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-Cinco Días para Navidad-

Disclamer: Los personajes y parte de la trama no me pertenecen a mí sino a Rumiko Takahashi. Yo solo escribo para divertirme, sin ánimo de lucro y en este caso en concreto, porque es Navidad. ^^

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Nota: Los que me conocéis ya sabréis que entré a formar parte, de manera oficial, en el fandom de Ranma ½ una nochebuena de hace algunos años. Creo que es por eso que cuando llegan estas fechas siento el irrefrenable deseo de escribir algo bonito de este manga que me ha dado tantos buenos momentos y a tanta gente maravillosa. ¡Espero que disfrutéis!

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Cinco días para Navidad

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Día 1: 20 de diciembre

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El Chico y el Perro

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Había nevado en Nerima y eso era algo bastante particular. Solían decir que la ciudad no estaba a la altitud adecuada para la nieve; algo que a Akane Tendo le sonaba disparatado.

¿De verdad existían lugares más adecuados que otros para la nieve? ¡Si eso solo dependía del frío que hiciera!

Aquel invierno, cuando la chica contaba con tan solo quince años, había hecho muy frío. Desde un punto de vista meteorológico aún seguían en otoño, pero las temperaturas habían descendido de manera considerable, sobre todo por la noche. Había heladas tremendas y unas ráfagas de viento que golpeaban contra el cristal de su ventana mientras ella se acurrucaba bajo la funda nórdica de su cama. Cuando despertaba, se quedaba ensimismada observando las minúsculas partículas de hielo que se habían formado en las esquinas de vidrio de su ventana y las rozaba con el dedo, sintiendo el latigazo de adrenalina que despertaba el frío en todo su cuerpo.

Akane había esperado la nieve, pero no con auténtica ilusión.

Pronto será navidad se dijo aquel día, caminando con lentitud por la larga calle encajonada entre muros de piedra gris y portones antiguos de cuyo tejadillo sobresalía la capa de nieve, sólida aunque resplandeciente. Sacó la mano del bolsillo y fue extendiendo los dedos mientras contaba en silencio... cuatro, y cinco... Suspiró y se la guardó antes de que se le congelara. Apenas alzó la barbilla, apretada contra la bufanda que cubría su cuello y su pecho, sus hombros se quejaban por la tensión.

Aún faltan cinco días para Navidad.

Hizo una mueca y abrió los labios, observó distraída el vaho que se escapaba por ellos. Las volutas se perdieron por encima de su nariz dolorida. Le costaba ver algo más con el flequillo casi sobre sus ojos, y su cabello largo, oscuro y obstinado, que no dejaba de rebasar sus hombros para írsele a la cara. Había estado pensando en atárselo con algo... ¿Quizás un lazo? Lo que fuera para que no la molestara tanto.

Al menos tengo las orejas calientes se dijo.

Podía notar el tono malhumorado que sentía en su pecho tiñendo hasta sus pensamientos.

Cinco días volvió a pensar, apretando los labios. Apretó, también los puños en el interior de sus bolsillos, aunque solo en un intento de arrancar algo de calor a la tela. También sentía sus pies helados dentro de sus botas, cada vez que estas se hundían en el grosor de la nieve acumulada sobre el asfalto. Ese sonido, leve y sordo, cuando el pie aplastaba la nieve, se le había metido en la cabeza. Era como el alarido de una criatura invisible, un desgarro, como el crujido de las hojas caídas o al chapoteo del agua cuando algo salta sobre ella.

El resto de la calle estaba en silencio, así que podía oírlo muy bien.

Las gentes, poco acostumbradas a la nieve, preferían quedarse en sus casas para evitar accidentes y las carreteras estaban intransitables para los coches. Aunque nadie había hablado de suspender las clases aún... ¡Faltando tan poco para los de fiesta por la Navidad!

Cinco días repitió con desgana. Cinco largos días.

A Akane siempre le había gustado la navidad. Desde donde alcanzaba su memoria se veía como una niña alborotadora y feliz que adoraba, no solo el día de Navidad, sino todo lo que rodeaba a la festividad. Ella lo consideraba una época especial que comenzaba mucho antes, con todos los preparativos y compromisos alegres que abarcaba. Podía traer a su memoria multitud de días felices decorando la casa, el dojo, observando a su madre mientras cocinaba para toda la familia, haciéndose fotos junto a las luces de la ciudad, en la pista de hielo con su gorro de lana.

Ahora era Kasumi quien hacía esas cosas, pero no era lo mismo.

Hacía ya varios años de la muerte de su madre y aunque Akane siempre la echaría de menos, la herida de la pérdida había sanado todo lo posible. Se acordaba de ella más de lo normal en esas fechas tan señaladas, pero había aprendido a disfrutar de los recuerdos y las tradiciones.

Akane era feliz en Navidad. Pero no le gustaban los días previos.

El sentimiento de alegría e ilusión que, antaño, dominara esos días se había ido difuminando con el paso de los años hasta convertirse en nostalgia. A veces feliz, a veces dolorosa y de algún modo, había perdido su sentido para ella. Ahora incluso le resultaban irritantes. En cuanto llegaba el quince de diciembre y su hermana mayor empezaba a sacar adornos, a hablar de menús y visitas y demás, Akane notaba como si iba formando un hueco frío dentro de ella. Y aunque recordaba cuánto le habían gustado esas cosas antes, ahora era incapaz de sentir simpatía por ellas. Le resultaban indiferentes, incomprensibles... un poco molestas, de hecho.

Y no sabía qué era lo que tanto la incomodaba... ¿Las decoraciones? ¿Los villancicos? ¿Las comilonas? Todo se había cubierto de una capa de falsedad, de brillos y gorgoritos que no eran reales y ya no la convencía.

¿Por qué tenían que pasar por todo eso para llegar a la Navidad?

Apreciaba los esfuerzos de Kasumi y sabía que ella, al menos ella, sí lo hacía de corazón. Podía ver en sus bellos ojos ese sentimiento de dicha de siempre, de amor por las fiestas y su familia. Su padre Soun y su hermana Nabiki, por otro lado, nunca habían apreciado el auténtico espíritu navideño, solo se dedicaban a degustar los ricos manjares de la Nochebuena y a divertirse en las fiestas y con los regalos.

Quizás en su familia siempre hubo dos bandos; su madre y Kasumi, verdaderas creyentes de la Navidad y su padre y Nabiki, amantes de la fiesta. Antes, Akane sabía cuál era su bando pero ahora ya no podía saberlo. Quizás se había quedado fuera. Y lo peor era que Akane detestaba sentirse así. Echaba de menos la ilusión y la felicidad tonta de aquellos días, esa que la embargaba cuando decoraba los dulces que después colocaban en una primorosa bandeja para la cena de Nochebuena o la excitación de envolver regalos para que los suyos fueran los más hermosos.

¡¿Qué había pasado con todo eso?!

Quizás ya sea mayor para emocionarme con esas cosas se le ocurrió, aunque no quería pensar algo así. Era triste renunciar a una parte de sí misma, pero por más que lo intentaba, no lograba que esas sensaciones regresaran.

¿Y si nunca vuelven? Se preguntaba a veces.

Akane resopló, encogiéndose más todavía en el interior de su abrigo. Aquella navidad se notaba más gruñona de lo normal y temía que su familia o sus amigas del instituto lo notaran.

Tampoco quiero amargar la navidad a nadie.

Pero no podía evitarlo, no era de las personas que podían ocultar sus sentimientos negativos tras una dulce y forzada sonrisa.

Y a pesar de todo sabía que, llegado el día veinticinco, recuperaría su buen humor y podría celebrar con su familia. Por un lado eso la aliviaba, pero por otro no dejaba de notar un ápice de tristeza por esos días perdidos. Era una sensación angustiante notar que algo que la había hecho tan feliz, se había perdido. Añoraba tanto esos días felices que en su memoria se habían cubierto de una luz tan resplandeciente que al pensar en su situación actual se sentía más a oscuras que nunca.

Bajo ese cielo gris y encapotado se lamentaba, tragaba el nudo de pena de su garganta y guardaba silencio. En realidad, aunque empezara a detestar esos días previos a la navidad, en el fondo de su corazón Akane habría dado cualquier cosa por recuperarlos.

Pero ya no sabía si algo así podía suceder.

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Cuando solo le faltaban un par de calles para llegar al dojo, un curioso sonido hizo que la chica se parara de golpe. Un ladrido. No, una multitud de ladridos cortos, agudos y tristes. Parecía el llanto de un perro.

Frente a ella había una enorme intersección de cuatro calles rodeada por enormes casas con muros de piedra y verjas altas. El asfalto que llevaba hasta la intersección estaba más limpió que ninguno de los que había recorrido ese día, porque al parecer, los vecinos de la calle habían salido con sus palas y empujado los metros de nieve hasta el final de esta. El resultado era que la esquina que daba paso a la intersección estaba parcialmente bloqueada por una pequeña montaña blanca.

Se acercó a ella y antes de atravesarla, escuchó distintas voces mezcladas con los ladridos.

—¡Tío, qué malo eres!

—¡Repite eso, estúpido!

Eran voces de chicos jóvenes. Y jadeaban como si estuvieran haciendo ejercicio. Akane se estiró sobre sus pies para ver qué ocurría al otro lado pero se pegó tanto a la nieve que sus piernas temblaron y un escalofrío temible recorrió entera, empeorando aún más su ánimo.

