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11ª Parte: Hambriento


Roncefier dio una última pasada al filo del hacha y luego lo repasó con ojo experto. Era una buena arma, equilibrada, bien afilada y sin apenas muescas, pero no era su espada negra. Nada lo era, y el escaso arsenal del Yok no contemplaba nada ni medio parecido. Aparentemente, las armas cortas eran más útiles para el trabajo de aquellos saboteadores. Aparentemente, la gente de Toprak jamás había descubierto las bondades del golpe dado a dos manos.

Chasqueó su insatisfacción en un gesto inconsciente que se hacía más y más habitual cada día. Era el problema de estar aislado; solo podía hablar con el viejo lunático o con Clic. Se le empezaba a pegar la locura.

Su mirada vagó del filo del hacha a las yemas de sus dedos, la palma de su mano. No había vuelto a arder desde aquella primera vez, pero de algún modo, notaba el fuego dentro de él, dentro de su carne.

—La gente del Valle adoraba al fuego como a un dios ¿No? —preguntó sin apartar la mirada de su mano.

El Mago parpadeó tras su escritorio, perplejo, hasta que logró concentrarse lo suficiente para dar sentido a aquella pregunta.

—Ah, sí, sí. Algo así —respondió mientras dejaba la pluma y cerraba el tintero—. No el fuego en sí, sino... bueno, una especie de dios del fuego, pero no un dios como el que... es un poco complicado.

Roncefier dejó el hacha a un lado mientras se encogía de hombros.

—No importa —tranquilizó al lunático—. Solo es algo que me ha venido al pensamiento.

—No, no, no —se disculpó el siempre solícito Mago—, dame un momento. Ejem, bueno, el principio del culto del fuego afirma la existencia de un tercer dios, el dios de cobre, en contraposición al dios de oro y al de plata. Este tercer dios habría sido despedazado por sus hermanos, y de sus restos esparcidos por la tierra habría brotado la humanidad. —El hombrecillo se sonrió, como si acabase de soltar un buen chiste—. Por supuesto, es todo una desfachatez, el sistema se inició con solo dos dioses, y había muchísimos más fuera del Escudo. Un sinsentido para tratar de explicar el mundo.

—Entonces ¿Adoraban a un dios muerto?

—No, de hecho no. No era al dios al que se adoraba, no se siquiera si adoración es la palabra adecuada. Era más... una celebración del espíritu humano supongo, además de una declaración de guerra contra los cielos. Un lugar común en los mitos y canciones vallesas, el desafío a dios y su orden. —Otra sonrisilla, a juego con una mirada melancólica—. Menudos eram... eran los valleses.

—Adorar el fuego dentro de cada uno ¿Eh?

—Y el de la humanidad en conjunto como a un dios. Algo así, creo. La teología nunca fue mi campo de experiencia.

Roncefier asintió en silencio. Podía notarlo, el fuego en sus huesos, en su carne, en su sangre. Apagado, lento como una estufa languideciente, un dragón durmiente.

—Dijiste que tenías una idea de en qué iba a volverme...

El Mago perdió la sonrisa un momento, para recuperarla llena de nerviosismo.

—Es un asunto peliagudo, hacer predicciones sobre la esencia humana, pero tengo mis... hum... mis ideas, al respecto. —Permaneció un momento en silencio antes de añadir con vehemencia—. Insisto en que es un asunto variable, sujeto a muchos cambios, algunos impredecibles y repentinos.

—Bien. ¿Qué piensas?

El Mago suspiró.

—Un custodio. Una de las clases mixtas —concedió al fin—. Sabes demasiado sobre el fuego, te veo reflexionar al respecto, pero a la vez, tu esencia es clara, firme, definida. Eres un protector, de pies a cabeza.

—Munjoi —adelantó Roncefier.

—Tu hermano, sí. —El Mago se frotó con cansancio el puente de la nariz—. Si mueres, lo más probable es que te vuelvas una criatura que exista para protegerle, a él y a su legado.

