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13ª Parte: Lienzo de muralla



Cuando un Belclair moría, era día de fiesta grande.

Por supuesto, también era una ocasión triste, pero por encima de todo, era un día de celebración. El finado era puesto es una parihuela de seda y oro, en sus mejores galas y con escudo y hacha sobre el pecho, y sus más allegados cargaban la litera desde el castillo de Belclair hasta el cercano pueblo de Montbás, a los pies del castillo.

Allí se erigía una gran tribuna y se disponían grandes mesas de banquete, y los señores de Belclair agasajaban a todo el pueblo, familia y amigos con una comida digna de un rey. Los allegados iban subiendo a la tribuna y narraban las virtudes del difunto, brindaban a su salud, o le maldecían por haberles dejado, porque siempre se iban primero los buenos, y los invitados brindaban también por el cadáver y sus hechos.

Había canciones y bailes, algún espectáculo extranjero, y cuando la Luna se marchaba, se prendía una gran pira en que se incineraba al muerto. Toda la noche seguían los festejos, y con el alba, las mujeres de Belclair recogían las cenizas y las depositaban en la cripta familiar.

La cripta de Zalplameni trajo viejos recuerdos agridulces a la mente de Aldric, recuerdos de su abuelo, de algún tío y de un bravo, demasiado bravo, primo. De su gloria, de su memoria, de lo que quedaba tras su muerte.

Mientras Trilero discutía condiciones con aquella panda huesuda, Aldric se dio cuenta de hasta qué punto llegaba el rechazo que su familia le había demostrado. Nadie recogería su bravo cadáver de encima del monstruo que lo liquidase, no habría fiesta en su honor, no habría bailes, banquetes, ni risas, ni su nombre figuraría en la cripta para asombro de la eternidad. Una fosa común o un entierro de soldado, eso le aguardaba tras su último tránsito.

Aquella tonta reflexión terminó por llevarse las últimas ganas que le quedaban a Aldric de buscar una muerte de honor. Al fin y al cabo, no había honor donde no llegaban los bardos. Por eso no fue una gran sorpresa ver a la tropa llevarse a Trilero, el nuevo rey querría a su poeta cerca para dejar constancia de su gesta.

Aldric permaneció sobre su rodilla, inclinado con humildad, hasta que los pasos de horda de ultratumba se perdieron. Esperó aún un tiempo cautelar, antes de ponerse en pie con una sonrisa. Las lecciones del timador funcionaban: nadie prestaba atención a un criado.

Rebuscó bajo su abrigo hasta encontrar el pajarillo, adormilado en uno de sus bolsillos. Era del tamaño de un gorrión e igual de suave, pero tal como los caballeros de la ventisca, no parecía real, sino un magnífico dibujo.

—Es hora —anunció al ave dormida en un susurro.

El pajarillo asintió y abrió las alas con presteza. Saltó de su mano y se hundió en la oscuridad, solo para reaparecer al momento unos pasos más allá, emitiendo una tenue luz rojiza.

Aldric se abofeteó el rostro para concienciarse y partió tras el, siguiendo la estela encarnada de aquella ave misteriosa. Abandonó el sepulcro siguiendo aquel rastro, cruzó salas dormidas, e incluso hubo de abrir más de una usando su daga como palanca. Recorrió cuartos abandonados y sellados, una polvorienta librería, una armería en la que escamoteó una pequeña hacheta de acero y lo que parecía una extraña cocina, un laboratorio o una destilería. El ave cruzaba los cuartos como una exhalación, gorjeando una alegre canción y Aldric la seguía tan rápido como podía, tratando de no perder a su guía ni su luz.

Las alfombras de Zalplameni dejaron paso a los suelos desnudos de Mayak mientras avanzaban, sin que el noble supiese bien el momento en que habían dejado un edificio y llegado al otro. A veces el ave se detenía y su luz se apagaba, y Aldric se escondía y esperaba hasta que retomaba el vuelo. Otras trazaba círculos por un cuarto, volaba a través de las ventanas y volvía sobre sí misma, y Aldric esperaba a que encontrase de nuevo el camino, para poder seguirla.

Continuaron lo que pudieron ser horas o minutos, hasta que el ave llegó a la estrecha escalera de un torreón, donde detuvo su vuelo para posarse en el hombro de Aldric.

