1 - 'Falsas apariencias'
PORFA LEED ESTO, ES IMPORTANTE
Antes de empezar a leer, quiero aclarar que la historia ahora mismo está corregida, pero seguramente siga habiendo algún error o fallo, así que no os extrañéis mucho si encontráis alguno
Y dos cosas más:
1- Ahora en muchos párrafos no hay comentarios porque lo he corregido todo así que POR FAVOR no hagáis spoilers. Es lo único que os pido. Dejad que la gente disfrute de la historia sin saber que un personaje hace x o es bueno o es malo. Tengamos un poco de respeto por los demás y por la historia porfa.
(Y sí, poner #releyendo y emojis con caritas llorando o corazones rotos es hacer spoiler, de hecho, es bastante desagradable, no seáis esa clase de persona plis)
2- Os recomiendo leer el apartado de la guía para principiantes incluso si ya habíais leído en libro, porque ahí hay muchos aspectos que explico y por lo tanto no volveré a explicar en el libro para que no se haga tedioso
Y nada más, solo esas dos cosas. Como siempre, gracias por leerme. Espero que la historia de Rhett y Alice os guste tanto como a mí me ha gustado escribirla jzbdjekdue nos vemos pronto <3
•••
Hacía días que se repetía exactamente el mismo sueño. O quizá meses. Era difícil saberlo con exactitud... ahí, el tiempo pasaba tan despacio que perdías la noción de él. Y ella ni siquiera recordaba haber soñado algo distinto en toda su vida.
No sabía si era del todo normal que un mismo sueño se repitiera una y otra vez, pero no se atrevía a preguntárselo a nadie. Después de todo, ella no debería tener la función de soñar. Era una androide y se suponía que los androides no pensaban por sí mismos, no tenían imaginación. Los sueños formaban parte de la imaginación.
A veces, se preguntaba si los demás androides soñaban, como ella, y pensaban tanto en... bueno... en todo. Nunca les preguntaría por miedo, pero quería pensar que sí lo hacían. Que ella no era tan diferente.
Aunque... el padre John —su creador— solía decir que ella siempre había sido especial. Era su última creación. Y todos sabían que el padre John era el mejor creador de la ciudad.
Ella se llamaba 43. Un androide no tenía derecho a un nombre humano, solo a lo que los demás llamaban número de serie. De todos modos, su padre la llamaba Alice cuando estaban solos.
A ella le gustaba ese nombre humano, así que mentalmente se refería a sí misma como tal. Hacía que se sintiera algo más que un número cualquiera de una larga lista.
Por supuesto, no era algo que pudiera decir delante de sus compañeros o de los demás padres, así que en público seguía siendo la tranquila 43, tercera androide de la quinta y última generación.
A Alice le resultaba difícil dormir y, por si eso fuera poco, siempre era la primera en despertarse. Como no podía moverse de la cama hasta que sonara la sirena de buenos días, siempre esperaba pacientemente mirando el cielo a través del ventanuco que había a unos metros de distancia. Si bajaba un poco la mirada, entre su cama y el ventanuco, estaba la cama de 42, que dormía plácidamente.
En ese aspecto, siempre la había envidiado. Se dormía nada más tocar la cama y, además, parecía tan tranquila... ojalá Alice pudiera hacer lo mismo.
Aún así, despertarse la primera tenía sus ventajas. Todo era más silencioso cuando los demás dormían. Podía hacer lo que quisiera... siempre y cuando no se moviera de la cama, claro. Y era la única hora del día en que nadie, absolutamente nadie, estaba vigilando lo que hacía y lo que no. Era como quitarse un enorme peso de encima, aunque fuera solo por un rato.
A veces, también, observaba la habitación. Dormía en el edificio principal, en la tercera planta. Tenían un pasillo solo para los androides con habitaciones iguales para cada grupo. Las dos primeras puertas eran para la primera generación, la de la derecha para los chicos y la de la izquierda para las chicas. Y así hasta llegar a las últimas. Alice pertenecía al grupo de la última puerta a la izquierda, junto con las chicas de su generación.
