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11ª Parte: Oro y oropel


—Ahora calladito, ¿estamos? Actúa como el criado bobo que eres —murmuró Trilero por lo bajo—. ¿Llevas al dichoso pájaro?

Aldric no le respondió. Caminaba dos pasos tras él, con la cabeza gacha y paso lento y silencioso. Trilero chistó y bufó hasta que el noble levantó la cabeza, fulminándolo con rabia.

—¡Me has dicho que no hablase! —se quejó Aldric en un susurro airado.

—¡Pero si te pregunto, contestas, joder! ¡Vaya mierda de criado estás hecho! —Trilero levantó un dedo acusador contra el enervado noble—. Y déjate de miraditas, compórtate. ¿Tienes el maldito pájaro o qué?

—Sí, lo tengo, igual que las últimas quince veces que has preguntado, tengo el maldito pájaro justo aquí —murmuró Aldric entre dientes con evidente cabreo.

—Vale —concedió Trilero. Se lamió los labios nervioso y devolvió la vista al frente—. Que no se te escape —concluyó.

Era una advertencia vana, pues aquel pájaro no tenía nada de natural, y al Pintor no le interesaba perderles de vista. Todo había ido según el plan hasta el momento, pero tener que contar con aquel inestable noble no era plato de gusto del meticuloso Trilero. Parecía demasiado pronto a la ira, demasiado quejica e inseguro.

Devolvió su atención al chambelán que les guiaba a través de Zalplameni, que expresaba un hartazgo muy visible pese a no tener cara, y le indicó que continuase.

Llegar al Zalplameni había sido la parte fácil de todo aquello. Muerto el Cornudo, la tormenta se marchó, y los bogatyres conocían bien el camino al palacio real. En solo un par de días por la nieve, habían alcanzado la muralla externa de la fortaleza y la sombra oscura del Mayak.

Al ver la fortaleza, Trilero había entendido al fin la obsesión del viejo Karpov con aquel lugar. En todo Sonnd no había una estructura tan magnífica, nada que pudiese compararse en tamaño o altura a aquella mole de piedra grabada en la montaña, ni a la titánica almenara que brotaba sobre ella. Todo Koster debía estar a la vista desde allá arriba, y a la vez su llama debía de ser visible desde todo el país, una vez ardiera, un fuego guía a la vista de todos.

Zalplameni era el ala norte del castillo, algo separada del resto del conjunto, pero también construida al amparo de la montaña. Había sido la frontera entre Koster y el imperio, el punto de contacto del país de hielo con el resto del mundo, y aún se erguía con poderío como si el reino no hubiese caído. Sus salas, muros y torres no tenían la pesada potencia del fuerte principal, pero los jardines la rodeaban por completo, y sus elegantes figuras, curvas y ventanales ofrecían un aspecto más elegante y amable que la escarpada montaña.

Entrar allí dentro también había sido fácil, pues los guardias de las puertas eran también creaciones del Pintor, lo mismo que el Heraldo que les había recibido a la entrada, otra elegante figura inexpresiva, vestida con ricas prendas de mil colores. Lo que quedaba era la parte difícil, pero si todo iba medio bien no tenía por que ser la más peligrosa.

Solo esperaba que Aldric se comportase.

Siguieron al heraldo a través de pasillos cubiertos con maderas nobles y molduras de oro, sobre suelos de mármol negro cubiertos con elegantes alfombras de piel. Atravesaron corredores con ventanales vidriados, un salón tan grande como para contener en su interior a toda la nobleza sonndí, cuartos de esparcimiento, con grandes librerías por paredes y animales de todo el Escudo como trofeos, todo iluminado con suavidad por delicadas lámparas de cristal, construidas a imitación de llamas y el brillo de cientos de gemas en los techos, como si paseasen bajo un cielo estrellado.

Aldric andaba con la boca abierta, muy metido en su papel de tonto impresionable, mientras Trilero juzgaba todo aquello con experta mirada de tasador. Los muebles eran de una calidad excelente, y el lujo del palacio era la prueba de su pasado glorioso, pero aquella luz tenue de las lámparas hacía más que crear una atmosfera de decadente lujo, también escondía en las sombras el paso del tiempo.

