Capítulo IV
Número de Palabras: 4963
[...]
El problema con la rutina es su constancia. La certeza de que no habrá cambios ni modificaciones de ninguna clase hasta que la novedad se convierta en un recuerdo lejano y las costumbres estén tan grabadas en el cuerpo que resulten automáticas.
La rutina de Denki es simple. Al despertar se lava la cara y las manos con el agua de la jofaina que tiene en su cómoda y después de cambiarse tiene que limpiar y ventilar su habitación. Como hay baldes vacíos y fregonas en un armario al final del pasillo, las mañanas siempre inician con todos los habitantes de ese piso haciendo fila para tomar sus respectivos utensilios y llenar además el cubo con agua limpia pues, aunque los sirvientes de la Madam se encargan de la limpieza de los pasillos y los pisos comunes, cada omega es responsable de su propio espacio.
De pie en la puerta, con la cubeta a sus pies y la fregona junto a él, Denki se toma un momento para observar su cuarto. Nada de lo que está ahí es suyo, ni la cama, la ropa o los estantes, nada ahí le pertenece y sin embargo es su deber cuidar, limpiar y mantener inmaculada cada superficie. Así que empieza, pero antes se asegura de acercarse a su tocador para prender el incienso que se quema con lentitud llenando el cuarto de una tenue esencia de canela.
Ocasionalmente la dueña escoge cuartos al azar para revisarlos por las mañanas, cuando le toca a él Denki suele ahogar sus bostezos mientras espera que la mujer termine con su revisión. La ve ir de una esquina a otra como un sabueso a la espera de encontrar un premio.
—¿Por qué sigues utilizando ese incienso? —pregunta ella al ver la delgada vara que se quema en el buró.
—Me gusta el aroma —responde Denki con calma mientras aspira la fragancia a canela.
—Tus clientes se han quejado.
—A mí no me han dicho nada.
Y él sabe que no lo harán porque entienden que el aroma lo hace feliz; además, no es el único que usa inciensos para evitar que las feromonas alfa que exudan sus clientes atiborren el aire de su habitación –evita que se pongan celosos unos de los otros–. Sin embargo, es probable que quienes se hayan quejado hayan notado de forma inconsciente que tras el incienso de canela hay algo más.
Denki hace la nota mental de ventilar su habitación más concienzudamente.
Tras la limpieza y el cambio de sábanas, la rutina sigue con el desayuno donde todos los habitantes de la Casa bajan con el resto a la sala común que se encuentra en uno de los cuartos traseros; ahí las sirvientas han servido bandejas de arroz, huevos y más. No hay pastelitos o panecillos para picar, la fruta siempre es escasa y de temporada, y la carne es suficiente para que todos se sirvan apenas una ración, pero el resto es saludable y abundante. A la Madam no le conviene que sus omega parezcan desnutridos o enfermos.
Un poco más despiertos los omega charlan mientras se sirven y comen. La mayoría tiene a sus amigos con quienes hablan de sus clientes, los regalos que reciben o los chismes que oyen; otros prefieren sentarse en silencio a comer en paz. Siendo uno de los pocos omega masculinos que tiene la casa, Denki suele sentarse en una esquina de la larga mesa a comer mientras oye a su compañera de turno parlotear sobre cualquier cosa que quiera compartir. Ese día sin embargo las cosas no parecen estar de su parte pues su apetito está ausente y nada en la mesa le parece lo suficientemente apetitoso; mientras se entretiene con un platito de fruta que parece no tener sabor, la omega junto a él se balancea en su asiento.
—Estará bien —susurra su amiga frotando la espalda de la muchacha en movimientos circulares.
A Denki le basta un mirada para entender que la situación está lejos de estar bien. El aroma a miedo y estrés es tenue –están entrenados para contenerlos o incluso ahogarlo– pero basta ver la cara blanca, las ojeras visibles y la larga cabellera castaña en mechones deslucidos para entender que hay algo muy mal.
El presentimiento de Denki se confirma cuando la muchacha se cubre la boca con una mano y corre hacia fuera donde segundos después se oye el sonido de alguien vomitando. El silencio en el comedor es absoluto hasta que alguien retoma su conversación y lentamente el resto vuelve a sus asuntos; todos saben que la desafortunada muchacha no es la primera –y ciertamente no será la última– en encontrarse en esa situación.