—¿Podría llegar a hacerle daño?

—Físico, sería impensable —explicó el hombrecillo—. Emocional, eso es otro tema. A nadie le gusta ver a sus familiares vueltos en monstruos, y puede que destruyas cosas que el ama para protegerle. Si sus hijos, por ejemplo, le traicionasen, tu espada no se detendría a considerar lo que el corazón de tu hermano quiere. Los asesinarías sin piedad.

—Eso lo haría ahora mismo —se burló con malicia Roncefier—. Por Munjoi, sin dudar.

—Lo cual no es sino otra prueba de que ya estás cambiando —se lamentó el Mago—. Los divinoides no están vivos. No en el sentido tradicional de la palabra. No tienen porque respirar, comer, dormir, y la sociedad cada vez es más compleja para ellos, más estúpida, ilógica, enrevesada. La enorme mayoría son mentes simples, centradas en sí mismas. No consideran a nadie más en sus cálculos.

—La locura de la que hablaba el Trilero.

—Sí, una de ellas —admitió el Mago—. No la única.

—Cuéntame más. Si voy a tener que matar a más lunáticos, saber cómo piensan puede ser útil.

—Saber como piensa un divinoide es tan sencillo y complejo como adivinar como piensa un humano —le corrigió el hombrecillo con amabilidad—. Pero si hay dos patrones comunes, dos debilidades opuestas que comparte la enorme mayoría de ellos.

—Habla.

—El miedo y la monstruosidad, esas son. Si un lunático no posee una, tendera a la otra.

—¿Miedo a que? ¿Monstruosidad?

—Miedo a la muerte, por supuesto. No en vano la han experimentado ya una vez. Muchos lo disimulan, lo esconden o lo niegan, pero la muerte resulta aterradora. El vacío, la desaparición, la nada. —El Mago sufrió un escalofrío repentino—. Ya es aterradora para la gente común, pero para alguien que la ha visto tan cerca, para alguien que posee tanto poder, que ha alcanzado un estado superior, ese miedo es cerval, devorador, paralizante. Crece con cada año, hasta reducir a criaturas de pesadilla a meros ancianos aterrados, temerosos de todo y todos, que se aíslan en un intento por huir de la muerte al huir del mundo.

—¿Y los otros?

—Si un lunático no teme a la muerte, la busca. Son muertos en vida, y la muerte es lo único que tiene sentido en su mundo sin sentido. Buscan sentir otra vez el calor de la vida, persiguen aquella esencia perdida, su humanidad, y en el proceso se alejan de ella más y más. Monstruos, auténticos monstruos, capaces de arrancar las vidas de miles de inocentes solo por probar un momento más el sabor de la vida, por rozar siquiera con la punta de los dedos aquel viejo placer del que solo les quedan cenizas.

La mirada del Mago quedó perdida un momento, detenida en la nada, y tan rápido como se había marchado, volvió, poniendo en sus ojos una huidiza lágrima.

—He contribuido a la muerte de muchísimas personas, señor Roncefier —confesó con la voz tomada—. Muchas, más de las que pueda conocer en su vida. Y lo más horrible fue darme cuenta del poco peso que eso causó en mi alma. La indiferencia, la horrible indiferencia. Yo amé una vez, odie, soñé, deseé... y ahora todo no son sino recuerdos. Cenizas.

El Mago entreabrió los labios para añadir algo más, pero la brusca entrada de Clic interrumpió sus sombrías reflexiones.

—Ha vuelto Letras —anunció sin aliento. Se detuvo a tomar aliento, antes de poder observar extrañada al pensativo Roncefier y al lloroso Mago—. ¿Interrumpo algo?

—Nada que no se pueda retomar más tarde —declaró el Mago con forzada alegría, mientras enjugaba sus lágrimas—. Por favor, señor Roncefier.

—Iré a ver —anunció el noble antes de salir.

—Y yo con él, para que pueda enterarse de algo —se burló Clic.

