10ª Parte: Un juego de esperas
Mangata exhaló y contempló el vaho formarse en pequeñas nubes ante ella. La noche de Lemuria era más fría y oscura que las del norte, tres años lejos del hogar le habían hecho olvidar cuánto. En Sonnd, en los pueblos de cazadores de Marksburg, las hogueras permanecían encendidas toda la noche, y los hombres Montaban vela junto a ellas, bebían y comían. A veces algún cazador volvía del bosque con una presa y la noche se animaba con las historias de su andadura, con risas y cantos. Al alba salían las mujeres y los hombres se tumbaban, y la vida llenaban las calles de barro.
Lemuria, en cambio, dormía como un sepulcro. Las débiles luces en las ventanas no tardaban en apagarse, de los fuegos solo quedaba el negro humo que brotaba de las chimeneas, y las calles se llenaban de un silencio solo roto por los inaudibles pasos de los Cuervos y las ratas. Era una sensación agradable, hogareña.
La escala que subía al tejado crujió con suavidad y unos momentos después Lupina se aupaba hasta el puesto de vigía desde el que la muchacha espiaba su ciudad.
—Agh, uff —resopló la mujer, mientras tomaba despacio el aliento—. Estoy muy vieja para estos trotes, querida —recriminó a Mangata—, podríamos haber quedado abajo, y ahorrarme la subidita.
"Aquí hay más silencio" indicó Mangata con distraída rapidez "Y el paisaje es mejor".
—El paisaje... —refunfuñó la vieja guarda. Se sentó cerca de Mangata, a los pies de la baranda, y tomó una pausa para recuperar el aliento. "La que ha montado tu hermanito está mañana" se quejó con gestos enérgicos "Ha costado la paciencia de un par de santos convencerle, y todavía seguía de mala sombra"
"Cautela no importa" la atajó Mangata. "Ya había hablado con el Rey, nuestra autorización para esto pasaba por encima de él"
"Sí, sí. Pero igual debiste comentarle algo a él primero. Se ha tomado a la tremenda que te saltarás su autoridad para ir directo al Rey. Debe ser molesto ser director de la Guardia y que no te informen de lo que la Guardia hace"
"Cautela no importa" reiteró Mangata. "Tengo mis motivos para no incluirle en nuestras acciones, y como tu superior, extiendo esta orden a ti y a los cuervos: hasta que esto esté resuelto, responderéis solo ante mí y la cámara de los Lemures. Fin."
"Madre mía. ¿Sospechas de tu hermano?"
"Sospecho de todo el mundo"
Lupina asintió algo impresionada. Mangata conocía a aquella mujer desde hacía tiempo. No se callaría nada que le pareciese fuera de lugar, pero tampoco discutiría una orden. Un valor seguro.
"¿Como van nuestros preparativos?" consultó a la guarda sin dejar de vigilar la plaza a sus pies.
"Todo preparado. Cada cuervo en su nido."
"¿Calles cargadas?"
"Tres cuadras, como dijiste. Patrullas de común, y alguna de tras"
"¿Plaza?"
"Un vigía, dos sabuesos"
"Callejón"
"Vacío. Dos escuchas"
"¿Donde?"
"Una en familia, otra en un árbol"
"¿En un árbol?"
"Buena chica, cuervo hija de cuervos, y casi parece uno de verdad. No se moverá una hoja."
"Bien" concedió Mangata "Puede ser hoy o mañana, y a saber la hora. Los quiero atentos, y en silencio. Caza y hostigamiento, cogedlos vivos o no los cojáis; yo me encargo del rastreo."
"¡La Comadreja de vuelta en las conejeras!" celebró Lupina divertida.
"La Comadreja de vuelta en las conejeras" asintió Mangata.
Lupina sonrió y se dirigió a la escala. Suspiró en silencio con mucho sentimiento al contemplar la bajada, y luego, paso a paso, desapareció de la vista de Mangata.
La muchacha observó aún un rato más la noche, sentada en su barandilla. Podía ser una noche divertida o muy aburrida, pero en cualquier caso iba a ser larga, y tenía que permanecer atenta.
Con agilidad sobrehumana, se descolgó del parapeto y descendió la torre por la pared, sin hacer el más mínimo ruido. Habían sido dos días de trabajo rutinario descartando nombres, reduciendo listas, alegrados solo con algún ocasional allanamiento ilegal hasta dar con el traidor. Había tendido despacio la red, sacudido arbustos, puesto sus trampas y ya solo quedaba cobrar la presa. Pero para eso hacía falta paciencia.
Anduvo por los tejados, agazapada como una bestezuela, siguiendo con la memoria el trazado que había visto desde la atalaya. Si la noche corría como quería, había solo dos posiciones idóneas para su trabajo, una vieja mansión deshabitada y una casa de comercio duate. Cuando la trampa se cerrase, los pobres conejitos solo tendrían salida por allí. Solo podrían esconderse en una de las casas o cruzar la mansión vacía hasta la calle trasera; cualquier otra solución llevaba a su captura, y desde cualquiera de las posiciones Mangata los vería hacer.
Decidió, no obstante, facilitar el trabajo al azar; descendió a la calle y bloqueó la puerta de la mansión con una tabla, antes de volver a trepar sobre el tejado de la tienda. Preparada para todo, pero por encima de todo, para esperar.
