10ª Parte: La Puerta Blanca
Ocho días tras la marcha de Trilero, el atamán y su ejército alcanzaron los alrededores de la Puerta Blanca, la muralla más externa del gran palacio real de Mayak.
Fueron ocho días de snieg y viento, de frío y oscuridad, pero Edda disfrutó de cada segundo de aquel viaje horrible. No tuvo un momento de descanso; cargó y descargó tiendas y madera, acompañó a los cazadores, ayudó a los cocineros, practicó esgrima hasta que le salieron callos, empujó carros atascados en el hielo, alimentó a los caballos, mantuvo las armas en condiciones, montó tiendas, vigiló fuegos, hizo guardia y en general, disfrutó del viaje más de lo que había disfrutado jamás de nada.
Aquella sensación cálida de ser útil, de tener respeto, aprecio, era tan nueva como adictiva. En contraposición, Annora viajó como una princesa prisionera, sin decir palabra ni mover un dedo, llevada de aquí para allá como una muñeca preciosa e inerte. Tras el incidente, habían impuesto una escolta de mujeres a la bruja de Rygge, que se ocupaba de cuidarla en la misma medida que de vigilarla, y se había prohibido a cualquier hombre acercarse siquiera a su tienda, so pena de fustigación.
Edda la compadecía un poco, pero con cada día que pasaba, quedaba menos en ella de compasión y más de algo demasiado parecido al desprecio, un raro sentimiento de superioridad hacia aquella niña que lo había tenido todo y no sabía hacer nada.
El suave amanecer de Koster que despertó a sus compañeros de tienda, la encontró ya en pie y golpeando con saña un simple estafermo. Ya había aprendido lo básico del arte de la espada, pero puesta frente a un oponente humano, dudaba a la hora de atacar. El pánico todavía se apoderaba de ella, no veía aquellos huecos en los que tanto insistía el atamán y dudaba a la hora de lanzar el primer golpe.
Aquello la traía de cabeza. A su favor tenía el apenas haber sido tocada en aquellos ejercicios de combate, era demasiado rápida para sus oponentes, pero aquella indecisión suya, el miedo a salir herida, había frenado cualquier avance que hubiese hecho en los últimos días.
Allá la encontró el atamán, el único aparte de la entusiasta ladrona capaz de madrugar más que la Luna e ignorar frío y sueño.
—Edda —saludó el hombre casi con calidez—, me alegra ver que al menos uno de mis soldados se toma la instrucción en serio.
—Señor Vlad —respondió ella respetuosa—. Pensaba que ya era de día, aquí arriba no distingo bien la hora.
La muchacha dejó caer su espada de madera a la nieve y realizó un breve saludo. Las puntas del mostacho del atamán se curvaron en aquel leve gesto en que Edda había aprendido a ver una sonrisa.
—Nadie podría adivinar sus orígenes en su comportamiento, querida amiga —bromeó el atamán—. Creo que debería enviar a mis hombres a las calles del Amses, a ver si aprenden algo de respeto.
—No durarían medio día —se burló Edda sonriente—. Son demasiado honestos y amables.
El atamán asintió de buen humor, lo más parecido a una carcajada que aquel hombre de hielo podía emitir.
—Quizá tenga razón —le concedió aún sonriente—, quizá tenga razón.
Edda sonrió algo más, firme y serena, pero sus manos jugaban a su espalda, traicionando su impaciencia.
—Señor ¿Puedo ayudarle en algo?
—De hecho, sí —admitió el atamán—. Me dirigía hacia la Puerta Blanca, querría ver el estado de la muralla antes de pensar en el ataque, revisar el escenario del combate de mañana.
—¿Mañana será el gran día, señor?
—Aja. Hemos dado tiempo más que suficiente a sus compatriotas para desarrollar su plan, estén esas puertas abiertas o cerradas, ha llegado la hora de reclamar el castillo.
Edda asintió comprensiva. No tenía ni idea de si Aldric y aquel charlatán habrían logrado algo o si seguirían vivos a aquellas alturas. Tanto daba. La inquietaba mucho más la idea del ataque, al mismo tiempo que la ilusionaba. Ni siquiera ella lograba entenderse.