Las habitaciones eran bastante austeras. Eran cuadradas, las paredes estaban pintadas de blanco y tenían el suelo gris —Alice no conocía el nombre del material, pero no le gustaba, estaba bastante frío cuando ponía los pies descalzos en él por las mañanas—. Los únicos muebles eran las cinco camas repartidas para que cada una tuviera su propio espacio personal y la mesa que había junto a la puerta. Una mesa rectangular de metal en la que les ponían la ropa que debían llevar cada mañana.
Alice no entendía en qué momento ponían la ropa ahí. Ella era la primera que se despertaba y, aún así, no había conseguido verlo nunca.
Justo en ese momento, Alice percibió un movimiento por el rabillo del ojo. 42 se había despertado y se estiraba perezosamente. Era la androide con la que más había hablado en su vida, pero nunca mantenían conversaciones muy extensas. Se limitaban a hablar del maravilloso tiempo, de lo agradecidas que estaban a los padres por cuidarlas y de lo felices que eran, aunque esa felicidad nunca se reflejaba en los ojos de ninguna.
—Buenos días, 43 —le dijo 42 con la cabeza despeinada y una pequeña sonrisa.
—Buenos días —Alice le devolvió la sonrisa.
—Hace un día precioso.
Alice se percató del hecho de que 42 no había mirado por la ventana y, por lo tanto, no podía saber si realmente hacía un buen día o no.
—Sin duda —dijo, de todas formas.
Pareció que 42 iba a decir algo más, pero se detuvo cuando la sirena de buenos días empezó a sonar. Las demás se despertaron con el sonido, que se cortó al cabo de menos de un minuto, y Alice se puso de pie para ir a recoger su ropa con ellas.
Siempre era la misma indumentaria: un conjunto completamente blanco con una falda que les llegaba por las rodillas y una pieza superior que cubría su torso y su cuello, dejando los brazos al descubierto. Alice metió los pliegues de la parte superior en la falda y la alisó, de modo que no quedara ni una sola arruga. Podían castigarla si encontraban alguna. Eran muy estrictos en ese sentido. Bueno, y en todos los sentidos.
A ella solo la habían castigado una vez. No había sido nada muy grave, pero prefería no volver a vivirlo jamás. Era mejor portarse bien.
Tomó sus zapatos, que eran unas botas blancas sin ningún tipo de atadura que llegaban hasta los tobillos. Todas se ayudaron unas a otras a atarse el pelo de manera que quedara completamente recogido en una cola de caballo.
Tras eso, formaron una fila siguiendo el orden de sus números y salieron de la habitación para dirigirse al comedor, que era la sala más grande del lugar —después de la sala de conferencias, a la que acudían muy de vez en cuando, ya que rara vez tenían algo nuevo que contar—. Se sentaron con sus respectivas compañeras y cerraron los ojos, tomándose las manos.
Alice había oído que antes la gente se dedicaba a hacer eso para rezar a un dios o a más de uno, pero no estaba segura de qué era eso exactamente. Había partes de la cultura humana que seguía sin entender demasiado.
Seguramente, había gente que todavía lo hacía, pero era un tema prohibido en su zona. El silencio era, simplemente, una muestra de respeto por los padres, que les habían dado la vida sin pedir nada a cambio.
A parte de su obediencia ciega, claro.
Dio un respingo. Cuando pensamientos como ese le venían a la mente, miraba a su alrededor, asustada. Le daba la sensación de que alguien podría descubrirla y castigarla.
Pero nunca lo hacían.
—¿Estás bien? —42 la miró cuando el silencio terminó y Alice no le soltó la mano.
Alice parpadeó, mirándola. Se colocó ambas manos en el regazo al instante, nerviosa.
—Estoy bien. Sigo medio dormida.