No tuvo que hacerlo mucho, por suerte. Apenas un par de horas más tarde, al abrigo de la noche sin Luna, una mujer joven llegó a aquel rincón de la plaza. Miraba a su alrededor con precaución, se movía con falsa seguridad, nerviosa, rígida. Asustada.
Llegó hasta la puerta de la mansión y la encontró bloqueada, lo que la puso mucho más nerviosa. Los siguientes veinte minutos transcurrieron perezosos mientras aquella chica volvía a encontrar el valor y la seguridad después de comprobar y volver a comprobar calle, jardín y ventanas.
Mangata la observaba agazapada como un gato, escondida en la oscuridad de la chimenea de la tienda. La vio quitar la tabla, abrir la mansión, entrar. Conejitos listos, aseguraban las rutas de huida antes de moverse. Para lo que les serviría.
Cuando ya empezaba a temer que la chica se hubiese asustado y huido, Mangata la vio volver a aparecer por la entrada. Veía en sus gestos la inseguridad, el miedo, pero también la vergüenza que aquel miedo le producía. Solo era una tabla, solo una tabla en una casa abandonada, en un barrio residencial. Mangata solo la había clavado otra vez, el madero ya estaba; algún padre preocupado debía haberlo colocado para evitar que sus traviesos hijos no jugasen en aquel ruinoso edificio. La chica dudó, dudó un buen rato, pero terminó por tranquilizarse del todo e irse por donde había venido.
Mangata consideró un momento la posibilidad de seguirla, pero decidió seguir con el plan. Si algo se movía, la chica podía volver a su casa sin desvelar nada, Mangata necesitaba la entrada a algún cubil, y tenía alguna idea de desde donde podría ver mejor la acción.
Cuando la muchacha abandonó la plaza, Mangata se deslizó a través de las sombras al siguiente tejado. Rápida como el pensamiento y casi igual de silenciosa, pasó de tejado en tejado hasta llegar junto a la mansión. Espero precavida algún tiempo, valorando desde que posición un espía oculto podría verla moverse, encontró el punto más escondido, y descendió media fachada, saltó a la reja y desde allí al jardín de la mansión. Apenas un par de segundos para toda la maniobra.
Sin levantarse, avanzó sobre la tierra descuidada hasta las sombras del viejo caserón. Había una decena como aquella en Lemuria, viejas casonas vallesas que ningún ciudadano había querido ocupar, demasiado grandes, envejecidas, frías. Se deslizó por la entrada entreabierta y se coló en el interior.
Dentro olía a polvo y vejez, a abandono. Aquella puerta, la trasera, daba a un enorme salón con mesas, aparadores y una gran chimenea. Las telarañas ocupaban buena parte de las paredes, cubriendo muebles y vajilla como enormes y livianas cortinas que caían desde las oxidadas lámparas de aceite. Las pequeñas y rápidas arañas parecían las únicas habitantes de aquel lugar poblado de fantasmas polvorientos. Quizá habían dejado un guardia allí, quizá tuviesen un pasadizo que no conocía, pero por el comportamiento de la muchacha, por su vacilación, Mangata lo dudaba.
Siguió el borde de la habitación, donde sus huellas en el polvo se viesen menos, con cuidado de no desbaratar ninguna telaraña, hasta llegar a una esquina del enorme salón, desde donde, con la ayuda de su daga, pudo trepar poco a poco hasta las vigas que sostenían las lámparas. Probó despacio la resistencia de la madera y se aupó sobre una de las vigas.
El silencio de la noche se rompió mientras pasaba de viga en viga, los sonidos de una persecución apresurada. La trampa se cerraba, se dijo satisfecha. Justo a tiempo.
Se tumbó con lentitud sobre la viga central, como un gato al acecho, procurando no remover el polvo y sin prestar atención a la miríada de arañas que huían despavoridas por encima y debajo de su abrigo.
Desde su puesto pudo ver a un hombre joven entrar como una tromba, asustado, ansioso. Con prisa no exenta de terror, el hombre se quitó un zurrón del hombro y lo arrojó a la chimenea sin miramientos, antes de reanudar su carrera, y por segunda vez en aquella noche, Mangata dejó que se le escapase un ratón. Tenía una presa más jugosa entre manos.
Los cuervos llegaron segundos después, cuchillo en mano y a la caza del fugitivo, y Mangata decidió confiarles la captura de aquel. Ella cubrió su boca con un paño limpio se recolocó en su percha, y volvió a esperar.
No necesitaba abrir aquel zurrón, sabía que había dentro; los planos del laberinto tras el que se escondían las llaves de piedra. Los había visto aquella misma mañana en casa del traidor, escondidos en un cajón de doble fondo. Sí el Yok los quería, el Yok los tendría; tenía mucho que ganar con dejarles hacer.
Esperó en silencio toda la noche, y aún medio día más, sin apenas moverse ni otra distracción que ver correr a las arañas cuando soplaba sus hilos, pero la espera valió la pena cuando la muchacha de la noche anterior entró en la mansión y, de rodillas en el polvo, rebuscó entre los restos de hollín y telarañas hasta dar con el valioso zurrón.
Mirando a todos lados, inquieta por el peso de su carga, la chica abandonó la sala.
Y esta vez, Mangata sí la siguió, como una segunda sombra sonriente y hambrienta.
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