacíos que vagan por el mundo más allá de la muerte, atados al pesar, a lo que no pudimos cumplir... —Cerró los ojos, un último intento vano, pero en la oscuridad de su cabeza solo brillaban los pequeños fuegos de las luciérnagas, bailando sin son. Suspiró; ya no tenía más dudas—. Melissa tembló de terror cuando le dije que vendría aquí. Ella no quiere creerlo, pero yo lo sé. Ella no puede ver el mundo como yo, cada mentira, cada arrebato de ira, de alegría, por pequeño que sea, nada escapa a mi mirada. Y no veo más que lo ya vi; un árbol, sin fuego, sin fuerza, un pedazo de madera más. Al fin y al cabo ¿Que te quedaba por hacer? Viviste como quisiste y elegiste tu misma muerte...
Inhaló. Exhaló. Dejó que el fuego la recorriera, desde su corazón calcinado al resto de su cuerpo, un incendio en su sangre que brotó de su piel en llamas carmesíes. Tendió con lentitud la mano hacía la madera, dejando que las llamas lamieran despacio del aire, probaran el sabor del mundo con precaución antes del festín.
—No te sumaré a mí, como ella teme; no hay lugar en mi locura para tu paz. Pero voy a darte el descanso eterno. Voy a darte la paz que quieres, que mereces, fuera del mundo y sus horrores. Así que si tienes algo que decir, habla ahora o calla para siempre.
Ni un sonido perturbó el claro. Solo la brisa en las ramas, el leve zumbido de las luciérnagas.
—Lo imaginaba —se lamentó la Condesa—. Descansa en paz, pues.
Posó su mano sobre la madera con delicadeza y la mantuvo allí hasta que el fuego envolvió la madera, hasta que el árbol se convirtió en una gigantesca antorcha. Solo entonces retiró su palma, dio un paso atrás para contemplar su obra en silencio. Un fino hilo de vapor brotó de su ojo encendido, las lágrimas del sano las tuvo que enjugar.
Incluso en la muerte, el árbol parecía en paz. Las luciérnagas, como pavesas vivas, se dispersaron en todas direcciones, abandonaron el claro hacia el cielo, y en el fondo de Circum solo quedó una pila de carbón, una pequeña tumba a un gran hombre.
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