—Si tienes un problema de funcionamiento, deberíamos avisar a un padre —le dijo 44, que estaba sentada a su otro lado.
¡No! Alice contuvo la respiración, asustada.
—No hace falta —aseguró, tan tranquila como pudo.
—¿Segura? —insistió 44.
Apenas había hablado alguna vez con ella, pero a Alice no le gustaba. Era pelirroja, alta y tenía pecas por toda la cara y los hombros. Pero eso no era lo que molestaba a Alice, sino que siempre parecía buscar los fallos de los demás con la mirada. Si encontraba alguno, siempre se lo contaba a un padre o a un científico.
Una vez había escuchado a un chico de la segunda generación llamarla sapo, pero... Alice no tenía muy claro qué tenía que ver un animalito con contarle cosas a los padres.
—He dicho que sí —recalcó Alice, un poco menos cordial.
—A mí no me pareces muy segura —44 entrecerró los ojos.
—Lo que deberíamos hacer es dar las gracias por estos alimentos —dijo 42, salvándola del apuro—. Hoy en día, no es fácil conseguirlos.
—Sí, tienes razón —le concedió 41, una androide de pelo castaño rizado y ojos alargados.
42 tenía un don para disolver situaciones de conflicto sin siquiera levantar la voz, cosa de la que Alice era incapaz. En ese aspecto, también la envidiaba un poco.
En realidad, la envidiaba en más aspectos. 42 era bajita, muy delgada, con el pelo rubio muy claro y la nariz respingona. Tenía los ojos muy grandes para su cara y solía moverlos a toda velocidad, como un cervatillo asustado.
Alice, por otro lado, era... muy perfecta, si es que eso tenía sentido. Tenía los ojos de una medida perfecta y de color azul, el pelo lacio, negro y la piel blanca e inmaculada. Las pocas veces que se había mirado a un espejo, había sido consciente de que era obvio que no era humana. No tenía ni una sola imperfección, cosa que los demás tenían. Por algún motivo, habría preferido tenerla, igual que 42.
Pero... en fin, eso dependía de su creador, no de ella. Después de todo, era una androide.
Los androides eran formas de vida artificiales, cada cual más avanzada que la anterior para que se parecieran aún más a los humanos. Los primeros habían sido robots sin más. Ahora, eran réplicas exactas de las personas. Tan exactas que la única forma de diferenciarlos era asegurándose de que tenían su número de serie tatuado en el estómago.
Alice no sabía por qué querrían hacer algo así teniendo a los propios humanos tan cerca, pero nunca lo había cuestionado nadie, así que ella no iba a ser la primera.
Viajar de zona en zona no era sencillo, las separaban cientos de kilómetros, y además tenían un estricto control sobre la gente que entraba y salía de ellas. Especialmente porque, entre zona y zona, estaban el bosque y las ciudades de los rebeldes, es decir, de los humanos que estaban en contra de los androides y de todo lo relacionado con ellos.
—Hoy los padres están inquietos —escuchó decir a 47 al otro lado de la mesa.
Tenía razón. Pero... ¿por qué lo había dicho en voz tan alta? Había tenido mucha suerte al no ser escuchado. Lo miró de reojo. No recordaba haberse fijado nunca en él. Era un chico con apariencia agradable, pero ese día estaba extraño. Parecía... ¿nervioso? Repiqueteaba los dedos sobre la mesa compulsivamente.
Algunas cabezas se giraron hacia él. Su voz había resonado demasiado. Entonces, sí que había sido escuchado, pero solo por sus compañeros. Si tenía algún aprecio por sí mismo, no querría que las madres lo oyeran. Por no hablar de los padres...
Padres era el término que usaban para referirse a los diez creadores de la zona. Los demás, los hombres que se paseaban por el lugar con sus batas blancas y se dedicaban a preguntar cosas, a sacarles muestras y demás información a los androides como ella, eran los científicos.