Por gracia de los dioses Denki nunca ha estado en su lugar pues se ha asegurado de mantener el capullo de sus clientes fuera en casa ocasión; además, la Madam tiene por costumbre servirles té de luna cada temporada para mantener las cosas sin complicaciones. Denki supone que dada la situación es probable que el té aparezca en un futuro próximo. El asunto en realidad no le preocupa.
—¿Has oído? —pregunta la omega a dos lugares de él
—¿Qué? —pregunta la persona frente a él.
—Han ofrecido comprar el contrato de Itsuka.
—¡¿Es eso cierto?!
—SHH —susurra la aludida demasiado tarde porque la noticia ha corrido y el resto se apiña a su alrededor para enterarse de la novedad olvidado ya el silencio y el inconfundible sonido de arcadas en el exterior.
Hay excitación, incredulidad y envidia inundando el comedor. También miedo. Quienes se atreven a expresar sus dudas son ignorados pues a la mayoría le gusta creer que abandonar la Casa es señal absoluta de que la vida solo puede mejorar.
Denki sabe la verdad. Himiko también.
—¿Es que todos nos hemos olvidado de Ikumi? —dice ella
El nombre consigue callar los murmullos. Todos se saben la historia –todos se aseguran de que los nuevos la conozcan– y no hay necesidad de repetirla ni de examinarla. Denki no necesita que se la recuerden porque él acababa de llegar cuando el contrato de Ikumi fue comprado y tres días después se corrió la noticia de que el alfa que era su dueño lo había matado.
Ikumi había disfrutado tres días fuera de la Casa, ninguno de ellos al aire libre. Y su caso solo era el ejemplo más claro de que los finales felices eran sueños incrédulos. Himiko también sabía lo que era ser abandonada, su dueño la había traído desde el otro lado del mar y después la había vendido a la Casa tras endeudarse hasta las narices. Había más ejemplos, compañeros que cambiaban la Casa por otro cuarto más grande, un dueño por otro, y si tenían suerte el nuevo era benevolente, sino solo cabía apelar a su apetito para mantener el techo sobre su cabeza y la comida en su mesa.
El peor destino que cualquiera de ellos podía tener era ser vendido a alguna de las pequeñas residencias de los barrios bajos donde los omega recibían un cliente tras otro hasta que su cuerpo cedía.
Denki era consciente de que todos ellos eran objetos, piezas que podían ser vendidas o intercambiadas y cuya comodidad dependía enteramente de la persona a la que pertenecían. Si bien al principio adaptarse a la rutina de la Casa había resultado ser un desafío diario, él había encontrado el balance perfecto para mantener las cosas bajo control y planeaba mantenerlo así por el tiempo que fuera necesario. Aún le quedaban varios años buenos en los que la Madam lo mantendría sin queja y una vez que su valor bajara Denki intentaría comprar su contrato usando los regalos que sus clientes le dejaban, aquellos que conseguía quedarse después de que la mujer recogía su parte.
En el futuro –cuando dejara de ser bonito, joven y útil– Denki podría abandonar la Casa sin dueño alguno; eso si conseguía evitar que alguno de sus clientes se encaprichara con él y si la Madam decidía no vender su contrato mientras tanto. Lo único que debía de hacer era cumplir con la rutina. Y la rutina después del desayuno era el baño así que Denki abandonó su plato de fruta a medio comer y se marchó con el resto hacia otra de las habitaciones en la zona posterior mientras las sirvientas recogían la mesa.
Más que una actividad de recreo, bañarse era un evento que requería paciencia y meticulosidad. Había que limar sus tobillos, la punta de sus pies, sus codos y rodillas, había que afeitar y recortar el pelo de su cuerpo y sus uñas. Su aspecto al terminar debía ser fresco, juvenil y suave, para finalmente enjuagarse con agua fría asegurando que su piel se mantuviera firme.