Los cuartos, deshabitados, empezaban a acumular polvo y solo la mitad de las luces brillaban en los pasillos. Quizá fuese para ahorrar, o quizá para esconder aquellos huecos en las paredes de donde habían desaparecido cuadros y tapices. El chambelán los estaba haciendo cruzar medio palacio, pero Trilero había empezado a pensar que solo estaban dando una enorme vuelta.

Ricas sabanas bordadas y armaduras bruñidas colocadas de modo que bloqueaban el paso a ciertas puertas y cuartos, para que los visitantes solo viesen lo que el amo de aquellos salones quería que fuese visto. Aquello levantó un poco el animo a Trilero. Aquel palacio le daba la razón, el Príncipe Dorado era un lunático de apariencias, un vanidoso, y de vanidosos entendía un rato.

Una última vuelta y revuelta, y el heraldo los hizo descender por una complicada escalera de caracol, diseñada como una parra de hierro, tan delicada como resistente. La luz empezó a mermar según descendían, lejos de las ventanas acristaladas, y pronto lo único visible fue las débiles luces de las lámparas y el brillo de la linterna del chambelán.

Anduvieron un tiempo guiados por aquel brillo, hasta que el criado se detuvo con un firme taconazo, y su luz se apagó. Trilero miró hacia atrás, a la lejana última lampara, y un escalofrío le recorrió de pies a cabeza. Nunca le había asustado la oscuridad, más bien la consideraba una vieja y útil conocida, pero aquella penumbra tenía ojos, tenía un aliento quedo y un susurro suave de ultratumba.

Sufrió un pequeño sobresalto cuando oyó una puerta abrirse ante él, el chirrido de las viejas bisagras, el lamento quejumbroso de las enormes hojas y la vaharada fría del umbral abierto, una bocanada con sabor a antigüedad, a polvo, ceniza y metal.

Oyó los pasos del chambelán adentrarse en la aquella sala invisible, cada vez más lejanos, pero decidió esperar en lo que suponía el umbral, o al menos en aquel lugar en medio de la oscuridad en el que se encontraba. No tuvo que esperar mucho.

La voz del chambelán resonó en perfecto castrí, anunciando su presencia al señor del castillo: el señor Karpov, de Valle Blanco, y su leal criado nycto. El eco de aquellas palabras resonó en la penumbra durante algunos segundos antes de morir, un fantasma más en aquel palacio lleno de ellos. Solo cuando el último sonido hubo sido engullido por las sombras, una voz de hueso y piedra ordenó:

—Hacedles pasar.

Trilero dio un paso hacia las tinieblas, con la vana esperanza de estar avanzando hacia donde debía, y a su paso las sombras estallaron en una llamarada. Varias decenas de lámparas prendieron espontáneamente, iluminando las sombras con su débil luz. Colgaban sin ton ni son del techo, como pendientes de la red de alguna enorme araña, iluminando solo retazos de aquella oscuridad: El rostro borrado de un antiguo rey en un tapiz, un viejo cofre en la cima de una montaña de oro, el relieve sombrío de una sonriente calavera, la figura entrevista de una araña de cristal y plata, una tabla con el dibujo infantil de un dragón patizambo...

Trilero avanzó a través de la sala, bajo aquellas bamboleantes luces fantasmales, hasta un viejo estrado de madera pulida, junto al cual se había detenido el chambelán. En cuanto alcanzó la estructura una última llamarada prendió un pebetero ante él, iluminando con sus llamas temblorosas un viejo trono de piedra y a la figura sombría sentada en él.

El fuego arrancaba destellos encarnados de su armadura dorada, y escondía en las sombras su ominosa figura. El Príncipe Dorado agitó en el aire una delicada mano, en un gesto de ostentosa condescendencia.

—Hablad.