Ninguno de los dos grupos era muy simpático. El padre John era, en su opinión, el más agradable de todos padres y científicos. En el caso opuesto estaba el padre Tristan. Nunca había sido cruel con ella ni con nadie, pero a Alice nunca le había dado buena sensación esa mirada de ojos azules acuosos y esa sonrisa que parecía ocultar algo retorcido.
Debían ser imaginaciones suyas, porque nadie más se había quejado nunca. De hecho, parecían tenerle un cierto aprecio ciego que no llegaba a comprender y que estaba segura de que jamás compartiría.
Tomó el tenedor de metal para mezclar su desayuno, que era una pasta de color beige hecha para incrementar la funcionalidad de sus neuronas, o eso les decían los padres. Fuera lo que fuera, no sabía a nada, pero quitaba el hambre. Lo comían cinco veces al día junto con piezas de fruta fresca.
—Es verdad —la voz de 47 volvió a resonar, esta vez a más volumen. Alice contuvo la respiración cuando las madres, de pie a los lados de la cafetería, se giraron hacia él—. No es justo.
—47, ten cuidado, no... —le susurró su compañero.
—¡No, no me digas que no es cierto! —él se puso de pie y golpeó la mesa, haciendo que los platos temblaran y todo el mundo se girara hacia él—. ¡Sabes que lo es!
Una madre ya se había acercado con una sonrisa amable.
—¿Hay algún problema?
—No hay... —intentó decir su compañero.
—¡Sí, que quiero irme de aquí! —47 volvió a golpear la mesa y el vaso de agua de Alice vibró peligrosamente. 42 se lo sujetó para que no se derramara.
—Voy a tener que pedirte que mantengas la calma, androide —replicó ella suavemente.
—¡No quiero mantener la calma, quiero irme de aquí!
La madre hizo un gesto a los científicos de la puerta, que se acercaron rápidamente. 47 ni siquiera los vio llegar. Entonces, lo agarraron de ambos brazos y lo sacaron de la cafetería sin que nadie dijera absolutamente nada. Los gritos de protesta de 47 resonaron en la sala silenciosa unos segundos antes de que todo el mundo siguiera comiendo como si no hubiera eso no hubiera sucedido.
La última vez que había pasado algo así había sido con 49, un androide aparentemente perfecto que un día se había puesto a gritar en medio de uno de los pasillos. Nadie había vuelto a verlo.
Alice vio, de reojo, que las madres hablaban entre ellas mientras se tomaban el desayuno. Ya habían terminado cuando le dio la extraña sensación de que hablaban de ella.
Quizá no era una sensación.
Cuando vio que una de ellas se acercaba a su mesa, clavó la mirada en su plato vacío, tensa.
—43 —llamó en tono amable y formal—, el padre John quiere verte.
Ella se alisó la falda y se puso de pie, aliviada. Solo era el padre John. Menos mal.
Y aún así... nunca era bueno que una madre viniera a buscarte fuera del horario habitual, que era por la tarde. Mantuvo la calma y se retorció los dedos mientras la seguía. Estaba nerviosa. Muy nerviosa.
El edificio principal era, básicamente, un conjunto de pasillos blancos e impolutos por los que madres y padres se paseaban de un lado a otro. Ellos, los androides, no podían pisarlos a no ser que fueran llamados.
Alice calculó los movimientos que daban. Izquierda, derecha, el pasillo de las sillas, derecha, derecha. Puerta azul. Derecha. Escaleras. Izquierda. No sabía por qué lo hacía, era inconsciente, pero siempre se encontraba a sí misma haciéndolo.
—Espera aquí, por favor —pidió la madre, señalando el pasillo—. No te muevas.
Ella se mantuvo en su lugar con los dedos entrelazados. No tenía permitido hablar con madres, padres o científicos si no le preguntaban algo directamente. Vio que la madre desaparecía por el pasillo y miró a su alrededor. Estaba completamente sola. Le resultó un poco extraño, pero la idea se fue de su cabeza antes de que pudiera siquiera considerarla porque un ruido parecido a un llanto sonó detrás de la puerta que tenía a su izquierda y la distrajo.