Se adelantó junto al hombrecillo y apretó su mano entre las de ella, antes de unirse a Roncefier en el umbral.

—¿De que hablabais? —preguntó curiosa al caballero.

—Cosas de lunáticos —resumió con vaguedad Roncefier—. ¿Qué cuenta Letras?

Clic chasqueó la lengua, molesta por la respuesta de Roncefier.

—Acaba de llegar, le están dando agua y algo de comer. Con suerte aún no habrá dicho nada, y sabremos qué ha pasado.

—¿Qué ha pasado con qué? ¿A qué viene tanto revuelo?

Otro chasquido, este condescendiente.

—¿Cuánto tiempo llevas con el viejo?

—¿Toda la mañana? Tampoco es como que pudiera hacer otra cosa —se defendió Roncefier.

—Aprende el idioma —se burló la mujer—. Lo de anoche era gordo, tenían que reunirse con un espía, un compañero para conseguir algunos papeles. Algo para poner en marcha el gran robo.

—¿El de las llaves?

—Ese. Arco y Letras deberían haber vuelto antes del amanecer, pero no había noticia de ellos hasta ahora, y solo de Letras. Los que han salido arriba dicen que la ciudad está revuelta. No muchos cuervos, pero todos acechantes.

Roncefier permitió que Clic le adelantara a la salida del pasillo, y fuese sola al encuentro de los duates. Él entró en la sala con menos prisa, y buscó un rincón en que sentarse desde donde poder ver el espectáculo sin estar en medio.

Letras, una muchacha en su veintena, engullía un pedazo de pan plano con la ayuda de un cántaro de agua cada vez más vacío. Entre trago y mordisco contestaba a las preguntas de la jefa del Yok, sin mirarla, sin levantar la vista de la mesa, hasta que hubo dado cuenta de la comida.

—Lo hacen para que se relaje —le explicó Clic, acercándose un momento—. Ha llegado muy alterada, no podía ni hablar; dicen que comer la sacará de eso, la distraerá.

La jefa dio una palmada cariñosa a la chica, que no levantó la vista de su plato vacío. Hizo otra pregunta, pero en el tono de su voz, Roncefier supo que aquella era distinta, que las anteriores solo eran cortesía.

La chica respondió con voz casi firme, haciendo esfuerzos para controlarse. Mantuvo el tono suave un tiempo, empezó a ponerse nerviosa y luego se desmoronó.

—No sabe dónde están el resto. Cree que no la han seguido, pero está nerviosa. Por eso ha tardado tanto en volver, para despistar a perseguidores —le explicó Clic mientras dos mujeres consolaban a la chica—. Está asustada, mucho. Cree que el resto han muerto.

—¿Una emboscada?

Clic se encogió de hombros.

—Justo eso le pregunta ahora la Jefa.

La jefa se había agazapado junto a Letras, le habló con voz tranquilizadora, pero autoritaria, y la chica empezó a narrar, sorbiendo sus mocos, tratando de poner orden a lo que fuese que le había ocurrido.

—Una trampa, sí —tradujo sobre la marcha Clic—. Les esperaban, ella vigilaba no la vieron. Capturaron al espía, Arco logró huir, pero le seguían. Dejó el paquete en un escondite ¡Lo tiene! Lo ha traído.

La muchacha rebuscó bajo sus ropas hasta sacar un pequeño fajo, que la jefa le quitó de las manos con una palabra amable. Lo entregó a aquella guerrera grandota, Lanza, y ella se inclinó de nuevo sobre letra y siguió preguntando.

—Le pregunta por su huida —siguió Clic—. Buff, muchas preguntas de comprobación, si viste a alguien, si diste una vuelta sobre ti misma, si cambió de ropa... Todo parece en orden ¡Pobre chica, que susto lleva encima!

—¿Qué es lo que ha traído?

Clic no respondió. Solo se acercó a la mesa, donde Lanza estaba desplegando aquellas hojas ante los allí reunidos. Roncefier dudó un momento si acercarse o no, pero decidió permanecer en su sitio. Los duates se habían mostrado más bien hostiles y recelosos hacia él, no valía la pena agitar aquel avispero.