—¡No dejes que se escape! —ordenó una de las voces, la que sonaba como el pitido de una flauta—. ¡Aún no he terminado con él!

En la intersección nevada había tres chicos formando un círculo en cuyo centro estaba el perro que ella había oído. Ellos se sonreían y animaban entre sí al tiempo que lanzaban bolas de nieve al pobre animal.

Pero... ¿qué hacen esos brutos? Se preguntó, escandalizada.

Los chicos, que apenas tendrían un par de años más que ella, atemorizaban al perro que debía haberse escapado de alguna de las casas de la zona, puesto que tenía collar. El animal intentaba salir corriendo pero cada vez que se acercaba a uno de los huecos, ellos lo cerraban haciéndole retroceder. Era probable que hubiese gruñido al principio, quizás hasta trató de defenderse con sus dientes, pero debían haberle repelido de tal modo que ahora solo parecía asustado e indefenso.

Akane apretó la mandíbula, furiosa.

La cosa mejora por momentos se dijo, furibunda, pensando de nuevo que en aquellos días no podía pasar nada bueno.

El chico con voz de flauta rota era además el más grande de los tres. Llevaba un viejo abrigo rojo raído, y aunque sonreía burlón, su mirada se volvió pérfida cuando la clavó en el animal.

—Sujetarlo —indicó a los otros.

Uno de sus amigos obedeció al instante, lanzándose sobre el perro y cogiéndole por el lomo, pero el otro se rascó los cabellos mojados por debajo del gorro de lana, cuando vio que el otro amontonaba una cantidad de nieve enorme hasta formar una bola que era el doble de grande que su cabeza.

—¿No te estás pasando un poco? —preguntó—. ¡Le vas a sepultar si le echas eso encima!

—¡¿Y qué más da?! —respondió su amigo, con una fea sonrisa en su cara enrojecida—. ¿Alguien quiere un perrito helado?

El que sujetaba al perro se carcajeo. Tenía un rostro redondo, con las mejillas hinchadas y relucientes por el sudor y un líquido mocoso que le salía de las fosas nasales.

—¿Y si lo matas? —Volvió a intentarlo el del gorro.

—Será culpa de sus dueños —Cargó con la bola hacia el perro que, quizás adivinando el horror que se le venía encima, comenzó a aullar de un modo más lastimero—. No soporto a la gente que se compra un perro como capricho y no se encargan de él.

>>. Cuando se lo encuentren convertido en un tempano de hielo, aprenderán.

¡¡Será posible!! Pensó la chica. Soltó su cartera en el suelo y se remangó los brazos, dispuesta a darles su merecido. Eran tres y más altos y fuertes que ella, pero Akane era una experimentada artista marcial.

Además, se las veía con tipos peores en su instituto cada mañana y siempre salía victoriosa.

¡Podía de sobra con esos tres tontos!

Les voy a quitar las ganas de molestar a un pobre perrito. Crujió sus nudillos y lamentó no tener un par de minutos más para estirar y calentar los músculos, pero ese gigantón de sonrisa estúpida estaba casi sobre el perro y levantaba la bola por encima de su cabeza con la intención de arrojarla con todas sus fuerzas contra él. No podía esperar más.

Estaba a punto de gritarles, cuando se escuchó un poderoso silbido en el viento. Al instante, algo del tamaño de una manzana pero de color marrón oscuro colisionó en el centro de la gran bola de nieve haciendo que esta estallara desde su mismo centro. Ocurrió justo en el momento en que ese gigantón lanzaba una risotada con la cabeza echada hacia atrás, por lo que la mayor parte de la nieve le entró por la boca abierta y se deslizó hasta su garganta. El resto salió disparada en todas direcciones. Los dos amigos lanzaron exclamaciones de dolor y sorpresa cuando pedazos de hielo impactaron en sus rostros.

Akane se paró en seco, incluso se encogió un poco, y después se giró sobre sí misma, mirando en todas direcciones.

¿Qué ha pasado?

El gigantón se dobló sobre sí mismo, tosiendo como un loco, tratando de expulsar la nieve de su garganta. Le sobrevinieron unas terribles arcadas que convulsionaron su cuerpo y cuando por fin pudo erguirse, su rostro demacrado estaba más rojo que nunca. Tenía los ojos llorosos por el esfuerzo y de la nariz mocosa.

—¿Quién... quién...? —Su respiración agitada no le permitía hablar, necesitaba tragar saliva a cada segundo. Sus amigos se miraron confusos. El líder del trío se llevó la mano al gaznate y recorrió la calle con su mirada encendida—. ¡¡ ¿Quién ha sido?!! —Rugió, enfurecido. El perro, todavía más asustado por los alaridos, se puso a ladrar—. ¡No sueltes al chucho! —Le ordenó al otro y siguió girando sobre sí mismo al tiempo que gritaba—. ¡Vamos, da la cara! ¡Cobarde!

Akane, oculta tras la montaña de nieve, escrutó también el espacio con gran curiosidad. Alguien debía haber lanzado el proyectil pero, ¿quién podía tener tan buena puntería y la fuerza necesaria como para reventar la bola de nieve desde tan lejos?

El silencio, solo roto por los ladridos y los resoplidos del chico, se alargó durante varios minutos hasta que una voz se alzó sobre ellos.

—No soy ningún cobarde —Tanto los chicos como Akane volvieron sus cabezas a la vez y encontraron una figura en lo alto del muro que recorría la calle. Era un chico alto, que no portaba abrigo ni apenas ropa de invierno, y que lanzaba y recogía al aire una piña con su mano derecha.

Tenía una expresión muy particular; confiada y serena, pero de algún modo, aburrida.

—¡¿Has sido tú?! —gritó el afectado.

—¿Si he sido yo el qué?

—¡El que ha lanzado la piedra contra mí!

El chico del muro arrugó la nariz.

—No era una piedra, sino una piña —Le explicó, apenas sin inmutarse—. Y no la lancé contra ti, sino contra la bola de nieve que pensabas tirar sobre el perro.

—¡Así que fuiste tú!

El otro, entornó las cejas, todavía más aburrido.

—Sí, he sido yo —admitió. Saltó del muro al suelo y sus pies, cubiertos por unos simples zapatos, se hundieron en la nieve. Akane se asomó un poco más, impactada, y observó a aquel extraño chico. No se parecía a ninguno de sus compañeros de clase, ni a ninguno otro que hubiese visto en su instituto. Llevaba ropas que parecían extranjeras, aunque él no lo parecía—. ¿Por qué estabais maltratando a ese perro?

>>. Es deshonroso tratar así a un ser más débil que vosotros, ¿sabéis?

—¿Deshonroso? —se burló el del gorro.

Los tres abusones le miraban con extrañeza, casi como si no supieran qué esperar. Lo cierto era que esa manera de hablar tampoco era habitual en un chico de su edad.

Esa postura... pensó Akane, fijándose en el modo en que el recién llegado estiraba la espalda y adelantaba una pierna. Me resulta familiar.

—No está bien atacar a quien no puede defenderse —explicó, pero solo logró que los otros tres se rieran de él. Entonces su expresión cambió; primero sus mejillas se colorearon, pero casi al instante su mirada se estrechó y la chica pudo notar que empezaba a molestarse—. ¿Os parecería bien que yo os atacara a vosotros siendo mucho más fuerte?

El gigante del grupo que era, por mucho, más alto que ese extraño chico, le lanzó una mirada de guasa. Después miró a sus amigos y estos le mostraron la misma mueca; ninguno se sentía intimidado por el joven, ni por sus peculiares palabras. Sin embargo, Akane sí veía algo peligroso en él. Algo que iba más allá de la confianza que brillaba en sus ojos azules. Eran sus gestos y esa manera de moverse.

—¿Qué pasa? —preguntó el grandulón—. ¿Es que quieres pelearte con nosotros tres?

—Me encantaría —respondió el interpelado y al fin, mostró una sonrisa. Akane comprobó que esta no era maliciosa, ni siquiera chulesca; solo parecía la sonrisa de un niño divertido—. Pero no debo hacer daño a nadie.

—¿Te crees que puedes hacernos daño, niñito?

—Estoy seguro que puedo hacerlo —contestó sin detenerse a pensar. Se movió, extendiendo una pierna y después un brazo en una postura que la chica conocía muy bien—. Vosotros no sabéis qué soy.

—Oh... ¿y qué eres? —preguntó el del gorro.

—¡A parte de un fanfarrón!

Sí, a ella también le había parecido un poco fanfarrón, no podía negarlo. Pero había algo más... algo que se había instalado en el pecho de la joven, oprimiéndole el corazón, expectante y que hacía que respirara mucho más despacio, más bajito, por miedo a perderse algo de lo que estaba sucediendo ante sus ojos.

—Soy un artista marcial —respondió el desconocido.

¿Un... artista marcial? Pensó ella. Y se dio cuenta de que, en realidad, ella ya lo había adivinado. Porque conocía de sobra esos movimientos, eran muy parecidos a los que ella practicaba cada día en el dojo de su padre.

—¡Oh, qué miedo! —gritó uno de los chicos, fingiendo que se echaba a temblar—. ¡Es un ninja!