—Arriba —canturreó en nycto con dulce voz femenina—. Arriba, mi señor, os espero. Más cuidaos de los guardias que mi puerta vigilan, pues no tendrán de vos más piedad que a la que a mí me muestran.

Aldric tuvo que repetirse el mensaje un par de veces antes de lograr entenderlo por completo. Era común que los nobles sonndies aprendiesen el nycto como parte de su educación, pero Aldric había sido un pésimo estudiante.

El nycto del pintor era arcaico y farragoso, pero con todo, dio gracias de poder entenderse con él de algún modo.

—¿Qué guardias? —preguntó cauteloso, antes de pisar siquiera el primer escalón. Tercera lección: la información era poder. Trilero había pagado cara no seguirla al pie de la letra.

—Hombres de hielo, mi señor, engendros de la magia. Sin conciencia, ni mente que les guie, trampas con forma de hombre, listas a saltar en su resorte.

—¿Cuántos? ¿Dónde?

—Tres son, uno a mi puerta, en lo alto de la escalera. Dos en mi cuarto, cada uno de mis movimientos controlando.

—Tres, vale —se repitió Aldric pensativo—. ¿Y no puedes vencer a solo tres guardias? Eres un lunático ¿No?

El pájaro bajó la cabeza avergonzado y la escondió bajo sus alas.

—Ay, mucho me temo que a merced de mis captores hallome, atado e indefenso. Si mi mano, no obstante, se liberara, en el espacio de un suspiro de ellos cuenta daría.

—Vale —concedió Aldric, no muy seguro de entender lo que acababa de oír—. ¿Y por fuera? ¿Podría escalar la torre?

—La piedra helada y el viento impío la piel os arrancarían —se horrorizó la avecilla.

—¿Alguna trampilla?

—¿Cómo decís?

—Una puerta secreta, un camino oculto, una salida, algo...

—Mucho me temo que nada de eso hay.

—Vale —Aldric se rascó la sien, pensativo—. Vale.

De forma atropellada y desordenada, el noble repaso en su cabeza todo cuanto había hablado con el estafador. Trilero se había asegurado de dejarle claro que se lo contaba con toda la molestia del mundo, pero luego había resultado ser un buen profesor, muy entusiasta, en especial en lo que se refería a presumir de hazañas. Desechó "no te metas en peleas que no puedes ganar", "Vende el personaje" y "de lo perdido saca lo que puedas", antes de llegar a "Véndeles lo que desean y comprarán siempre".

—¿Qué hay de sobornarlos? —preguntó a su emplumado guía—. Deben estar cansado tras larga guardia. ¿Cómo podríamos engañarlos?

—Como antes os dije —repitió la avecilla—, por completo de sentido carecen. Lo mismo que piedras ahora, ni comen, ni beben, ni sienten.

—¡Mierda!

Aldric volvió a su actitud pensativa. Daba vueltas en círculos ante la entrada de la torre, se rascaba la sien con saña y barbotaba exclamaciones de furia cada vez que desechaba una idea. Pensar era una tortura para el joven achés, estaba acostumbrado a actuar y punto, todo aquel ejercicio mental era difícil y frustrante. Estaba a punto de liarse a hachazos con una mesa cuando le asaltó una idea repentina y brillante.

—¿Y fuego? ¿Qué hay del fuego? —sugirió en tono ladino.

—¿Con él que ocurre?

—Esas cosas, son de hielo decías. El fuego...

—Incluso si se derritiesen, tardarían en ello un tiempo que no tenemos. Que vuestra gente no tiene.

—Pero quizá se asusten. Quizá huyan...

—Cuantas veces queráis, he de repetirme. No sienten, ni padecen, ni han miedo, hambre o frío. —canturreó el pajarillo con enojo.

Aldric gruñó de rabia y se dejó caer al suelo, mientras el pajarillo abandonaba su hombro para posarse en el soporte de una antorcha. Como siempre, toda idea que fraguaba era una porquería. Otro fracaso que sumar a su maldita enorme lista de ellos. El maldito pájaro tampoco ayudaba, no entendía cómo podía ser condescendiente con aquella voz cantarina, pero estaba logrando ponerle de los nervios. El maldito pájaro...

—¿Qué hay de ti? —preguntó con suavidad Aldric.

—¿Disculpad?

—¿Sientes, padeces, pasas miedo? ¿Puedes asfixiarte con el humo?

