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CAPÍTULO 1

ALTHEA


Sucedió en verano. Era de noche, de madrugada. Una noche sin estrellas en el cielo, y por extraño que pareciera, una noche sin luna.

Althea daba vueltas a su cama intentando conciliar el sueño, miraba la pantalla de su teléfono móvil sobre la mesita, resoplaba y acomodaba la almohada en un intento por relajarse y descansar un poco antes de ir a trabajar. Al quinto intento, desistió, se levantó de un salto y recogió su cabello en un moño alto.

El calor era insoportable y según las noticias la ola se alargaría hasta el fin de semana. ¡Estaban a martes, por dios! ¿Cómo iba a sobrevivir? Fue a la ventana en busca de aire fresco despegando el pijama de su espalda sudorosa. Necesitaba una ducha fría.

Detestaba el verano, y también odiaba a las personas que como su mejor amiga Lila aprovechaban cada segundo para hablar de lo maravilloso que era el sol, ir a la playa, y tomar helado en una cafetería. Aún no sabía cómo las dos se soportaban siendo completos polos opuestos. Cuando Althea decía negro, Lila era blanco. Cuando a Althea le apetecía quedarse en casa viendo una película, Lila quería salir de fiesta y emborracharse.

Ya no eran unas chicas adolescentes, tenían veintitrés años, responsabilidades, pensar en el futuro y lo que harían con sus vidas, pero esa solo parecía ser una preocupación de Althea, ya que los padres de su amiga tenían suficiente dinero como para mantenerla sin que ella moviera un dedo.

A veces la envidiaba. Por eso había dejado de ir a su casa, y entre el trabajo y cuidar de su madre, hacía meses que no se veían. Pensó en llamarla pero no sabía si estaría durmiendo y no quería molestarla a estas horas.

Mañana lo haría.

Althea vestía un pijama de color celeste que consistía en una camiseta de tirantes y unos simples pantalones cortos. La joven era alta, demasiado según los chicos con los que había salido y la habían dejado. No era delgada cómo una modelo, pero tampoco tenía suficientes curvas. Era... común. Una chica que pasaba desapercibida en cualquier sitio. Sin nada especial. Su rostro era alargado, cejas rectas. Ojos de color chocolate y labios pálidos y ligeramente rellenos que Althea pellizcaba siempre que estaba nerviosa o molesta, cómo ahora.

Volvió a ordenarse el pelo con los dedos.

Negro azabache.

Negro cuervo.

Negro como su padre.

Respiró hondo quitando lo último de su mente. Él no merecía ser llamado así. No se merecía ese título. Althea no recordaba mucho de él. Lo único que tenía el pelo negro, que había sido el primer amor de su madre y el único, y que gracias a su abandono, ella había enfermado.

Althea soltó el aire de golpe y cuando el viento caliente escupió en su rostro decidió que era un buen momento para gastar todos sus ahorros en un aire acondicionado o un ventilador, cualquiera que hiciera su semana un poco más leve. Dio media vuelta sobre sí misma y recorrió el pasillo de puntillas. Asomó la cabeza por una puerta y con sigilo entró. Allí dormía plácidamente una mujer delgada y menuda. Althea le acarició la frente con cariño y el pelo antes de agacharse y darle un beso. Salió del cuarto de su madre en dirección a la cocina.

Abrió la nevera y sacó una botella de agua para llenar un vaso. Rebuscó también en el congelador dando con dos fantásticos cubitos de hielo. Uno acabó entre sus labios, mientras que el otro flotaba en el agua. Mordió el hielo y siseó de dolor cuando sus dientes y encías se congelaron.

Frotó un punto en el centro de su frente. Sabía que no iba a poder recuperar el sueño perdido, y lo peor era que trabajaba a primera hora de la mañana en la cafetería. Esperaba no derramar el café sobre algún cliente o quedarse durmiendo mientras les tomaba nota. Necesitaba ese trabajo, no podía perderlo.

Althea pensaba en qué podía hacer tras su ducha. Ordenar la casa, limpiar un poco la cocina y contar las pastillas de su madre podía ser una buena opción, pero antes de que terminara su vaso de agua o antes de poder poner un pie en el baño, tocaron a la puerta. La joven dudó unos segundos. Era la una de la madrugada.

Miró por la mirilla y su ceño fruncido se relajó al ver al hombre de pelo canoso que esperaba. Quitó los cerrojos, le dio la vuelta a la llave, y abrió un poco la puerta.

—¿Doctor Milton? ¿Qué hace usted aquí?