Lanza exclamó algo impresionada y la Jefa abrazó con ternura la cabeza de Letras, reconfortándola. Los duates presentes, la parte guerrera del Yok, cerró filas en torno a la mesa, observando aquellos papeles emocionados. Empezaron a discutir en murmullos, y muy pronto se habían lanzado en una algarabía descontrolada de decisión, dudas, y acusaciones cruzadas.

Clic volvió junto a él sofocada, tras tener que forcejear para salir de aquel corro.

—¡Son unos planos! —anunció satisfecha—. Ha traído unos planos, de algo que parece un laberinto. Eso y una carta, o algo así.

—¿O algo así? —Roncefier enarcó una ceja ante la imprecisión de la mujer.

—Eh, señoritingo. He aprendido a hablar duate, de leerlo ni papa. Si quieres descifrarlo, aprende tú. O pregunta, a ver que te dicen.

—Vale, vale. Entérate de que va todo.

—¡Y dale con darme órdenes! —se quejó la mujer mientras volvía al corro.

Tardó un rato en salir, lo que la Jefa tardó en poner orden y las discusiones en volverse civilizados.

—Al parecer son los planos de un laberinto bajo el palacio, donde están escondidas las llaves. También hay instrucciones para entrar, para moverse por el lugar y sobre trampas, turnos de guardia y esas cosas.

—¿Y que discuten?

—Hay quien quiere ir, hay quien no. Está complicado, los que sí dicen que es una posibilidad entre un millón, que o vamos ahora, o ya no podremos. Los que no dicen que es una trampa, que nos extraña esperando y nos masacraran.

—Razonable —reflexionó Roncefier—. ¿Dices que con esos planos se puede llegar a las llaves, a todas ellas?

—El viejo Rey las tiene juntitas en su cámara del tesoro, sí. Imagina su cara si se las robáramos bajo sus mismas narices.

Roncefier sonrió distraído, mientras observaba todo aquel asunto desde tantos puntos como se le ocurrían. Luego avanzó hasta los duates, ignorando las llamadas de atención de Clic.

Lanza fue la primera en notar su presencia, y en reaccionar a ella con su consabido desprecio. En cuestión de segundos, todas las miradas estaban sobre el caballero desde la temerosa incomprensión de Letras hasta la curiosidad de la Jefa.

Clic llegó a su lado con una sonrisa nerviosa, y soltó algo que sonó a chiste, pero no hizo sonreír a nadie excepto a ella.

—Traduce —le indicó Roncefier con sequedad.

—Me cago en tus muertos, De la Bréche —musitó la mujer entre dientes.

Roncefier la ignoró. Realizó una breve reverencia a la Jefa antes de hablar.

—He oído que planeáis llegar hasta las llaves. Iré con vosotros.

Los duates se miraron entre sí, con incomprensión, hasta que Clic no pudo aguantar más la tensión y ocupó su papel como intérprete. Las palabras de Roncefier fueron recibidas con un silencio sepulcral, roto solo por la carcajada áspera de Lanza, y sus duras palabras.

—Dice que te metas en tus putos asuntos —tradujo Clic—. Y razón no le falta.

La Jefa hizo callara a Lanza con un gesto y se volvió hacia Roncefier.

—Agradece la oferta, pero todavía hay que discutir si van o no a ir. O sea, lo de antes, pero dicho bien.

—Traduce lo que yo te diga —indicó Roncefier sin inmutarse—. Dile que no pasa nada, que está bien tener miedo, pero...

—No voy a decir eso.

—¿Por qué? Tu solo traduces, si se cabrean, será conmigo. Diles que yo voy a ir. Que si ellos no, que me dejen los mapas y ya me encargo yo.

Clic suspiró y repitió, y la respuesta no se hizo de esperar.

—Cuestionan tu cordura, por decirlo fino. Eso el que no pide tu cabeza.