—Me temo que mi naturaleza y la de mis captores no distan tanto. —gorjeó con tristeza el pájaro—. Que el humo me afectase como a cualquier ser viviente, al menos, es dudoso.

—Pero ellos no saben eso ¿No?

—¿Cómo decís?

—Son estúpidos —Una sonrisa se instaló en el rostro de Aldric, mientras su ánimo volvía a crecer, borboteante como una caldera al fuego—. Eso has dicho. Pero también tienen que vigilarte, que protegerte. ¿Qué ocurriría si en medio de una amenaza, su protegido empezase a morir?

El pájaro abrió y cerró el pico sorprendido. La fina línea de su entrecejo se frunció en una mueca vacilante, sorprendida.

—No lo sé... —admitió el Pintor—. Jamás se me hubiese ocurrido...

—Estarán confusos no sabrán que hacer —siguió Aldric, con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡No tienen órdenes para algo así! Tendrán que sacarte, llevarte a otro lugar, quizá ante el mismo rey. Ahí caeremos sobre ellos; "el blanco es más vulnerable cuando se mueve".

El pájaro lo consideró unos segundos, mientras Aldric se ponía en pie de nuevo, con todo su optimismo de vuelta. Al fin, asintió con decisión.

—Hagámoslo.

—Bien. ¿Dónde están las cocinas?



Unos veinte minutos después, Aldric esperaba impaciente en una de las ventanucos del torreón, soportando en aquel encogido hueco las inclemencias del tiempo de Koster. El viento helado le arrancaba la piel y sacudía la alfombra con que se había cubierto, amenazando con arrancársela, el humo acre le irritaba los ojos y apenas podía oír nada sobre el castañeo de sus dientes. Nada que no pudiese soportar, arropado en la emoción del acecho.

Prender el fuego había costado más de lo que pensaba. El aceite no había prendido, para sorpresa tanto suya como del Pintor, y el alcohol había ardido demasiado rápido, sin apenas levantar humo. El pintor se había negado en redondo a prender tapices, alfombras o pliegos, no había habido manera de prender los barriles con la antorcha y lo mismo había ocurrido con mesas, sillas y demás maderos. Al final había echado a la mezcla su propio abrigo, lo había empapado en alcohol y había arrojado a aquel intento de pira tantas antorchas como había logrado encontrar, hasta que el fuego prendió, con una buena humareda espesa, oscura y maloliente.

Como contrapartida, ahora debía esperar a la intemperie y sin abrigo. Un precio pequeño en su opinión, por más que su tembloroso cuerpo opinase lo contrario. Un trino agudo y sonoro lo sacó de su ensimismamiento helado e hizo correr de nuevo la sangre por sus venas, con furia acelerada. Oculto en el quicio, vio pasar al primero de los guardias, una mole humanoide y deforme de hielo, con cinco puñales en cada mano. El pintor iba justo detrás, flanqueado por otros dos guardias, un anciano de respetable barba, maniatado y de aspecto enfermizo, vestido solo con una sucia túnica blanca.

Aldric balanceó el hacha de una mano a la otra, bufó para darse ánimos y se arrojó sobre el primer guardia lanzando un brutal grito de guerra. El filo del hacha resbaló sobre la piel helada del monstruo sin dejar más que una marca, y el titan se volvió sorprendido mientras el noble resbalaba de su espalda y se daba una costalada contra los escalones.

Sin perder el ánimo, ignorando el acuciante dolor que lo sacudió, el noble lanzó una coz sobre el cuerpo del lento titán, poniendo en aquel gesto hasta el último resto de su fuerza y mala saña. El golpe apenas movió a la mole, pero sus pies de hielo resbalaron en los estrechos escalones y el coloso se derrumbó escalera abajo en medio de un grito desesperado y manoteos contra las paredes.

Satisfecho, Aldric se volvió hacia sus otros dos contrincantes. Viendo aquellas hojas heladas ante él, por su mente pasó la idea de que debería haber pensado mejor todo aquello. Fue un pensamiento fugaz, uno que se desvaneció mientras cargaba sobre ellos.

Los guardias de hielo eran como avalanchas, imparables y pesados, pero también lentos, y con aquella lentitud trató de jugar el noble, pese a la estrechez del lugar. Se incorporó a toda prisa y trató de acortar distancias, pero sus botas heladas resbalaron sobre la escalera y terminó de bruces contra los escalones.

