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11ª Parte: Gavota negra



Sentado en una pequeña butaca baja, Roncefier cruzaba y descruzaba las piernas, con nerviosismo mal contenido. Se habían reunido todos en la habitación de Annora tras la fiesta, y allí habían puesto en común cuanto habían aprendido, pero la criada, Edda, todavía no había regresado al cuarto, dejando a los tres nobles a ciegas e intranquilos.

La muchacha había tomado el manto rojo y se había unido a la marea de criadas que entraban y salían de aquella lujosa prisión, pero de aquello hacia ya horas, y por más que la dama de Rygge insistiese en la valía de su sirviente, ninguno podía dejar de pensar en la posibilidad de que la hubiesen atrapado.

Roncefier volvió a acomodarse en la butaca y cruzó las piernas por enésima vez. Tenía la vista fija en la puerta, y escuchaba expectante, atento al más mínimo indicio de que Edda o un grupo de hombres armados se acercaban a la puerta. Aldric paseaba a su espalda en círculos, sentándose cada cierto tiempo, solo para volver a levantarse y dar vueltas, y la dama había ido vaciando su jarra de vino sorbo a sorbo, mientras insistía a cada hora en que su criada haría su trabajo, con voz cada vez más pastosa.

También por enésima vez, Annora se aclaró la garganta y lanzó al aire una pregunta:

—Así pues, ¿Qué sabemos?

Aldric detuvo su impaciente paseo y bufó con cansancio.

—Sabemos que estos intentos de nobles apenas tienen guardias, sabemos que una parte de ellos son descendientes directos de Nerva, así que medio lunáticos, y sabemos que Nerva está fuera, tu criada está fuera, y nosotros estamos aquí dentro sin hacer nada en vez de escapar como deberíamos.

—Ah —fue toda la respuesta de la mujer, antes de darle otro sorbo a su copa.

Aldric ahogó un grito de crispada frustración y reanudó su interminable ronda.

—Paciencia —aconsejó Roncefier, sin sentirse capaz de seguir su propio consejo—. Dale tiempo al tiempo.

—¡No! —bramó Aldric—. ¡Basta de paciencia! ¿Sabéis que sabemos? ¡Nada! La estructura de su corte, los cotilleos de estos bastardos, eso es todo lo que sabemos. ¡Humo, puro humo! Y mientras esa condenada criada no vuelve con toda la información que necesitamos.

—Se puede aprender mucho de la gente solo por cómo habla, hermano Aldric —respondió Roncefier con sequedad—. Saber cómo piensa y vive nuestro enemigo es tan importante como saber dónde guarda las armas o las provisiones.

—¡No! ¡No lo es! ¡Y si vuelvo a oir paciencia una vez más...!

—Paciencia, hermano Aldric— se burló la leona—. Paciencia.

Aldric se volvió hacia ella con el rostro desencajado y los puños crispados. Annora le devolvió la mirada y le invitó con la mano. Estaba sonrojada y temblorosa, con una sonrisa ebria bailando en los labios. Roncefier estaba levantándose de su asiento, dispuesto a mediar, cuando la puerta del cuarto se abrió con un ligero chasquido.

—Sorpresa, señores —saludó la criada con alegría—. ¿Me han echado mucho de menos?

Tres pares de ojos se volvieron hacia la muchacha, que saludó con timidez en respuesta. Cargaba un algo un bulto alargado apretado contra el pecho, que desenrolló a los pies de Roncefier.

—Creo que esto es suyo, señor —aventuró tendiéndole la hoja negra.

Roncefier tomó su espada con rapidez y la sostuvo con firmeza ante sí, disfrutando del tacto conocido de la empuñadura. Dio un par de estocadas tentativas, todavía incrédulo, y asintió satisfecho; el peso, la longitud, el tacto... aquella era su espada sin duda alguna.

—Gracias —murmuró sin despegar los ojos del acero oscuro—. ¿Qué hay del resto?

La criada se dejó caer en una silla y suspiró aliviada.

—Ahí fuera es una jaula de grillos, señores. Lo que no haya pasado... —Reforzó sus palabras con un gesto de hartazgo, paró unos segundos y continuó—. A ver, desde el principio: tengo localizadas las cocinas, los establos y la armería, así que, por ahí, sin problemas.

—¡Esa es mi chica! —celebró Annora con un breve brindis y un sorbo largo.

