Capítulo 13
Al día siguiente, Alice era un manojo de nervios. No se había atrevido a ir al discurso de Max. Había sido muy cobarde por su parte, pero había preferido quedarse en su habitación pensando, y pensando, y pensando... parecía que no podía hacer nada más que pensar.
Sin embargo, cuando salió de su habitación para ir a clase de Rhett, notó las miradas de reojo, los comentarios y las malas caras. Obviamente, la gente no estaba contenta con la decisión. Se iban a arriesgar todos por ella cuando, en realidad, apenas la conocían. Solo la conocían los más jóvenes y, salvo algunos casos particulares, parecían pensar lo mismo que los adultos.
Al llegar a clase de Rhett, vio que ya habían empezado a practicar golpeando los sacos. Encima, llegaba tarde. Probablemente, en otra ocasión habría temido el discursito de Rhett, pero en ese momento solo quería descargarse contra el saco.
Pero, para sorpresa, no dijo nada. Solo la miró de reojo mientras ella se detenía junto al único saco vacío. Empezó a practicar los ejercicios sin mirar a nadie en concreto.
Jake estaba en su saco sudando como un loco por el esfuerzo. Ni siquiera parecía alterado. Alice lo observó, confusa. Quizá no había ido al discurso de Max. De haberlo hecho... sabría que el padre John también lo quería a él.
Rhett dio unas cuantas explicaciones sobre golpes, esquivar y lo de siempre. Alice no lo escuchó demasiado. Sus prácticas fueron con una chica que había visto alguna vez en Ciudad Central y que la miraba como si fuera un insecto al que pisar.
Cuando terminó la clase, empezaba a sentirse abrumada por las miradas de desprecio. Los únicos que no la habían mirado así habían sido Jake, Rhett, Trisha y, sorprendentemente, Kenneth.
Alice transportó su saco a la zona de materiales y lo dejó en el suelo, resoplando. Mientras se daba la vuelta, notó que alguien se le acercaba. Era Trisha.
—¿Podemos hablar un momento? —le preguntó.
Alice la miró en silencio. Podría haber aceptado una y mil veces que Trisha la entregara sin pensarlo. Lo entendía. Solo quería protegerse. Pero entregar a Jake... él siempre había sido bueno con ella. Siempre. Había sido uno de los pocos que jamás la habían juzgado en Ciudad Central.
Se sentía como si le hubiera clavado un puñal en la espalda.
—Mira, lo que dije en la reunión... —empezó.
—No hace falta que me des explicaciones —Alice intentó no sonar fría, pero su mirada era difícil de ocultar.
—Lo siento, ¿vale? —ella suspiró—. Mira, sé que Jake te importa mucho, pero... hay tantas vidas en juego que...
—Trisha —la cortó Alice—, tengo demasiado en la cabeza como para hacerte sentir mejor. Hiciste lo que creíste que era lo correcto. Nadie puede culparte por ello. Ahora, si me disculpas.
No esperó una respuesta. Se dirigió a la salida con los demás.
—Alice —escuchó a Rhett, que la miraba desde el centro del gimnasio—. Ven, ayúdame.
Ella cerró los ojos un momento. Solo quería estar sola. O no. Ni siquiera sabía lo que quería.
Se acercó a Rhett, que miró por encima de su hombro a los demás. No dijo absolutamente nada hasta que se marcharon todos y ambos escucharon la puerta del gimnasio cerrándose.
—No te he visto esta mañana en el discurso de Max —comentó Rhett, mirándola.
—¿No iba a ayudarte con algo? —preguntó Alice, intentando evadir el tema.
—Sí, a saber el por qué.
Ella suspiró.
—Mira, te ayudaré a llevar todo esto al almacén si quieres —dijo lentamente—, pero no quiero hablar de nada.
Recogió las cosas bajo su atenta mirada. Él no decía nada. Eso la hacía sentir aún peor que si se hubiera enfadado. Cuando Rhett se callaba, había motivos para asustarse.
El almacén era del tamaño que la vieja caseta donde escondían la munición. Alice dejó una de las bolsas en el suelo y vio que Rhett dejaba las dos últimas a su lado. Después, se atrevió a mirarlo. Se arrepintió al instante.
Estar a solas con Rhett, una de las pocas personas en las que sabía que podía confiar al cien por cien, fue como si hiciera que se derrumbara. Empezó a notar el nudo formándose en su garganta.
—¿Has visto cómo me miran? —preguntó en voz baja.
—Te aseguro que si alguien hubiera dicho algo delante de mí...
