10ª Parte: Valle de espinos
El camino a la Cripta Real provocaba escalofríos a la luz de la Luna. El antiguo monumento fúnebre se elevaba sobre una pequeña colina en mitad de los bosques del sur, a medio día de distancia de la modesta ciudad de Atrum, una mole de piedra oscura, informe, que dejaba caer su sombra macabra sobre la senda que llegaba hasta él.
En algún tiempo había sido un lugar santo, un mausoleo visitado y transitado, y los antiguos nyctos habían limpiado las orillas de aquella senda, creando un jardín dentro del bosque, un pasadizo bordeado por estatuas de antiguos santos y arbustos de rosas, enlazados sobre la piedra, florecientes junto a la senda, tendidos sobre ella en arquerías de madera.
Pero el paso del tiempo no perdonaba ninguna belleza, y la senda que transitaba la pequeña comitiva de la alta guardia era un valle de espinos oscuros y agudos, en que las rosas salvajes brotaban como heridas abiertas.
Roncefier los observaba pasar desde su escondrijo en el umbral del bosque, como un halcón que contemplase a su presa. Si su hermano hubiese estado junto a él, hubiese notado con extrañeza el silencio hosco en el que andaba sumido, pero ninguno de sus hombres le conocía tan bien.
Seis guardias marchaban a caballo hacia la cripta, con las relucientes corazas escondidas bajo capas deshilachadas y las espadas camufladas dentro de sacos y alforjas. Menos de los que esperaban, aunque los dirigía el mismísimo Doríforo, capitán de la Alta Guardia y mano derecha del Emperador.
Marchaban a un trote cauteloso, impuesto por los zarcillos de espinos que tendían sus brazos sobre el camino, por los restos podridos de arquerías que cortaban la carretera. Era una marcha lenta e intranquila, marcada por el silencio sepulcral de los jinetes, y los bufidos nerviosos de las monturas.
Una racha de viento helado levantó relinchos entre los asustados caballos, y la comitiva se detuvo un segundo para recuperar el control de las monturas. El animal de Roncefier también se removió intranquilo ante el aullido del viento; había algo maligno en aquella tierra, en aquel lugar, y los animales lo sentían.
La inquietud de las bestias obligó a los jinetes en la senda a bajar de sus monturas para calmarlas. Tercia, a su espalda, le interrogó con la mirada, pero Roncefier negó sin romper su silencio. Todavía no era el momento, el ataque empezaría cuando la Alta Guardia estuviese a dos arquerías del mausoleo. Ni antes, ni después.
Los guardias montaron de nuevo y siguieron avanzando, con la mirada bailando entre los espesos espinos. Sus ojos buscaban, pero no lograban atisbar a los hombres de Roncefier, escondidos entre las zarzas, expectantes y dispuestos. No los verían hasta que ya fuese tarde. Cruzaron bajo el tercer arco, vigilantes y vigilados, y contemplaron con desazón el siguiente.
La estructura de madera había cedido a la podredumbre y el peso de los rosales, y se había derrumbado sobre el camino, cortándolo. Un obstáculo natural que heló la sangre de los guardias. Desmontaron todos excepto su líder, echando mano a las espadas con animo nervioso. Esperaban la emboscada, la temían, y aquello debería haber sido un aviso, pero Roncefier optó por ignorarlo.
Dos de los hombres iniciaron la tarea de retirar la estructura caída, mientras sus compañeros vigilaban el camino con las espadas desnudas. Fue una tarea trabajosa, complicada por la fuerza de los espinos atados a la madera, pero al final logaron abrir el camino de nuevo para las caballerías. Las espadas volvieron a sus fundas, los pies a los estribos y ese fue el momento mismo en que Heike atacó.
Con un aullido sobrehumano, el espadachín ibolés saltó de entre los arbustos como un espíritu, seguido al momento por una decena de hombres. Antes de que los guardias pudiesen reaccionar, el sable bastardo del mercenario se había cobrado la vida del primero de ellos, destrozando cráneo y casco de un solo golpe.