—Hasta tengo las llaves, de la armería y de las prisiones. Me han costado, eso sí. He tenido que darle a una criada sus ropas, señor. —Roncefier quitó importancia a la disculpa todavía perdido en la contemplación de su acero—. A mi me pareció buen cambio, al menos. Por eso le he podido traer la espada.

—Bien hecho, señorita Edda —agradeció Roncefier, mientras ponía al fin sus ojos en la criada—. Cuenta usted con mi agradecimiento.

—¿Y que hay de mi hacha? —requirió un molesto Aldric.

—A ver, señor, —se justificó la criada—, una cosa es encontrar un espadón negro y otra un hacha cualquiera. Había mucha hacha allí, ya bajará usted y elegirá.

—¿Un hacha cualquiera? —Aldric se llevó las manos a la cabeza, indignado—. Es el hacha de mi familia, ¡Es mi derecho y deber como descendiente de Belclair!

—Mire, allá en el norte, de donde yo vengo, a nadie le importa un pimiento perder un hacha. Si el señorito achés puede distinguir una de otra, pues que baje él.

—Esto es increíble —refunfuñó el noble, antes de dejarse caer en la cama—. Mi hacha, cielo santo...

—Recuperaremos tu hacha, Aldric —lo tranquilizó Roncefier—. Ahora estoy más interesado en lo que tenga que contar la señorita.

—¡Eso, eso! —coreó Annora con otro trago.

Aldric se levantó y trató de arrancarle la copa a la mujer, pero la leona no estaba por la labor de dejarse hacer o renunciar al vino. Mientras los dos forcejeaban, Roncefier se volvió hacia la criada y la instó a seguir con su relato.

—Vale, hasta ahí era lo bueno ¿Vale? Ahora queda lo jodido. —La muchacha se inclinó algo hacia delante y tomó un tono solemne—. Nerva ha vuelto. Ha llegado hace nada, directo para su cuarto, sin hacer caso a nadie, y allá se ha encerrado. No parecía contento y la verdad que no tiene motivos para estarlo, porque tenemos a las puertas un ejército.

—¿Un ejército? —Roncefier frunció el ceño y los otros dos dejaron de pelear un momento—. ¿Cómo un ejército?

—Pues eso mismamente —asintió la criada, complacida con la atención—. Han salido de la nada, esta misma noche, nada, nada, nada y de repente columnas de fuego en el horizonte. Y van rápidos, sí señor, vienen del sur, y a media mañana ya los tendremos aquí.

Aldric arrebató de un manotazo la copa a Annora y se acercó a la criada, ignorando las quejas de la leona.

—¿La Santa Compaña? —preguntó en un susurro, pálido como un fantasma.

—No creo —le respondió Annora—. No parece su estilo. Ellos cazan ahí afuera, como fantasmas. Si fuesen la Compaña, no habrían encendido fuego, se hubiesen colado sin hacer ruido. No. ¿Podría ser un ejército de Sonnd?

—¿De Sonnd? —Esta vez fue el turno de Aldric de responder—. ¿Qué narices harían los sonndies aquí? Y más viniendo desde el sur...

—Quizá vienen de Fuerte Hierro —sugirió Annora—. Una expedición de castigo por lo de Fuerte Blanco. O una distracción para reponer fuerzas al norte, si Nerva ocupa lo que queda de Fuerte Blanco, la frontera de Sonnd se volverá más peligrosa.

—No, estoy con Aldric. No hay manera de que las noticias hayan ido tan rápido, menos de que hayan levantado un ejército en tan poco tiempo. Y dudo que la guarnición de Fuerte Hierro vaya a moverse después de lo que ocurrió en Fuerte Blanco, no tienen las tropas ni el equipo para un asedio.

—Sean quienes sean —atajó la criada—, tienen a todo el mundo con los pelos de punta. Por lo que he oído, nadie que fuese a reconocer el terreno ha vuelto aún, y los nervitas no habían visto nada así antes.

—¡Maldición! —Aldric acompañó el juramento con un golpe a la pared—. Tanta paciencia, tanta paciencia...

Roncefier observó al muchacho desesperarse, a la leona suspirar, a la criada encogerse de hombros. Sonrió y se puso en pie, notaba el peso familiar de la hoja negra y la cabeza despejada como nunca. La vida empezaba otra vez a fluir por sus venas, con un cosquilleo vigorizante.