—No lo dirán delante de ti —aclaró ella—. No lo harán. No son estúpidos. Pero... no puedo culparlos por sentirse así.
—Alice...
—Max los ha puesto en peligro por... por mí y por Jake.
Rhett apartó la mirada un momento y ella frunció el ceño.
—¿Qué?
—Max ha decidido mantener en secreto que también querían a Jake —aclaró Rhett—. Pensó que lo preferirías así.
Ella dudó un momento antes de esbozar una sonrisa triste.
—Sí, lo prefiero así —masculló—. Al menos, él no tiene que soportar ser la persona más odiada de la ciudad.
—No lo eres.
—Todo el mundo me odia.
—Yo no te odio —le puso una mano en la nuca—. Estoy muy, muy lejos de odiarte, créeme.
Quizá, en otro momento, ella hubiera sonreído. Sin embargo, en esas circunstancias solo pudo empezar a lloriquear. Hacía tanto tiempo que no lloraba que era extraño hacerlo. Ni siquiera era un llanto. No cambió su expresión. Pero las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas.
—¿Como puedo seguir aquí, verlos... ver todo lo que destrozaré y no entregarme?
—No digas eso.
—No puedo dejar que mueran por mi culpa —murmuró.
—No morirán. No morirá nadie —él se inclinó hacia delante—. Tenemos buenas defensas y...
—¿Puedes prometerme que nadie morirá si decido no entregarme?
Él dudó un momento.
—No.
—Entonces... —negó con la cabeza—. No sé por qué quisisteis que me quedara. No debería estar aquí. Ojalá no hubiera pedido a Jake. Todo sería tan fácil...
—No sería fácil —Rhett apretó los labios.
—Rhett, tienes que pensar en los demás, yo...
—Que le den a los demás. A todos. Yo te quiero a ti.
Ella lo miró por unos segundos, muda.
—Somos una familia, Alice. La familia está unida siempre. Aunque haya problemas. Y si un miembro de la familia está en peligro, los demás lo protegen.
Alice agachó la mirada un momento, recuperando la voz.
—¿Habrías hecho lo mismo por Trisha? —preguntó en voz baja—. Ella también es parte de la familia.
—Sí —ni siquiera titubeó—. Aunque dijera lo que dijo en la reunión.
—No puedes culparla por querer salvarse. Ha pasado por tanto.
—Y ha llegado aquí gracias a ti. Igual que Kenneth, Kai, Eve, Blaise... y yo. Todos hemos llegado aquí porque tú no paraste hasta que encontraste una forma de volver a casa, con los nuestros. Te debemos nuestra vida y, ahora que tú necesitas nuestra ayuda, te han dado la espalda. Tenemos derecho de sobra a culparla.
Ella suspiró. No sabía qué decirle.
—Prométeme que no te entregarás —él le levantó la cara por la barbilla—. Prométemelo.
—No puedo prometerte eso y lo sabes.
Él tragó saliva, mirándola.
—Por favor, no lo hagas —dijo en voz baja.
No lo había escuchando suplicar algo jamás. Ella se quedó sin palabras de nuevo.
—No lo hagas —repitió Rhett—. Te necesito.
Alice no se atrevió a mirarlo. Sentía que iba a ponerse a llorar de nuevo. Después, negó lentamente con la cabeza.
—Espero que tengas un buen plan de defensa —masculló.
Vio, de reojo, que Rhett esbozaba una pequeña sonrisa tras un momento de duda. Después, se inclinó hacia ella y empezó a besarla.
***
Cuando entró esa tarde en el hospital, vio que Eve estaba despierta, leyendo un libro. Alice enarcó una ceja al ver que era un libro de historia de antes de la guerra.
—Hola, Alice —Eve sonrió, bajando el libro—. Ven, siéntate. Me alegro de verte.
—Eres de las pocas que me dicen eso hoy —masculló Alice, moviendo la silla para poder sentarse a su lado.
Eve estaba pálida y delgada. Esos días, había tenido algún que otro problemas con su hijo y Tina había decidido tenerla en observación durante el mes que le quedaba para dar a luz.
—Ya he oído lo del padre John —murmuró Eve, mirándola con cierta lástima—. ¿Fue tu creador?
—Y el padre de la dueña de mis recuerdos de humana —masculló Alice. Sintió que podía contárselo a Eve sin miedo—. ¿Lo conociste cuando vivías aquí?
—Solo lo vi unas cuantas veces. No fue mi creador. Siempre me pareció... muy simpático en comparación con los demás padres.
—Sí, yo pensaba lo mismo al principio —ella quería cambiar de tema, así que señaló su libro—, ¿qué es eso?