—¿Y en que puedo ayudarle?
—Bueno, dos personas ven más que una sola. Algo de compañía también es siempre de agradecer.
Edda asintió también a aquello, emocionada ante la perspectiva de acercarse al palacio al fin. Todavía no entendía casi nada de castrí, pero cada vez que la palabra "Mayak" surgía en una conversación, las caras mostraban desde el más profundo de los terrores a una intensa excitación. Quería ver aquel lugar, ver de dónde surgía tanta expectación.
Siguió al atamán a través del bosquecillo que rodeaba el campamento y más allá de él hasta una amplia loma. El clima se había vuelto más cálido según se acercaban a su destino, y los arbustos y las llanuras heladas habían dejado paso a pequeños bosques y tierra, tierra dura y fría, pero tierra, al fin y al cabo.
Subieron a la loma a través de una fina lluvia de snieg, abrazados a si mismos y bien cubiertos. El viento era despiadado allá arriba, donde ninguna roca ni árbol podía cubrirlos de su ferocidad, pero no tardaron en alcanzar un pequeño abrigo en donde pudieron reponer fuerzas.
—¿Qué hace tan especial este palacio? —preguntó Edda una vez estuvieron a cubierto.
El atamán no contestó de inmediato. Se sacudió el snieg del capote y echó un trago a un odrecillo que cargaba bajo el abrigo.
—Para el frío —explicó mientras tendía el recipiente a Edda.
Edda echó un trago corto, del cual la mitad terminó en el suelo entre toses. Resopló mientras notaba como su cara se encendía, y devolvió el odre al atamán, que volvió a guardarlo entre los pliegues de su abrigo.
—Mayak es el alma misma de Koster, querida amiga —respondió al fin con la mirada perdida en el recuerdo.
—Pensaba que esa alma era el fuego —hizo notar Edda en tono burlón.
—Son lo mismo —explicó el atamán—. Has visto Koster, has visto su tierra helada y el paisaje blanco hasta donde se pierde la vista. Es imposible encontrar un camino aquí.
—Pero nosotros hemos llegado a Mayak ¿No?
—Solo gracias a viejos mapas y meses y meses de preparación. Los hombres que nos han guiado hasta aquí crearon toda una serie de indicaciones y marcas para encontrar el camino, y muchos buenos rastreadores se perdieron en el hielo para no volver. —El atamán no perdió su tono calmado, pero debajo de aquella frialdad, Edda pudo notar su emoción—. Mayak es el alma de Koster, como te decía, de una forma muy literal.
El hombre echó otro trago a su odre y la ofreció de nuevo a Edda, que esta vez la rechazó.
—Cuando las siete tribus de Koster se reunieron para elegir un rey, erigieron una enorme torre, mayor que cualquier otra estructura del reino. Fue un esfuerzo titánico, una empresa conjunta de muchos hombres decididos a vencer a esta tierra. Esa gran torre es Mayak, y en los viejos tiempos, el fuego siempre ardía en su cima, sirviendo de guía a cualquiera que viajase sobre esta tierra blanca.
—¿Es una almenara? Pensaba que era un palacio...
—El palacio se construyó más tarde a los pies de la torre, para guardarla y para marcar la fuerza del rey como defensor de la luz. Pero esas salas de oro y plata, los tesoros brillantes como estrellas palidecen en comparación a recuperar el control de luz de Mayak. —La sola mención a aquella torre parecía haber conferido al atamán un extraño entusiasmo, casi infantil—. Nizkygrad no es más que uno de tantos pueblos aislados en el hielo, pero una vez la luz brille en Mayak, los pueblos de Koster podrán volver a viajar y el reino podrás volver a ser lo que era. Esa luz, querida amiga, es nuestro mismo futuro.
—Vaya —balbuceó Edda impresionada.
—Sí, estamos jugándonos un reino entero, querida amiga. Pero basta de charla. —El atamán se apartó de la pared rocosa y la animo a seguirle—. Mayak está ya solo a unos pasos, un poco más y podrás ver de qué hablo.
El atamán volvió a calarse la capucha y retomó el camino, con Edda un par de pasos tras él. Avanzaron a través del suave velo de la nevada hasta que el hombre se detuvo, al filo mismo de un pequeño acantilado.
—Observa —indicó en tono respetuoso.
Edda llegó junto a él y fijó la mirada en el horizonte. La cortina de viento y snieg hacía difícil distinguir nada a más de dos pasos, pero poco a poco, las formas de un gran castillo de piedra empezaron a aparecer ante ella.
Todavia les separaba un buen trecho de la primera muralla, y desde aquella loma podían entrever el complejo entero. Dos círculos de murallas rodeaban una escarpada montaña, guardando las formas duras de un castillo erigido sobre la roca, en la roca y a través de ella. Las formas difusas de torres, almenas, contrafuertes y balcones brotaban de la piedra como si la misma naturaleza los hubiese esculpido, un fuerte que era al mismo tiempo castillo y montaña. Las puertas del enorme palacio se abrían a un enorme patio de piedra, decorado con las siluetas de lo que Edda esperaba fuesen estatuas de piedra y hielo, todo un jardín de ellas, como un ejército a los pies del castillo real. El complejo entero debía ser del tamaño de Amsezia, quizá incluso mayor, pero al contrario que la borboteante urbe, ni un alma se movía en aquellos suelos de piedra.
Despacio, mientras cubría sus ojos con la mano para apartar el snieg, la vista de Edda trepó por la escarpada montaña hasta dar con Mayak. La torre se erguía en la misma cima de la montaña, imponente y solitaria, recortada contra el cielo blanco como un desafío al viento helado de aquella tierra. Su cima se perdía entre las nubes, más allá de la vista, más allá del alcance de los simples hombres. De algún modo, aún sin haberla visto nunca, entendió la obsesión del atamán con aquella luz, y se estremeció entera de expectación.
Un grito sacó a la ladrona de su ensoñación, una advertencia rugida en un painte cerrado.
—Yo que vosotros no me quedaría ahí a la vista de todos. Si no fuese por la nevada, ya seríais comida para pájaros.
Edda se giró nerviosa mientras llevaba la mano a la cintura. Había dejado su espada de practica en el campamento, recordó, aunque tampoco creía que hubiese servido de mucho. Buscó en vano con la mirada a su alrededor, sin ver a nadie, preparada para lo que pudiese venir.
La reacción del atamán fue mucho más comedida. Puso una mano en el hombro de Edda, tranquilizándola, y se dirigió a su invisible interlocutor.
—Empezaba a no estar seguro de si habrías logrado llegar.
Recibió una carcajada feroz por respuesta.
—Ay, ay, que poquita confianza —se burló la voz escondida; ronca, suave, femenina, una voz con colmillos—. Llegamos hace ya dos días, señor de las nieves. Y tú, cariño, deja de mover la cabeza, me estás poniendo nerviosa.
Una figura surgió de entre el paisaje helado, embozada hasta las cejas. Su abrigo, sus guantes y botas, toda su ropa era blanca como el snieg, y su figura se difuminaba con el paisaje.
—Annis la Negra —se presentó la desconocida—. Un placer.
—Yo soy el atamán, como supongo ya imaginas. Mi acompañante es la señorita Edda de Ponteleone, una prometedora aprendiz llegada de Sonnd.
—Un viaje largo —reflexionó Annis—. Estás, lejos de casa, pequeña.
—En absoluto —respondió Edda—. Nunca he estado más cerca.
—¿Traes lo pactado? —las interrumpió el atamán con cierta brusquedad.
—Vaya viaje tonto al culo del mundo hubiese hecho si no ¿No? —se mofó Annis—. Pero insisto en que nos alejemos un poco. En cuanto despeje la nevasca, el pajarraco os hará trizas, si seguís ahí.
Sin esperar una respuesta la mujer painte les dio la espalda y se perdió en la nieve. El atamán la siguió y Edda justo detrás de él. Bajaron de la colina y se internaron en un pequeño bosquecillo aislado, apenas un corro de árboles y algunos arbustos al abrigo de la loma. Entre la maraña de ramas, la mujer había despejado un pequeño claro escondido, apenas suficiente para que cupiesen dos personas tumbadas en el suelo y un pequeño fuego con un perol.
—Mejor —concluyó la mujer en cuanto los vio entrar en su pequeño campamento—. Más vale prevenir que curar. Tomad asiento, elegid sitio, vamos a tener que esperar un rato.
Edda se sentó sobre un tronco marchito, consumida de curiosidad, pero el atamán se mantuvo de pie.
—¿Cuántas sois? —preguntó con cierta brusquedad.
—Primero lo primero; bienvenidos a mi hogar, tanto gusto, si digo que os sentéis, os sentáis.
El atamán clavó una mirada severa en la mujer, pero ella ni siquiera parpadeó.
—Podéis quedaros de pie, gran señor —siguió la mujer con una sonrisa—, pero ese pájaro nuestro tiene muy buena vista.
El atamán lanzó un gruñido molesto y se sentó en el suelo junto a las brasas. Annis asintió satisfecha y se agazapó sobre el perol.
—¿Una infusión caliente? ¿Alguno? No seas tímida, niña —Sin esperar una respuesta, vertió algo de liquido humeante en un vaso metálico y lo ofreció a Edda, que lo aceptó con un ligero "gracias"—. Somos dos mujeres, Russ... Mila y yo. Nadie más.
—¿Dos mujeres? —El atamán frunció el ceño contrariado—. Esperaba más del apoyo de Fuerte Rosa.
—Nosotras también libramos nuestra propia guerra, gran señor. Con dos basta y sobra, los números no garantizan nada si hablamos de lunáticos. —La mujer se sirvió un vaso de infusión y se deshizo del embozo para poder beber. Resultó que Annis la Negra era bastante pálida, con unas cejas espesas y un rostro duro—. Además, no venimos con las manos vacías.
—Enséñamelo —exigió el atamán, súbitamente interesado.
Annis sonrió. Tenía una sonrisa bestial, aspecto que se veía resaltado por dos cicatrices que le partían los labios como dos grandes colmillos. Echó un trago a su vaso y apartó algunas ramas de un arbusto cercano hasta dejar a la vista una abultada mochila.
—La mitad del agua de amor de Fuerte Rosa, compañero. Flechas, cantaros, incluso una pequeña escorpina. —enumeró con orgullo la painte—. Ha sido un maldito infierno arrastrarlo hasta aquí, pero esto equilibrara un poco las tornas. ¿Tenéis cebo para Dos Cabezas?
—Tenemos algo mejor —respondió el atamán, sin apartar la vista de la bolsa—. Tenemos al Halcón.
Annis asintió impresionada y echó otro sorbo a su vaso. Edda decidió imitarla; el mejunje sabía a barro y raíces, pero calentaba incluso más que el licor que le ofrecería el atamán. Vació el vaso en un par de sorbos y aceptó otra taza, más o menos en el mismo momento en que otra mujer entraba en el claro.
La recién llegada saludó en castrí al atamán, sin sentarse. Aceptó un vaso de Annis y se quedó en pie tras quitarse el embozo. Si Annis era como una bestia, aquella mujer era como un fantasma, pálida y bonita, con las cejas muy oscuras y una mirada fría y tranquila. Miraba al atamán con fijeza, y el hombre hacía lo propio, en un silencio incómodo. Fue Annis quien rompió aquel hielo, con un carraspeo no demasiado educado.
—Mila, preciosa —dijo con calma indiferente—, a lo mejor deberías enseñarle al atamán nuestro puesto de observación, para que pueda echar un vistazo al viejo Dos Cabezas.
—Sí —respondió con lentitud Mila. Tenía una voz dulce pero fría, muy distinta de aquella dulzura empalagosa de Verochka—. Sí, no es mala idea. Atamán.
El atamán se levantó y siguió a la mujer fuera del claro. En cuanto ambos castríes se hubieron marchado, Annis bufó de alivio.
—Familia —refunfuñó— ¿Quién la entiende?
Edda entendió de pronto porque los ojos de Mila le habían resultado familiares.
—Ella... —preguntó aún con un sorbo en la boca.
—La hija del señor Vlad, sí. —confirmó Annis mientras llenaba el caldero de nieve—. Pero dejemos que esos dos hablen lo que tengan que hablar. Mejor cuéntame que hace una pilluela del Amses tan lejos de sus canales.
—Maté a un hombre —explicó con sencillez—. La Orden me dio una salida, pero sufrimos un ataque y todo se fue al garete. Desde ahí para acá, es una larga historia.
—Una rescatada ¿Eh? Entonces eres una de nosotras, o lo hubieses sido.
—¿Una de vosotras?
—Una hermana de Fuerte Rosa.
—Pues... supongo que sí.
—Bueno, pues siempre tengo tiempo para la historia de una de mis hermanitas pequeñas. Adelante, cuéntame esa epopeya tuya.
Al principio a Edda le costó ordenar aquel extraño viaje sin sentido, pero a medida que las palabras iban formando un relato, los recuerdos iban volviendo. Annis era un oyente atenta, siempre dispuesta a meter un comentario cínico en el momento oportuno, soltar una carcajada cuando la narración lo requiriese e indignarse cuando todo fuese mal. Terminó contándole su vida entera, sus dudas, sus problemas y esperanzas, mientras la mujer preparaba otro caldero de aquella infusión horrible y reconfortante.
—Sí que ha sido un viaje largo, sí —concluyó la painte con una sonrisa divertida.
—¿Verdad? —Edda echó un trago largo a su vaso. Contar aquella historia la había echo sudar casi tanto como vivirla. Estaba sin aliento, pero extrañamente satisfecha—. ¿Y qué opinas?
—¿Respecto a qué?
—No se... de todo, supongo. A veces me levanto y me preguntó que hace una simple ladronzuela como yo aprendiendo a usar una espada, si de verdad me merezco esta suerte. He hecho daño a gente, gente que no me había hecho nada, gente que me ayudó...
Annis la Negra soltó una carcajada retumbante como un trueno. Se levantó de su asiento de un salto y se agachó ante Edda, cara a cara con la ladrona.
—Escúchame ahora, señorita. Tú has visto más de tu propia sangre y carne de la que ninguno de estos perdedores va a ver en su puta vida, si tienen algo de suerte — Edda retrocedió un poco ante la intensidad de aquella mujer, pero estaba atrapada en su mirada, hipnotizada—. Así que, ¿ese tipo al que apuñalaste? Puede considerarse afortunado; él solo se ha llevado una puñalada, tú vas a aguantar una vida entera de dolor —Annis dio un golpecito al vientre de Edda, sorprendiéndola—. Eres una mujer, y las mujeres estamos hechas para resistir, para soportar cualquier cosa. Estamos hechas para ser duras. Has cruzado el infierno, has resistido y has abierto tu camino, no le debes nada a nadie. Te mereces esto más que cualquier noble culigordo de la vieja patria. Levanta la cabeza chica, eres la dueña de tu vida.
—Pero...
—Sin peros. —Annis volvió a su lugar, mientras le lanzaba una burlona mirada de advertencia—. Mira, cuando acabes aquí, siempre hay lugar en Fuerte Rosa para otra guerrera más. Piénsalo.
Edda boqueó sorprendida y una sonrisa incrédula se instaló en su rostro. Ni un mes antes era un despojo humano, un pedazo de piel y huesos sin ningún valor, y ahora parecía que la orden se la rifaba. Aquello era un sinsentido, pero uno muy agradable.
—Gracias. Lo pensaré.
—Esa familia tuya de aquí arriba también pueden venir, o puedes vivir a caballo entre los dos sitios en cuanto limpiemos ese castillo de monstruos —siguió Annis—. En Nyx tenemos otro enorme lio que resolver, más ayuda siempre viene bien.
Edda se sumió en un silencio pensativo, y Annis la dejó hacer y aprovechó para afilar su arma. El atamán y su hija llegaron al poco, todavía inmersos en aquel extraño silencio, y tras el intercambio de unas últimas palabras amables, se separaron. Edda siguió al atamán, después de despedirse de Annis, que respondió con un sencillo gesto y un burlón "piénsatelo".
Tuvo que apresurar un poco el paso para alcanzar al silencioso atamán.El hombre seguía taciturno, así que decidió no estorbar el animo de su benefactorcon charla o preguntas. Ella también prefería el silencio, tenía muchas cosasen la cabeza.
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