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6: No me arrepiento.

Dedicado a: ayline_salas.

Finalmente el hombre había preguntado. La miraba tan fijamente que Leah empezaba a ponerse ansiosa. Odiaba esa mirada, pero no retrocedería.

Leah también suspiró.

—Lo siento —comenzó.

—No me importa si lo sientes o no, Leah —contestó el mayor—. Te pregunté dónde estabas.

Él usaba su nombre cómo arma, siempre lo había hecho. Pensaba que si decía su nombre la mayor cantidad de veces posibles en una discusión, al final su hija se sentiría intimidada, principalmente porque había crecido con apodos dulces por parte de sus padres.

Pero no era así, sólo le ayudaba a sentirse más ajena a ellos y menos culpable por las mentiras que salían de su boca sin parar.

—Estaba con alguien, en un lago que encontré por ahí —respondió, jugando con su comida.

—“Con alguien, en un lago que encontré por ahí” —repitió su padre, incrédulo—. Sé más específica.

—Cuando me perdí en el bosque encontré un lago, y ahí había una chica —empezó con su mentira—, fue muy amable y me ayudó a llegar al camino de nuevo. Me invitó a ver el lago en la noche, me dijo que se veía muy lindo, ahí estaba anoche.

—Y tú, cómo la niña obediente que eres, aceptaste, ¿no? —el hombre no se lo podía creer, todo lo contrario a su madre, quien no notó el sarcasmo en la voz del hombre.

—Eso es muy peligroso, hija. No lo hagas —tembló, temerosa de que le pudieran hacer algo a su hija, y su pareja sólo rodó los ojos.

Su madre era muy ingenua, siempre lo había sabido, era dulce, amable, encantadora y tierna, pero era muy crédula, cayendo en cada mínima mentira que le decían, por más estúpida que fuera.

—No sé porqué lo hice, papá, lo siento —miró de reojo a su madre, asintiendo a la petición que le había hecho antes—. No lo volveré a hacer.

—Es que no te puedo creer admitió—. ¿En serio quieres que acepte la tonta idea de que te perdiste, encontraste una lago encantado con un hada dulce que te invitó a volver al día siguiente y tú sólo... lo hiciste?

No se creía absolutamente nada.

Levantó la mirada nuevamente hasta ver a su padre a los ojos, y fingiendo cansancio habló.

—Me invitó a una fiesta —se esforzó en que sus ojos se vieran sinceros—. Me dijo que había salido de campamento con sus amigos universitarios e iban a hacer una fiesta por haber terminado su primer año en la universidad.

Su padre pareció creerle con esa versión, creyéndola más posible que la primera.

—¿Hubo alcohol? ¿Drogas? —cuestionó, con el ceño fruncido.

No la conocía, supo Leah, porque ella nunca hubiera asistido a una fiesta, o a reunirse con una desconocida, y no porque le diera miedo, sino porque le aburría.

—Sí, papá, hubo alcohol, cómo en cualquier fiesta de adolescentes —respondió, masajeando su sien izquierda.

—¿Hubo drogas? —volvió a preguntar, molesto.

Su padre era estricto, pero tenía mucha paciencia y siempre trataba de mantener el control sobre todo, o sea, que los problemas se pensaran en frío, odiaba molestarse.

Leah empezó a cortar su desayuno otra vez, bajando la mirada a sus hot cakes.

—No lo sé, papá —respondió, en voz baja.

—¡Te pregunté si hubo drogas! —el hombre se levantó y aporreó sus manos contra la mesa.

Los vasos y platos temblaron, y la mujer saltó por el impacto.

Pero, en ciertos temas, el hombre se volvía el mismo diablo encarnado.

—¡Que no lo sé, carajo! —le respondió Leah, haciendo exactamente lo mismo que su padre, olvidando que tenía el cuchillo en la mano.

El filo quedó hundido levemente en la mesa de madera, y por la fuerza su mano había resbalado, cortándose la palma al terminar sujetando el cubierto por la parte cortante.

—Leah, estás sangrando —se preocupó su madre al instante, totalmente angustiada ante la situación.

Pero fue ignorada por ambos, inclusive por la rubia que casi ni podía sentir la herida.

—¿Qué acabas de decir? ¡¿Cómo putas se te ocurre insultarme?! —le respondió el hombre, totalmente fuera de sí.

Odiaba que le gritasen, odiaba que los gritos fueran dirigidos a ella de tal forma, no le hacía sentir mal, le hacía sentir una furia inexplicable.

Nunca se había puesto así frente a sus padres, no porque nunca había hecho algo lo suficientemente malo cómo para que su padre perdiera la calma de esa forma.

Así que simplemente no pudo controlar su reacción, y cuando se dio cuenta ya le había respondido de igual manera al hombre, mandando su plan de mantener las cosas bajo control al carajo.

Sinceramente no sentía el corte profundo en su mano, o bueno, no le resultaba tan doloroso. En realidad había sido cómo un ancla tirada de la nada haciendo retroceder al barco con un tirón. La había devuelto en sí.

Apretó la mandíbula, ignorando el nuevo grito de su padre y la sensación punzante en su mano derecha.