—Perfecto —declaró satisfecho—. No podíamos pedir unas condiciones mejores.

Todos los ojos se volvieron hacia él de modo que se aseguró de ponerse a la vista de todos.

—Necesitamos caos para escapar, y parece que vamos a tener más que de sobra. El plan se adelanta, escaparemos esta misma mañana.

—¿Ahora? —balbuceó Aldric.

—¿Qué mejor momento tendremos? Mis damas, en cuanto la Luna suba un poco en el firmamento, abandonaremos este recinto y empezaremos nuestra función. Vosotras deberéis ocuparos de coger los caballos y algunas provisiones, si nuestros captores están preparándose para repeler un ataque no deberían prestaros ninguna atención.

—Tengo un par de túnicas de criada más —aportó Edda—. Por si nos valen de algo, y tal.

—En cuanto a Aldric y yo mismo, saldremos de inmediato. —Roncefier apoyó la mano en el hombro del joven noble, que le miraba emocionado—. Vuestro papel, hermano Aldric, será fomentar aún más la confusión. Con las llaves de la señorita Edda deberíamos poder soltar al resto de presos, e incluso armarlos. Si tienen que pelear con un ejército a las puertas y una revuelta en el castillo, difícilmente notarán la huida de cuatro personas.

Aldric asintió lleno alegría. Le duró poco, antes de que su ceño se frunciese de nuevo con la duda.

—¿Y vos, señor de la Bréche?

—Yo voy a decapitar a la serpiente —respondió Roncefier con una sonrisa.

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La pálida luz de la Luna levantaba luces inquietas en la oscuridad de la mañana. Roncefier avanzaba con paso decidido junto a las arquerías, escondiéndose en la semipenumbra, atento a cualquier otro movimiento en el corredor balconado.

Aldric había protestado al enterarse de que pretendía enfrentarse a Nerva sin contar con él, pero Roncefier se había mostrado inflexible. El plan era el que era, y no estaba abierto a debate. Por voluntarioso que fuese, no podía contar con el joven noble para un asunto de aquel calibre; aquello era su deber y su privilegio.

Contaba con que el chico haría un buen trabajo sembrando el caos en los calabozos, pero no podía esperar a comprobarlo. Cuanto antes diese con Nerva, mejor. El líder de los bandidos aún estaba asimilando la noticia, pero debía ser cuestión de tiempo que se rodease de sus fieles para planear la defensa. Tenía que deshacerse de él antes de que aquello ocurriese, así cundiría el desorden entre las filas de los bandidos. Atajó por otro pasillo a oscuras y siguió hacia el centro del palacio. El único mapa que tenía del lugar eran sus recuerdos del primer día y las indicaciones de la criada.

No tropezó con ningún guardia en su camino hacia el salón del trono, ni siquiera Tercia Bruta estaba en su puesto. Debían andar todos tratando de montar las primeras defensas y enterarse de quíen era el enemigo. Mejor para todos, por bandida que fuese no le apetecía liquidar a la nervita. Por no hablar del barullo que podría haber levantado.

Cruzó un pasillo más, se escurrió en silencio entre los pesados cortinajes y llegó al salón de baile donde estaba el trono de Nerva. El lugar estaba vacío, desangelado sin su colorida corte. El silencio y la inmensidad de la helada sala sobrecogieron a Roncefier, que notó cómo un escalofrío le recorría la espalda. Tenía las manos heladas, y su respiración irregular se convertía en vaho ante su mirada.

Avanzó un paso en la sala y el eco de la pisada le sobresaltó. La expectación le tenía demasiado sensible, demasiado nervioso. Se detuvo, cerró los ojos y respiró despacio, hasta notar cómo su pulso se normalizaba y su mente se calmaba. Hinchó los pulmones una vez más.

—¡Nerva! —el grito resonó en las paredes del salón, levantando ecos—. ¡Vengo a matarte!

Contó en silencio, sacudiéndose sin apenas moverse, para entrar en calor. No tuvo que aguardar mucho antes de oir los pasos del gigante resonar a la otra punta del salón. Con el corazón en un puño, Roncefier esperó en silencio mientras los pasos se acercaban, mientras el enorme Nerva cruzaba el umbral al otro lado de la sala y se plantaba en la lejanía, extrañado y furioso.

—No deberías estar aquí —gruñó el lunático en tono lúgubre.

