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7: El comienzo.

Dedicado a: Somnly.

Su visión estaba nublada, recién despertaba y la oscuridad reinaba en su habitación, junto con un agitado viento que entraba por su ventana abierta, estaría por llover.

Se levantó con tropezones y cerró la ventana, aclarando su vista y despertando a sus otros sentidos.

¿Cuánto había dormido? Un olor agradable atravesaba la puerta, quizás fuera la cena que su madre estaría haciendo.

El suelo estaba frío bajo sus pies descalzos y podía escuchar las voces de sus padres en el piso inferior, estaban discutiendo, y para que el sonido llegara hasta ahí entonces deberían estar gritando.

Su madre no solía levantar la voz, no a menos que se tratara sobre su hija, Leah.

La quería mucho, sabía la rubia, había tenido muchas dificultades para quedar embarazada y luego para poder dar a luz y sobrevivir al mismo tiempo, así que protegía lo más que podía a su pequeña niña.

Abrió con cuidado la puerta, y sigilosa cómo un gato llegó al borde de las escaleras, asomándose desde las pequeñas rejillas que tenían para evitar caídas.

—¡Deja de protegerla tanto, ya no es una niña! —gritó su padre—. No es más que una niña desobediente, ¡igual que su madre!

—¡¿Una niña desobediente?! ¡Te ha complacido desde que tiene memoria! —le respondió la mujer—. ¡No ha parado de aprender de ti, y te miente porque te tiene miedo!

No era del todo cierto, en realidad le daba flojera soportar los regaños y castigos de su padre, pero no iba a corregirla.

Apretó los dientes cuando el hombre abofeteó a la mujer, tirándola al suelo por la fuerza.

—¡La única que debería tenerme miedo eres tú! —se agachó a su altura—. Así que si no quieres que Leah sea la única que pague tus arrebatos de valentía, entonces mantente como siempre. Tranquila y cooperando.

La miraba con tanta superioridad, con tanto orgullo y tanto asco, que algo se encendió dentro de Leah, bajando los escalones de forma lenta, pero sin perder de vista al mayor.

El hombre estaba dispuesto a volver a golpear a su pareja, y la rubia lo sabía, porque ya había pasado antes, diciendo que ella misma sería la que pagaría las consecuencias, pero luego siendo su madre la que fuera golpeada.

No le afectaba tanto que golpeara a la mujer, es decir, no le causaba mucho sentimiento de tristeza o pena, sólo le causaba una furia desmedida porque un ser humano cómo aquel infeliz existiera.

Y lo que más la enojaba era que su madre al final lo perdonara, quedándose con las falsas y románticas disculpas que el hombre le ofrecía, para después portarse cariñoso con Leah y fingir que nada había pasado.

No estaba segura de lo que iba a hacer, no sabía lo que estaba haciendo, pero lo único que podía ver era cómo el hombre empezaba a golpear con fuerza a la mujer que decía amar.

Tomó un cuchillo de la mesa con platos y cubiertos listos para comer, y sin apresurar sus pasos se acercó aún más, hasta detenerse detrás de él y mirarlo con desprecio.

—Eres un infeliz —murmuró, y lo hizo.

Levantó el cuchillo y sin pensarlo lo enterró en el cuello de su progenitor.

Un grito se escuchó en toda la casa, llevó su mano a su herida, deteniendo la sangre que salía pero sin poder evitar que de su boca brotara más.

Volteó a ver a su hija y su esposa, al sentir el líquido carmesí y caliente salpicar en su rostro abrió los ojos, sorprendida.

—Maldita idiota —gruñó con dificultad.

Leah no pudo mantener su sonrisa oculta, volviendo a atacar y clavando el cuchillo en unos de los ojos del hombre, uno que ya no tenía la fuerza para escudarse.

Cayó de rodillas, y Leah aprovechó para atacar una vez más en el centro de la espalda superior, era un cuchillo pequeño, no había mucho daño que pudiera causar.

Y el mayor perdió la conciencia, ahogado por su propia sangre. Pero su hija no se detuvo.

Siguió apuñalando aquella espalda, una y otra vez, por más que ya estuviera muerto.

Sonrió, sintiendo la sangre salpicar su rostro, bañar sus manos, manchar su ropa. Podía ver aquel líquido escarlata de cerca, la carne ser perforada y rasgada.

Le estaba causando daño a un cuerpo, había matado a un hombre, a su padre.

Y se sentía fantástico.

—¡Leah! —gritó su madre, temblorosa—. ¡P-para, Leah!

No se atrevió a tocar a su hija, saltando en su lugar cuando la menor la volteó a ver.

Leah se detuvo, su sonrisa desapareció y se levantó, hasta quedar a la altura de la mujer.

Acarició el pómulo amoreteado, manchándolo con sangre.