Tras el baño los omega se dividen en tres grupos: Aquellos que suben a sus habitaciones en el tercer piso para disfrutar de una mañana tranquila practicando con sus instrumentos o sus pasos de baile –ellos son los favoritos–, aquellos que no poseen ninguna habilidad de entretenimiento y deben alistarse para recibir a los clientes más tempraneros, y aquellos que –como Denki– deben arreglarse para atender a los clientes que pagan para sentarse a beber el té que sirven en las pequeñas cabinas semiprivadas que la Madam ha instalado en el salón recibidor.
Antes de abandonar su cuarto Denki toma aire –el aroma a canela se instala en su interior como una capa protectora– y después compone una sonrisa automática. Un gesto recatado y dócil que puede mantener aun si se aburre o se asusta, una sonrisa que no abandonara su boca durante las horas que tenga que ir de una cabina a otra sirviendo té y haciendo conversación, soportando a los clientes más táctiles, a los silenciosos, y a los gruñones. Una sonrisa que no alcanza sus ojos.
Esa es la rutina. Sentarse cuando los clientes pagan, rondar las mesas sirviendo el té, llevar los bocadillos que salen de la cocina y charlar.
Por la tarde, después de hacer una breve pausa para comer, Denki volverá a lavarse superficialmente para eliminar el sudor y el aroma a té antes de subir de nuevo a sus habitaciones en las que no saldrá durante el resto del día. En el piso inferior, la Madam abre el salón principal donde el omega de turno entretendrá a los visitantes con un baile o una pieza musical mientras Denki recibe a su primer cliente vespertino. Los omega más solicitados suelen tener sus agendas llenas con días –o incluso semanas– de anticipación, el tiempo mínimo es de una hora aunque algunos pueden llegar a comprar más; entre cada cliente Denki debe cambiar la sábana, ventilar el cuarto, cambiarse, y lavarse con agua y el perfume que tiene a mano.
Tener horas sin clientes no significa tener horas libres, significa que la Casa no genera dinero y se convierte en un saldo negativo en el contrato de cada omega; añadiendo además el gasto por la comida, el cuarto, la ropa y todo lo demás, el valor de sus contratos varía año con año. Denki es consciente que el suyo además tiene una penalización extra por culpa de la vez que intentó huir apenas se integró a la Casa y por esa razón intenta recibir a cada cliente con una sonrisa, hacer conversación y no quejarse sin importar las circunstancias.
Cada día es una repetición del anterior, una secuencia que varía en los rostros que lo visitan o en los temas de los que hablan. Denki la sobrelleva con sencillez disfrutando de los breves momentos en que mira por la ventana o tiene un momento de calma. Y cuando el día termina –por fin–, se asegura de cambiarse por última vez y sacar el cesto de ropa sucia al pasillo donde las sirvientas lo recogerán para lavar su contenido en la noche y ponerlo a secar en el patio trasero. Solo entonces Denki puede echar el pestillo a la puerta y preparase para dormir.
Esa es la rutina: Trabajar, dormir, y volver a empezar.
Pero durante los últimos meses la rutina de Denki se ha visto sacudida cada jueves por la noche cuando enciende una vela que coloca en la ventana de su habitación, entonces arrastra el colchón de su cama hasta el suelo y en lugar de sentarse a esperar en la ventana se duerme temprano.
Despierta en plena noche cuando la luna se halla en lo alto del cielo y la casa entera está sumida en un silencio absoluto. A veces está solo y entonces se arropa bajo su cobija a esperar, a veces –como hoy– encuentra a Katsuki sentado en el suelo frente a la ventana, fumando. Su cigarro es un punto rojo en la oscuridad mientras la luz de la vela crea sombras desiguales entre su pelo desordenado.
Es sorprendente como pese al tiempo transcurrido su estómago tiembla, ansiedad o placer, tal vez ambas combinadas en una descarga eléctrica que hace cosquillear la punta de sus dedos. Abandona el colchón sin otro pensamiento más que acercarse hasta que puede aspirar el aroma a canela –el real, picante y denso y absolutamente intoxicante– hasta sentirlo abarrotar su sistema.
—¿Por qué no me has despertado? —ronronea mientras se arrodilla entre las piernas de Katsuki frotando la nariz contra su mejilla en un movimiento lento y delicado.
