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plumas.

   Tenía la costumbre de bailar donde fuera que se presentara la ocasión, la música saliendo de su cabeza, el contorno de su cuerpo moviéndose al ritmo de los violines más apesadumbrados, de las trompetas animadas y reales, el arpa solitaria yd mágica que le proporcionaba una sensación de pertenencia. Su vida giraba en torno al baile de la misma manera en que él lo hacía, sumido en su mundo de ritmos y colores emplumados, la sonrisa de su rostro nunca presente de forma física pero siempre pendiendo del filo de su pecho.

   Grácilmente volaba por los aires del lugar, sintiendo lo que era la libertad, tocándola con las puntas de sus dedos y alcanzando la euforia total mientras sudaba como condenado, los pies magullados en un dolor que no hacía más que impulsarlo a bailar más y más. Llegando a la locura, al deseo intenso de deshacerse de todo lo existente, entregándose por completo a aquello, al dolor, a la felicidad, a la primera muerte que veía acercarse como una tormenta especialmente grande y oscura. Presagiando la vida de su pasión y la manera en que caería desde lo más alto, penosamente, sin apoyo ni fuero donde caer, ni vivo ni muerto.

   En cambio, ahora cae al suelo del escenario marcado en cintas de colores, el público se aguanta la respiración, él grita de dolor. No puede más, todo lo demás era un pasado del que no le es permitido disfrutar ahora, mientras sus alaridos son eco del lugar y el color morado de su piel pareciera que se expande en una vertiginosa velocidad que al mismo tiempo es demasiado lenta. Por un momento, el silencio se hace, y luego siente que es levantado por personas mientras el público grita, sobrecogido, aterrado. Todo en su cuerpo arde, y el telón se cierra, dando fin a la primera vida que le tocó vivir, dando paso a la primera muerte y a sus estragos.























   Cuando grita ante la noticia, lleva sus manos al rostro con la pena deshaciéndose a través de sus ojos, cristales corriendo por las grandes mejillas y las cejas pequeñas haciendo una pantomima de lo que se conoce como tristeza en las caricaturas. Tendido en la cama del hospital, es diagnosticado con cansancio y atrofiamiento muscular, huesos rotos, corazón roto. Y no le gusta, se siente vacío, cada vez más, llegando al punto de dejarlo pasmado en su sitio con el cabello azul hecho una maraña sobre su rostro pequeño. No deja de derramar lágrimas que, cruentas, parecen predestinar el dolor interno que significa no bailar más, para él, para otros, para quien fuera... a quien le estuviera bailando.

   Violines se escuchan de fondo. Está solo, saca sus manos del rostro con lentitud, la parsimonia haciéndose presente en su cuerpo que parece comenzar a sumirse en un letargo. Mira hacia la puerta de la habitación blanca, está abierta y de fondo se pueden ver las figuras de otras personas recorriendo igualmente deprimidas los pasillos, cubiertas de batas blancas y caras inexpresivas. Los violines se callan, es cuando mira hacia adelante y lo ve, parado frente a su cama.

   Es alto, fornido, tiene el rostro pasmado pero sus grandes y profundos ojos describen la alegría de verlo una vez más. La gabardina marrón cae sobre sus hombros fuertes, ocultando su figura delgada, abrazada por un apretado suéter negro de cuello alto, los pantalones de tela escondiendo la forma de sus muslos gruesos y trabajados. Tiene la cara pequeña, sonríe con los labios finos y la expresión cambia por un momento, sin correlación alguna. El tono pálido de su piel lo describe como alguien que no está presente, pero a la vez sí. Y el chico de pelo azul lo reconoce, sorbiendo su nariz y desviando la mirada.

   — ¿En serio vuelves ahora? — susurra, tan bajo que pareciera que no lo va a escuchar. La orquesta suena queda de fondo, haciendo del ambiente bello algo quejumbroso. El hombre de gabardina ríe, llevando sus manos tatuadas hacia el estómago y alzando la cabeza en señal de diversión genuina. Es cuando avanza hacia la cama, bordeándola con la misma gracia que tenía al bailar, y se sienta a su lado sin marcar ninguna presencia en el dosel y la dura colchoneta del lugar.

   — Siempre terminaré volviendo a tí, JiMin. — responde con la sonrisa imborrable de su cara, marcando las facciones de una manera bella que el bailarín recuerda en su tierna infancia, cuando jugaba con él.— Pensé que lo tenías claro. Te lo dije la última vez que nos vimos.