Se volvió a sentar, y sin importarle ni un poco la sangre que tenía el cuchillo continuó cortando su desayuno.

Su padre la miraba desde arriba, con el rostro rojo de la ira, pero antes de que pudiera volver a hablar Leah lo interrumpió.

—Lo siento, papá. No sé qué me pasó —respondió, sin levantar la mirada, simulando vergüenza—. No hubo drogas, y si habían, entonces yo no tomé ni una. Anoche volví temprano, me arrepentí de ir.

Notó de reojo a su madre de pie, viendo cómo se llevaba a la boca un trozo de hot cake con la sangre cómo aderezo sin importarle ni un poco.

El hombre gruñó, volviendo a su lugar y continuó comiendo, cómo si nada hubiera pasado, aunque el enojo aún era palpable en el ambiente.

La mujer, intimidada ante el comportamiento de ambos, hizo lo mismo.

—Ni se te ocurra pensar que dejaré esto así, Leah. Tendrá las consecuencias que se merece —habló su padre cuando ella se disponía a subir después de terminar con su comida.

Tan sólo asintió y continuó con su camino.

Su madre apareció pronto, con un botiquín en las manos y una mirada triste.

Sólo se acercó a ella y la rubia se dejó hacer. Apretó un poco los dientes cuando el alcohol desinfectante pasó por el corte, su madre no lo notó.

Y después de aplicar la crema cicatrizante y una venda su madre habló, sin dejar de ver su mano vendada.

—¿Estás bien? —cuestionó.

Leah asintió, sin pronunciar palabra y dejando que su madre siguiera con lo que sea que iba a decir.

La mujer le caía bien, era manipulable, calmada, crédula, amable, consentidora y siempre se pondría de su lado. No tenía una personalidad fuerte de la cual presumir o con la cual defenderse, y por eso amaba estar a su lado.

Haría lo que sea que le pidiese, ¿por qué? Porque era su hija, y la amaba. Y la rubia sabía eso.

La mayor observó los ojos de su pequeña, la única cualidad física que tenían en común.

La mayor era pelinegra, con la piel ligeramente sonrosada, de tamaño pequeño y rasgos firmes, muy contrastante con su personalidad.

Mientras que la menor era idéntica a su padre, con el cabello de un color rubio platinado liso, la piel de un tono pálido, alta y de rasgos finos y delicados.

No se parecían en nada más que en aquellos ojos miel. Pero por algún motivo nadie dudaba de sus lazos sanguíneos.

Leah odiaba parecerse a su padre, odiaba verse en el espejo y sólo notar aquel reflejo tan... similar al del hombre.

¿Por qué? Era sencillo. No lo soportaba.

Era demasiado firme, serio, exigente, estricto y, por mucho que se esforzara en ocultarlo, era un completo machista. Simplemente lo odiaba, con todas sus fuerzas.

Y por ello no se arrepentía de haberle respondido de esa forma, de lo que sí se arrepentía era de no haberle clavado aquel cuchillo en el cuello.

No se sentía capaz de ver brotar la sangre de alguien más gracias a ella.

—Eso estuvo mal, cariño —escuchó que su madre decía—. Yo... anoche me preocupé demasiado, no sabía si estabas bien o si te había pasado algo... tu padre estaba furioso.

Qué sorpresa.

—No estuvo bien gritarle así, ¿lo entiendes? Tampoco estuvo bien salir de esa forma y tampoco lastimarte a ti misma. ¿Prometes que cambiarás eso? ¿Entiendes que todo eso estuvo mal?

No lo entendía, pero sí lo sabía, lo sabía gracias a todas las veces que la habían reprendido por malas conductas.

—Sí, lo prometo, mamá —asintió, recibiendo un abrazo por parte de la mujer, sintiendo el latir de su corazón en su oído cuando se apegó a su pecho.

—Hablaré con tu padre, pero debes saber que el castigo es inevitable, ¿bien? —le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja.

Leah volvió a asentir, la mujer sonrió y se despidió con un beso en la frente para después salir del cuarto.

Miró su mano vendada luego de dejarse caer de espaldas sobre su cama.

Su madre era enfermera en un hospital bastante reconocido, hasta que Leah había entrado a la pubertad a los trece años y su padre le dijo a su pareja que la pequeña necesitaba atención femenina en esa etapa.

La mujer había accedido, por muy difícil que fue para ella renunciar a su sueño, pero simplemente no entendía que el hombre lo que hacía era manipularla.

Lo que él quería era tenerlas en sus manos, hasta que fueran totalmente dependientes de él y que no pudieran irse de su lado nunca.

Y Leah siempre supo que él estaba obsesionado, no enamorado. No sentía amor hacia su familia, sólo quería tener el control sobre alguien.

Pero su madre no lo notaba, estaba tan cegada por los bonitos detalles que el hombre tenía de vez en cuando, y de la personalidad amable que fingía la mayor parte de las veces.

Leah no era estúpida, y ella sí se daba cuenta.

A veces pensaba en que sus propios problemas de actitud eran gracias a su padre.

Maldijo al hombre entre dientes y simplemente decidió volver a dormir.

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