Roncefier no respondió. Levantó la hoja y bajó la postura en un desafío sin palabras. El lunático rugió y tomó su arma del trono; un enorme mandoble que parecía una simple espada en sus manos. Luego avanzó hacia el caballero con paso tentativo, lento y cuidadoso, hasta tener a Roncefier al alcance de su filo. Durante un segundo ambos contrincantes se detuvieron en silencio, al siguiente Nerva lanzó un grito atronador y atacó.

La hoja negra desvió el golpe con suavidad y dejó en respuesta un tajo profundo en la pierna del gigante. Nerva perdió el paso y la espada de la Bréche arrancó otro pedazo de carne al lunático. Todos los nervios, toda la tensión, habían abandonado a Roncefier. Aquello solo era la gavota más vieja del mundo, y él era un bailarín excepcional.

Nerva rugió y volvió a embestir. Lanzaba el arma con fuerza, con grandes movimientos que hacían zumbar el aire y temblar la sala, pero cada sablazo, cada estocada, encontró la fría hoja del caballero y fue repelido y castigado. Tras el quinto golpe, Roncefier empezó a reconocer el estilo del rey de Clípea. Había visto aquella forma de embestir en la esgrima de los mercenarios tiudeses y de algunas compañías viejas sin patria. El sexto golpe no hizo sino reafirmar aquella intuición, y a partir de aquel momento el baile se aceleró.

Roncefier avanzaba y retrocedía, sin perder pie ni realizar movimientos inútiles, arrancando la vida a su contrincante poco a poco, golpe a golpe, mientras Nerva trataba de alcanzarlo a la desesperada. Un sablazo en el muslo puso de rodillas al gigante, otro le rebanó los dedos, arrebatándole la espada. Nerva intentó entonces atraparlo con las manos, matarlo de un golpe, pero el caballero pasó entre sus piernas y rebanó los tendones de su otra rodilla con el mismo movimiento.

El lunático quedó arrodillado en un charco de su propia sangre, que crecía a ojos vista. Sus bellos ropajes estaban empapados de carmesí, sudaba a mares y apretaba los dientes en una lucha contra el dolor. Trató de alcanzar su mandoble y Roncefier aprovechó el movimiento para rebanarle la muñeca.

Podía ver la desesperación en la mirada del coloso, su debilidad. Pero se mantuvo frío y metódico, sin tomar nunca la iniciativa, dejando que la pérdida de sangre hiciese su trabajo, hasta que Nerva se derrumbó. Resoplaba sin aire, con la mirada nublada, pero aún trataba de incorporarse, de presentar batalla.

Roncefier bajó entonces la espada. Limpió su hoja en los bajos de su túnica, mientras la concentración del combate se disolvía y el sonido volvía poco a poco a llenar el mundo. Aunque ensordecido por las gruesas paredes, hasta el salón llegaba el barullo del exterior, el ruido de una batalla campal, pero era un barullo lejano, ahogado, y los pasillos de palacio estaban en silencio, excepto por un redoble insistente y arrítmico que provenía del corredor por el que había llegado al gran salón.

Inquieto, el caballero de la Bréche preparó su hoja. Si la batalla ya había comenzado alguien debería haber subido a buscar a Nerva, alguien debería haber entrado en aquel salón hacia rato. Despacio, con mucho cuidado, se asomó al pasillo.

La luz de las temblorosas antorchas iluminaba una carnicería. Hombres y mujeres, bandidos nervitas, descuartizados por todo el pasillo, algunos tan destrozados que resultaban irreconocibles. Del techo goteaba la sangre, que creaba ondas en los charcos del suelo. Al otro lado del pasillo, en la penumbra, algo golpeaba una pared con fuerza, una y otra vez, la fuente de aquel retumbo desigual.

Sin previo aviso, el ser detuvo su frenesí y se volvió. Una llama purpura brillaba en su rostro hueco, siluetando su perfil acerado en la penumbra del pasillo.

El hostigador lanzó su horrendo rugido y se abalanzó sobre el caballero a la carrera. Roncefier bajó la postura y levantó la guardia. El mundo se difuminó a su alrededor mientras su mente se preparaba para el combate.

Esta vez no era un ataque por sorpresa y a traición, esta vez estaba preparado para presentar combate. Sonrió a su pesar mientras su respiración se ralentizaba. Aquello solo era la gavota más vieja del mundo, y él era un bailarín excepcional.

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