   — Que fue cuando tenía siete años. — contestó de mala forma JiMin, mirándolo desafiante y fijo a sus orbes negros, aún sintiendo profundamente en su corazón la rabia y la tristeza que, poco a poco, se transforma en un alivio impensable. Tiene el rostro pintado en acrílico, irrealmente bello cuando intercambian palabras sin hablar, como en antaño. Y la mano que se estira hacia la propia lo toma en un abrazo sin cuerpo que lo hace cerrar los ojos, relajándose un poco, las lágrimas brillantes secándose en la piel suave de sus mejillas avergonzadas.

   Es cuando el hombre de gabardina lo tiende sobre la cama de hospital con la suavidad de una brocha, besando la punta de su nariz y haciéndolo sentir un poco mejor por primera vez desde que recibió la noticia, la advertencia de no volver a bailar por un tiempo muriéndose poco a poco mientras la mente lo va arrullando para, en la oscuridad de sus ojos cerrados, sumirse en el calor que le proporciona la manta térmica, el beso sobre su piel, las palabras silenciosas que parecen emerger de sus labios al momento de relajarse por primera vez en mucho tiempo.

   — Pero estoy aquí y ahora porque me permitiste volver a tu corazón.

   Ni siquiera puede responderle porque el cansancio lo hace callar, deslizarse lentamente por la calidez de sus palabras y el aliento a menta que lo vuelve loco con parsimonia. La música se apodera de él conforme va más profundo en su sueño, cayendo rápido y lento al mismo tiempo, describiendo el bienestar como una meta en vez de una necesidad imperiosa, agitando su cabello, la nariz de botón arrugándose ante la nada y las manos pequeñas tomando el aire que mueve su ropa y mechones azules. El tercer ojo se cierra, y la luz se extingue, y es cuando aterriza de golpe en la nada de su mente, la oscuridad recibiéndolo tranquilamente como una vieja amiga.

   No hay nadie en la destrucción del basural. Tampoco hay luz que lo guíe, tiene que acostumbrar sus ojos a la falta de ella cuando avanza poco a poco, la brea del suelo empapándolo y transformándose en alguna materia viscosa que lo agarra, lo atrapa entre sus garras que arañan la piel de sus piernas y las destruyen rápidamente, haciéndole profundas heridas que lo hacen gritar de dolor, alaridos salen desde su pecho y la música muerta recorre su piel como las cadenas de un condenado a dejar de existir.

   Haz lo tuyo conmigo ahora.

   Al momento de salir de la viscosidad, lo hace en una quinta posición, con un relevé trabajado que le permite agitar los brazos en un equilibrio soñado, como si fueran las alas de un cisne. No hay música de fondo pero, concentrado en su arte, baila como si la hubiera. La siente en su corazón, a pesar de que lentamente se va desapegando del mismo en una pantomima de estiramientos, realiza un pas couru para alzarse en el cielo para terminar en suelo firme con un grand battement que lo hace sentirse dueño del mundo, sintiendo la calidez de su pierna cerca del rostro con la espalda recta. Hace una cuarta posición y una reverencia a la nada.

   Es cuando se desploma sobre la tierra negra del basural, sin sentir nada más que un profundo dolor, y de nuevo... aquel vacío. La falta del Todo que solía llevar orgullosamente en el pecho, lo hace temblar inconscientemente, mirando el suelo levantarse en cada partícula brillante del aire, mostrando la pequeña esperanza que reside en él. Que está ahí, pero le da miedo agarrar con sus manos porque quizás es demasiado grande para él, demasiado ominoso, tanto que le quitará protagonismo a su baile, su rostro y egocentrismo. Culpable, permite que su vista falle y, entre sombras borrosas, lo ve acercarse de nuevo, usando zapatos elegantes que no se manchan con la tierra negra. Siente que lo toman en brazos, las piernas deshaciéndose en cenizas hasta quedar sin ellas.

   — ¿De verdad estás aquí, otra vez? — pregunta el bailarín, mirándolo al rostro con el cansancio siendo visible en él. El hombre de gabardina sonríe claramente a través de lo borroso, mirándolo directamente mientras cruza el basural con pasos grandes y marcados, perteneciente a aquel plano.

   — Siempre he estado aquí, JiMin.