—¡No nos haga daño, por favor, señor ninja!

Una vez más, las mejillas del chico se encendieron. Estaba cada vez más enfadado.

—No soy un ninja —declaró—. Acabo de llegar a estar ciudad y no quiero problemas tan pronto —Abrió más sus ojos para mirarles fijamente—. Soltar al perro y no os haré nada.

—¿Ah, sí? —Espetó el más grande. Amplio su petulante sonrisa y se tiró de las solapas del abrigo rojo antes de añadir—. ¿Por qué no te largas por dónde has venido y te metes en tus asuntos, ninja de pacotilla? —El chico tuvo la osadía de darle la espalda, como si el otro no fuera nada y clavó sus pupilas enrojecidas en el perro que retrocedió—. Vamos, chicos.

>>. Buscaremos un lugar apartado donde atar a este chucho para que nadie lo encuentre en toda la noche y...

Esta vez la piña le dio de lleno en la cabeza, justo a la altura de la coronilla.

No fue tanto la fuerza del disparo, sino que le cogió desprevenido lo que hizo que el chico cayera al suelo, como un peso muerto, y se golpeara el rostro contra la nieve helada.

Akane boqueó por la impresión y aunque supo que no estaba bien, sintió algo de euforia al verlo.

—Tío, ¿estás bien? —preguntó el del gorro, pero su amigo le apartó las manos de un golpe cuando trató de ayudarle y volvió la cara, roja y húmeda, hacia el extraño.

—Te dije que dejaras en paz al perro —Le recordó, encogiéndose de hombros.

El otro se levantó, con una mano en la mejilla derecha y parpadeando muy rápido. Ahogó un gruñido y señaló a su enemigo con la otra mano.

—¡Cogedle! —ordenó a sus amigos—. ¡Cogedle para que pueda darle una lección!

¡Será cobarde! Pensó Akane. Primero mandaba a los otros dos para que se lo sujetaran y después él lo pegaría. ¡¿Cómo se podía ser tan despreciable?!

No lo permitiré.

De nuevo, la chica se dispuso a salir en auxilio del extraño chico pero pronto descubrió que no le haría falta su ayuda.

Cuando el orondo chico de mejillas hinchadas se precipitó sobre él agitando sus brazos y chillando, le bastó con saltar a un lado para esquivarle. El otro resbaló con la nieve y se fue directo contra el muro de piedra, golpeándose la cabeza el solito.

El del gorro, que venía detrás, vaciló un momento viendo cómo le había ido a su amigo, pero el gigantón le chilló de nuevo y eso le decidió. Fue hacia su objetivo con más seguridad y logró lanzar un puñetazo. Por desgracia para él, a su enemigo le bastó mover la mano para desviar el ataque. Le cogió de la muñeca y le lanzó sobre el que ya estaba en el suelo.

En menos de un minuto se había librado de ambos y sin recibir un solo golpe.

Después, se volvió hacia el último. El grandulón, guiado por una sospecha mezcla de miedo y orgullo herido, echó a trotar hacia él con el puño en alto y asestó varios golpes al aire que el otro esquivó. Akane no se había equivocado, los pasos y la manera de esquivar también eran muy similares al estilo de la escuela de su padre.

Qué raro... se dijo. Hace años que no tenemos estudiantes en el dojo. Pero era indudable que ese chico se movía según sus técnicas, aunque tenía un estilo más impulsivo y salvaje. ¿Cómo es posible?

¿Quién es ese chico?

El susodicho se cansó de esquivar y lanzó una patada que dio de lleno en el estómago de su oponente. Y eso fue suficiente. En cuanto el gigante cayó al suelo, levantó una mano.

—¡Vale, vale! ¡Para! ¡Me rindo! —Claudicó a toda velocidad—. Dejaré en paz al chucho.

—¿Seguro?

—¡Sí, maldita sea!

El vencedor retrocedió, apenas agitado por el encuentro, acercándose un poco más al lugar donde ella estaba escondida, por lo que Akane se dedicó a observarle con curiosidad.

Pudo apreciar entonces la verdadera fortaleza de su cuerpo a pesar de las holgadas ropas que llevaba. Era obvio que entrenaba a menudo... También se fijó en su expresión satisfecha, en ningún caso molesta u orgullosa. Era esa, de nuevo, la mueca que haría un niño que ha disfrutado de un rato de juegos con sus iguales y de pronto, le pareció mucho más joven.

Viéndole pelear, le creyó mucho mayor, pero tenía una mirada clara y limpia, casi infantil.

Es posible que tenga mi edad decidió. Por último se fijó en la curiosa forma que llevaba trenzado su cabello.

Los amigos del grandulón se arrastraron hasta él y lo levantaron entre los dos. Lanzaron una última mirada al chico pero solo duró unos segundos. Después se marcharon en silencio y sin mirar atrás.

Ese otro chico, sin embargo, permaneció allí de pie. Con las manos en sus caderas, ahora sí relajado, hasta que su cuello se estiró como si algo le hubiese picado y muy deprisa, giró la cabeza hacia la montaña de nieve. Akane se escondió, sin saber por qué.

El corazón le dio un vuelco, la piel del rostro le ardió.

¿La habría visto?

Aguantó la respiración hasta que, una vez más, escuchó la voz del joven.

—¿Hola? —preguntó—. Puedes salir...

>>. No te haré daño.

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¡Por supuesto que no me hará daño! Pensó Akane, de repente ofendida. ¡¿Qué se ha creído?! Seguía sin saber por qué se había ocultado de él, pero sabía que no había sido por miedo.

¡No era ninguna niña asustada!

Yo también sé luchar.

Respiró hondo, decidida a dejarle en claro que esa pequeña exhibición de fuerza contra esos tres matones no la había impresionado lo más mínimo. Ella misma había estado a punto de ponerlos en su lugar antes de que él llegara, y lo habría hecho igual de bien. Desde luego no se iba a dejar intimidar por ese extraño.

De modo que, cogió aire en sus pulmones para hablar muy alto, se puso en pie y se dio la vuelta para encararle.

—Vamos, no tengas miedo —dijo él—. Ya se han ido...

>>. Todo está bien ahora.

Akane se tapó la boca con las manos y volvió a agacharse tras la nieve con el rostro más rojo que un tomate.

El chico estaba agachado, de espaldas a ella, y extendía su mano al perro que seguía encogido contra la pared, detrás de otro pequeño montón de nieve.

¡No la hablaba a ella! ¡Ni siquiera la había visto!

Vaya... Resopló, avergonzada. Había estado a punto de meter la pata. Por suerte, había logrado controlar su genio antes de que este le jugara una mala pasada.

Esperó unos segundos a tranquilizarse y con cuidado, volvió a asomarse.

El perro ya había separado la cabeza de la piedra y miraba al joven con curiosidad.

—Tranquilo —Le susurró. Su voz se había suavizado, así como sus rasgos y su sonrisa. El perro se atrevió a acercarse para olisquearle la mano—. ¿Tienes hambre? Lo cierto es que yo también... —Las tripas del chico rugieron. El perro ladró, confuso y el chico se echó a reír. Tenía una risa fuerte y áspera, a pesar de lo cual era tan jovial que a Akane le gustó—. Lo sé, es duro pasar hambre...

>>. Pero tú sí tienes un hogar, ¿verdad? ¡Y seguro que allí hay comida!

Casi como si el perro le hubiera entendido, pegó un saltito sobre la nieve y se alejó a la carrera, ladrando mucho más feliz. El chico se levantó, estirándose cuan alto era, extendiendo las manos hacia el cielo y agitando los dedos.

Parecía de tan buen humor que no daba la sensación de acabar de pelearse con nadie. Observó la calle que le rodeaba y su sonrisa se hizo aún mayor.

Tiene una forma de sonreír... Akane no encontró la palabra que buscaba. No era bonita, claro. No era de las que se fijaban en esas cosas, porque no era de las que se fijaban en los chicos. Aunque al menos aquel era una buena persona. No le conocía de nada, pero cualquiera que esté dispuesto a defender a un animal indefenso debe tener buen corazón.

El chico se quedó allí plantado, aspirando el aire frío que empezaba a soplar a aquellas tardías horas de la tarde. De pronto cerró los ojos.

Akane frunció el ceño.

¿Qué es lo que hace? Se preguntó. Se dio cuenta de que movía la nariz, así que ella también respiró hondo y entonces le llegó un olor muy agradable.

Oh... La chica cerró también sus ojos. Era leña quemada. El olor escapaba de las chimeneas encendidas de las casas de ese barrio. Flotaba por toda la calle, pero ella no había llegado a apreciarlo hasta ahora. Madera quemada y cenizas sobre el frío; de pronto, una nota cálida coloreó las nubes del cielo plateado.

No era un olor navideño como tal, sino uno propio del invierno que calentaba el espíritu. Atrajo recuerdos de su niñez, de cuando su madre, sus hermanas y ella paseaban por las calles en las tardes de otoño y soñaban con la nieve que podría llegar. El recuerdo se representó ante sus ojos, le produjo un cosquilleo en el estómago y en las palmas de sus manos.

Madera pensó la chica, maravillada. Era tal la fuerza de ese olor que casi podía oír la voz de su madre susurrándoles historias bajo el paraguas, con el rítmico sonido de las gotas punteando la tela. La mano de Nabiki, muy fría, cerrada sobre la suya y ese olor mezclado con la humedad.