Trilero realizó una compleja y elegante reverencia, la clase reservada a nobles con un ego tan grande como su patrimonio. La oscuridad y el gesto ocultaron la sonrisa burlona en su rostro. Toda aquella pantomima había borrado cualquier duda que le quedase; podía controlar aquello, y podía controlar a aquel pretencioso príncipe.

—Gran Príncipe Dorado, es un placer hallarme en vuestra gloriosa presencia. Este solo momento compensa cualquier penuria del largo viaje.

—¿Y qué propósito os trae a mi gloriosa presencia, viajero? —ronroneó el Príncipe desde la penumbra. Aún sin verlo, podía oírlo hincharse como un pavo.

—Ah, hechos tristes me traen aquí, majestad. Hechos muy tristes—Trilero enjugó una rápida lágrima antes de seguir con voz meliflua—. Nuestro amado reino pasa tiempos difíciles sin la luz que lo guie, ni nadie que ciña la corona. Eones han sido desde que el último que vistiese el fuego juró ser el escudo de esta tierra y su ausencia ha traído la tormenta a nuestra amada madre.

El príncipe se reclinó sobre el brazo del trono y agitó su mano en un gesto apreciativo. La armadura dorada que cubría sus brazos se descoloría al cubrir los dedos, finos y nudosos.

—¡Que maravilla! —se congratuló—. En verdad sois un poeta, mensajero. Mas por más que me plazca el oíros cantar mis alabanzas y las desventuras de nuestro mundo, necesito oír pronto la razón que ante mí os trae.

—Majestad —retomó Trilero—. ¿Me es lícito llamaros así?

El Príncipe levantó un solo y delgado dedo.

—Tan solo un momento, mensajero —Chasqueó los dedos y una jabalina surgida de las sombras atravesó la cabeza del chambelán. El sirviente se derrumbó sin ruido junto a Trilero, y se perdió en la oscuridad—. Ahora os es lícito seguir, mi buen bardo. Lo concedo.

Trilero tragó saliva, con la vista fija en la sombra que se había tragado a su acompañante. Aún podía ver el asta de la lanza, demasiado cerca para su gusto. Se preguntó que habría sido de Aldric, si seguiría esperando fuera del cuarto. Tragó saliva y recuperó su aplomo, había otros asuntos sobre el tablero.

—Mi glorioso rey —continuó como si nada hubiese ocurrido—, Koster necesita un padre, y no hay hombre más digno de esa gloria que vos. Alzaos de vuestro sepulcro, tomad vuestra filosa espada y reclamad para vos el trono de esta tierra, tal y como os está destinado.

—Habláis con sabiduría, legado, habláis con sabiduría —concedió el Príncipe, antes de suspirar y tocarse el oculto rostro con la mano—. Mas, ¡ay!, me temo que tal cosa no es posible, pues hay un rey aún en el trono, y el pueblo lo ama...

—El pueblo no reconoce ya a su rey, ni su autoridad va más allá de su salón, pues el rey no es sino el custodio de Mayak, y el ojo de dios está cerrado desde hace mucho. El pueblo me ha traído aquí, postrado ante vos, en busca de un rey digno, de un soberano bravo y poderoso que devuelva la gloria a su reino, majestad.

—¿Decís que el pueblo me reclama?

—Así es, mi señor.

—¿Y como me muestra ese pueblo su amor? ¿Acaso traéis con vos regalos gloriosos? ¿Sedas de Iboli, mármoles de Nyx, alfombras de Toprak, joyas del viejo Azulde, acero del Norte, camadas del Ebar, licores especiados de los Llanos, luces del Valle, cristales de nuestra tierra, bellos abrigos, arneses enjoyados, tapices gloriosos, muchachas de arreboladas mejillas, hábiles trovadores, portentosos acróbatas, animales de lejanas tierras...?

Trilero esperó un momento en silencio hasta que fue evidente que el Príncipe había terminado su enumeración. Tomó aliento e hizo su contraoferta.

—Mejor, señor.

—¿Mejor? ¿Habláis de oleos de las marismas, de jades imperiales, de mastines de las montañas, de dulces del lejano oriente, de...?

—Hablo de un ejército, mi rey —le interrumpió Trilero.