   — ¿Qué es lo mío?

   Las manos del más alto lo dejan sobre la cama del hospital, dándole un beso más en la mejilla antes de levantarse y dejar que de una vez por todas JiMin sueñe tranquilo. El bailarín, cansado y con las piernas adoloridas, cierra los ojos para caer una vez más en lo que sería la víspera de su mundo onírico, ignorando que los doctores entran a la habitación con sus batas blancas y miradas secas.























   Cae de nuevo en la sala de ensayos, siendo recibido por su propia obstinación y deseo de avanzar. Pero el dolor no le permite hacer nada más que un puchero cansado, los ojos fijos en la madera antideslizante y en sus piernas magulladas, llenas de moretones, los pies destrozados y el brazo vendado. Muerde su labio inferior con el pecho desbordando en una mala sensación de... vacío. El vacío que lo llena, lo atrapa, como aquella viscosidad que parecía querer deshacerse de sus piernas, las que parecía inútiles en aquel estado. Alza la mirada para encontrarse en el espejo.

   Es cuando se ve por primera vez en mucho tiempo, parece más un cadáver que una persona con vida. Tiene sentido, está pasando por su primera muerte, pero aún así duele encontrarse de aquella forma. Tan delgado que se marcan sus mejillas, pálido, con aspecto de querer romperse en miles de pedazos de una sola vez. Lame sus labios resecos, grises, y se levanta a duras penas ayudado de su brazo sano.

   Los aplausos que provienen desde el espejo, al otro lado de éste, lo hacen sorprenderse por unos momentos en los que, aún inmerso en sus emociones, no consigue distinguir quién es la persona que le dedica tanta vehemencia y adoro. Lo reconoce a duras penas, cruzando el espejo con la misma ropa del mes anterior, los ojos profundos en una sonrisa eterna que pareciera ser copiada desde lo más profundo de sus atracciones. Una vez se acomoda en su sitio, esconde las manos en los bolsillos de su sudadera vieja, alzando una ceja con la gracia que lo caracteriza incluso estando en aquel deplorable estado.

   — JeongGuk. — lo saluda, la gabardina marrón flotando tras él como si fuera una capa de superhéroe, pues está dispuesto a salvarlo. El nombrado deja de aplaudir y queda a centímetros de JiMin, agachándose ante él, torciendo la sonrisa para hacerla más hermosa ante los ojos del bailarín que, sonrojado, lo desafía con su porte y la forma en que la boca se mueve en una mueca desagradable.— ¿Qué haces aquí?

   — Detente, o yo lo haré.

   Su sentencia hace eco en las paredes del lugar tenuemente iluminado, reverbera en los oídos del peliazur hasta saciarlo con la misma profundidad de los ojos ajenos, que lo vigilan expectante, permitiendo que el pulgar del externo toque su mentón afeitado a duras penas, sube por la piel de su rostro hasta que la mano toma la mejilla, acunándola con la adoración de todo lo que no está permitido mientras se miran a los ojos y comparten emociones y palabras implícitas que no son necesarias evocar en sus labios. Los de JiMin, carnosos, tiemblan ante la cercanía que va adoptando JeongGuk, la respiración inexistente del muchacho chocando con la propia, sonriendo pristinamente sin parar.

   Él siempre fue alegre, apasionado. Un reflejo de lo que JiMin era desde su tierna infancia, de lo que quiso ser y a quien siempre quería cerca suyo, dándole el gusto de ser amado. Cerraba sus ojos cuando lo imaginaba, acariciando la piel de lo íntimo, su pecho, el cabello, la extensión de las sábanas mullidas, conforme se iba volviendo más y más loco, igual de inmerso en todo que cuando bailaba. Evocaba el sentimiento más apetitoso que pudiera servirse en vajilla de plata, disponible sólo para quien veían sus ojos livianos, perfectamente elegantes y distinguidos, a la par con los ajenos que, de arriba a abajo, parecían estar escaneándolo.

   — ¿Cómo lo harás? — pregunta con la voz queda el bailarín, tragando aire cuando las manos grandes y tatuadas del más alto toman sus brazos y, sanos, se estiran hacia el techo, haciéndolo agitar sus extremidades como si fueran alas una vez más.