Era algo en lo que no había pensado en mucho tiempo porque no lo asociaba a nada en concreto, pero Akane sintió una increíble dicha por recuperar esas vivencias y así, sonriente, abrió los ojos para mirar al chico.

Pero este ya no estaba.

Atravesó la calle y se paró justo en el mismo lugar donde él había estado. Miró en todas direcciones pero no halló rastro de él. Se había desvanecido sin más.

—Oh... —murmuró, decepcionada.

No es que quisiera hablar con él... ¿O sí? Al menos podría haberle felicitado por su buena acción salvando al perro, incluso preguntarle dónde había aprendido a moverse de ese modo.

Sin embargo, ya era tarde.

Qué lástima... pensó. Recordó lo que le había oído decir sobre que estaba hambriento y se mordió el labio inferior. Espero que no esté en una situación complicada.

Con lo poco que falta para Navidad... Al pensar eso, no sintió tan profunda la irritación anterior. La alegría por sus recuerdos perdidos aún latía en ella, y una vez más, cerró los ojos para saborear ese olor maravilloso.

Se sentía un poco más animada.

Antes de abrir los ojos e irse a su casa, dedicó unos instantes a recordar el rostro de ese chico; sus ojos azules, la trenza en su hombro, esa expresión divertida... Por un instante notó que las mejillas se le encendían, aunque no supo por qué.

Sacudió la cabeza, se dio la vuelta y puso rumbo a su casa.

Comenzaba a anochecer, los días eran tan cortos en invierno.

Espero que el perrito también haya encontrado el camino a su casa...

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Día 2: 21 de Diciembre

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La chica de las Postales

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—No me gusta Nerima —declaró Ranma, cruzándose de brazos en lo alto de la barra del columpio del parque donde su padre y él habían establecido su campamento. El hombre, acuclillado en el suelo, hizo oídos sordos a las palabras de su hijo, de modo que este alzó aún más la voz para añadir—. Y no entiendo que hacemos aquí.

>>. Ya deberíamos estar camino de China...

Si bien Ranma Saotome estaba molesto con su padre, no estaba del todo sorprendido por las circunstancias en las que se encontraba. No era la primera vez que su padre le prometía algo para que se pusieran en camino y después no se molestaba en cumplir.

¡Iremos a China, Ranma! Le había dicho un par de semanas atrás. ¡Allí hay un campo de entrenamiento increíble, del que salen los luchadores más fuertes y poderosos del mundo!

No debería haberle creído.

Tal vez ese lugar existiera, de hecho había visto a su padre hojeando una guía de China con bastante interés aunque supuso que lo único que entendería serían las fotografías. Puede que su intención verdadera fuera llevarle hasta allí pero, de un día para otro, habían aterrizado en esa ciudad y sin darle mayor explicación, le había anunciado que se quedarían unos cuantos días.

Hasta Navidad.

Navidad refunfuñó Ranma para sí.

¿Por qué estaban perdiendo el tiempo en ese lugar?

—¡Tengo hambre! —se quejó el chico. Se dejó caer boca abajo, sujetándose solo con las piernas a la barra del columpio. El mundo se puso al revés; la nieve negruzca y aplastada era el cielo y bajo sus narices esa masa uniforme, otra vez plomizo y amenazante, a pesar de ser ya mediodía. Llevaba tres días sin comer nada—. ¿No podemos comprar algo de comida?

—Debemos ahorrar todo para el viaje a China —gruñó su padre.

—¡Pero si no estamos yendo a China!

—¡Iremos! ¡Deja de quejarte como si tuvieras cinco años!

Ranma apretó la mandíbula y saltó al suelo.

No solo llevaba varios días con hambre, sino que la pelea contra esos tres matones y la noche que había pasado durmiendo sobre el suelo del parque le habían agarrotado los músculos de la espalda y el cuello. Todo ello, junto a la actitud sospechosa de su padre, le hacían estar de muy mal humor.

—Tú estás muy tranquilo para llevar tanto tiempo sin probar bocado —murmuró. El hombre permaneció tranquilo, en el suelo, sin decir nada al respecto—. Y ayer volviste de muy buen humor de tu paseo... —La piel del rostro de su padre comenzó a colorearse, en especial en los carrillos y en la frente que se perdía bajo el pañuelo—. ¿A dónde fuiste?

—Eso no es asunto tuyo.

Pero Ranma, que tenía un presentimiento cada vez más fuerte, no se rindió. Acercó su rostro severo hasta el del otro de manera desafiante.

—¿Dónde fuiste, viejo?

El hombre le devolvió la misma mirada airada, firme en no responder. El chico le atrapó por las solapas del kimono y le zarandeó con brusquedad.

—¡¿Fuiste a estafar a alguien más?! ¡¿A robar comida?! —preguntó, ahora sí, muy enfadado. ¿Cómo no se le ocurrió antes?—. Aún peor... ¡¿no habrás estado por ahí haciendo alguno de esos horrendos tratos de los tuyos que me comprometen a mí?!

—¡Claro que no, imbécil!

—¡¡Pues dime dónde has estado!!

Genma lanzó un movimiento hacia la cabeza del chico, pero este saltó hacia atrás para esquivarlo. Ambos se pusieron en pie e intercambiaron algunos ataques que no iban del todo en serio. Ranma logró golpearle en la espalda y Genma, lanzarle contra el suelo.

—¡Solo fui a visitar a un viejo amigo, diablos! —respondió por fin. Podía haber seguido peleando pero, en verdad, no estaba de humor. Tampoco él había dormido bien y tenía los dedos de la mano congelados.

—¿Un amigo? —repitió su hijo, confuso—. ¿Aún tienes de eso?

—¡Pues claro que sí! —Genma bufó y se dejó caer al suelo de nuevo. El ceño fruncido, las cejas encrespadas, vigiló a su hijo alerta por si debía defenderse, pero el chico bajó los brazos y tan solo le miró—. Entrenamos juntos en la juventud y hacía años que no le veía.

—¿Por eso estamos aquí? ¿Para qué visitaras a tu amigo? —Ranma dio un respingo—. ¡Claro! Estuviste en su casa y él te dio de comer, ¿no? —Apretó los puños, furioso—. ¡¿Y por qué no me llevaste también?!

>>. ¡¿Tienes idea del hambre que tengo?!

—Eso habría sido abusar de su confianza.

—¿Y tú?

—Yo soy un amigo muy querido para él.

¡Será posible!

Su padre siempre había sido un egoísta. Cuando andaban perdidos en algún lugar lejano y apenas tenían un mendrugo de pan y algo de arroz para comer, Genma siempre pensaba antes en sí mismo que en su hijo. Alimentarse se convertía en una batalla campal donde solo comía el más fuerte y, de algún modo, él lo prefería así para estar en igualdad de condiciones.

Lo que había hecho su progenitor en esa ocasión era mucho más despreciable.

—Eres un viejo egoísta —Le soltó. Se guardó las manos en los bolsillos y se dio la vuelta. ¡Ni siquiera soportaba ver su cara, fingiendo inocencia con esa mueca de incomprensión!—. ¡Espero que la visita haya acabado porque no pienso quedarme ni un día más en esta estúpida ciudad!

>>. ¡Me voy a China contigo o sin ti!

Y sin esperar respuesta, se alejó del parque.

.

.

Durante la siguiente hora, Ranma se dedicó a explorar Nerima con el ánimo por los suelos y el estómago rugiéndole con más fuerza que nunca. Solía pasarle que, cuando se ponía de tan mal humor, le atacaba un hambre atroz. En muy pocas ocasiones de su vida había podido saciarla hasta quedar de verdad satisfecho; no, Ranma se había criado con lo justo para seguir moviéndose y se había hecho fuerte en la adversidad.

No obstante, lo que estaba padeciendo esos días era mucho peor que cualquier otra cosa.

Estaba tan obnubilado a causa del enfado que, sin darse cuenta, sus pies le llevaron hasta el mismo centro de la ciudad y quedó impresionado cuando vio la actividad de ese lugar.

Calles encendidas, un continuo trasiego de personas que iban y venían, luces, villancicos a todo volumen, papá Noel recorría la acera agitando una campanita y deseando felices fiestas a todo el que se cruzaba.

La navidad volvió a pensar, sintiéndose fuera de lugar de inmediato. Se habría alejado de toda esa feliz algarabía se no ser porque fue cautivado y atraído por los deliciosos olores que salían de los restaurantes y puestos de comida ambulantes.

Tengo tanta hambre... gimió para sus adentros, sujetándose el estómago de una manera algo ridícula.

¡Y es que había de todo!

Ramen caliente, arroz con carne dorada, pastelitos de los que salía un oloroso vapor que pudo saborear como si de hecho lo tuviera en la boca. Ni siquiera conocía el nombre de algunas de las delicias que veía, pero tenían un aspecto tan apetitoso que no le habría importado hincarle el diente. Rebuscó, con más ahínco que nunca, en sus bolsillos pero no halló ni un mísero yen.

Con un resoplido se dijo que tendría que conformarse con oler y admirar los esplendidos postres que se exhibían en las pastelerías. Y ni eso pudo hacer tranquilo pues no tardó en ser objetivo de miradas hostiles por parte de los comerciantes.