—Parecías cansado —responde Katsuki devolviéndole el gesto con la misma gentileza.
—Pero no tiene sentido dormir si estás aquí.
Su respuesta es un empujón suave que responde con otro igual. Se frotan como gatos mimosos deleitándose simplemente con la sensación tibia de piel contra piel.
—Vamos a la cama —murmura Denki
—mmm
—¿Quieres terminar de fumar?
—mmm
—Entonces déjame probar a mí.
Le busca la boca y lo besa. Su lengua se desliza sobre la de Katsuki notando el sabor del tabaco en su lengua y al mismo tiempo sus manos se deslizan sobre el torso vestido evocando el recuerdo de la piel tibia que se halla debajo. Cando presiona la punta de sus dedos contra el pecho de Katsuki la respuesta de éste es voraz, su lengua se hunde en la boca de Denki y empuja con insistencia hasta que la saliva se acumula y el aroma a canela lo invade todo.
Lentamente el beso recupera la calma del primer contacto y Denki no puede evitar sonreír contra esos labios húmedos al constatar que la emoción que late en su interior posee la misma intensidad de meses atrás. Intensa y picante y abrumadora.
Su cuerpo se apoya contra el de Katsuki, sus besos se convierten en susurros de labios contra piel, narices que se frotan, mejillas que chocan, tan solo caricias privadas que nadie más conoce empapándose de sus aromas hasta unirlos en una mezcla simple. Es un acuerdo silencioso el de memorizar el tacto y el aroma y la dulzura del momento.
—¿Cama? —insiste Denki notando la fría brisa que entra por el resquicio de la ventana, nota las manos y piernas heladas.
—Espera —dice Katsuki apartando el rostro brevemente. Su mano izquierda, la que no sujeta el cigarro se desvía hacia su costado y al volver carga con una bolsita de tela atada con una cinta blanca.
Denki parpadea cuando la bolsita viene a colgar frente a su cara.
—¿Qué es? —pregunta pero Katsuki sacude la bolsita en una seña muda para que la tome.
Acomodándose en el suelo con el costado apoyado contra Katsuki y las piernas desnudas encogidas sobre el suelo, Denki abre la bolsa. Dentro hay un pastelito pequeño con una preciosa flor de crema color violeta.
—Dijiste que querías probar uno —dice Katsuki cuando el silencio se prolonga y lo único que hace Denki es mirar.
Lo cierto es que no recuerda la conversación exacta pero sabe que una noche, mientras se besaban en las largas horas de la madrugaba –mientras el capullo de Katsuki latía en su interior–, su acompañante hizo un comentario sarcástico sobre besos dulces y Denki se atrevió a contarle de los pastelitos que servían en el salón del té. Dulces que nunca ha probado y que últimamente no deja de mirar con interés.
Y no es el regalo en sí el que provoca que algo dentro de Denki se agite –una emoción tan poderosa e innombrable que durante un momento todo se detiene–, ha recibido regalos con anterioridad: Objetos esplendorosos que se guardan en un cajón a la espera de que alguien pregunte por ellos. Así que no, no es el regalo el que lo paraliza... es la certeza de que Katsuki pensó en él en algún momento fuera de las horas que comparten en su cuarto.
Es Katsuki quien toma la iniciativa y levanta el pastelito entre sus dedos para colocarlo a la altura de la boca de Denki.
—Prueba —dice y es instintivo abrir la boca y morder.
El pan y la crema se deshacen contra su paladar en un estallido de sabor dulce que no resulta empalagoso. Es como comer una nube de algodón, una consistencia tan esponjosa que Denki no puede evitar gemir de deleite. Se lo acaba en tres mordidas y entonces procede a lamer los dedos de Katsuki hasta limpiarlos por completo.
Finalmente, no puede evitar alzar los ojos para mirarlo.
La expresión de Katsuki es algo que no se permite analizar, las sombras que se reflejan en sus ojos color escarlata bailan al compás de la luz proveniente de la vela en la ventana. Son sombras y no emociones porque Denki se asegura de borrar esa idea de su mente.
