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II

Para Adelaide, no había mayor infierno que la escuela. Ver como todos se relacionaban entre sí y preferían evitarla. Aceptaba que tenía un carácter fuerte, uno que se había visto obligada a construir mediante los años pasaban. Sus vivencias le habían formado un caparazón donde esconderse, donde podía pretender ser fuerte y fingir que nada le dolía. Era una de las pocas cosas que su madre le había enseñado.

Como siempre se sentaba en el último pupitre, salía primera en los recreos, comía su almuerzo detrás de la escuela y entraba primero al finalizar.

Ni siquiera se llevaba bien con Anne Cuthbert porque le gustaba estar en silencio y aquella pelirroja no era la persona más silenciosa del mundo.

De todos sus compañeros, Gilbert Blythe había sido el único en darle la oportunidad de una amistad. Años atrás se había acercado a ella con curiosidad, pero sin perder la caballerosidad que lo caracterizaba, y había comenzado a hacerle preguntas que al principio le molestaron a Adelaide. Sin embargo, Gilbert le dio la posibilidad de abrirse, de decir lo que pensaba sin miedo, de ablandar su caparazón. Y se lo agradeció, a pesar de no aguantar cuando se ponía a cantar una horrible canción de su infancia.

Y cuando Gilbert ya no estuvo allí para apoyarla, Adelaide extrañó ese sentimiento de ser escuchada. Por eso, al volverlo a ver semanas atrás, fue la primera vez que se soltó y corrió a abrazarlo, dejando a todos sorprendidos.

Adelaide era un caso extraño. Odiaba ser quien era pero a la vez no sabía cómo cambiar. A veces deseaba ser más como su hermana, quien se suponía que debía ser su ejemplo a seguir. Madelyn Cartier era una chica que enamoraba a todos con sus ojos azules brillantes, con su belleza desbordante y su sonrisa perfecta. Tenía un gran talento para hacer reír a los demás, disfrutaba lo que se le ordenaba que disfrutara, estaba dispuesta a ser una buena esposa y madre. Todo lo que Rosemary deseaba en una hija. Y a veces eso hacía que Adelaide se preguntara: ¿por qué, habiendo ya logrado la perfección en Madelyn, había decidido tener otra hija?

Al fin y al cabo, la vida de Adelaide se basaba en reputaciones, estereotipos y falsedades, como la vida de la mayoría de las personas que provenían de una clase alta. Y es que, ¿cómo decirle a su madre que necesitaba que la observara de vez en cuando, que la escuchara, si le había enseñado a callar y ocultar sus deseos? Así como el aire, Adelaide era invisible para su madre, como un experimento fallido que intentaba fingir que había salido tal y como lo había planeado.

A veces Adelaide deseaba haber nacido siendo un varón. Quizá de esa forma no se le exigiría tanto, no se esperarían nada de él, podría tener libertad, podría elegir su futuro, tendría importancia en la familia. Y un casamiento arreglado sería el menor de sus problemas, pues al ser hombre podría escaparse de él tal y como había hecho su padre. Recorrería el mundo, aprendería las nuevas ciencias, iría de baile en baile en busca de disfrutar su juventud. Pero todo eso no eran más que sueños, cosas imposibles que jamás pasarían porque su destino era ser mujer en un mundo de hombres.

Si tan solo ella se atreviera a hablar como lo hacía antes, a no callarse cuando decía más de lo debido. Si tan solo Rosemary no hubiera apagado a la antigua Adelaide, quizá en el presente no todos pensarían con los pies y no tendría que estar a pocos meses de casarse con un idiota. Quizá sería amiga de Moody e irían a la escuela juntos todas las mañanas. Quizá compartiría una agradable charla con Anne. Quizá cantaría aquella estúpida canción con Gilbert.

Quizá sería ella misma sin ningún impedimento.

─¿Adelaide Cartier?─ llamó la señorita Stacy, quien era la nueva maestra tras la ida del señor Phillips, quien se había largado de Avonlea luego de que Prissy Andrews lo abandonara en el altar.

─Lo siento, ¿qué hay que hacer?─ preguntó algo desorientada, pues se había pasado toda la clase metida en su mundo y no había escuchado lo que decían sus compañeros.

Oyó algunas risas, pero no les dio importancia.

─Haz una definición de ti con dos palabras que comiencen con la primera letra de tu nombre y la de tu apellido─ contestó Stacy con tranquilidad.

─Adelaide Carter─ murmuró para sí misma, pensando en alguna palabra que la definiera bien─. Atrapada, condenada.