Hay que ver qué gente más rara pensó, huraño. ¡Solo estaba mirando!

Ranma no era del todo consciente de que sus ropas extrañas y su comportamiento ansioso generaban inquietud entre las personas de Nerima. Él tampoco estaba acostumbrado a una ciudad, ni a estar rodeado por tanta gente; sin embargo, no creyó que su comportamiento fuera tan distinto salvo por una cosa.

Era el único que no parecía disfrutar del ambiente navideño que se exhibía, en algunos casos con rabiosa exageración, en cada centímetro de la larga avenida principal de la ciudad.

¿A qué viene tanto escándalo con eso de la navidad? Se preguntó. Las calles estaban decoradas desde el suelo hasta lo alto de las farolas que habían llenado de lazos rojos y campanitas doradas. Tanto las casas como las cristaleras de las tiendas estaban cubiertas de adornos como cintas de tela, bolas de cristal, listones de caramelo, falsos paquetes de regalo...

¡Y toda esa gente!

No dejaba de ver a personas entrar y salir de las tiendas con pesadas bolsas llenas de regalos, papel para envolver, más adornos... Él no tenía suficiente para comer un triste panecillo y esos individuos se gastaban cientos de yenes en tonterías que solo les servirían durante unos pocos días.

No lo entiendo se dijo, cabeceando a disgusto. ¡Es una fiesta ridícula!

Cuanto veía a su alrededor le parecía una pérdida de tiempo y un desperdicio. ¿Qué tenía de bueno gastar tanto en adornos que la gente ponía en su casa solo unos pocos días al año? Los compraban, los colocaban y solo para volver a quitarlos después. ¡¿Y esas comilonas de las que había oído hablar?! La gente se hinchaba a comer en Nochebuena como si nunca jamás fuera a probar la comida.

Y seguro que ellos comen todos los días...

Tal vez pensaría distinto de esas fechas si alguna vez las hubiera celebrado como el resto. Si bien Ranma rechazaba toda la parafernalia porque no le encontraba utilidad alguna, no era tan cerrado como para no sospechar que había algo en la Navidad capaz de capturar y fascinar a millones de personas, solo que él jamás lo había visto.

No sabía lo que podía ser.

Puede que sintiera un poco de curiosidad pero... ¿Necesitaba saberlo? Su vida era la que era. Viajando de acá para allá. Nunca había tenido una casa o una familia como tal con la que celebrar ese tipo de cosas. Tampoco tenía esperanzas de que algún día eso fuera a cambiar.

Y no es que lo deseara, pero...

Bah pensó, encogiéndose de hombros y alejándose del centro por una de las escurridizas calles que bajaban en otra dirección. No es para mí.

Dejó atrás las luces y las canciones, también a las familias felices sintiéndose un extraño. No creía que alguna vez fuera a formar parte de algo como eso y pensar demasiado en ello solo le traería un inútil dolor de cabeza.

Haría mejor pensando en cómo llegar hasta China.

.

.

Transitaba por una calle mucho más silenciosa cuando una voz irrumpió con violencia en sus oídos.

—¡Hay que ver lo lenta que eres! —Ranma se dio la vuelta y vio a una chica que caminaba sobre la nieve con una gracia natural avasalladora. Volvió a chillar, pero no se molestó en girar la cabeza para mirar a la persona que caminaba tras ella—. ¡Date prisa, me estoy congelando!

—Si no me hubieras quitado mis botas, iría más rápido —respondió otra chica mientras trataba de seguir el paso de la primera con evidentes dificultades. Se detenía un instante cada vez que se proponía dar un paso y aun así, se tambaleaba sobre la nieve—. ¡Las de Kasumi me quedan muy grandes!

—¿Y qué culpa tengo yo?

—¡Tú llevas mis botas, Nabiki!

La tal Nabiki chistó como si eso no tuviera nada que ver.

—¿Y qué querías que hiciera? Las mías no combinaban con mi abrigo nuevo...

Ranma frunció el ceño. Cuando las chicas se perdieron por el otro lado de la calle, siguió escuchando sus voces discutiendo y por alguna razón, se vio impulsado a seguirlas.

Ellas continuaron su camino, no mucho más largo, el final de esa misma calle. Estaban tan lejos del jaleo de la zona comercial que reinaba un silencio helado sobre el paisaje invernal. Apenas había huellas sobre la nieve o marcas de neumáticos. Era como si por allí no hubiera pasado nadie antes que ellos. Ranma se encaramó al muro y las observó caminar hasta un enorme buzón de correos.

Aunque las chicas no se parecían demasiado entre sí, tuvo la ocurrencia de que debían ser hermanas. La llamada Nabiki parecía mayor; por el modo en que dirigía a la otra y un poco también, porque su afilaba mirada castaña le confería un aura más adulta. La otra, en cambio, tenía un rostro más suave y aniñado, sobre todo por estar enmarcado en esa larga melena oscura que remataba en un gracioso lazo amarillo.

—Lo que te decía... ¡Un auténtico horror! —Comentó la mayor—. Tuviste suerte de no estar cuando ese hombre apareció en casa.

—Pero, ¿quién era?

—Un viejo amigo de papá —respondió la primera—. Kasumi y yo apenas le vimos de refilón, pero se pasó horas parloteando y bebiendo con nuestro padre.

>>. ¡Y no veas como comía! ¡Por poco y acaba con todas nuestras reservas para Nochebuena!

La pequeña, agotada por el paseo en esas botas gigantes, hizo una mueca mientras recuperaba el aliento.

—¿No se supone que la navidad es la época de compartir con los demás?

—¡Eso son cuentos, hermanita! Si papá me hubiera dejado, yo le habría cobrado todo lo consumido.

—No habrías sido capaz... —Se cruzó de brazos, cambiando de opinión—. Por supuesto que lo serías.

—Nada es gratis —determinó la otra—. Ni siquiera en Navidad.

Ranma meneó la cabeza.

Con el hambre que estaba pasando no se imaginaba lo que habría hecho él si un aprovechado cualquier hubiese ido a su casa a quitarle su comida. Aunque, claro, estando en la situación en la que estaba... lamentaba confirmar que la gente que tenía un hogar y alimentos de sobra solo pensaba en sí misma, así como siempre le había advertido su padre.

No había diferencia, pues, con esas personas del centro que despilfarraban su dinero en cosas inútiles para aparentar durante las fiestas.

—La navidad no debería ser solo comer y abrir regalos —opinó la pequeña. Había adoptado una expresión de desencanto al mirar a su hermana pero, de pronto, pestañeó y esbozó una ligera sonrisa que iluminó un rostro delicado y de rasgos armoniosos—. Todavía queda gente buena por ahí, ¿sabes? Que ayuda a los demás solo para hacer el bien.

>>. Incluso a los animales indefensos...

—¿Te refieres a esos pesados que andan pidiendo firmas para salvar a especies en extinción! ¡Los detesto! Son tan aburridos... —Nabiki chasqueó la lengua—. Bueno, habrás traído las postales, ¿no?

La otra chica volvió a cambiar su actitud. Arrugó la nariz en una mueca que arrancó una sonrisa a Ranma y buscó en sus bolsillos hasta sacar un abultado paquete.

—Sí, sí, las tengo... —La chica deshizo el cordel con que sujetaba los sobres y miró el primero, por delante y por detrás, y con mucha calma lo echó al buzón.

—¿Se puede saber qué haces? —La mayor volvió a bufar, hundiendo con más fuerza las manos en los bolsillos y mirando en todas direcciones, exasperada—. ¡Tardaremos una barbaridad!

—Quiero asegurarme de que todo está correcto antes de enviarlas...

—¡¿Otra vez?! —exclamó—. Te has pasado semanas buscando las postales, escribiéndolas, decorando los sobres y anotando las direcciones...

—Solo quiero...

—¡¿Por qué es tan importante?!

—¡Porque...! —La pequeña al fin alzó la voz. Ranma se sorprendió de que tuviera un tono tan fuerte, hasta el momento había hablado despacio y con un deje frágil. Clavó su mirada, molesta, en su hermana y la sostuvo mientras el rostro se le encendía. Al final, retiró los ojos y respiró hondo—. Enviar postales navideñas es una de las pocas cosas que aún me gustan de esta época, así que...

—Por lo general estás refunfuñona y fastidiosa los días previos a la Navidad —opinó la otra sin poner ningún cuidado en sus palabras—. Me sorprendió que estuvieras tan contenta ayer al llegar a casa —La pequeña bajó su rostro, ruborizado, de nuevo a los sobres y siguió revisándolos sin decir palabra, aunque eso no evitó que Nabiki la viera y formara una sonrisa astuta—. ¿Pasó algo ayer?

—¡No! ¡¿Qué va a pasar?! —La pequeña cogió la portezuela del buzón y tiró de ella para abrirla.

—Volviste sonriendo como una tonta, e incluso te oí canturrear —Se acercó más a su hermana, escrutándola con descaro—. Me pregunto qué pudo ocurrir...

—¡Nada! —Pegó un nuevo tirón a la portezuela y se quedó con ella en la mano—. Ups... —murmuró sorprendida.