Se detuvo y escuchó más atentamente, curiosa y tensa. Solo escuchar ya estaba tan prohibido que hacía que se pusiera nerviosa.
Pero... solo tenía que escuchar sin que la pillaran, ¿no? Si no la pillaban... no pasaban nada.
Dudó un momento, mordiéndose el labio inferior. La madre seguía sin aparecer. Estaba sola. Las demás puertas estaban cerradas. Esa era la única entreabierta.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, se encontró a sí misma acercándose sin hacer un solo ruido. Se detuvo junto a la puerta y contuvo la respiración, agudizando el oído.
—...no es culpa tuya, 47, créeme —era la suave voz del padre Tristan.
Un momento... ¿47? ¿El androide que habían sacado de la cafetería?
—A veces, ocurren errores en los programas —siguió el padre—. Eso hace que vuestro cerebro imite emociones humanas como la angustia... y no estáis preparados para sentiros así. Tu reacción ha sido natural. Te has sentido sobrepasado. Lo entiendo.
—Lo... lo siento —47 estaba llorando.
Alice no quería... y a la vez necesitaba mirar. Estaba segura de que había algo que solo podría entender mirando a través de la rendija de la puerta. Pero era muy arriesgado. Si la pillaban... no. No la iban a pillar. Solo tenía que asomarse un poco más.
—No te disculpes, 47. Ya hemos arreglado el error de tu sistema. Espero que entiendas el castigo.
—Lo en... lo entiendo, padre Tristan —él seguía sonando como si llorara.
—No podemos permitir que se produzcan altercados en la cafetería sin consecuencias, ¿verdad, 47?
—V-verdad... padre...
—¿Qué crees que pasaría si no te hubiéramos castigado?
—Q-que... no les tomarían en serio, padre...
—Exacto, 47. Eres un androide muy inteligente. Cuando te creé, supe que serías mi mejor androide. Muchos no lo entenderían, pero tú lo haces.
Alice no lo soportó más. Se asomó lentamente, con las manos sudorosas y el corazón latiéndole tan fuerte que le dolía el pecho. Alcanzó a ver la ventana del despacho y a 47 sentado delante de la mesa del padre Tristan, tapándose la cara con una mano. Seguía llorando. Su creador, el padre Tristan, lo miraba casi con ternura.
—No hace falta que nadie se entere de lo que ha pasado —replicó el padre Tristan suavemente, y Alice vio que hacía un gesto al otro lado de la habitación.
Se apartó de golpe cuando vio que un guardia salía de la nada, transportando algo. Su cuerpo entero estaba entumecido por los nervios. Cuando los pasos se detuvieron, volvió a asomarse.
—Esto es para que sepas que lo que hiciste estaba mal... pero también para que veas que, pese a todo, sigo considerándote un androide válido y excelente.
Alice frunció el ceño cuando vio que le daban algo parecido a un guante de metal. No entendía nada. El guardia lo extendió hacia 47, que se frotó los ojos con el dorso de la mano y la alcanzó.
—Colócatela, 47 —lo apremió el padre Tristan como si hablara como un niño pequeño.
Él seguía llorando cuando levantó el otro brazo. Alice contuvo la respiración inconscientemente, llevándose una mano a la boca para no gritar. Se había quedado clavada en su sitio, paralizada.
47... no tenía mano.
No pudo verlo bien porque se había mareado, pero consiguió ver que se colocaba el guante de metal. En cuanto lo tuvo puesto, Alice se dio cuenta de que era una imitación exacta de su mano. Era como si no hubiera pasado nada. Al menos, hasta que tuviera que usarla.
Se apartó de la puerta, pegándose a la pared con el corazón en un puño.
¿Eso... eso eran los castigos?