—Estoy intentando aprender un poco de historia humana —murmuró Eve con una pequeña sonrisa—. Quiero aprovechar el tiempo que tenga que estar aquí.
—Yo era una androide de información —murmuró Alice—. Puedo contarte casi toda la historia de los humanos y todas y cada una de las características de este lugar. Al menos, las que los padres no me ocultaban.
—Yo era de agricultura —Eve esbozó una sonrisa triste.
—¿En serio?
—Sí. Me pasaba el día entero en los huertos interiores, programando las máquinas que hacían que las plantas no murieran... puedo decirte el nombre de más de dos mil plantas, flores y arbustos distintos.
Las dos sonrieron con la mirada perdida.
—Mis favoritos eran los androides de protección —murmuró Alice—. Solía pensar en lo genial que sería que te entrenaran desde tu nacimiento para proteger a alguien.
—Mírate ahora —Eve sonrió—. Fuiste mi protectora durante todo el camino.
Alice no supo qué decirle. No estaba acostumbrada a los halagos y hacía que sintiera algo de vergüenza.
—¿Por qué parte vas? —le preguntó, señalando el libro.
—Siglo veinte —murmuró Eve—. He intentado evitar guerras, pero... estos siglos están tan llenos de ellas... a mí lo que me gusta es ver cómo vivían.
—Sí, vivían mejor que nosotros. Eso seguro.
—Cuando vivía aquí, mi creador tenía una fotografía de su vieja casa en la mesa. La recuerdo perfectamente. Era una casa blanca con ventanas grandes y, por algún motivo, una puerta roja. Me imaginé una y mil veces siendo humana, pudiendo vivir ahí. Entrar y salir por la puerta roja. Poder tener mi huerto, mi propia casa... Poder hacer lo que quisiera.
Miró a Alice.
—¿Qué hubieras hecho tú de haber estado en el mundo humano?
Alice esbozó una pequeña sonrisa.
—Ir al cine.
Eve la miró, confusa, sin comprender.
Estuvo un buen rato con ella charlando, pero no tardó en aparecer Tina para decirle que Eve tenía que estar tranquila. Alice se marchó rápidamente, intentando evitar que le empezara a preguntar si estaba bien. Amaba a Tina, pero en ese momento era lo último que necesitaba.
La tarde le pareció eterna. Se la pasó entera en la antigua biblioteca. Había pasado tanto tiempo ahí cuando esa era su zona... solo para recabar más y más información. Y, ¿para qué le había servido? Para saber datos históricos estúpidos. Pero hasta llegar a Ciudad Central no había aprendido lo que era una preciosura, una película, la música... e incluso besar a alguien.
Estaba revisando un libro sobre la Edad Media cuando notó que alguien se le acercaba por detrás. Se dio la vuelta con el ceño fruncido, pero se detuvo en seco cuando vio que era Kai, que hiperventilaba.
—Hola —dijo, jadeando—. Madre mía, cómo cansan esas escaleras.
—Y eso que las has bajado —sonrió Alice.
Kai respiró hondo y pareció centrarse de nuevo.
—Tengo que enseñarte algo.
—¿Davy y tú habéis descubierto algo?
—No, solo yo —Kai sonrió, entusiasmado—. Ven, corre.
Dejó el libro en su lugar y lo siguió por las escaleras. Kai parecía ansioso.
—He oído lo de los invasores —comentó él. Alice suspiró.
—¿Y qué piensas de ello?
—Has hecho bien en negarte a ir con ellos —dijo, para su sorpresa—. Lo único que les mantiene alejados de usar la violencia contra este lugar eres tú. Y no es que vayan a cambiar su forma de ser porque te entregues. Nos matarían igual.
Alice lo miró de reojo mientras entraban en una de las salas del primer piso. Kai cerró la puerta tras de sí y ella vio que estaban en una habitación con una camilla y una máquina bastante grande que no había visto nunca. La máquina tenía una silla, una pantalla grande y una extensión que cubría la parte de la camilla en la que suponía que iba la cabeza.
—Creo que, por ahora, no deberíamos contárselo a nadie que no deba saberlo sí o sí —masculló Kai, enseñándole la llave—. La encontré en la biblioteca. En uno de los cajones de las mesas. Me pareció que...
—Kai —ella no quería ser desagradable, así que sonó tan amable como pudo—, al grano, por favor.
—Ah, sí —él sonrió ampliamente—. La cosa es que empecé a mirar a ver cómo funcionaba y... bueno, es un prototipo de intercambiador.