Qué bruta pensó Ranma, sorprendido. Aunque su rostro sonrosado, y ese modo en que apretaba los labios formando un mohín entre enfadado y huidizo, le resultó gracioso. De hecho, ni él mismo se había dado cuenta, pero ya hacía un rato que sus ojos no se despegaban de la pequeña.

—¡Mira lo que has hecho! —exclamó Nabiki y miró a su alrededor a toda prisa—. ¡Echa las postales de una vez y vámonos antes de que alguien nos vea!

>>. No pagaré otra multa porque no sabes controlar tu fuerza.

—Lo siento, no quería...

—Te has puesto tan nerviosa... —adivinó la otra, soltando una risita—. ¡Estoy más segura que nunca de que ocultas algo!

—Nabiki...

—¿Algo sobre... un chico?

¿Un chico? Repitió Ranma, confuso.

—¡Claro que no! ¡Tú sabes que odio a todos los chicos del mundo! —gritó la pequeña. Metió todas las postales a la vez en el buzón y después, temblando de enfado, se guardó las manos en el abrigo—. ¡Venga! ¡Ya está! ¡Vámonos!

—A ti te gusta un chico...

—¡No me gusta ningún chico! ¡Cállate!

Entre insinuaciones maliciosas de la mayor y gritos enojados de la pequeña, ambas se alejaron por la misma calle por la que habían venido. Aplastaron la nieve hasta hacerla trizas y una vez que se hubieron ido, el silencio descendió muy despacio para posarse sobre las paredes y los tejados de las casas que guardaban el lugar. Su presencia, sin embargo, se siguió notando durante unos cuantos minutos más. Y por eso, Ranma se quedó en lo alto del muro, pensativo, hasta que los tobillos se le cansaron y los dedos con que se sostenía se le durmieron por el frío.

Resopló y bajó al suelo de un salto.

Vaya... meditó, mientras exhalaba su aliento hacia sus manos para devolverle el calor. No había tenido mucho contacto con chicas a lo largo de su vida, así que no sabía si ese comportamiento entre ellas era normal o es que esas dos hermanas estaban mal de la cabeza.

La mayor le había parecido fría y egoísta, incluso arrogante en sus maneras de hablar y moverse. En cambio, la pequeña le había resultado más dulce y generosa al principio, al menos hasta que chilló que odiaba a todos los chicos del mundo.

Yo soy un chico reflexionó. Y vivo en el mundo... Así que a mí también me odia. Al oírla declarar algo así se había reído, pero ahora que lo recordaba se sintió un poco insultado. De hecho, sacudió la cabeza como si eso en verdad le molestara. Muy bien, pues yo también te odio pensó, sin saber del todo por qué y pateó la nieve con la punta de su pie haciendo que una lluvia de diminutos copos estallara en el aire.

Estaba a punto de irse cuando vio algo en el suelo que destacaba por su color intenso. Estaba junto al buzón, en el mismo lugar dónde había estado esa chica tan bruta y desconsiderada.

Además, es una torpe pensó Ranma con malicia. Se le habrá caído y ni se ha enterado.

Se acercó para ver lo que era y descubrió que se trataba de otra postal, solo que esta no iba en ningún sobre ni parecía usada. Podía ser que la chica la hubiera llevado junto al resto por error y al sacar las otras del bolsillo, se le había caído al suelo.

En el último segundo antes de irse, se inclinó y la cogió.

¡Ah! Justo debajo de la postal encontró un par de monedas que debían haberse caído del bolsillo de la chica junto a ella ¡Dinero! Ranma las recogió y las contempló entusiasmado, eran dos monedas de cien yenes cada una. ¡Ahora podré comprar algo de comer!

Entonces recordó el rostro de la chica y torció la cabeza. Miró en la dirección por donde se habían ido las hermanas.

No creo que pueda alcanzarlas ya se dijo. Y tampoco sé sus nombres o dónde viven...

Era del todo imposible que pudiera encontrarlas para devolverle su dinero, así que lo más lógico era quedárselo y usarlo para comer. ¡Al fin y al cabo, estaba muerto de hambre! Y había sido ella la que había hablado de compartir y ayudar a los demás por navidad.

Dejando a un lado que la chica fuera un poco bruta, Ranma tenía la sospecha de que albergaba un corazón generoso y que, por tanto, no le importaría que él usara ese dinero para llenarse el estómago.

Se guardó la postal en el bolsillo y se alejó de allí a toda velocidad.

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Con el dinero pudo comprarse una caja de Daifukus recién hechos en una de las pastelerías que había visitado un rato antes. Los dependientes aún le miraron con suspicacia cuando entró y pidió los pasteles, de hecho no dejaron de mirarle así hasta que salió. Pero esta vez no le importó en absoluto porque, por fin, iba a comer algo.

Para evitarse problemas con su padre, Ranma no regresó al campamento sino que buscó otro parque cualquiera que, a esas horas, estaría desierto y le daría la oportunidad de estar tranquilo.

Tenía tanta hambre que temió que, si cedía a sus impulsos, devoraría la caja en menos de un par de minutos. De modo que se obligó a proceder con calma. Primero quitó el papel de celofán que envolvía la caja y aspiró el delicioso aroma que escapaba por los pliegues del cartón. Después la abrió y contó los pastelitos que guardaba, despacio, contempló las cubiertas de distintos colores de los Daifukus y olisqueó los distintos rellenos que contenían.

Cogió el primero, dio un bocado y degustó lo más despacio que pudo la explosión de sabor y textura que se desparramó en su boca. Su estómago rugió y antes de darse cuenta se había zampado dos casi sin respirar. Se detuvo un instante y esperó un poco a que su cuerpo se habituara al alimento.

En un intento por distraerse, extrajo la postal que la chica había olvidado junto al buzón y la examinó. No tenía ninguno de los motivos típicos navideños en la ilustración, solo una mujer con un kimono de colores vistosos que, vuelta de espaldas, observaba un puerto mientras la nieve caía sobre su sombrilla. Mostraba una noche estrellada y las aguas del mar estaban en calma. Era una imagen hermosa, aunque tenía algo de melancólico.

Ranma se atrevió a abrirla y descubrió que la chica había escrito algo en el interior.

Me gustaría pasar otra navidad contigo...

Te echo de menos.

No iba firmada. Y sin un sobre con la dirección y un sello, esa postal no iría a ningún sitio. Sin embargo, la chica la había llevado consigo hasta el buzón como si pretendiera enviarla...

Qué raro...

Ranma releyó esas dos líneas varias veces, mientras se comía uno a uno los Daifukus y sentía que su ansiedad hambrienta se apaciguaba por fin. Tiró la caja a la papelera y regresó al banco donde había estado sentado para contemplar un poco más aquella postal.

Lo único que estaba claro era que esa chica echaba de menos a alguien. Volvió a pensar en ella pero esta vez, no recordó su mueca de enfado, ni su odio hacia los hombres. Recordó ese modo tan gracioso en que caminaba sobre la nieve, y la bonita sonrisa que había mostrado durante unos instantes mientras hablaba con su hermana.

Bueno, tampoco era tan bonita... rectificó para sí. Volvió a pensar en el tono castaño claro, como chocolate líquido de sus ojos, en su piel suave sin marcas, en su cabello largo y de aspecto sedoso.

Apretó los labios, indeciso. ¿Podía decirse que era una chica guapa?

No era fea... rezongó su mente tras un inusual esfuerzo por su parte. Trató de ir más allá de ese juicio, pero se sintió extraño. Tan perdido como había estado dando vueltas entre las tiendas y los brillos de la avenida comercial.

¿Y qué sabía él de esas cosas?

Nunca había prestado atención a las chicas, todas le habían parecido iguales y por tanto, pasaban inadvertidas ante su mirada. No tenían nada que pudiera interesarle y estaba seguro de que a ellas les pasaría lo mismo con respecto a él.

A mí no me interesan las chicas, para nada.

¡Era un luchador!

Y pensar en chicas y cursiladas románticas a su edad era una pérdida de tiempo.

¡No es que él estuviera pensando en esas tonterías!

¿Cómo podría hacer algo así? ¿Por una chica desconocida? Ni siquiera sabía su nombre...

Sin embargo, no se le iba de la cabeza su rostro. Cuanto más miraba aquella postal, y releía las palabras que ella había escrito, Ranma sentía que el dulzor de los bollitos le estallaba una y otra vez en la boca. Poder comer algo tan tranquilo le había proporcionado, además, una sensación cálida en su interior y, de algún modo, ahora lo estaba sintiendo de nuevo al pensar en esa chica.

Al fin y al cabo, he comido gracias a ella. Supuso que se debía a eso. Estaba agradecido a esa niña bruta y torpe. Se le escapó una nueva sonrisa.

Sí que era bruta... ¡Mira que romper el buzón!

Se puso en pie, más animado y caminó otra vez hasta la papelera para tirar la postal. Extendió el brazo, con la mano sobre el agujero, pero no fue capaz de soltarla. Volvió a mirarla un instante y después, con el rostro un poquito más caliente, se la guardó en el bolsillo.

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Me gustaría pasar otra navidad contigo...

De algún modo esa noche, justo antes de quedarse dormido, Ranma recordaría esas palabras oyendo la voz fuerte, y a la vez frágil, de aquella niña y más tarde, en sueños, sentiría que se las había dirigido a él.