Aunque quizá había nacido con el nombre equivocado. Su nombre debería comenzar con "I" de incomprendida, y "D" de débil.

Ni siquiera prestó atención al hecho de que Anne Cuthbert abrió la boca y le contó a la señorita Stacy que iba a casarse con Billy.

Ni siquiera prestó atención a la mirada dolida que le había lanzado Moody, quien no dejaba de preguntarse cómo una chica tan joven debía pasar por tantas cosas en su vida. Algo injusto.

Ni siquiera prestó atención al resto de la clase.

En el recreo, que más bien era un pequeño descanso de unos pocos minutos, se fue a su rincón, detrás de la escuela, junto al pequeño arroyo donde todos dejaban sus botellas de leche más adelante. Allí se sentó a comer su sándwich en silencio, oyendo el canto de los pájaros mañaneros y el sonido de la corriente de agua.

La naturaleza; si había algo que Adelaide amaba con toda su vida, sin dudas era eso. Le encantaba ver como todo parecía estar perfectamente hecho como una obra de arte, la cual apreciaría hasta el fin de sus días. Adelaide siempre pensó que todo sería aún más perfecto sin las personas, el mundo se vería lleno de color.

Los humanos eran, en pocas palabras, una mierda, y muy pocos demostraban ser buenos. Se acercaban para ser sus amigos, pero cuando menos lo esperaba la dejaban de lado en todos los ámbitos, otros la utilizaban para su propio bien, y la mayoría juzgaba por cosas de las que ni siquiera estaban informados. Sí, los humanos eran un asco y Adelaide era testigo de ello. O quizá era el simple hecho de que había nacido apartada de todo aquello que algunos conocían como amor.

De vez en cuando se preguntaba si su hermana y su madre de verdad la amaban porque casi siempre la buscaban para usarla como carnada. Desde atraer familias ricas hasta hablar con hombres diez años mayor que ella. Por suerte, al parecer, conservaba su tan "preciada" virginidad, porque sino sería su fin. Aunque Adelaide no fuera una fiel creyente de que la pureza de una mujer era lo más importante, debía conservarla por su propio bien hasta estar casada. Y ni siquiera sabía qué quería decir su madre cuando hablaba de esos temas, cuando decía que estar a solas con un varón estaba prohibido, cuando llamaba mujerzuela a alguien al verla hablar en una ronda de hombres en las fiestas. ¿Por qué el valor de una mujer lo decidía eso?

─Adelaide, ¿me alcanzas mi botella?─ oyó la voz temerosa de Diana Barry.

Otra cosa que no entendía era el temor que le tenían algunas personas. ¿Por qué?

─Claro─ contestó ella, aunque sonó como si se lo dijera a sí misma.

Diana, quien se caracterizaba por utilizar vestidos azules que combinaban con sus ojos, sonrió levemente en modo de agradecimiento y se fue casi corriendo de allí, en dirección al círculo de secretos, algo inventado por las demás chicas para merendar juntas mientras charlaban o contaban chismes. Claramente Adelaide no estaba invitada, dejó de estarlo desde que hizo que Josie Pye se abriera el labio inferior con una piedra.

Oh, qué glorioso día. Josie no dejaba de molestarla, así que Adelaide colocó sus manos en su espalda y la empujó por los dos escalones de la entrada a la escuela. Claro, se llevó un castigo muy grande, pero Josie no la volvió a molestar.

─Hey─ oyó la voz de él. Moody.

Adelaide automáticamente dejó de respirar con tranquilidad y el pedazo de sándwich que le quedaba casi que cayó de sus manos. Ni siquiera levantó la mirada, solo notó que el chico se sentó a su lado algo nervioso.

─Tu vestido es muy verde limón─ soltó de repente con una sonrisa tímida, pero esta desapareció al avergonzarse de sus palabras─. Un lindo verde limón. Es decir, me gusta.

La castaña lo miró algo confundida, no entendía por qué le estaba hablando si la evitó por años. De todas forma, le gustaba, era el primero en acercarse de verdad después de mucho tiempo. Adelaide se enderezó un poco antes de terminar de tragar su merienda.

─Gracias, Moody─ dijo sonriendo internamente, pues su cara parecía estar desconectada de su mente.

─Yo... me preguntaba si...─ hizo una pausa para pensar bien qué decir─, ¿estás bien?

Adelaide volvió su vista al pequeño arroyo, algo dudosa entre si contestar con la verdad o aplicar la mentira de siempre. Finalmente, se decidió con una sonrisa fingida.

─Estoy bien─ mintió.

Pero él no quiso creerle.

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