Katsuki se inclina hacia él y lame la azúcar de sus labios, delinea el contorno y después frota su lengua contra la suya hasta probar el sabor de la crema. Su beso es dulcísimo... una dulzura que nada tiene que ver con el postre que se acaba de comer. Con la mano de Katsuki en su nuca, Denki inclina la cabeza hacia atrás, cierra los ojos, abre la boca y se funde en ese beso lento que hace a su corazón estremecerse.
Duele.
Imposible decir dónde o por qué –o tal vez sí se pueda, tal vez eso que duele tiene nombre, pero Denki se asegura de ahogarlo tras las puertas donde se esconde todo aquello que no puede mirar de frente... donde todo aquello que no es práctico ni útil existe–
Y en un intento por recuperar el control la mano de Denki se desliza presurosa hasta la chaqueta de Katsuki donde empieza a tironear en una señal clara para que se levante.
—Ven —susurra haciendo el ademán de enderezarse.
—No —es la respuesta de Katsuki aferrando su mano e inmovilizándola sobre la ropa. La respuesta provoca que Denki se aparte, solo un momento para mirarlo a la cara.
—¿Por qué?
La expresión de Katsuki resulta indescifrable.
—No en esa cama.
Es la forma como lo dice –frunciendo ligeramente el ceño como si le incomodara estar revelando más de lo que desea... como si de alguna forma doliera admitirlo– lo que hace que el corazón de Denki vuelva a contraerse. En ese momento el silencio parece latir con todas esas cosas que ninguno de ellos pronuncia.
Sin pensar, y en un intento por devolver las cosas a un terreno conocido, Denki extiende la mano y desliza el dedo índice sobre las arruguitas que se forman en esa bellísima cara. Desliza la punta sobre los montículos de piel sedosa, de izquierda a derecha y sobre el puente de la nariz.
—Sigue y las arrugas nunca se irán —murmura y no puede evitar el tono jocoso en su voz. Se siente como un niño, tocando y descubriendo esa cara apuesta con sus ángulos y rasgos afilados—. Y es una lástima —añade— dado lo guapo que eres.
Katsuki bufa pero no hay duda de que su expresión vuelve a suavizarse, el gesto genera un murmullo de placer en su interior y curiosamente hace que eso que duele, lata con mayor fuerza. Denki desliza los nudillos por la frente deleitándose con la sensación aterciopelada; y antes de darse cuenta está acariciando el rostro de Katsuki con el dorso de su mano. Su mejilla y su sien, la frente y la nariz.
Lo ha tocado antes, incontables veces mientras follan, pero esa noche todo parece frágil y vivo. Tal vez el dolor convierte cada caricia en un gesto anhelante avivando el hambre que ruge dentro de él.
Denki no puede dejar de tocarlo, memoriza esa cara con la punta de sus dedos hasta que la mano de Katsuki viene a sujetar la suya. Sin dejar de mirarlo, Katsuki posa los labios sobre su muñeca desnuda.
El contacto envía una descarga eléctrica a su espina dorsal. Su vientre se sacude con interés mientras su aroma se concentra. Un simple gesto, un simple beso y Denki experimenta deseo y dolor. Una combinación asombrosa y terrible dada su intensidad y crudeza.
Y duele.
—Tengo frío —murmura Denki acercándose para frotar su cara contra la de Katsuki. Tiene las manos y piernas heladas y ha comenzado a temblar. La respuesta de Katsuki es quitarse la chaqueta –su cigarro se ha perdido en alguna parte– para colocarla sobre los hombros de Denki.
Tras acomodar la prenda, la mano de Katsuki ascendió por su cuello –cosquillas en su piel–, se detuvo a perfilar su oreja –sus dedos tibios apretaron el lóbulo haciéndolo estremecer– y después se deslizo por su mejilla –plumas que lo hicieron temblar– hasta detenerse en su boca.
El pulgar de Katsuki delineó sus labios sin dejar de mirarlos, su otra mano vino a unirse a la primera y ambas sujetaron la barbilla de Denki con muchísimo cuidado, entonces volvió a inclinarse para besarlo.
Esta vez no hubo prisa. Se besaron como si el tiempo no existiera y el mundo no importara. Fue lento y delicioso, saboreando el momento y cada detalle.