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Día 3: 22 de Diciembre

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Una mirada.

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La campana del Furinkan sonó por última vez ese año.

Akane suspiró mientras caminaba siguiendo el paso de su grupo de amigas. Habían salido todas a la vez pero ella había ido retrasándose y ahora iba en último lugar, sin hacer mucho caso a la conversación que las otras mantenían. Sus voces eran como un murmullo ajeno y más que eso, sus oídos se entretenían con el sonido de sus pies sobre los charquitos formados por la nieve derretida.

—¡Vacaciones, al fin! —exclamó alguien, pero ella apenas hizo caso.

Aquel era otro día gris de invierno. ¿Recordaba cuándo había sido la última vez que vio el sol asomándose entre los nubarrones de diciembre? Esa luz sucia y enfermiza no le gustaba. Tampoco ese aire frío que calaba hasta los huesos a pesar de no soplar muy fuerte. Su grueso abrigo azul lo contenía, pero la piel se le ponía de gallina cada vez que una nueva ráfaga golpeaba sus piernas, apenas protegidas por sus viejos leotardos.

Los leotardos son cosa de niñas se había burlado Nabiki de ella. La miró con la misma chulería que el día anterior, mientras hacían el camino de vuelta a casa desde el buzón. Deberías llevar unas bonitas medias que estilicen tus piernas.

¿Y para qué querría ella estilizar sus piernas con el frío que hacía esos días?

No lo preguntó en voz alta, por supuesto, no obstante su molesta hermana mayor le respondió como si lo hubiera hecho.

¿No quieres estar guapa para tu chico misterioso?

El corazón le dio un vuelco. Movió sus ojos hacia sus amigas y, con cierto disimulo, se palpó la mejilla. La piel se le había encendido, como le venía pasando desde hacía dos días cada vez que la imagen de ese extraño chico volvía a su mente.

Por suerte, ninguna de las otras se dio cuenta. Aun así, trató de acelerar el paso para no quedarse tan atrás.

Al atravesar una calle peatonal que tenía una hilera de árboles majestuosos, Akane se fijó en la imagen de sus ramas desnudas, envueltas en la bruma, retorciéndose con temblores obstinados por los embistes del viento. Y al bajar la mirada al suelo se encontró con algo inesperado a los pies de uno de ellos.

—¡Eh, mirad chicas! —exclamó, deteniéndose con una alegre sonrisa. Sobre las raíces del árbol que sobresalían de la tierra había una hoja de acebo sobre la cual estaba el llamativo fruto rojo. —. ¿A qué es precioso?

El color resaltaba sobre la blancura de la corteza, el desvaído tono del pavimento y de la escasa tierra helada que recubría la superficie. Como si alguien lo hubiera colocado allí, en concreto, para dotar de color un aburrido lienzo que carecía de él.

Sus tres amigas la miraron sin comprender y se encogieron de hombros antes de continuar paseando. Akane se sintió algo avergonzada y las siguió en silencio.

Puede que me esté emocionando de más... pensó, mordiéndose el labio inferior. Sin embargo, su corazón no tardó más que un segundo en volver a sentirse ligero y animado.

Su humor había mejorado bastante en los dos últimos días gracias a ese olor a madera quemada y a los recuerdos que resucitó en su conciencia. Si bien no habían desaparecido del todo las sensaciones de hastío y aburrimiento, había decidido seguir atenta a los detalles y rebuscar en su pasado nostálgico con curiosidad, y no solo con melancolía. Así fue como encontró otro recuerdo asociado a un nuevo olor: la canela.

A principios de diciembre, cuando su madre colocaba el Kotatsu en el salón de la casa, Akane pasaba las tardes sentada junto a ella, guarecidas del frío, mientras la mujer bebía sorbitos de su té con esencia de canela y escribía las postales navideñas que enviaría a la familia. Recordó también que era ella misma la que elegía las postales, siempre las que tenían los colores más brillantes y mucha nieve en el dibujo de la portada. Era un ritual precioso que compartían y del que la joven había prescindido los últimos años, por eso decidió tirar las tarjetas que ya había rellenado hacía semanas y empezar de nuevo.

Lo hizo igual que en su día lo hiciera su madre; seleccionando con cuidado las imágenes más bonitas, pensando las palabras que quería dedicar a cada destinatario, incluso decoró los sobres y, en verdad, tuvo la maravillosa sensación de tener a su madre al lado mientras lo hacía. Se contagió de la ilusión que ella había sentido al pensar que sus palabras podían cruzar kilómetros y kilómetros hasta llegar a su destino tan solo para felicitar la navidad.

A ella le habría gustado que lo hiciera así decidió Akane, al contemplar la pila de sobres listos para ser enviados. Y ocurrió que, al llevar tanto rato pensando en su madre, no pudo resistirse a fantasear con la idea de enviarle también una felicitación.

Escogió una bonita postal con motivos tradicionales que sabía que le habría gustado, le escribió un par de líneas expresando sin vergüenza su deseo más preciado y la llevó consigo cuando fue a enviar el resto.

Y no se sintió triste, lo que sintió acompañándola hasta el buzón fue solo pura y tierna nostalgia que, sí, oprimió su corazón y le robó la respiración durante unos instantes pero, después se soltó despacio dentro de ella, deshaciéndose como el humo, dejando tras de sí una presencia cálida cargada de amor y cariño.

Pensó en echar la postal para su madre al buzón junto a la otras y así culminar su pequeña fantasía; al no tener sello ni dirección, lo más seguro era que el cartero la tirara a la basura, pero ella podía imaginar que la postal seguía, de algún modo, su camino. Quizás lo habría hecho de haber ido sola, pero la presencia dura y apabullante de Nabiki la acobardó y decidió conservarla.

Pero acabé perdiéndola recordó, frustrada. Al regresar a casa se percató de que la postal ya no estaba en su bolsillo. ¿Se le habría caído al suelo al caminar? ¿O quizás había acabado en el buzón, después de todo?

Aún ahora se sentía molesta por haber sido tan descuidada, pero no quería seguir pensando en ello, así que aceleró más el paso hacia las chicas.

—¿Y tú qué harás por Nochebuena? —preguntó su amiga Sakura. La pregunta iba dirigida a la chica más alta del grupo, aunque esta se encorvó al oírla. También era la más bonita, con su larga cabellera negra resplandeciente peinada en dos trenzas perfectas. Su rostro ovalado era fino, y su piel clara y suave contrastaba con la profundidad de sus ojos negros—. ¡Venga, Miyu! ¡Confiesa!

>>. ¿Te ha pedido salir ya?

La susodicha se sonrojó al instante, cosa que solo la hizo parecer más bella. Akane se adelantó un poco más para colocarse a su lado.

—¿Quién?

—Ese vecino tan guapo que todas las mañanas le deja una rosa en la puerta —respondió la otra. Parecía incluso más emocionada que la propia protagonista.

—¿En serio? —preguntó Akane, asombrada.

—Bueno, no estoy segura de que sea él...

—¡Claro que es él! —insistió la amiga—. ¿No te saluda todos los días con una sonrisa?

—Solo porque es un chico muy amable.

—¡Seguro que te pide una cita para Nochebuena! ¡La noche de los enamorados!

Miyu sacudió la cabeza, avergonzada, aunque no dejaba de ser evidente por su resplandeciente sonrisa que esperaba que algo así pasara. De suceder, ella sería la primera del grupo en tener novio y eso era algo muy emocionante para todas.

O para casi todas...

—Olvidaba que a Akane no le interesan los chicos —murmuró Sakura tras observar su expresión. Habló con el mismo tono sibilino de su hermana Nabiki que tanto la irritaba—; porque cree que todos son unos brutos y unos desconsiderados...

¡Lo son! Quiso haber gritado, pero se contuvo con la misma voluntad con que había intentado no hacer una mueca ante la romántica historia de su amiga con el vecino de al lado.

Es que no podía evitarlo... ¡¿Qué otra cosa podía pensar de ellos si cada mañana se veía atacada por una marabunta de bestias adolescentes que intentaban atraer su atención por medio de golpes y gritos de guerra?! Había dejado de buscar la razón por la cual sus amigas se interesaban tanto por los horribles chicos de su clase, incluso trataba de disimular su rechazo hacia ellos.

Estaba segura de que no existía ni uno solo que no fuera un bruto insensible y violento.

Bueno... pensó de repente. Quizás haya uno...

Sus amigas habían regresado a su conversación sobre el vecino de Miyu, así que no vieron como Akane metía su mano en el bolsillo de su abrigo para rozar algo y después, esbozaba una pequeña sonrisa. Sus dedos repasaron la dura superficie, delineando uno a uno los piñones hasta cerrar el puño en torno a ella.

Se trataba de la piña que ese chico había usado para ahuyentar a los matones.

Después de llenar sus pulmones con aquel agradable olor, Akane había abierto sus ojos y encontrado la piña a sus pies. Por alguna razón que aún no acertaba a descubrir, se la llevó consigo para dejarla sobre su escritorio. Había contemplado su aspecto a la luz de la pálida luna antes de quedarse dormida, recordando la extraordinaria forma en que ese chico había defendido al perro. También la había estado llevando en su bolsillo cada vez que salía de casa y acostumbraba a rozarla con los dedos de vez en cuando.