—Oh. Oh, si supongo que eso también...

—Doscientos corazones embravecidos, doscientas espadas a vuestro servicio, dos mil flechas con los nombres de vuestros enemigos, cincuenta briosos caballos patrios, cadenas de hierro y lanzas de acero templado, hachas bañadas en sangre tibia, arneses de cuero de oso, halcones...

—Suficiente declamación, querido mensajero. No nos perdamos en fatuos detalles.

—Disculpad alteza. El pueblo ofrece doscientas almas para encender el viejo fuego. El pueblo os ofrece acero para comprar el Trono del Ojo.

—Mayak... ¿Qué son las riquezas de la tierra en comparación a su gloria? —susurró el Príncipe con suavidad—. Tantos años aquí encerrado soñando con este día glorioso, tanto tiempo, tanta espera, pero todo valdrá la pena. Todo por Mayak...

El Príncipe se incorporó en su trono y dio un paso hacía la luz. Su armadura dorada resplandecía como recién bruñida, cubriendo todo su cuerpo, desde los pies al rostro, escondido tras una bellísima máscara dorada cuyos ojos el fuego mantenía en la penumbra. Era el lunático más bajo que hubiese visto, quizá incluso más bajo que la desproporcionada condesa, pero para el pequeño Trilero, seguía siendo demasiado alto.

—Señor bardo, he tenido muy a bien el escucharos —anunció pomposo el Príncipe—. Incluso pese a vuestras sucias mentiras. —El caballero dorado cortó cualquier queja con un suave gesto de su delgada mano—. No, no, no tratéis de excusaros. Es parte de nuestro juego ¿No es así?

—Es vuestra magnificencia la que me ha conminado a tratas de ennoblecer mi causa, mi rey. No soy digno de estar ante vos.

—Por favor, por favor —le atajó el lunático—, sin duda alguna no lo sois. Quiero decir, ¡miraos! Semejante refinamiento, tal labia... es evidente que no sois un noble castrí, amigo mío. No, reconozco a un charlatán cuando lo veo.

Trilero tragó saliva. Nadie había tratado de cortarle la cabeza aún, lo cual era buena señal, pero más le valía pensar rápido. Ya estaba un poco hasta las narices de improvisar, de no tener tiempo para montar un plan en condiciones.

Realizó una reverencia incluso más recargada que la anterior y subió las apuestas.

—¡No solo poderoso, sino también astuto es nuestro gran rey! —proclamó en tono impresionado—. El señor de Valle Blanco pereció en la nieve, me temo. No soy sino un humilde sirviente, un leal heraldo puesto a vuestros pies.

—Ah, eso está mejor. No deberíais mentir a vuestro rey, caballero.

Trilero se arrodilló y bajó la cabeza con humildad.

—Necesitamos vuestra gloriosa intervención, mi señor. No podía dejar mi mensaje sin entregar, ni tampoco pensaba que alguien de mi bajeza pudiese presentarse ante vuestra gloria —No le hizo falta mucho esfuerzo para que le temblase la voz. Estaba aterrado, claro que para él aquello no era ninguna novedad—. Si despedirme de mi humilde cabeza alivia mi falta y os impulsa a tomar vuestro destino, aceptare el último castigo en silencio.

"Es prepotente, es un tipo de apariencias. Le gusta el drama, le gustan las historias, más si él es el protagonista. Quiere ese trono, quiere esa corona, que las multitudes le aclamen y mil voces suenen con su nombre." Trilero se repetía aquellas palabras en silencio, como un conjuro, mientras esperaba en silencio el dictado de aquel usurpador dorado. "Es astuto también, y paciente. Me esperaba, no a mí, pero si al mensaje. Eso es lo que no he visto, lo que no sabía. Dale su gran momento, su actuación perfecta y lo tendremos, pero no lo infravalores. Le gustan los halagos, pero aún más ser el más listo de la sala"

—Vamos, levantaos —indicó con un gesto el Príncipe—. Vuestra honradez os honra, buen mensajero.