Lo que siguió fue el caos. La guardia se repuso deprisa y abandonó a los caballos, que huyeron desbocados, cargando en su terror contra los asaltantes. En cuestión de segundos se habían formado en torno a su líder, el único todavía montado, y repelían a los atacantes con eficiente ferocidad. Estaban superados en número, pero sus corazas de bronce y cuero lograban mantener a raya a las tropas de Roncefier y sus burdas sobrevestas de tela.
Roncefier puso pie en el estribo y se aupó sobre su montura. Por el rabillo del ojo vio a Tercia hacer lo mismo, impaciente y dispuesta. Esperó mientras la guardia repelía a su gente, mientras un espadazo hería la cara de Doblesueldo, mientras dos de sus hombres caían ante las espadas de la Guardia, mejor preparadas, mejor defendidas, y hasta el momento exacto en que los esfuerzos de la Alta Guardia lograron hacer retroceder a los asaltantes. El momento en que Doríforo azuzó a su montura y galopó hacia el mausoleo, dejando tras él a sus hombres para cubrir su huida.
Con un gesto seco, el caballero de la Bréche acicateó su caballo y se lanzó hacia el camino, en persecución del líder de la Guardia, el portador de la llave, el único hombre cuya cabeza valía la pena rebanar.
Cortó el camino del hombre en mitad de su ascenso, y no logró derribarlo de un sablazo solo por la curva del yelmo. El capitán se tumbó sobre el cuello de su caballo y continuó su desesperada carrera, colina arriba, y Roncefier le siguió mientras Tercia desmontaba, lista para bloquear el camino a quien quisiese seguirlos.
Doríforo alcanzó la puerta del mausoleo antes que el caballero y desmontó de un apresurado salto. Abrió la pesada puerta del sepulcro con un fuerte empujón y se perdió en la oscuridad de aquel lugar.
Roncefier llegó un segundo después y penetró en el sepulcro en su estela. Podía oir la capa del capitán cimbrear en el aire helado y su respiración agitada solo a unos pasos de él. La oscuridad era absoluta en aquel estrecho pasillo, pero el caballero no aminoró ni medio paso, con todos los sentidos puestos en la cacería.
El paso a la sala de los sepulcros fue una sensación más que una constatación, una repentina liberación de la opresión de las paredes oscuras mientras los ecos de la persecución se volvían más difusos. Escrutó la oscuridad, con la espada firme en la mano, hasta que una llamarada rompió la penumbra, cegándole.
Otro fogonazo siguió al primero, y se replicaron por la sala hasta desterrar las tinieblas a los rincones y nichos del lugar. A la nueva luz, Roncefier distinguió la inmensidad del salón de piedra y las cuencas de cientos de calaveras en cuyas orbitas vacías se reflejaba el fuego de los pebeteros.
Un destacamento de la Alta Guardia le observaba desde detrás de cada llama, con la dorada coraza resplandeciendo en el carmesí de las llamas, soldados sin rostro, gigantes entre los hombres, sosteniendo en serena formación espadas largas y pesadas égidas.
El capitán Doríforo los comandaba desde el centro de la estancia, haciendo valer su poderosa presencia. Dos bellas mujeres le ayudaban a cambiar su cota de viaje por su armadura de guerra, le prestaban el poderoso yelmo tocado, la larga y blanca espada y el escudo de cabeza de león, rojo como la sangre. Le observaba con una sonrisa complacida, desde la altura que le concedían un par de escalones.
—Este, Roncefier —le saludó—, es un sepulcro para emperadores. Pero hoy haremos una excepción por ti.
Roncefier observó a los guardias inmóviles y al poderoso capitán, un imponente león de bronce entre dos fuegos. Bajo la espada sin soltarla y se rascó la barbilla con gesto displicente.
—Muy impresionante —contestó con frialdad—. ¿El gran capitán de la Alta Guardia va a seguir corriendo o esta vez si veré de que es capaz?
El hombre sonrió, pero sus ojos fulminaron a Roncefier llenos de ira.
—No eres sino un pobre imbécil —se lamentó con desprecio—. No necesitábamos ningún plan de ningún extraño para terminar con tu miserable vida.
—Hasta ahora tus hombres no lo han hecho muy bien —se burló Roncefier con media sonrisa—. Pero admito que esto es ingenioso, casi no parece obra de la Alta Guardia.