Alice parpadeó. Él pareció un poco decepcionado por la falta de reacción.
—¿Y qué es un intercambiador? —preguntó ella, confusa.
—A ver, no sé cómo se llamará en realidad. Yo le he puesto ese nombre porque me ha gustado y porque creo que...
—Kai.
—Perdón, perdón —se centró de nuevo—. A ver, sabes que todos los androides tienen una función, ¿no?
Ella asintió con la cabeza.
—Pues resulta que esa función no la enseñan. Es decir, puedes ir ampliándola leyendo libros, con prácticas... bueno, todo eso. Pero la información base está implantada en tu cerebro por ser androide.
—Sigo sin entender a dónde quieres llegar —murmuró Alice, confusa.
—Verás —él se acercó a la máquina y le puso una mano encima, como si fuera su niño pequeño—, esta grandullona de aquí es la que se encarga de poner las placas vacías de información en los cerebros de los androides.
—¿Placas vacías... de información?
—Cuando os crean, añaden un chip en vuestro cerebro, en la parte del conocimiento —añadió él, entusiasmado—. Es una placa de información completamente vacía. Y esto sirve para poder llenarla con la información deseada.
Ella se acercó, empezando a entenderlo todo.
—Por lo tanto, si consiguiera adivinar cómo funciona esto... —Kai hizo una pausa.
—¿Qué? —Alice se impacientó.
—Perdón, quería darle un toque dramático.
—¡Kai!
—¡Vale! La cosa es que, si consigo que funcione, puedo modificar tu placa de información. Y la de cualquier androide.
Ella se sentó lentamente en la camilla, mirándolo.
—¿Podrías quitarme la información que tiene?
—Quitártela, añadir información nueva. Podría darte los conocimientos necesarios como para hacer artes marciales a la perfección. O saber conducir. O incluso resolver problemas matemáticos. Si la gente todavía diera clases nos haríamos ricos —él suspiró, como si eso fuera lo mejor que le había pasado en la vida—. Esto es tan Matrix... que me encanta.
Ella lo miraba con la boca abierta.
—Y eso no es todo, Alice. Hay algo mejor.
—¿El qué? —preguntó, atónita.
—Puedo extraer información de otro androide y añadírtela.
—¿Qué...? ¿Cómo?
—No conozco muy bien cómo funciona esto, así que, por ahora... solo podría hacerlo si el androide en cuestión viniera aquí y me dejara usar la máquina, pero...
Él buscó en una de las mesas del fondo y sacó algo que a Alice le pareció una linterna en miniatura. Kai apretó el único botón que tenía y la pequeña linterna emitió una luz blanca que solo se vio durante un milisegundo. Alice parpadeó, frunciendo el ceño.
—Ellos usaban esto —murmuró Kai, mirándolo—. Tengo que descubrir cómo conectarlo con la máquina. Si lo consiguiera, podrías hacerle esto en los ojos a cualquier androide del mundo y yo recibiría la información al instante aquí, en la máquina.
Alice agarró la pequeña linterna plateada cuando él se la ofreció.
—Usaban esto para las pruebas médicas —murmuró Alice, negando con la cabeza—. Solo querían asegurarse de que no aprendíamos nada que no les interesara.
Él la miró un segundo y se escondió la linternita en el bolsillo cuando Alice se la devolvió.
—Kai... —no sabía ni qué decirle—. Esto es... es mucho. Es... increíble.
—Hacía mucho tiempo que no me sentía útil haciendo algo —murmuró él, algo avergonzado—. Pero me alegro de que te sirva para algo, Alice.
—¿Para algo? —ella se puso de pie y lo agarró por los hombros—. Kai, ¿no te das cuenta? Si consiguiera usar esto para...
Se detuvo a sí misma. Kai parecía confuso cuando a ella le brilló la mirada.
—Tengo que hablar con Max —murmuró.
—¿Ahora?
—¿Sabe lo de la máquina?
—Se lo he dicho antes, como no te encontraba... ¡oye, podrías despedirte, al menos!
Alice ya estaba subiendo las escaleras a toda velocidad. Llegó al despacho de Max con el corazón acelerado, pero no por haber corrido. Sino por la emoción.
Max estaba solo, sentado en su mesa con unos papeles delante. Levantó la cabeza y entrecerró los ojos cuando vio que Alice se acercaba a él con la respiración acelerada y los ojos brillantes.
—Max —ella se sentó a su lado, embriagada por la emoción—, tengo que decirte algo.
Y él, por primera vez desde que lo conocía, le dedicó una pequeña sonrisa.
—¿Cuál es el plan?
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