Trilero se levantó despacio, con las rodillas temblorosas y el estomago revuelto, pero vivo y otra vez en la platea. Tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para forzar un "no soy digno" a través de su garganta encogida.

—De hecho —continuó el Príncipe—, vuestro gesto me ha inspirado. Así como os he desenmascarado, me parece de justicia desenmascararme ahora yo ante vos.

El príncipe se llevó las manos al rostro dorado y con un par de gestos rápidos soltó la máscara del yelmo. La apartó con lentitud de su rostro, con la cabeza gacha para esconder el rostro en las sombras del fuego. Luego arrojó al suelo aquella cara dorada con un gesto rápido, mientras dejaba al fin que las llamas iluminasen las orbitas vacías y la macabra sonrisa en su rostro.

—¡Salve vuestro nuevo rey! —proclamó el Príncipe con un gran grito y una carcajada fantasmal. La calavera cesó aquel traqueteo carcajeante al poco, y, de algún modo, pareció decepcionada—. Que desilusión... ¿Ni siquiera un pequeño grito de terror?

Trilero se apresuró a no reaccionar. Aquel rostro esquelético era menos aterrador que la inexpresiva máscara, pero al Príncipe le hacía ilusión ver una buena reacción. Era tarde para un grito o una exclamación, pero nunca lo era para el terror paralizante.

—Sinceramente —prosiguió en tono ofendido el esqueleto—, quizá hubiese sido mejor que fueseis mujer. Un buen grito de mujer, eso hubiese estado bien. Al principio os tome por una, mensajero. Tan bajito y con melena. No se puede tener todo en esta vida, supongo...

Trilero permaneció con la mirada fija y la boca entreabierta, mientras el príncipe esqueleto seguía paseando ante el pebetero, sumido en su reflexión.

—Es un poco decepcionante. Tanto tiempo planeándolo, tantas horas muertas colocando las luces, preparando la escena, y al final el publico no es el adecuado... —se volvió hacia Trilero—. Tampoco es que tengáis la culpa, mensajero, pero algo más de... ¿Estáis escuchándome?

El esqueleto chasqueó sus dedos huesudos ante las narices del timador, y Trilero volvió a la realidad con un espasmo de sorpresa. Retrocedió un par de pasos, sin cerrar la boca, boqueó un momento, parpadeó y permaneció en el límite mismo de la luz, con los ojos clavados en el esqueleto. No fue una actuación perfecta, pero la iluminación ayudaba. Además, aquel esqueleto estaba esperando una reacción, se la hubiese creído aunque hubiese sobreactuado.

—Mi buen mensajero ¿Os encontráis bien? —preguntó ladino el Príncipe.

—Disculpad, mi rey —respondió con voz temblorosa Trilero—. Vuestro... vuestro humilde siervo no ha encontrado... no... mi rey...

El Príncipe asintió complacido ante sus balbuceos.

—¿Qué opináis pues, heraldo? ¿Es este el rostro de un rey?

—Mi señor —Trilero tragó saliva y avanzó un paso hacia la luz y el espectro, frotándose las manos con gesto nervioso—. Aunáis en vuestro rostro la más alta de las noblezas y el más funesto de los presagios. No puedo pensar en una faz más digna de la corona de luz.

—El más funesto de los presagios... —repitió el esqueleto en tono pensativo. Se golpeó la huesuda frente y soltó una carcajada—. ¡Adoro vuestro ingenio! ¡Habéis oído muchachos! ¡Creo que nuestra corte ya tiene su nuevo poeta!

Una decena de carcajadas resonaron desde la oscuridad, y esta vez Trilero no necesitó siquiera pararse a fingir una inquietud que le atenazó el estómago.

—¡Vamos! ¡Vamos! —cloqueó el Príncipe, todavía riendo la ocurrencia del timador— Abrid las luces, malditos. Ya me he cansado de tanto teatro, saludemos en condiciones a nuestro amigo.