El golpe le rompió la nariz y le quitó el aliento, además de robarle cualquier pensamiento en beneficio del simple dolor. Oyó a la avecilla descender desde las alturas, con un trino desesperado, y pudo verla entrar en el cuerpo del Pintor mientras el anciano se abalanzaba hacia él.

—¡Mis manos! ¡Rápido! —exigió el anciano tendiéndole sus muñecas atadas.

Aldric le ignoró. Le preocupaban más las agudas garras de hielo, que caían sobre él como el hacha del verdugo. Trató con torpeza de oponer su hacha, de frenar el golpe, pero sabía que sería inútil.

Con un estallido, el pajarillo brotó de la espalda del Pintor, transformado en una garza hecha de brillante fuego. El ave lanzó un imponente gañido y las hojas de hielo estallaron en medio del fuego. Aldric observó asombrado como la garza batía sus flamantes alas sobre los guardias, haciéndolos retroceder con fuego y furia. Un escupitajo del Pintor devolvió su atención al lunático ante él.

—¡Mis manos, pedazo de juy!

Con la premura de la desesperación, Aldric cortó las ataduras de un hachazo, arrancándole un ahogado grito de pavor al Pintor, que se tornó de satisfacción al comprobar que conservaba todos sus dedos. El anciano agitó sus manos libres ante los aturdidos guardias, y exclamó algo en castrí, satisfecho.

Hundió su índice en la dolorida nariz de Aldric y trazó con rapidez una serie de líneas de sangre sobre las paredes de la torre, ajeno al estruendo de la pelea entre la garza y los colosos, y a los pasos lentos pero firmes de aquel que había caído, ascendiendo de nuevo las escaleras. En cuanto hubo terminado, se arrojó sobre el confuso Aldric y la garza dejó su batalla para cubrirlos con sus alas, un manto de fuego blanco.

El aire retumbó con un trueno, el suelo tembló bajo ellos y un estrépito infernal ahogó cualquier otro sonido, como si todas las fieras del mundo rugiesen fuera del manto emplumado del ave. El Pintor reía como un loco, echado sobre Aldric, y el confuso achés empezó también a reir sin saber bien de qué, contagiado de su alegría.

El estruendo siguió durante algunos minutos y luego decreció hasta desaparecer. El ave abrió entonces su abrazo de fuego, y el Pintor se incorporó de un salto, riendo como un niño.

El lugar entero había cambiado; donde antes se alzaba una escalera de caracol ahora se extendía un largo pasillo liso, que se sacudía al ritmo de una respiración pausada. De lo hondo del pasillo brotaba un rumor ominoso, y no había ni rastro de los guardias helados. El pintor acarició las paredes y el pasillo se inclinó hasta volverse una rampa, por la que ambos se deslizaron para caer con suavidad sobre el tejado de la fortaleza.

El Pintor atrapó entonces a la garza por las alas y la sacudió, convirtiéndola en un magnífico capote emplumado que tendió sobre los hombros del confuso Aldric. Robó una pluma del ave y trazó con fuego cientos de dibujos sobre las tejas, mientras el impresionado Aldric observaba la torre moverse bajó el frío aire, abrir y cerrar las narinas, bostezar fuego como un inmenso y pétreo dragón.

Un grito satisfecho devolvió su atención sobre el anciano, que sacudió el tejado para hacer brotar de él una enorme túnica, decorada con cientos de preciosos dibujos vivos, que se movían por la capa, le observaban, peleaban y jugaban entre sí. El lunático se colocó aquella obra de arte sobre el cuerpo, hasta que solo su venerable rostro y la luenga barba asomaron de entre los complicados pliegues de la túnica. Satisfecho, realizó una profunda y elaborada reverencia ante el achés, imponente en el vuelo de aquellos ropajes imposibles.

—Gracias amigo, por vuestra ayuda —declamó con voz pausada y suave—. No hay palabras que puedan el don de la libertad agradecer.

La torre vomitó una llamarada al cielo para subrayar sus palabras, y Aldric la observó fascinado, asombrado por la vida que palpitaba en la piedra, pintada con su misma sangre. Poco a poco, dolorido, devolvió la reverencia al Pintor, mientras balbuceaba él mismo un torpe agradecimiento. Notaba en la espalda el calor de su capa viva, por encima de cualquier dolor o molestia.

Sentaba bien que las cosas saliesen como tocaba por una vez.    

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