
1: ¿Puedo... explorar?
Dedicado a: Berryyxs.
Los árboles pasaban velozmente frente a ella, siendo que estaba en un coche en movimiento mientras veía la ventana. Sus padres estaban en los asientos delanteros mientras hablaban de cosas sin importancia.
Intentaba con todas sus fuerzas no ceder ante el sueño, pero la música suave en volumen bajo, las voces de fondo y el cómodo aire frío que atravesaba cada poro de su piel no ayudaba.
Parpadeó cuando escuchó su nombre.
—¿Qué decías, papá? —cuestionó, alejándose de la ventana y prestándole atención al hombre.
—¿En qué tanto piensas, cariño? —preguntó su madre entre pequeñas risas ante la distracción de su hija.
—Te decía que no tomaras esto cómo una recompensa, Leah —le dijo su padre—. Alejarte de la tecnología y de tus amigos durante el verano no es nada más que un castigo por tu comportamiento.
El hombre, tan parecido a ella, era muy estricto, aunque no se podía negar que se merecía aquel trato aquella vez.
Siempre había tenido serios problemas de comunicación, le costaba mucho concentrarse y sentirse bien rodeada de gente tan alegre y emotiva.
Eso no había evitado que conociera a algunas personas agradables a lo largo de su adolescencia, que al final se habían vuelto buenos amigos, pero sin embargo, eran pocos en comparación a los que otras personas tenían.
Tampoco era adicta a la tecnología cómo la mayoría de personas a su edad, se le dificultaba encontrar diversión en muchas cosas, estar centrada y simplemente ser “normal”.
Sus padres habían decidido llevarla a la casa de campo, una que no era usada desde que sus bisabuelos murieron y una que ella nunca había visitado.
La habían comprado cuando poseían una buena fortuna, pero cuando esta desapareció, decidieron que debían concentrarse más en el trabajo que en tomarse un tiempo libre.
Estaba en medio del bosque, a las afueras de la ciudad donde vivían, el internet ahí era pésimo, por no decir inexistente, y el hombre pensó que era muy buena idea castigar a su hija yendo a ese lugar.
A ella le daba igual.
Había acabado su último año de preparatoria, aunque lo iba a repetir el siguiente por un accidente no tan accidental que tuvo con una de sus compañeras.
Era muy buena controlando sus extraños impulsos, después de haber aventado fuertemente a su conejo a los ocho años, matándolo al instante gracias a que la mordió cuando lo intentó tocar.
Se había sentido tan mal por haberlo matado, que había decidido aprender a controlarse. Y a no tener más animales en casa.
—Amor, no seas así con ella. Ya dijo que fue sólo un accidente —la protegió su madre, regañando al hombre.
—¿Un accidente? No sé cómo le crees —bufó—. No le veo lo accidental a tirarle un vaso de ácido crómico* a una compañera en clases de química.
—Me resbalé —mintió con tranquilidad.
En realidad, aquello se había debido a que era sorpresiva y exageradamente posesiva con sus amigas, y la chica a la que le había tirado aquel ácido llevaba una semana entera intentando robarse a su mejor –y única– amiga.
No era una exageración, en más de una ocasión la chica había dicho cosas en su contra, e incluso había llegado a los empujones “accidentales”. Y ella se los había devuelto con un tropiezo accidental.
No le veía lo malo, pero al parecer sus padres sí, y aunque convenció a su madre que había sido un accidente, su padre no estaba muy seguro aún.
El coche se metió en un camino algo oculto entre los árboles, haciendo que el coche se moviera un poco por las rocas y ramas que estaban en su camino, y poco después fue apagado, habían llegado luego de dos horas de viaje.
Su padre se volteó, mirándola a los ojos mientras se apoyaba en el respaldo y le tocaba la rodilla a la menor.
—No digo que seas una mala persona, hija. Pero debes aprender a tener cuidado, y, por muy accidente que fue o no fue, debes hacerte cargo de las consecuencias que puedan llegarte gracias a aquellos errores —le dijo, con seriedad, pero le dio un apretón reconfortante antes de bajar—. Vamos, tenemos mucho que hacer hoy.
Habían llegado a las diez de la mañana, así que aprovecharon para desempolvar, acomodar, bajar maletas, y un montón de cosas más gracias a qur la casa estaba inhabitada desde varios años atrás.
La tarde empezaba a caer, y aunque su estómago gruñía ligeramente por el hambre –gracias a que se había saltado el almuerzo–, no tenía ganas de comer.
El bosque era inmenso, los árboles eran tan grandes que se veían imponentes, las hojas y las ramas apenas dejaban ver el cielo, y la tierra bajo sus pies era tenuemente iluminada por la luz que lograba pasar.
Sonrió levemente, mientras veía a su alrededor. No tenía nada que hacer, ni aunque su celular tuviera carga, sus padres también estarían haciendo otras cosas, y de todas formas no era cómo si la convivencia familiar fuera su fuerte.
—¿Puedo ir a explorar un poco? —se dirigió a sus padres mientras entraba a la espaciosa cocina.