Decenas de llamaradas prendieron por toda la sala hasta que la oscuridad fue expulsada a sus rincones, con el siseo de un animal asustado. Decenas, cientos de esqueletos vistiendo ricas armaduras, observaban a Trilero con sus ojos vacíos, desde las molduras del techo, desde los cables de las lámparas, sentados sobre viejos sepulcros de piedra y estatuas de viejos reyes.

—¡Bienvenido oficialmente al sepulcro de Mayak, amigo mío! — el saludo del Príncipe fue coreado al punto por cientos de gargantas vacías—. Yo, el gran Boris... eh... Boris... ¡Boris! —la actitud socarrona de la tropa esquelética empezó a decaer y crecieron los susurros nerviosos—. ¡Maldición! ¡Muchachos! ¿Quién recuerda mi nombre?

El silencio cayó sobre la tumba, mientras los esqueletos buscaban nerviosos la mirada del de al lado, se encogían de hombros o trataban de hacer memoria.

—¡Panda de haraganes! —escupió el Príncipe con rabia— ¡Como habéis olvidado el nombre de vuestro señor!

—La tortura nos dejo bastante tocados —exclamó una voz anónima, coreada por decenas de carcajadas.

El Príncipe se volvió furibundo hacia su tropa, y las risas se extinguieron bajo su mirada.

—Jajaja, muy gracioso. Se que has sido tú, Arseniy, hablaremos luego. —Arseniy se removió en su esquina, y los esqueletos cercanos se apartaron de él. El Príncipe devolvió su atención a Trilero, satisfecho—. Disculpa a estos imbéciles, hace siglos que se les pudrió el cerebro. Veamos, yo se que el nombre de mi familia permanece inscrito en una de estas tumbas, solo he de recordar cual...

El Príncipe anduvo entre sus tropas, rebuscando en los sepulcros sin éxito. Terminó por rendirse con un aullido airado, hizo girar la cabeza de Arseniy sobre su cuello y volvió junto a Trilero.

—¡Nombres! —gruñó—. Sobrevalorados. Quédate con el Boris, poeta, un rey no necesita un nombre de familia. Solo necesito un buen mote; Boris el Dorado, quizá. Boris el Inmortal, ¡Boris el Usurpador! Suena terrible e intimidante, me gustaría dejar esa clase de marca, sabes, monarca amado y temido, con momentos de crueldad...

—Todos ellos son grandes nombres, mi señor. Podrían ser los iniciadores de vuestra propia dinastía, un hombre de vuestro calibre no necesita pasado —lo animo Trilero con más calma de la que sentía.

—¡Ese es espíritu, poeta!

—Mi rey —intentó Trilero con voz cansada—, creo que deberíais marchar.

—Por supuesto, por supuesto —admitió el Príncipe con alegría—. ¡Mi querida tropa dorada, este es el día señalado! ¡Marcharemos sobre el falso rey y ganaremos Koster! ¡Hacia Mayak!

Los esqueletos lanzaron un rugido avasallador desde sus pechos vacíos, tomaron sus armas y avanzaron hacia la salida, en desordenada formación, inundando la sala con el traqueteo del metal y el hueso. Trilero, agotado pero satisfecho, trató de apartarse del camino del cortejo fúnebre y perderse en las sombras del cuarto, pero el Príncipe logró atraparlo antes de lograrlo.

Pasó su férreo brazo sobre los estrechos hombros del timador y lo sujetó con su huesuda zarpa.

—No sabéis cuanto tiempo he esperado este momento, amigo mío, cuanto, cuantísimo tiempo —susurró el lunático con melancolía—. Hoy será un gran día. ¡Vamos! ¡No querría que os lo perdierais por nada!

Con una sonora carcajada y un empujón condenatorio, el Príncipe empujó a Trilero fuera de la sala. El timador aceleró el paso y trató de perderse entre la tropa para poder zafarse, pero un esqueleto más grande que el resto lo atrapó en volandas y se lo subió a hombros mientras todo el resto coreaban su nombre falso.

El sepulcro volvió a la calmaen cuanto el cortejo se hubo marchado, y en las oscuras salas solo quedaron laoscuridad, el silencioso Aldric y los ecos desesperados de Trilero.    

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