Las manos de Katsuki acariciaron su mandíbula y se deslizaron por sus mejillas hasta alcanzar su cuello, ahí sujetaron con gentileza inclinando la cabeza de Denki en el ángulo perfecto para profundizar el beso.
Denki gimió contra él y fue sorprendente como su cuerpo se relajó ante el contacto y se limitó a devolver el beso sin prisa, pero no por ello sin hambre. El calor burbujeó dentro de él como el agua que hierve en la estufa hasta el punto en que dejo de notar el frío aun cuando sus manos no dejaban de temblar.
Fue Katsuki quien las sujeto apretándolas contra su pecho en lo que parecía ser una afirmación clara: Estoy aquí.
Denki lo tocó con lentitud, desabrochando la camisa un botón a la vez y deslizando los dedos por la piel tibia que se estremeció ante su contacto.
—Katsuki —suplicó Denki mientras los labios de este ascendían por su mejilla y su sien sin dejar de depositar besos cortos contra su piel y de frotar su nariz contra él.
—¿Hm? —pregunto Katsuki, un murmullo grave que reverbero en su corazón. Tan familiar y hogareño que Denki volvió a experimentar dolor.
Quería llorar lo cual resultaba absurdo así que Denki se tragó el nudo de la garganta e intentó encontrar un ancla que lo mantuviera cuerdo. Tomó la mano de Katsuki y la deslizo entre sus piernas, luchando por atraer su atención y así buscar el consuelo del orgasmo.
Katsuki no tenía prisa, en su lugar apoyó la boca contra la zona blanda bajo la barbilla de Denki y succionó. Él echó la cabeza hacia atrás y gimió ante la sensación notando como los brazos de Katsuki lo abrazaban contra su pecho. Su erección fue inmediata, el calor lo envolvió hasta asfixiarlo mientras Katsuki abandonaba su objetivo para recorrer su cara depositando besos húmedos en cada centímetro que tuviera al alcance mientras sus manos recorrían su espalda en una danza tan lenta que pudo contar los huesos que se dibujaban en su espalda.
Era demasiado y no suficiente.
Desterrando toda idea de su mente, Denki le devolvió el favor tocándolo con la misma firmeza y decisión. Al quitarle la camisa fue descubriendo cada músculo con sus dedos, su boca y su lengua, hizo lo mismo con el pantalón. Se desnudaron mutuamente familiarizándose con los sonidos que escapaban de su boca y con los trozos de piel que ya conocían.
De alguna forma Denki terminó tendido sobre la chaqueta mientras Katsuki lo miraba desde arriba. Al ver su expresión el pecho de Denki se estremeció –miedo y fragilidad entremezclándose con el dolor que no se iba–. Fue su instinto el que tomó control de su cuerpo, se negó a pensar en las implicaciones y cerró por completo la puerta a la voz que susurraba aterrada.
Envolvió sus piernas alrededor de Katsuki forzándolo a bajar, y cuando estuvo a centímetros de su cara le pasó una mano por el cuello, frotó los músculos húmedos sin dejar de mirarlo a los ojos y entonces empujó hasta que la boca de Katsuki estuvo sobre el espacio que une cuello y hombro, ese pequeño espacio rico en su aroma y lleno de terminaciones nerviosas cuyo valor resulta incalculable.
La boca de Denki también se deslizo hasta el cuello de Katsuki donde probó con la lengua el sabor de la canela tan intenso que cada terminación nerviosa emitió descargas simultaneas. Fue lamerlo y sentir que la sangre se arremolinaba hacia el sur, empapando sus muslos y endureciendo su miembro. El placer se multiplico cuando Katsuki restregó la nariz contra su cuello, empujo la punta de la lengua contra el músculo y finalmente comenzó a succionar.
Se aferraron con los brazos y la boca mientras sus cuerpos intentaban encajar. El mundo se componía de la sangre que latía en sus oídos, el sudor que se escurría entre ellos y los gemidos de placer que reverberaban en la piel. No había más.
La boca de Denki fue la primera en soltarse porque el placer era demasiado, lo sentía crecer por todo su cuerpo y no dejaba de latir mientras sentía el endurecido miembro de Katsuki empujar contra el suyo.