El hombre sonrió al escuchar su voz. Amable.

—Necesitaba hablar contigo.

—¿De madrugada?

—Tengo un viaje en pocas horas, y pasando por aquí he visto las luces encendidas. Es importante.

Althea tragó saliva, sentía que había algo atascado en su garganta.

—¿Sobre mi madre?

El hombre mayor asintió con la cabeza.

—¿Puedo pasar?

—Claro. Adelante. ¿Necesita algo de beber? —Althea se echó a un lado.

—No, gracias. ¿Qué te tiene despierta?

—Es el calor. No lo soporto.

Milton esbozó una sonrisa.

—Yo tampoco, pero deberías intentar descansar. No tienes buena cara.

No hacía falta que un doctor se lo dijera. Althea sabía que no dormía bien y no era especialmente por la ola de calor. Tenía tantas preocupaciones en su cabeza que apenas descansaba tres horas seguidas.

Sentados en el sofá, Althea intentaba controlar sus piernas nerviosas que no dejaban de temblar.

—¿De qué se trata? —se atrevió a preguntar.

—Creo...y tú también estarás de acuerdo en que tu madre ha empeorado considerablemente.

Althea levantó la mirada hacia él.

Su madre había sido diagnosticada con esquizofrenia paranoide. Un trastorno mental que alteraba el pensamiento, la percepción de la realidad y el comportamiento llegando incluso a perder el contacto con el mundo real que los rodeaba, a sufrir alucinaciones, delirios y escuchar voces.

En el caso de su madre, había creado un mundo paralelo. Hablaba de lobos que se convertían en hombres y se escondían en el bosque. Hablaba de árboles sagrados, de diosas, de clanes.

Del Clan de la Sombra.

La primera vez que Althea escuchó una de esas historias tenía seis años. Su padre se había ido de casa unos meses atrás, y las dos estaban destrozadas. Una noche en la que Althea lloraba mientras preguntaba por él, Esther se sentó a su lado, le acarició la cabeza y le dijo un par de palabras.

—Tu padre se ha ido para protegernos. Él no es de este mundo, no podía quedarse para siempre.

Después empezaron las historias, o más bien los cuentos de hadas. Althea recordaba esperar la noche con ansias. El momento en el que su madre encendía la luz de la mesita y hablaba de su padre. Sin embargo, la pequeña Althea creció, y Esther seguía contándole los mismos cuentos de fantasía, las mismas leyendas, las mismas historias que ella tomaba como una realidad y que hacía que Althea se preocupara día tras día hasta que decidió consultar con un especialista.

El doctor Milton fue muy claro desde el principio. Le habló de que la esquizofrenia podría aparecer a cualquier edad y en personas sin antecedentes de enfermedades mentales. A veces por sí sola, otras con un desencadenante. Y el desencadenante de su madre había sido el abandono de su primer amor.

—Althea, ¿me escuchas? —la voz del doctor la sacó de sus pensamientos.

Milton se había acercado tanto que sus rodillas rozaban las de la joven.

—Si, le estoy escuchando, pero... no lo entiendo, doctor Milton. Este fin de semana tenemos terapia con usted. ¿No podemos hablarlo en la consulta?

—Temo que sea demasiado tarde. En las últimas sesiones tu madre ha estado desconectada, no quería decírtelo para no preocuparte pero... se ha cerrado. No me cuenta lo que pasa por su cabeza, ignora mis preguntas o responde con cosas totalmente diferentes.

Althea se alejó con disimulo.

Milton siempre le había parecido un señor amable y entrañable. Era menudo, delgado, con el cabello canoso, los ojos azules, y arrugas en su rostro que lo hacía ver como el abuelo que nunca tuvo, sobre todo contando lo atento que había sido con las dos desde que empezaron la terapia. No solo se interesa por el mundo inventado de su madre y por cómo reaccionaba a la medicación sino por el estado anímico de la joven.

—Hablaré con ella —prometió.

—Althea... —Milton puso una mano sobre la de ella—.Me gustaría ingresar a tu madre en mi centro médico de psiquiatría.

Althea sintió que se quedaba helada.

—No. No... —negó con la cabeza también haciendo que varios mechones se soltaran del recogido y resbalaran por sus sienes—. Usted dijo que eso no iba a ser necesario, que con la medicación y las sesiones iba a recuperarse.

—A veces, hay pacientes que no responden bien, cada enfermo reacciona de una forma a los tratamientos. Quiero evitar que tu madre se haga daño a sí misma, o que te lo haga a ti cuando sufra un brote.