   El silencio le responde, los pies moviéndose amablemente por sobre la madera pulida, ambos flotando cada vez más y más alto, en relevé y con la elegancia masculina que les confiere su identidad. Cierran los ojos, se dejan llevar por sus corazones, reales e imaginarios, se conectan para dejar atrás las barreras de lo inalcanzable, tocándolo con las palmas de sus manos al danzar frente a un tarareo bajo de JeongGuk, quien lo abraza, lo arrulla como a un bebé cerca de su pecho, haciéndolo sentir los latidos que recorren sus venas y arterias.

   Despierta, incorporándose del piso de madera y mirándose al espejo. El brazo está roto, vendado, y las piernas magulladas siguen ahí, imposibilitando de todas las maneras posibles el pararse solo. Le duele la cabeza, el cabello azur desordenando como un nido de pájaros y él miserablemente solo, esperando a escuchar los aplausos que realmente no quiso desafiar, buscando un atisbo de lo irreal para refugiarse ahí aunque fuera por unos minutos más.

   Pero no existe. No está y jamás estará ahí. Es cuando se tira al piso de nuevo, mirando el techo industrial y suelta una lágrima más, deseando su aliento de menta y los latidos quedos de su corazón.

























   Las luces se encienden y el cisne emerge desde la bruma, vestido de blanco, vendado de brazos y piernas, los ojos ocultos tras la maraña de pelo. Sus brazos estirados tras la espalda describen el descenso de unas alas que, listas para guardarse, quedaron transformadas en humanidad y sin plumas de colores. El público está sobrecogido ante el silencio y la quietud, antes de que un desgarrador coro de violines ataque con la pertinencia de la rapidez, de lo innecesariamente bello e inalcanzable. Es él, susurran, viendo el lino de su ropa flotar ante el grácil movimiento de sus brazos, el resto del cuerpo quieto; es quien profesaban las malas lenguas, angelical y cierto, frente a nuestros ojos.

   Sus piernas avanzan al erguirse la espalda, la bruma esparciéndose más y más mientras la realidad queda distorsionada ante el escenario simple, la luna adornando el plano como el centinela de la noche, musical y bella como sólo ella puede serlo. La ropa flota tras él, describiendo la hermosura de sus pasos y el coro de violines que lloran ante la presencia de la primera muerte.

   Es cuando los focos se apagan, y se enciende el todo: el peliazur alza la mirada y cae de rodillas, extendiendo sus alas reales y dejando que los brazos caigan rendidos a ambos lados de su cuerpo menudo. Cierra los ojos y hace una pirueta hacia atrás, dando paso al otro protagonista, el azabache que es recibido con aplausos a pesar de que nadie más lo vea. Su ropa igual de blanca no flota, ajena a la realidad del escenario, y al avanzar dando zancos hacia su amado cisne, parece caer con tanta normalidad que no parece común.

   Se arrodilla frente a él, acaricia su rostro con una mano, las alas se mueven detrás de la espalda del más bajo y se apartan como si estuvieran quemándose el uno al otro. Tiemblan, lloran, se sobrecogen ante la inmensidad de sus sentimientos que, encontrándose los unos a los otros, reciben el candor de sus corazones latiendo en emoción pura. La pluma emerge y flota, alzando al peliazur con la suavidad que le confiere la vida misma, ambos intentan alcanzarse pero sus manos no alcanzar a tocar la extensión ajena. Caen rendidos al suelo, lejos el uno del otro.

   Los presentes parecen aguantar la respiración, y el azabache no desiste, para más drama; se acerca a él, pero algo más grande lo detiene, como una fuerza mayor, física, que llega a hacer estragos en el campo de visión, como ondas magnéticas que no lo dejan acercarse. El más bajo se acomoda en posición fetal, sus alas rodeándolo, dejándolo inalcanzable.

   — Para siempre.

   — ¿Qué es lo mío?

   Pero el más alto se acerca de todas formas, y cuando el telón cae, es cuando el beso final irrumpe el espacio tiempo, creando la realidad que no estaba ahí nunca. Se sonríen, el público aplaudiendo y gritando de emoción. Las plumas de sus alas caen lentamente, deshaciéndose en la irrealidad que significaban, la ropa flotando aún como si estuviera en el cielo, cayendo, regresando a la vida.

   — La pasión que te hace renacer.

cortito pero intenso uwu
se la dedico a mi wawi
ohsweetbrokendoll
tqm a pesar de conocernos desde hace poquito uu
sos un sol꒰⑅ᵕ༚ᵕ꒱˖♡

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