Estaban llenando las alacenas de –mucha– comida. La tienda más cercana estaba a una hora y media, así que habían preferido llevar la máxima cantidad de comida que podían sin dejar sus maletas con ropa fuera.
Ambos mayores se vieron entre sí, no muy contentos con la idea.
—No creo que sea muy seguro ir a pasear por el bosque —dijo su madre.
—Y menos a esta hora —continuó su padre—. Empieza a atardecer, Leah, si te pierdes entonces será difícil buscarte a oscuras.
—Prometo no alejarme del camino —se apresuró a decir—, sólo me alejaré un poco, si no encuentro nada entonces volveré, prometo que no tardaré mucho.
Ambos se volvieron a ver entre sí, hasta que la mujer suspiró, Leah casi lo hace con ella.
—De acuerdo, cariño. Pero ten mucho cuidado —le pidió la mujer.
El hombre sólo asintió, de acuerdo con lo que pedía su pareja, y volteó a lo que estaba haciendo nuevamente.
—Gracias —sonrió un poco—, vuelvo en un rato.
Sostuvo entre sus manos una linterna que estaba sobre una repisa de la sala y salió, sólo por si acaso.
Empezó a caminar, siguiendo el camino por el que habían llegado, pero en la dirección contraria, ya que el camino se adentraba aún más en el bosque.
Suspiró, pateando una piedra que estaba frente a ella y maldiciendo para sus adentros. Había caminado media hora por nada, ya que no se topó ni siquiera con un ciervo.
Estaba decidida a voltearse y volver por dónde llegó, pero algo la hizo cambiar de parecer.
De reojo alcanzo a ver una bandera roja, se elevaba ligeramente por sobre los árboles y se agitaba levemente gracias al suave viento.
¿Qué era eso? Se notaba que estaba a no más de un kilómetro de distancia, a la izquierda del camino que estaba siguiendo.
Despegó su vista de la bandera, dirigiéndola a la casa de campo –una que no alcanzaba a ver– a la que debería estar volviendo. Mordió su labio inferior, pensativa.
No tardaría más de diez minutos, sólo vería que era aquello que estaba ahí, y luego volvería, sería rápida y sus padres no se enterarían.
Así que salió del camino, decidida, y empezó a caminar en esa dirección, asegurándose de ver la hora en el reloj negro que siempre llevaba en la muñeca derecha.
Cómo lo sospechó, no tardó mucho en llegar, y sus labios se abrieron cuando miró la gran –enorme– carpa de circo frente a ella, con franjas rojas y blancas, foquitos de luz cálida –similares a las luces navideñas de los árboles– trepaban y colgaban por las varas metálicas que sostenían toda la carpa.
Un circo, estaba frente a un puto circo en medio de la nada. ¿Quién iría hasta allí sólo para ver a unos payasos hacer malabares? En definitiva, ella no.
Sin embargo, la curiosidad la carcomía, no era algo que sucediera a menudo, así que cuando pasaba se aseguraba de satisfacer esa curiosidad.
Miró hacia la dirección de su casa una vez más, mordiéndose la cara interna de la mejilla izquierda por la culpa, pero empezando a caminar hacia la entrada.
Un gran hombre la custodiaba, se veía normal, con su traje negro, y por suerte no la vio ya que estaba de espaldas. Cobraban la entrada, obviamente.
Vio a sus alrededores, y a hurtadillas logró llegar a la parte derecha de la carpa, cruzando los dedos por no entrar en un lugar en el que fuera fácilmente visible.
Por suerte apareció en el lado de las gradas, en realidad, atrás de ellas.
Podía ver el escenario por los espacios que habían entre los asientos, aunque muchos pares de piernas le dificultaban un poco la vista, sin embargo alcanzó a ver lo que sucedía.
Un hombre, en traje y sombrero, llegó al centro oscuro del escenario, sonriendo cómo sólo él sabría hacerlo, y con un micrófono cerca de los labios.
La oscuridad reinó, y la luz cayó sobre él, convirtiéndolo en lo único visible en el lugar.
—Buenas noches, damas y caballeros —saludó el hombre con voz firme—. Mi nombre es Román, para los que no me conozcan, y es un gusto ser el presentador de este show.
Era un ambiente extraño, supo Leah, cuando todos empezaron a aplaudir enloquecidos. En ni un circo al que había ido en su vida, los presentes se emocionaban de esa forma. Por muy bueno que fuera el espectáculo.
Pero no prestó atención y sólo siguió observando, en silencio.
—Muchas gracias por venir aquí esta noche —continuó—. Déjenme hacerles una pregunta... ¿están listos para gritar?
Y ahí, Leah no entendió que aquella pregunta no se refería a los gritos de emoción.
* Ácido crómico: El ácido crómico es una substancia química corrosiva y el contacto puede producir graves irritaciones y quemaduras en la piel y los ojos.
Espero que les guste esta nueva historia, no olviden darle apoyo y, si pudieran recomendarla a sus seguidores para llegar a más personas, sería estupendo jaja.
Lxs amo mucho <33333
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