—No, yo... Todo va bien en casa, está tomando su medicación, duerme por las noches, está tranquila. No ha vuelto a contar una de sus historias o mencionar a mi padre.

Padre. Esa palabra sonaba tan amarga en su boca. Con tanto rencor, tanta rabia...

—Te prometo que cuidaremos muy bien de ella. En mi centro tendrá un trato especial. Todos los días hará terapia, estará en contacto con más personas con su misma condición, vivirá sus experiencias y aprenderá a diferenciar el mundo de su cabeza del mundo real.

—Doctor Milton, de verdad que no...

No quería encerrar a su madre y privarla de su libertad.

—En unas semanas estará de vuelta en casa —Milton volvió a acercarse a ella—. Es lo mejor. Confía en mí. Nunca te engañaría. Deseo tanto como tú que Esther se recupere y supere su enfermedad, sólo tiene que avanzar un poco más.

—¿Cuándo debería ingresar? —preguntó por curiosidad.

—Esta noche.

—¡¿Esta noche?! —exclamó—No. Tengo que hablar antes con ella. No es mi decisión. No puedo decidir esto por ella.

—Muy pocos enfermos ingresan de forma voluntaria —otra vez la mano apretó su muñeca—, ¿no te gustaría recuperar a tu madre?

—Por supuesto que...

—Tienes una oportunidad. Es lo mejor que puedes hacer por ella ahora mismo.

—¿No podría darme un poco más de tiempo?

Milton negó con la cabeza.

—Los enfermeros esperan afuera —señaló.

Althea giró hacia la ventana. Había una furgoneta de color negro frente a la puerta de su casa.

Tragó saliva. ¿Realmente iba hacerlo? ¿Iba a dejar que el doctor se llevara a su madre a un centro psiquiátrico en mitad de la noche?

Todo aquello era tan extraño...

—¿Podría ir a despertarla al menos?— preguntó y sintió alivio cuando Milton se alejó de ella para levantarse del sofá.

—Por supuesto.

Althea dejó el vaso sobre la mesa. Sabía que su madre no iba a perdonarle esto, pero...¿qué más podía hacer? Lo había intentado todo con el doctor. Dio un vistazo hacía atrás antes de girar en el pasillo y vio cómo tres hombres altos y demasiado grandes entraban en su casa vestidos con camisetas y pantalones blancos.

Intentó quitar de su cabeza esa imagen que producía escalofríos en su cuerpo. Lo mejor sería explicarle las cosas a su madre, si estaba de acuerdo, dejaría que entrara en el centro del doctor Milton, pero si no lo estaba... Althea no iba a obligarla.

Abrió la puerta y entró buscando el bulto en la cama. No estaba. De repente, y antes de que ella pudiera decir algo, alguien la empujó contra la puerta cerrada, tapó su boca con una mano y sintió algo frío rozar su garganta.

Respiró de forma entrecortada, escudriñando la sombra de su madre pegada a la de ella, y la daga de madera negra que había empuñado sobre su piel.

—Shhh... —dijo Esther cerca de su oído, escuchando los pasos de los hombres en la penumbra que se acercaban a ellas— Vas a moverte sin hacer ruido. La ventana está abierta, usa las escaleras de la fachada para bajar y luego busca ayuda en el bosque —susurró en su oído.

Las palabras de su madre eran tan claras como perturbada estaba su mente.

Retiró el puñal negro de su piel. ¿De dónde había sacado esa arma? ¿La había comprado sin que ella se diera cuenta? Esther la rodeó con sus brazos, y Althea sintió que colaba el mango del puñal dentro de la cinturilla de su pantalón de pijama.

—Mamá...¿qué haces? —dijo suave cuando pudo hablar— Mamá, queremos ayudarte. El doctor y su equipo van a llevarte a un sitio especial para ti.

—Milton no es lo que dice ser, nos ha engañado.

Althea sintió pena, angustia, tristeza, derrota. Una gran derrota ante el estado de su madre.

—¿Dónde has conseguido el arma? ¿Tienes más? —intentó sacarla de su ropa pero Esther no la dejó.

Como había dicho el doctor, tenía miedo de que Esther intentara hacerse daño a sí misma o a Althea. Su hija nunca había visto en ella una conducta agresiva, Esther era calmada, pacífica, nunca gritaba o levantaba la voz. Ella solo contaba historias... historias de su mundo feliz y de color de rosa.

—Era de tu padre —confesó y Althea quiso llorar—. Y ahora tuya.


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