—Pues lo es —rugió con entusiasmo Doríforo—. Mi idea y solo mía. Mi victoria y solo mía.
—Todavía tienes que matarme, capitán —señaló Roncefier con fría indiferencia—. Y luego salir y terminar con mis hombres, antes de que aniquilen a los tuyos.
Doríforo lanzó una carcajada burlona, levantando ecos en el silencio del lugar. Probó la movilidad de sus articulaciones mientras las mujeres retrocedían, sediento de sangre.
—Acorralado y todavía insolente, una muestra del suicida valor de los barbaros norteños, sin duda —se burló el capitán mientras se ceñía el yelmo—. Ya estás muerto, Roncefier, como lo están tus hombres ahí afuera, como lo están los que has dejado atrás en Flavea. Sois historia.
Roncefier no respondió, se limitó a afirmar los pies y levantar su espada ante él. El mundo se difuminó a su alrededor, su sangre se heló y el temblor ansioso de la anticipación le recorrió como un escalofrío. Estaba listo para bailar.
—¡Es mío! —rugió el capitán a sus hombres, bajando a la altura del caballero—. ¡Contemplad como debe luchar un guardia del imperio!
Con paso cauteloso, lento y seguro, el capitán se acercó a Roncefier, la egida en alto, la espada dispuesta. El caballero avanzó a su encuentro con el mismo paso cuidadoso, el mandoble sostenido ante él y en un segundo el acero encontró al acero.
El capitán usaba su peso y tamaño para empujar al caballero, obligándole a retroceder, impidiéndole blandir su arma con la égida mientras lo tanteaba con la espada. Superaba en fuerza a Roncefier, y su empuje tenía al caballero perdiendo terreno, jugando a la contra. Desviaba las embestidas del león con suaves giros de muñeca y retrocedía en un vals rápido mientras trataba de ganar distancia. Desvió dos, tres, cinco veces las estocadas, fintó la sexta cubriéndose tras el escudo de su contrario.
El capitán reaccionó deprisa, pero no lo suficiente para evitar que Roncefier le embistiese desde el costado; un sablazo que marcó la cimera del yelmo y obligó al hombre a retroceder y cubrirse. Roncefier esperó sin prisa a que se rehiciese del sobresalto y ya estaba preparado cuando el hombre lanzó su siguiente golpe.
Aquella danza de escondites y envites se repitió una y otra vez. Roncefier le esperaba mientras el gigante trataba de alcanzarlo con todas sus fuerzas, usaba la égida del capitán para resguardarse y cazar su costado.
El hombre cada vez reaccionaba más deprisa a aquel truco: trató de golpearlo con el escudo, cambió su ritmo, embistió con todo su peso al caballero, pero Roncefier bailaba sin prisa a través de cada intento, desviaba, fintaba y evadía sin aparente esfuerzo, y castigaba cada mal movimiento con una muesca más en la armadura de Doríforo.
El guardia redobló sus esfuerzos. El mandoble de Roncefier no lograba traspasar su coraza, ni romper su guardia, pero, debajo del yelmo, debajo de sus rugidos y su imponente presencia, empezaba acusar el esfuerzo del combate. La rabia, la impotencia, empezaban a devorar al capitán, cuya espada todavía no había logrado tocar al caballero.
Roncefier bostezó y esquivó otra embestida, antes de responder con un mandoblazo que hizo temblar el escudo de Doríforo. El capitán embistió de vuelta, con más fuerzas y fiereza, pero Roncefier adaptó su paso al del hombre y continuó con su ágil danza, mermando el aguante del guardia, hasta que su escudo falló a repeler un revés y el hermoso yelmo se quebró con un chasquido, incapaz de responder al mordisco de la hoja negra.
Rápido como una serpiente, Roncefier se replegó mientras el hombre aturdido trataba de seguirlo, de interponer el escudo entre el noble y él, pero Roncefier pasó tras su guardia y la hoja negra se hundió en la tráquea desnuda del capitán.
La sangre brotó de la boca de Doríforo en un esputo ahogado, su espada cayó al suelo cuando cerró su mano temblorosa sobre la garganta abierta, un vano intento por contener el manantial que se derramaba sobre su brazo, sobre la reluciente coraza, escapando entre sus dedos.