—¿Estás bien? —le cuestionó, tranquilamente.

—L-Leah, debes salir de aquí, ahora mismo —le suplicó su madre.

Leah frunció el ceño, confundida.

—¿Por qué?

—La policía llegará en cualquier momento, n-no te pueden ver así. Vete, cariño, v-vete.

—¿La policia?

¿Su madre la había traicionado? ¿Cuándo había agarrado el teléfono para hacerlo? ¿Cuando estaba atacando a su padre?

—S-sí, hija, yo sabía que la discusión con tu padre se descontrolaría, llamé a la policía reportando maltrato familiar, estarán aquí en cualquier momento, debes irte —intentando ignorar la sangre le tomó de las mejillas.

Leah sólo asintió.

—Escúchame, cariño, no estuvo bien esto, ¿ok? Deberás entenderlo por ti misma, esto no estuvo bien, esto es asesinato, ¿me entiendes? Pero aún así me salvaste, así que no quiero que cargues con esta culpa el resto de tu vida, porque aunque la forma estuvo mal, tú lo hiciste para cuidarme —le dio un beso en la frente—. Vete, y no vuelvas. Te amo.

La voz temblorosa de la mujer la despidió, pero ella no dudó, no era momento de ir presa.

No pudo ver cómo la mujer limpiaba sus huellas con un trapo de cocina, limpoaba el mango del cuchillo y lo agarraba ella, y tampoco pudo ver cómo su madre se manchaba con la sangre de su padre entre lágrimas.

Pero sí sabía que aquella noche era la última en mucho tiempo que su propia madre pasaría en libertad, gracias a ella.

No tenía a dónde ir, estaba descalza y sus pies estaban maltratados, la sangre en su cuerpo se estaba secando y el camino estaba demasiado oscuro.

Estaba emocionada, la emoción y el temblor en su cuerpo gracias a la adrenalina aún no desaparecía, seguía extasiada por la sangre sobre su piel.

Aunque le daba asco pensar en que la sangre era de su padre.

Intentó profundizar en lo que sentía, intentó encontrar una pizca de culpabilidad por lo que acababa de hacer.

Pero no encontró nada.

Lo único que había ahí dentro era satisfacción y felicidad, cómo nunca antes lo había sentido.

No se sentía mal por lo que le esperaba a su madre tampoco, ella no la había obligado a aquello, simplemente no podía tener sentimientos de culpa o remordimiento, porque ella se sentía bien.

Y si ella se sentía bien, entonces era porque estaba bien. ¿Cierto?

Un trueno iluminó el cielo, y la lluvia empezó a caer, fuertemente y sin pausa, mojando su delgado y pequeño pijama y bañándola en el frío de una noche lluviosa.

Todo sentimiento positivo desapareció, su cuerpo empezaba a entumirse, y sus pies ya le sangraban, incluso la venda en su mano derecha estaba asquerosa. Si no cambiaba la tela entonces se podría infectar.

No tenía a dónde ir, ni un maldito lugar en el que fuera recibida, al menos no en ese estado.

Aunque...

Sus pasos se detuvieron y levantó la vista, distinguiendo la bandera roja que se elevaba por sobre los árboles.

En ese maldito circo sólo habían asesinos y psicópatas, ¿porqué no la recibirían ahí viéndose así?

Si ella ahora era uno más de ellos, ¿cierto? Podrían aceptarla si se acercaba.

Sonrió a penas, sintiendo el frío calar en sus huesos, y caminó lo más rápido que pudo a aquella carpa de circo.

Y apenas se acercó alguien la tomó por atrás, ella no hizo nada para safarse.

—Al fin te tenemos, pequeña rata —gruñó una voz divertida en su oreja.

Asqueroso.

El extraño notó que no era sólo lluvia lo que había en su cuerpo y la dejó caer, sus rodillas impactaron con la tierra y evitó golpearse la cara al sostenerse con sus manos.

—¡¿Qué mierda?! —se asqueó—. ¡¿Cómo te atreves a llegar en este estado?! ¡Maldita perra, es asqueroso!

La agarró del antebrazo y la arrastró hacia Leah no supo dónde, porque el frío era demasiado, llevaba media hora bajo la lluvia, y sentía que le iba a dar una hipotermia.

—Ya verás qué te hará el jefe cuando te vea —se burló.

Leah no pudo hacer nada, aunque no lo intentó, no pudo hablar para explicar por qué estaba ahí y sintió que, aunque lo hubiera hecho, ese hombre regordete de apariencia divertida no la hubiera dejado ir.

No pudo soportarlo, así que con sus piernas raspándose por las piedras del camino mientras era arrastrada por él, se desmayó. Y no intentó evitarlo.

Se dejó en manos de aquel circo de psicópatas. Y si decidían que debía morir, entonces ella no haría nada.

¡Hola!
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