—¿Qué se dice cuando alguien te da un regalo, 47?
—G-gracias, padre Tristan...
—Eres un buen prototipo, 47. Esta noche la pasaras en el hospital y mañana volverás con tus compa...
Alice se apartó bruscamente cuando escuchó al guardia acercándose. Se detuvo de nuevo en el punto exacto en el que la madre la había dejado y cerró los ojos para recuperar la compostura. No podía dejar que la vieran alterada. Sabrían que había escuchado eso. Y no quería perder su mano. Solo pensarlo hacía que se le acelerara el pulso.
El guardia salió del despacho acompañando a 47. Alice levantó la mirada para encontrarse con la de él, aunque no pareció verla del todo. Estaba pálido, tembloroso y tenía mechones de pelo castaño pegados a la frente por el sudor frío. Parecía tan... perdido.
—43 —la voz del padre Tristan la tensó de pies a cabeza—, ¿qué haces ahí?
Él también había salido del despacho para acompañar a 47, aunque se había detenido al ver a Alice.
—El padre John ha solicitado de verme —replicó ella con el tono de voz más neutral que fue capaz de encontrar dentro de sí misma—. Una madre me ha indicado que espere aquí.
La sonrisa del padre Tristan pareció un poco más desconfiada esa vez.
—¿Y cuánto hace que esperas ahí, 43?
Ella tragó saliva. No podía dudar. Levantó la cabeza y lo miró con falsa confusión.
—Padre Tristan, los androides no disponemos de recursos para saber la hora exacta.
Silencio. Por un momento, pensó que se había pasado de lista. Pero él se limitó a negar con la cabeza.
—Eres una androide muy locuaz —replicó, y casi parecía divertido. Macabramente divertido.
¿Qué era locuaz?
—Pero no verás al padre John —añadió suavemente—. Ven conmigo.
Ella abrió mucho los ojos. Desobedecer a un padre era impensable, pero el padre John quería verla. ¿A cuál de los dos tenía que obedecer?
—Pero...
—No te preocupes por tu creador. Yo hablaré con él. Ahora, ven conmigo.
No le quedó más remedio que hacerlo, incluso con las pocas ganas que tenía.
Se sentó en el lugar que había ocupado 47 unos segundos antes. La silla seguía caliente. Eso hizo que se sintiera peor. Alice se retorció los dedos de nuevo hasta que dolieron y tragó saliva, fingiendo tranquilidad.
—¿Te importa que te haga algunas preguntas de calibración, 43?
Lo preguntaba como si le importara su opinión, aunque realmente no lo hacía.
—Por supuesto que no, padre Tristan.
—Bien. Preséntate.
Siempre, antes de una entrevista con un padre, tenían que decir todos sus datos.
—Número de serie: 43. Modelo: 4300067XG. Creación finalizada por el padre John Yadir el 17 de noviembre de 2025, a las 03:01 de la mañana. Recuerdos artificiales implantados por vía modular. Zona: androides. Sin uso formal. Función: androide de información. Especialidad: historia clásica humana.
—¿Puedes explicarme cuál es tu función exacta como androide de información?
—Sin problema, padre —replicó con voz automática—. Como androide de información, dispongo de una capacidad cerebral superior a la media para almacenarla. Mi especialidad es la historia clásica de la humanidad, aunque poseo algunos datos de los años anteriores a la guerra. Además de eso, puedo hablar veinticinco idiomas distintos y tengo la capacidad de aprender uno nuevo en un tiempo relativamente rápido.
—¿Qué me dirías si tuvieras que presentarte formalmente?
—Mi nombre de serie es 43. Es un placer conocerle. Estoy a su disposición para ayudarle en cualquier problema o duda que tenga sobre nuestra zona. ¿Necesita ayuda en algún aspecto?
—Perfecto —él sacó un pequeño cuaderno digital y con uno de los lápices negros empezó a dibujar cosas en la pantalla que a Alice le resultaron imposibles de entender—. El otro día me hablaste de un sueño, ¿has vuelto a tenerlo?