Sus palabras se ahogaron en aquel mar rojo, sus fuerzas se disolvieron mientras trataba sin éxito de mantener la vida en aquel enorme cuerpo, que se derrumbó con un estrépito de metal, atacado todavía por los espasmos de sus últimos estertores.
El silencio cayó sobre la sala mientras Roncefier limpiaba su espada en los bajos de su capa de viaje. Los Guardias observaban a su capitán caído con confusa estupefacción, perdidos sin un mando que diese las órdenes.
Contemplaron sin respuesta como el caballero tomaba la espada de Doríforo y la blandía tentativamente, como la sopesaba y la ceñía al cinto, vieron como sujetaba la cabeza del coloso caído, como le asestaba una puñalada de misericordia.
Entonces uno de ellos estalló en un feroz rugido, del que los otros once se hicieron coro. Se aprestaron las espadas, se levantaron los escudos, y la Alta Guardia cargó por el honor de su líder muerto.
Roncefier contempló el espectáculo con frialdad, mientras retrocedía sin prisa hacia el pasillo de acceso, hacia la oscuridad, hacia la estrechez de la piedra. Dejó la hoja negra a un lado, sostuvo la espada del capitán junto a su puñal y esperó.
Esperó a que el primero cruzase el umbral, a que su espada su escudo chocase con la pared, a que comprendiese la magnitud de su error, y entonces cayó sobre él.
La luz de la Luna le saludó en cuanto abandonó aquel sepulcro, más lleno ahora que cuando había entrado. Decenas de heridas manchaban su ropa de rojo, le quitaban el aliento con cada punzada de dolor. Doce contra uno, incluso con la ventaja del espacio, había resultado ser demasiado, y por primera vez en mucho tiempo, el caballero de la Bréche había recibido tanto como repartido, aunque la magnitud de las heridas no fuese comparable.
Se detuvo tras traspasar el umbral, mientras su vista cansada se adaptaba al tenue resplandor de la Luna, y maldijo entre dientes. No había habido ninguna llave, no al menos en el cadáver del capitán, ni en los de ninguno de aquellos guardias.
Las dos mujeres habían desaparecido en el interior de la cripta; si ellas llevaban el premio, Roncefier no se sentía con fuerzas de seguirlas. La oscuridad era absoluta en las salas de los muertos, en aquellas circunstancias, un puñal en la mano de una mujer era tan letal como la espada de cualquier caballero.
Necesitaba fuego, necesitaba refuerzos. Pero al pie de la colina, solo le esperaba la desesperación.
—¡Roncefier! —le saludó Quinto en tono burlón—. Es bueno verte, compañero.
El nervita le sonreía desde el camino al frente de una barahúnda de sus secuaces. Una tropa de guerra, con lanzas y estandartes, con pesadas hachas, escudos de madera y una docena larga de ballestas, todas levantadas hacia él.
Las cabezas de sus hombres le saludaron con muecas de espanto, hundidas en las lanzas plantadas en el suelo. Algunos de los rostros eran irreconocibles, destrozados a golpes, deformados sobre la madera, otros conservaban todavía la mueca del espanto y la sorpresa, helada en sus facciones deformadas. Un hachazo partía el rostro de Heike en dos, apenas sostenido sobre el grueso madero. El rostro de Tercia, por el contrario, estaba intacto, con la mirada perdida en el reino de los muertos.
—Quinto —respondió al saludo, sin fuerzas—. ¿Por qué?
—Deberías estar orgulloso de ellos —se jactó el nervita—. Ni uno solo renunció a ti, todos prefirieron la muerte. Ven, baja aquí, hombre. No esta bien dejarlos solos, deberías unirte a ellos.
—Era tu hermana, Quinto.
La sonrisa jactanciosa fue borrada poco a poco por una mueca de ira.
—Lo fue —respondió con sequedad Quinto—. Tomó su decisión.
—Y tu tomaste la tuya —le imprecó con dureza el noble.