—Diles que pueden seguir con sus patéticos jueguecitos —respondió Roncefier por encima del griterío—. Que pueden seguir escondidos y llorando hasta que los encuentren y maten a todos, sin tener los huevos de salir o volver a casa. Diles que no pasa nada, que aunque sean una panda de nenazas ya les sacó yo las castañas del fuego, ya se encarga el de fuera.

—Joder, Roncefier, aunque quisiera, que no, no tengo el vocabulario para decir todo eso.

—¡Dilo!

—Joder.

Con desgana, con balbuceos, Clic transmitió el sentido general de su mensaje, como se hizo evidente por los gritos a la jefa y los insultos al caballero. Lanza lanzó otro de sus exabruptos venenoso y Roncefier se giró para encararla. Dio un paso rápido hacia ella y la guerrera retrocedió de un salto, mientras echaba mano a su puñal.

Lo mismo hicieron los duates a su alrededor, tomando sus armas contra Roncefier, sosteniéndolas en actitud amenazante. Roncefier rio y se abrió de brazos, mostrando a todos los presentes sus manos desnudas. Unas palmas sin armas, sí, pero unas palmas que también les traían recuerdos siniestros.

—¡Miraos, cobardes! —los desafío—. Veinte a uno y tembláis como gallinas ¡Ja! ¡El orgullo de Toprak! Traduce, traduce —indicó Roncefier sin dejar de sonreír—. Pregunta de que tienen tanto miedo. Pregúntales cómo quieren morir.

—Sabes, no me gusta como va esto, y si se tiran a trincharte, igual acabo en medio...

—¡Que se lo digas! —rugió Roncefier fuera de sí—. ¡Díselo! ¡Cobardes! ¡Inútiles! ¡He mirado a la muerte a la cara y me he reído! No estoy aquí para ser vuestro perro, ni lo tolerare ¡Antes os mataré a todos, y me haré con el puto mapa! ¡Ya iré yo mismo, ya, a por las llaves! ¡Panda de putas! ¡Basura!

Los guerreros le rugían y el les rugió de vuelta, riéndose. Burlándose de su cobardía, como si aquello fuese lo más gracioso del mundo. Pero lo cierto es que la sangre le hervía con rabia, y su uno de ellos hubiese dado un paso más, lo hubiese desarmado y asesinado. Todo aquello no era tanto un plan como un deseo desesperado de hacer algo, de volver a la guerra.

Lanza cruzó una mirada con el muchacho al que llamaban Sable y ambos se hubieran abalanzado sobre él si la Jefa no hubiese gritado a pleno pulmón para que se callasen. No dijo nada más, su mirada fulminante redujo al silencio a los pocos que todavía querían bulla.

—Entiendo su impaciencia, caballero, y comprendo su posición —aclaró la Jefa en un sonndí cargado de duate—. Tenga por seguro que será incluido en el ataque, y que, si al final decidimos no tomar el camino a las llaves, le entregaré el mapa para que haga lo que quiera —sentenció con frialdad—. Pero la ira no es la base en que sentar un ataque nocturno; mi gente y yo hablaremos y decidiremos. Le comunicare nuestra decisión.

Roncefier la miró boquiabierto.

—¿Habla sonndí?

Clic le colocó una mano comprensiva en la espalda y lo empujó con firmeza fuera del corro de duates.

—¡La Jefa habla sonndí! —imprecó Roncefier a su interprete, dejándose guiar.

—Si, si, lo sé. Pero me dijo que no lo dijera, vale. No es que hiciese falta, eres un puto bocazas, para ser un señoritingo.

A su espalda, la voz firme y serena de la Jefa recuperó el rumbo de la conversación. Roncefier pensó en volver y reafirmar su punto, en gritar por gritar, pero el momento de la furia ya había pasado.

Se dejó llevar conmansedumbre hacía el cuarto del Mago, agotado, enfadado, pero satisfecho.Tendría su oportunidad. No pensaba dejar que se desdijesen.

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