En realidad, no se lo había dicho. Él siempre parecía saber cosas que no debería saber.
—Alguna noche, sí —mintió ella, olvidándose de los modales por un momento. Se apresuró a rectificarlo— ...padre.
—¿Y puedes explicarme de qué trata el sueño?
—No lo recuerdo muy bien —repitió, como cada vez que le había preguntado eso—. Es confuso.
—Cualquier cosa me irá bien.
—De verdad que no lo sé, padre. Es complicado.
—Soy bastante listo, 43, haz el intento.
Ella nunca se lo contaría. Sin importar las veces que preguntara. No le gustaba ese hombre. Ni sus ojos, ni su escaso pelo blanco, ni su barriga regordeta, ni su voz amable. Especialmente su voz.
—Es sobre... —pensó un breve instante—. Una luz.
El hombre empezó a dibujar de nuevo símbolos extraños.
—¿Cómo es la luz?
—Brillante —replicó ella, con un ligero tono irónico. El padre Tristan levantó la cabeza y la miró un momento. Ya no sonreía tan abiertamente como antes—. Extraña.
¿Qué había sido eso? ¿Había hecho una broma? ¿Ella? ¿Podía hacer bromas?
—¿Nada más?
Por su mirada, él sabía que sí había más.
—No, padre.
El padre Tristan se quedó mirándola unos segundos, abrió la boca para replicar y, justo en ese momento, la puerta se abrió y el padre John entró con las mejillas rojas por el enfado y el pelo oscuro perfectamente ordenado. Alice se puso de pie automáticamente, como era de esperar en ella.
El padre Tristan parecía desconcertado.
—¿Qué haces aquí, John?
—He solicitado hablar con mi androide —replicó él en tono cortante—. Te agradecería que fuera la última vez que interrumpes mis sesiones.
—Lamento haberte enfadado —replicó el padre Tristan, con la sonrisa amable—. Solo quería preguntar algunas cosas. Es toda tuya, John. Está calibrada.
Alice siguió a su creador hacia el piso anterior, dejando al otro padre con una sonrisa amable que fue apagándose a medida que se acercaban a la puerta. Otra vez volvió a entrar en un despacho, aunque esta vez fue el de su querido padre John.
—Pa... —empezó, pero fue interrumpida.
—Escúchame bien, Alice —él se acercó a ella y la miró desde su altura. No podía tocarla, no podía ni acercarse más de medio metro. Era inapropiado—. Necesito que hagas exactamente lo que voy a decirte a continuación y, pase lo que pase, no lo cuestiones.
—¿Eh...?
—Escúchame —repitió, y parecía nervioso—. Ha habido problemas en las otras zonas.
Alice parpadeó, confusa, pero él no le dio tiempo a decir nada antes de seguir hablando.
—No sé qué ha pasado exactamente, pero hemos perdido todo el contacto con los humanos. Todo indica a que los rebeldes los han atacado... o se han aliado con ellos, no lo sé. Nadie lo sabe. No podemos estar seguros de nada.
Alice frunció el ceño. Era extraño que su padre le hablara de otros lugares. Y mucho más que le estuviera contando que había problemas en ellos.
—Nunca nos han tenido mucha estima —replicó el padre John con una sonrisa triste—. Temo que asuman que somos una amenaza para ellos, como creen esos indisciplinados de los rebeldes. Lo último que hemos sabido es que los humanos ya no hablan con nosotros y hay un grupo de rebeldes acercándose a nuestra zona.
—Los nuestros nos protegerán —replicó Alice, aterrorizada, olvidando sus modales por completo—. Los... los científicos...
—No sabemos cuántos son, ni si van armados, ni siquiera sabemos si pretenden hacernos daño. No puedo arriesgarme a que vengan y te quedes desprotegida, Alice. Eres mi mejor creación.
Ella no sabía qué decir. Tampoco sabía por qué le contaba eso, no tenía por qué hacerlo.
—No puedes estar aquí cuando eso ocurra, ¿lo entiendes? —siguió él—. Tienes que marcharte en cuanto haya peligro. Toma todo lo que necesites y vete sin que nadie te vea.
—Pero, padre... —empezó—. No... no entiendo cómo...
—No hay nada más que entender —replicó él, y dio la vuelta a su despacho para recoger algo de su mesa. Alice sintió un escalofrío cuando se lo puso en la mano—. Esto es un arma. Un revólver. Te ayudará.
—Padre...
—Créeme, lo necesitarás.
—No lo necesitaré —replicó, y se lo devolvió—. Ni siquiera puedo salir del edificio.
—Y no te estoy pidiendo que lo hagas... si no es necesario.
—Pero, las reglas... —las reglas eran en lo que se basaban sus vidas. La base de todo lo que conocía. No entendía cómo su padre no estaba asustado de decir todo eso. Si lo escuchaban... la imagen de 47 le vino a la mente enseguida.
—¡Olvídate de las reglas! —replicó él y, al ver que la había asustado, respiró hondo y se calmó un poco—. Alice, ¿te he mentido alguna vez?
—No...
—Bien, ¿confías en mí?
Ella asintió con al cabeza sin siquiera dudarlo.
—Entonces, toma el revólver —ella lo metió en el pliegue de su falda, sintiéndose incómoda ante la repentina frialdad del objeto—, mételo debajo de tu colchón o donde sea. Que no lo encuentren. Eso es crucial. Y prepárate para salir corriendo en cualquier momento.
—E-está bien...
—Está bien —repitió él, y pareció aliviado—. Alice, no le cuentes esto a nadie, ¿vale?
—Pero... —ella seguía sin entender nada—. ¿Qué hay de los demás? ¿Y de ti? De... usted, perdón...
—¿Crees que ahora me importa que te saltes los modales? —casi pareció divertido, pero volvió a su cara de preocupación al instante—. No pienses en los demás. Piensa en ti misma. Eres la única persona en la que puedes confiar, Alice, nunca lo olvides.
Ella tardó un momento en poder formular una respuesta.
—Entonces, si pasa algo... ¿me voy corriendo? ¿Tú... qué harás tú?
—Sabes que me las apañaré, y tus amigos... también. Por el momento, no puedes ayudarlos.
—P-pero... aunque consiguiera escapar... no tengo ningún lugar al que ir. Soy un androide.
—Claro que lo tienes. Tú... sigue el bosque hacia el este. El lado de las montañas por donde sale el sol cada mañana. Eso es el este. No te desvíes en ningún momento, ¿vale? Evita las ciudades y los caminos principales. Solo... intenta no encontrar a los rebeldes. No sé qué serían capaces si vieran el número en tu estómago.
—¿Qué hay al este?
—Una ciudad amiga. Tiene los muros blancos y un gran edificio gris en el centro. La reconocerás enseguida. Diles quién eres y cuidarán de ti.
—Padre... ¿por qué me está contando todo esto? Si alguien lo escucha... podría... castigarlo.
El hombre la miró un momento, y a Alice le pareció ver algo extraño en su mirada, algo que no había visto antes.
—Eres mi prototipo más perfecto —replicó—. Mi investigación completa se basa en ti. Si te matan, lo pierdo todo.
La puerta se abrió en ese momento y, antes de que Alice respondiera, una madre entró en el despacho con una sonrisa cordial.
—El padre George quiere hablar con usted —le dijo a su creador.
—Bien —él dirigió una mirada a Alice, una mirada significativa que prometía cualquier cosa y que rogaba que no hiciera ninguna estupidez—. 43, ve a desayunar.
—Sí, padre —replicó con voz temblorosa, y abandonó la habitación con el peso del revólver en su cintura.
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