Era demasiado, demasiado y no suficiente.
Se debatió como una presa viva sin dejar de gemir, enterrando las uñas en la dura piel de la espalda buscando acoplarse a las embestidas de Katsuki.
Finalmente, Katsuki lo soltó y sin separarse se acomodó entre sus piernas y se incrustó en su interior al mismo tiempo que se inclinaba para besarlo. Se tragó el gemido de Denki y todos los murmullos ahogados que vinieron después mientras embestía con una calma estudiada intentando alargar el momento.
Denki lo sujetó con manos y piernas y se meció a su ritmo devolviéndole los besos lentísimos que parecían tironear de su corazón. Sentía la boca de Katsuki en su cuello, un recuerdo fantasmal que solo avivaba el calor del momento. Había confiado en él y Katsuki no le había fallado.
Era obvio que incluso en esa noche en la que todo era frágil –nuevo y al mismo tiempo igual– el alfa era consciente de la situación en la que se encontraban por eso había evitado morderlo. En el fondo ambos sabían que esos encuentros solo eran temporales, Denki lo tenía muy claro. Y si bien durante todos esos meses Katsuki había evitado mencionar lo que sucedía durante el día en ese cuarto, era algo que no podía olvidarse.
Denki nunca lo olvidaba; aun si su mente no pensaba en ello había algo dentro de él que siempre lo tenía presente. Y dolía.
El dolor creció a la par que el placer y cuando este último alcanzó su punto máximo, Denki echó la cara hacia atrás y gimió mientras Katsuki seguía empujando contra él hasta que su capullo se expandió, sellándolos juntos.
Fue demasiado.
Denki se corrió con los ojos cerrados intentando alargar ese momento de calma y silencio, aferrando hasta la última gota de placer en su piel y guardándola en uno de sus pequeños compartimientos donde esconde todo lo que nadie puede arrebatarle. Solo fue hasta que el pulgar de Katsuki le limpió las lágrimas que descubrió que estaba llorando.
Katsuki lo abrazó y Denki enterró la cabeza contra su hombro apretando los dientes mientras las lágrimas caían. El dolor había cobrado vida propia, el nudo en su garganta era una bola inmensa que no conseguía tragar. No tenía voz. Y fue una suerte que Katsuki se ahorrara sus preguntas y se limitara a sostenerlo hasta que el cansancio consiguió vencerlo.
[...]
Cuando se despertó estaba en su cama, envuelto en su manta aún desnudo. Katsuki se había ido, lo cual era lógico dado que el cielo comenzaba a clarear. Era más tarde lo que nunca se había levantado. Al contemplar el cuarto vacío el interior de Denki se sacudió, pero él ahogó la emoción con resolución a sabiendas de que le esperaba una larga semana por delante.
Exhausto y adormilado, el cuerpo de Denki asumió de inmediato sus funciones automáticas. La rutina vino a él para rescatarlo de la pesadez que sentía, se obligó a levantarse, vestirse, lavarse y ventilar su habitación. Lo hizo con la misma eficacia de siempre mientras su mente empezaba a sacudirse el sopor.
La ventaja con la rutina es su constancia. El hecho de que no hay cambios ni modificaciones de ninguna clase lo cual graba las costumbres en el cuerpo hasta que resultan automáticas. Y su problema es que incrementan la posibilidad del error humano porque el cerebro no piensa, se limita a repetir una acción tras otra.
Esa mañana Denki repitió su rutina exactamente igual que en días anteriores lo que incluía hacer fila para recoger la cubeta del armario en el pasillo. Está bostezando cuando la Madam se planta frente a él antes de abofetearlo.
—No recuerdo que nadie pagara por dejarte marcas, ¿quién te hizo esa?
Una pregunta y el sopor de Denki se desvanece entre los picos de miedo que lo sacuden.
[...]
Lamento la tardanza especialmente porque tenía este capítulo a medias desde noviembre y no conseguía terminarlo pero aquí esta. ¿Alguien sigue por aquí?
Pues bueno, aquí dónde empieza el drama. Gracias por leer y comentar y votar. Nos leemos!
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