Un hombre se adelantó entre la tropa mientras discutían, con la cabeza vendada y el rostro sucio de sangre y polvo. Quinto lo vio acercarse con una mueca desganada, y ordenó a sus hombres que le abriesen paso. El soldado avanzó hasta ponerse ante las tropas de Quinto. Vestía un uniforme de la Alta Guardia, sin la armadura, tan manchado como su cara, y clavó una mirada severa en Roncefier, firme pese a la dificultad con que respiraba.
—De la Bréche —le llamó, mientras un anciano enjuto corría a reunirse con él, mascullando y maldiciendo—. ¿Qué ha sido del capitán Doríforo?
—Pregunta a mis hombres —le espetó con amargura Roncefier—. Ellos podrán responderte mejor. —Ignoró el rictus en el rostro del soldado y volvió su mirada hacia Quinto, cargada de sorpresa y desprecio—. De modo que el gran Quinto Feo ahora es solo un perro del Emperador ¿no?
Quinto lanzó una carcajada, recuperando su macabro buen humor. Dio una palmada en el hombro al soldado herido, que se sacudió en un respingo sorprendido.
—Enhorabuena pues, capitán Varo —felicitó con sorna al guardia—. Buscaremos pronto el cadáver de vuestro líder, ahora dejad que Tarquino os mantenga vivo.
Varo se dejó conducir por el anciano con mansa resignación, perdido ante la inmensidad del ascenso que le había caído. Quinto esperó hasta que se fuese para volverse hacia Roncefier, que aprovechó aquellos segundos para recuperar el aliento.
—Un tipo encantador, el tal Varo. Será un capitán mucho más tratable que el capullo de Doríforo, muchas gracias. —La sonrisa de Quinto se ensanchó, una mueca peligrosa, fría y despiadada—. ¿Cómo quieres que lo hagamos? ¿Mando disparar a los ballesteros o quieres una ejecución en condiciones?
—¿Cómo asesinaste a Tercia? —inquirió mordaz el caballero—. Me haría sentir como de la familia.
—Con las ballestas —La sonrisa de Quinto no abandonó su rostro—. Puedes verlo en su cuerpo asaetado, está por ahí tirado —le indicó señalando una pila de cadáveres—. Si te portas bien, puedo dejar que te la folles una última vez. Por mi puedes follarte a todos esos imbéciles que te siguieron, antes de que te sumes a ellos.
Tras aquella sonrisa, Roncefier podía ver una rabia desquiciada, pero una rabia fría, cruel. Quinto tenía algo que su padre no había tenido, que no tenían el difunto Doríforo, Berchta ni el mismísimo Emperador. Era metódico, disciplinado y cruel. No habría un duelo uno contra uno, no habría cargas imprudentes; la única razón por la que Roncefier seguía vivo es porque debía estar fuera del alcance de las ballestas. De momento.
Quinto siguió desgranando la forma en que había hecho pedazos a la compañía de Roncefier, sus últimos y dolorosos momentos en aquel mundo, pero el caballero ya no le escuchaba. Entre la bruma del dolor y la confusión se había colado una idea traicionera que le provocó un escalofrío de pánico: Quinto no daba puntada sin hilo.
Nerva le insultaría, Doríforo presumiría, pero si Quinto mantenía la distancia, había una razón. Su mirada se hundió en los lados de la colina, tomados por el bosque, y creyó entrever un brillo metálico entre la floresta.
Estaba rodeado, comprendió. Iban a acorralarlo como a un animal.
La sonrisa de Quinto se torció, cargada de malicia.
—Bien visto —felicitó al desesperado caballero—. Ballesteros, avanzad.
Los hombres del nervitas se movieron como uno solo a las ordenes de su comandante. Quinto se había llevado bandidos y asesinos, pero de algún modo los había convertido en máquinas. Paso a paso fueron subiendo por la colina, mientras del bosque empezaban a brotar jinetes ligeros. Avanzaban a un medio trote tranquilo, expectantes, pero podían cortar su retirada al galope en cuestión de segundos. El bosque ya no era una opción para huir, el sepulcro era cortarse él mismo la retirada.
Pero prefería una ratonera a una tumba a cielo abierto. Con paso lento y cansado, Roncefier volvió a esconderse en las tinieblas de la cripta.
Que viniesen por él, si le querían. Todavía había sitio en aquel sepulcro para unos cientos de cadáveres más.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro