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CAPÍTULO 2
ALTHEA
—Mamá, por favor, por favor... Hazme caso. No estás bien. Tienes que curarte, ¿vale? Deja que el doctor Milton te ayude, ¿vale? ¿Vale, mamá? —Necesitaba desesperadamente una respuesta afirmativa.
—Hay un campamento en el bosque. Busca a Rex, es el lobo de la cicatriz en la cara, es tu tío, cariño. Él te protegerá.
Althea lloraba como una niña pequeña que había perdido a su madre en el supermercado. No era muy diferente. El cuerpo de Esther estaba presente, pero su mente la había abandonado hace mucho tiempo, solo que Althea no quería admitirlo al igual que Esther no quería aceptar que la persona a la que amaba se hubiese marchado sin ella.
—No llores, cariño. Si haces lo que te digo no pasará nada malo. La manada te aceptará, lo sé. Y me reuniré contigo cuando todo haya acabado.
—Mamá...te has pasado toda mi vida hablándome de personas ficticias.
—Son reales.
—¡No! ¡No lo son!— gritó ante el gesto de su madre para que no hiciera ruido— ¡No hay una realidad en la que existan los hombres lobo, mamá! ¡No hay manadas en el bosque! ¡No hay ningún hombre con cicatrices que vaya a ayudarme porque no estoy en peligro! ¡Ni siquiera papá nos dejó para protegernos! ¡Él nos abandonó a las dos!
Esther la cogió fuerte del rostro, y Althea vio sus ojos negros y opacos. Dos pozos sin fondo. Los ojos de una persona que se había rendido. Su madre había dejado de luchar, se había encerrado en su mundo y había tirado la llave, y ahora, quería hacer lo mismo con Althea.
—Recuerda, mi niña —Esther le susurró—, tu padre se llama Nel, fue líder del Clan de la Sombra. Un alfa...un alfa increíble—. Althea negó con la cabeza incapaz de retener las lágrimas que escapaban a borbotones—. Pero durante su mandato, se enamoró de una humana. Y abandonó su Clan y lo que era para poder estar con ella, nueve meses después naciste tú —Althea seguía negando y su madre la sacudió—. No le des la espalda a tus raíces. Hubiera sido más fácil mentir sobre lo que eres y hacerte creer que tu padre estaba muerto, pero no podía hacer algo como eso.
El doctor Milton tocó la puerta entonces haciendo un sonido fuerte.
—¿Althea? Vamos a entrar —advirtió.
Esther despegó a Althea de la puerta, la colocó tras ella, como si tratara de protegerla con su cuerpo de un peligro y retrocedió con ella hasta la ventana. La empujaba para que saltara y se colgara de la escalera de madera, pero Althea se sujetó al marco.
—Mamá... mamá... yo te ayudaré. Estaré contigo en todo momento, superaremos esto las dos juntas —la abrazó.
Golpearon la puerta otra vez, y a la tercera el pestillo cedió.
Los tres hombres de blanco estaban en el umbral. Uno era rubio de pelo rizado mientras que los otros dos morenos. Eran inmensos, tan grandes que no cabían por la puerta. Esperaron hasta que recibieron la orden del doctor, y se acercaron con una expresión en sus rostros que lograron poner la piel de Althea de gallina.
Estaba haciendo lo correcto.
Estaba haciendo lo correcto.
Estaba haciendo lo correcto.
Entonces, ¿por qué se sentía tan mal? ¿Tan asustada? ¿Tan aterrorizada?
Arrancaron a su madre de sus brazos y la alzaron como un monigote sobre uno de sus hombros.
—¡Recuerda lo que te he dicho, recuérdalo! —el cuerpo de su madre cayó entonces inerte sobre el moreno y Althea sintió como su corazón se detenía.
No podía más. Estaba rompiéndose. Había esperado, rezado a todos los dioses, buscado ayuda profesional. Había dejado su carrera en la universidad, su círculo de amigos para trabajar y pagar el tratamiento de su madre con la esperanza de que se curara, de que mejorara, de que dejara el mundo de su padre en paz. Ahora se daba cuenta de que todos esos pensamientos no servían de nada, su madre estaba realmente enferma, muy enferma.
Sollozó como nunca lo había hecho y el doctor Milton se acercó a ella para abrazarla. Althea lo dejó.
—Por favor, no le hagas daño. Por favor...ella no tiene la culpa. No le hagas daño. No le hagas daño —Althea suplicaba entre hipidos y Milton frotó su espalda intentando reconfortarla.
—La cuidaremos muy bien, y cuando regrese a casa será una nueva mujer. Te lo prometo. Dime, ¿qué fue lo que te dijo?
—¿Eh?
—Tu madre, antes de sedarla. ¿Qué tienes que recordar?
—Nada —suspiró—. Eran las mismas locuras de siempre.
Althea se limpió las lágrimas y la nariz con el dorso de la mano y fue al salón para ver cómo metían a su madre en la furgoneta. Uno de los hombres regresó hacia ellos.
—Necesito que firmes unos simples papeles de ingreso. Eric te ayudará en todo lo posible.
Althea sorbió su nariz y asintió.
—¿Cuándo podré ir a visitarla?
—Te avisaré. Todo estará bien. Te lo prometo. Ahora, trata de descansar. Llamaré para informar de su estado —. Se despidió del doctor con un abrazo y observó cómo la furgoneta se perdía por la carretera.
Tomó aire hasta que su pecho dolió y se giró al hombre rubio cerrando la puerta tras ella. Debía tener un aspecto terrible pero eso no le importaba. Acababa de perder a su madre por segunda vez, ¿quién le aseguraba que podría recuperarla?
—¿Dónde tengo que firmar? —preguntó.
Ahora más que nunca necesitaba una ducha para despejar parte de su cabeza. El doctor Milton tenía razón. Debía confiar en él. Su madre llevaba mucho tiempo enferma, desde que ella era pequeña, y nada de lo que había hecho parecía ser suficiente para ella.
Estar ingresada podía beneficiarlas a las dos. Su madre compartiría otras historias y haría una terapia más intensiva, justo lo que necesitaba. Y ella... ella podía concentrarse en buscar un empleo mejor, en descansar para no parecer un fantasma recién salido de una película de terror y en darle a su madre el mejor de los regresos.
—¿Tienes un bolígrafo?
—Un momento —Althea se giró para ir a la cocina y entonces escuchó un ruido. El sonido de sus llaves, los pestillos de su casa cerrándose.
Dio media vuelta, dándose cuenta quizá demasiado tarde de que el hombre no llevaba con él ningún papel o carpeta y tampoco parecía tenerlo bajo la ropa. Se quedó pálida, más aún, cuando lo vio sonreír y lanzar las llaves con una mano de arriba abajo, sopesándolas. Las cogió al aire y las metió en uno de sus bolsillos traseros.
Entonces, Althea olió el peligro. Lo sintió como si una especie de electricidad subiera por su espina dorsal. Retrocedió un paso.
—¿Quieres jugar al pilla-pilla, guapa? —Eric hizo referencia a un juego de niños en el que uno debía atrapar a los otros que intentaban escapar.
Althea colocó la palma de la mano en la pared, caminando despacio hacia atrás. Eric no le quitaba los ojos de encima y a cada paso que ella daba, él la cercaba.
Sus movimientos eran suaves, a cámara lenta, incluso su cabeza parecía no procesar la situación en la que estaba.
Eric sonreía y a veces, hacía un amago de lanzarse a correr para ver cómo la joven botaba del sitio y los ojos salían de sus órbitas asustada. La tercera vez, no fue un farol. Eric se precipitó y estuvo a punto de agarrarla de no ser porque Althea giró sobre sus talones y corrió a la cocina. Se refugió tras la mesa y las sillas y el enfermero no la perdió de vista mientras que ambos daban vueltas jugando al ratón y al gato.
Althea era el ratón. No había ninguna duda.
—¿Qué es lo que quieres? —quiso que su voz sonara firme pero no fue así.
—¿Qué crees que quiero, guapa?
—¿Dinero? Aquí no tengo mucho, pero si me dejas ir al banco mañana, tengo ahorros y...
Eric rió.
—No necesito dinero. Me pagan por hacer esto.
—¿Quién? ¿Por hacer qué?
—No pareces una chica tonta, Althea.
—¿Qué vas hacer? ¿Dónde está mi madre?
Eric se detuvo sin responder, y Althea tuvo que hacerlo también. Los dos se miraron durante unos segundos. La joven aún esperaba que el enfermero sacara de donde fuera un papel para firmar. Le pidiera perdón por haberla asustado y le dijera que había sido una broma para luego marcharse de la casa. Sin embargo, algo detrás de su oído le decía que no iba a ser así, y que debía salir y pedir ayuda a algún vecino porque estaba demasiado lejos de su teléfono como para llamar a la policía antes de que él llegara a ella.
Althea mordió su mejilla interior a punto de saborear su sangre. Miró de reojo la puerta trasera que él no había cerrado y no se lo pensó dos veces. Corrió.
Antes de llegar a tocar la manivela, una mano se cernió alrededor de su cabello, tiró de ella para golpearla contra la pared. Sintió cómo su costado se entumecía, y luego, Eric la cogió del cuello y la subió hacia el techo como una especie de trofeo que mostraba a su audiencia.
Althea trataba de respirar, abría la boca en jadeos, arañaba sus manos y pataleaba hasta que se dio cuenta de que sus esfuerzos eran completamente inútiles. El hombre era tan grande que podía aplastarla de un manotazo, y lo estaba haciendo. No tenía oxígeno, se estaba ahogando, apenas respiraba y empezó a llorar de nuevo. Empujó su cuerpo contra el suyo, su rostro cerca, sonriendo, lamiendo sus labios como si le gustara, como si disfrutara. De repente, sintió algo caliente en su espalda que quemaba su piel, y recordó el arma que su madre había escondido tras su pantalón.
Buscó el ardor, y aprovechando que Eric estaba demasiado cegado con su excitación, clavó el puñal en su espalda con ambas manos.
Eric gritó con fuerza. La soltó y humo empezó a salir de la herida.
—¡Hija de puta! ¡¿Qué cojones es esto?! —gritó el rubio revolviéndose, intentando alcanzar la daga con sus manos y arrancársela, incluso había hecho un boquete en la tela de su camiseta con un cerco negro.
Althea no se quedó a ver lo que ocurría. Abrió la puerta trasera y salió descalza. Iba sin rumbo, buscando a alguien por la calle, tocando puertas y marchándose cuando nadie abría, esperando encontrar alguna luz encendida.
Aporreó una puerta, y gritó, y antes de darse cuenta, Eric estaba de nuevo tras ella. Corría como un diablo. Althea se alejó de él por el camino de baldosas. Necesitaba esconderse o el hombre la mataría. Pasó por el supermercado de al lado de su casa que tenía un letrero verde fluorescente, dónde iba a comprar con su madre cada sábado.
No pudo evitar querer acurrucarse en cualquier sitio cálido. Un lugar seguro en el que se sintiera protegida, cuidada y con su madre, y sin saber porqué, se descubrió a ella misma cruzando la carretera, saltando la valla de madera y entrando en el bosque. Cayó de bruces en el primer paso tropezando con una raíz levantada. Estaba demasiado oscuro para ver y ella estaba demasiado asustada como para mirar por dónde iba. Se levantó rápido al oír a Eric llamándola y supo que había entrado en el bosque con ella cuando escuchó sus pasos detrás.
Tapaba su boca mientras corría, lloraba en silencio. Buscando... buscando ayuda por todas las sombras, por todos los árboles, buscando la gente de la que su madre no había dejado de hablar desde que era niña. Esperando como una loca que alguien viniera a salvarla porque de lo contrario, Althea estaba segura que iba a morir, y lo haría en aquel bosque tétrico y su madre...
Althea cayó de nuevo, y se arrastró como una culebra hasta tocar el tronco de un árbol, se encogió en él. Dejó de escuchar los pasos para oír su respiración alocada, sus jadeos llenos de miedo, sus sollozos ahogados y la angustia. No deseaba nada más que estar en una pesadilla, y que al despertar, su madre durmiera en su cama. Deseaba salir a trabajar a las siete, volver por la tarde, hablar con su madre de cosas sin importancia, incluso de lobos. Le daba igual ya. Solo quería volver a su vida y que todo a su alrededor se desvaneciera como una bruma, pero no fue así. Alguien la cogió de su tobillo hinchado, apretó haciéndola gritar y la arrastró por la tierra. Althea intentó agarrarse a todo lo que pudo, arañando la tierra, las raíces, las ramas, las flores.
—¡Detente! ¡Detente, por favor! —exclamó atragantándose con sus lágrimas— ¡Para! ¡Déjame! ¡Te daré todo lo que quieras pero suéltame!
Eric dejó de tirar de ella solo para ponerse encima de su barriga. Golpeó su cara, y lo siguiente que vio Althea fueron estrellas doradas mientras saboreaba el hierro de su sangre. Volvió a intentar luchar contra él. Olía a carne quemada, olía a bosque, olía a barro, y olía... también olía algo picante. Peligroso. Sus pupilas se dilataron tanto que sus ojos pasaron a ser negros.
—No me tientes. Dios...esta cosa me arde como un demonio. ¿Con qué me has dado, bruja?
—No...no lo sé. Dime qué es lo que quieres, pero no me hagas daño, por favor, por favor... —Althea suplicaba entre llantos.
Al menos esperaba un poco de compasión. Una pequeña esperanza de que Eric la dejara libre, pero él rio en su cara.
—No tienes nada que nosotros queramos.
—¿Y mi madre? ¿Qué tiene ella? ¿Qué queréis de ella?
—Solo queremos escuchar uno de sus cuentos —dijo con aire inocente—. La cuidaremos muy bien, Max se encargará de todo— llamó al doctor Milton por su nombre de pila y la niebla en su mente se disipó poco a poco.
El doctor Milton... ¿Había sido él? ¿Por qué? ¿Por qué haría algo así después de tanto tiempo? ¿Por qué se había llevado a su madre?
Forcejeó intentando que sus manos no volvieran a su cuello y recibió un segundo golpe que la dejó fuera de juego. El hombre sádico volvía a estrangularla mientras presionaba con su cuerpo su barriga. Sentía que iba a vomitar, que iba a escupir su estómago y que sus tripas saldrían volando por algún lugar hasta quedar colgadas en un árbol.
Era horrible. Iba a morir y ni siquiera sabía por qué, o dónde estaba su madre, o que le harían. Las últimas lágrimas empaparon la tierra y entonces se escuchó un sonido, o más bien un gruñido tan fuerte y áspero que las hojas a su alrededor se movieron. Hubo una corriente de viento. Su nariz picó y volvió a respirar cuando Eric aflojó su agarre, pero no la soltó.
Los dos se quedaron en silencio mirándose en la oscuridad, escuchando los movimientos con sigilo que algo daba a su alrededor. Althea jadeó. Sus talones se clavaron en la tierra y luego las manos de Eric estaban apretando de nuevo en su garganta.
—Me hubiese gustado tomar un poco más de tiempo contigo. Ya sabes, darte una buena noche —susurró Eric tras lamer su oído—, pero me has hecho enfadar, pequeña.
Althea abrió la boca para gritar. Respirar. Suplicar. Cualquier cosa. Nada salió. Dejó de luchar, y de repente, Eric fue lanzado por los aires.
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