Aunque no sabía nada acerca de ese chico, su hazaña no se le iba de la cabeza y la hacía pensar que debía ser alguien bueno y justo. Y también... le había resultado un poco dulce la manera en que trató de tranquilizar al perrito. Cuando pensaba en esas cosas o acariciaba la piña oculta en su bolsillo, sentía un cosquilleo en su estómago.

Ese chico es distinto se decía, convencida. No era un necio escandaloso como sus compañeros de instituto. Y quizás por eso, cuando se recordaba que lo más probable era que no volviera a verle, se sentía un poco mal. Como si el viento frío del invierno soplara sobre ella y hallara un hueco en su corazón que atravesaba con un furioso silbido. Sin embargo, cuanto más apretaba la piña, más fuerte sentía una emoción nerviosa que le cosquilleaba el corazón para contrarrestarlo.

Era incomprensible que albergara dos sensaciones tan distintas a la vez y que ambas estuvieran provocadas por la misma persona.

—¿Qué es ese sonido?

Las chicas habían llegado al borde de una carretera y esperaban a que el semáforo cambiara de color, cuando se escuchó un aluvión de golpes provenientes del otro lado. Las personas que paseaban por allí se detuvieron, confusas, y giraron sus cabezas en busca del origen del ruido.

Akane se estiró sobre sus pies y alcanzó a ver dos figuras lejanas que se movían muy deprisa, saltando una sobre la otra, colisionando con estrépito para después separarse.

—Una pelea... —murmuró sin estar segura.

—¡Qué horror! —chilló Sakura.

Las dos figuras atravesaron la calle que subía hacia la carretera a gran velocidad. Chocaban y después rebotaban contra el suelo y las paredes de las tiendas haciendo que la gente se apartara a todo correr de los dos hombres que se peleaban entre gruñidos y chillidos enfurecidos. Cuando llevaron su trifulca hasta el asfalto, los coches se pusieron a pitar, furiosos, pues no les quedó otro remedio que detenerse.

—¿Quién diantres son?

—¡Forasteros!

Al menos tenían pinta de eso.

El hombre más mayor iba vestido con un viejo kimono desvaído, un pañuelo en su cabeza y gafas pegadas a su nariz. Su piel era muy morena en los antebrazos y las manos, las cuales se movían a toda velocidad. Los ojos que brillaban a través de los cristales eran pequeños y oscuros, pero destilaban una ira que los engrandecía. Ese hombre parecía un gigante en comparación con la segunda figura, algo más pequeña y enclenque, contra la que luchaba con absoluta violencia.

—¡Ah! —exclamó Akane, llevándose la mano a la boca. ¡Pues resultó que el segundo luchador era el chico de la trenza!

Parecía un saltimbanqui rodeando y atacando al hombre. Mostraba un semblante más enfadado e inseguro que al día anterior lanzando patadas y golpes sin ningún control, pero sin duda era él.

La joven frunció el ceño.

A que sí va a ser un bruto como todos los demás... pensó, defraudada. Sacó la mano de su bolsillo antes de partir la piña por la mitad. ¡Seré tonta!

¡Todos los chicos son iguales!

—¿Qué hacen esos dos? —preguntó su otra amiga. Esa era la pregunta que todo el mundo en esa calle se estaba haciendo al observarlos. No sabían si era más seguro huir de ellos o quedarse donde estaban hasta que la trifulca acabara.

El hombre y el chico volvieron a chocar en el aire y cada uno salió disparado en una dirección. El mayor cayó sobre el suelo, pero el otro se posó con suma agilidad en lo alto de un coche aparcado en la acera. Ambos respiraban de manera violenta al tiempo que se retaban con la mirada para continuar. No parecían conscientes del grupo de curiosos que los observaba, ni del jaleo que habían organizado a su alrededor.

—¡¿Vas a decirme de una vez que estás planeando, viejo?! —gritó, entonces, el chico levantando un dedo y apretando la mandíbula. Su reclamo sonó como un siseo ronco, aunque potente.

Viejo... Akane movió sus ojos hacia el hombre que resollaba a pocos metros de ella. ¿Ese... es su padre?

—¡No es de tu incumbencia, niñato cotilla! —Le respondió. En su frente brillaban gotitas de sudor pese al frio que hacía y de que de su boca escapaban volutas de vaho con cada respiración.

—¡Tus problemas siempre me acaban estallando a mí en la cara!

—Te lo diré cuando yo crea que debas saberlo...

—¡O sea que sí tiene que ver conmigo!

El chico de la trenza parecía muy preocupado y molesto, por lo que ella se preguntó con ansiedad qué clase de problemas eran esos que su padre le había causado en el pasado para que ahora hablara con semejante aprensión.

Entre tanto, los viandantes se acumulaban en torno a ellos, observando la escena sin dar crédito y con malsana curiosidad. A la chica se le ocurrió con temor que, en cualquier momento, podría aparecer un policía y arrestar a los dos extraños por interrumpir el tráfico y su actitud temeraria. Pese a lo que había visto, la seguridad de ese chico aún le preocupaba e incluso pensó en dar un paso adelante y advertirles de ello para que se fueran.

No obstante... ¿qué pensarían sus amigas de ella si lo hacía?

El de la trenza, que había permanecido agachado sobre el techo del coche, decidió ponerse en pie y llevarse las manos hasta sus caderas. Mostró una expresión de exagerada severidad.

—Escúchame bien, no voy a permitir que tú... —A lo lejos se escuchó una sirena que interrumpió sus palabras. Dio un respingo, volviendo su cabeza en busca del ruido y entonces, sus ojos se clavaron en Akane.

Cayeron sobre ella nada más verla, y permanecieron fijos como si no hubiera nada más en el mundo que mirar.

La chica notó que algo, más fuerte e intenso que un trueno tormentoso, golpeaba su cuerpo cuando su mirada se encontró con la de él. Cuando vio el modo en que enmudecía, como sus ojos azules se agrandaban como los de un niño y su expresión pasaba de la sorpresa a algo más difícil de describir, pero que suavizó sus rasgos casi por completo. Ella también notó que se ruborizaba, que sus labios se encogían en una mueca de incredulidad, y con todo, ninguno apartó la mirada del otro durante unos cuantos segundos.

Ningún pensamiento cruzó por su mente hasta que la sirena se hizo más potente a sus espaldas. Entonces, el chico pestañeó, se llevó una mano al bolsillo del pantalón y entornó los ojos un momento. Casi pareció que fuera a hablar, a hablarla a ella, cuando de pronto su padre pegó un saltó y se arrojó sobre él.

Le agarró por la camisa, arrastrándolo por el aire antes de que reaccionara y ambos se alejaron por un extremo de la avenida.

Akane sintió presión en su pecho y tuvo que soltar una honda exhalación. Las gentes del lugar retomaron sus caminos, confusos aunque aliviados. El semáforo cambió de color pero sus amigas no se movieron sino para rodearla a ella.

—¿Conoces a esos dos, Akane? —La preguntaron de inmediato—. ¡El chico se te ha quedado mirando como un bobo!

Ella negó con la cabeza.

—¡Nunca los había visto! ¡No sé ni quienes son!

—Yo sí lo sé —informó Miyu, con el rostro contraído—. Son un par de mendigos que llegaron a Nerima hace unos días.

>>. Viven en la calle... en un parque cerca de mi casa.

—¡Qué horror! —musito Sakura de inmediato y la otra asintió.

—Todos los vecinos están muy preocupados...

—¡Justo para Navidad! —Se lamentó la primera.

¿Mendigos? Pensó Akane cuando, por fin, se animaron a cruzar la calle. Su corazón seguía palpitando con inusitada fuerza y su mano había buscado la piña a toda velocidad, como si temiera haberla perdido. Gracias a las palabras de Miyu, recordó lo que le había oído decir al chico de la trenza dos días atrás.

¿Tienes hambre? Lo cierto es que yo también... Le había dicho al perrito tras salvarlo. Y después añadió: Lo sé, es duro pasar hambre...

Pero tú sí tienes un hogar, ¿verdad? ¡Y seguro que allí hay comida!

Akane se sintió mal al recordarlo.

Lo dijo porque él mismo carece de casa y comida...

Apretó los labios al tiempo que sujetaba la piña contra la palma de su mano. Ahora entendía porque ese chico parecía tan molesto con su padre; a fin de cuentas, él era el responsable de darle techo y alimento. ¡¿Qué clase de padre era ese que encima le trataba a golpes?! Solo le había visto un momento, pero le había parecido un hombre muy problemático.

Siguió pensando en ello todo el trayecto hasta su casa, y cuando se separó de sus amigas y se atrevió a sacar la piña, volvió a mirarla con el mismo cariño de antes. Olvidó las ideas que había tenido sobre ese misterioso joven y deseó poder ayudarle, pero una vez más este había desaparecido ante sus ojos y no tenía modo de encontrarle.

Bueno... si lo que dice Miyu es cierto... recordó. Su rostro se coloreó al pensar en la posibilidad de visitarle en el parque. ¡¿Qué podría decirle?! Ni siquiera hemos cruzado una palabra, aunque... El modo en que la había mirado desde lo alto del coche, ese leve movimiento que, por un instante, pareció indicar que se disponía a hablarla.

¿Para decirle qué?

Bobadas pensó, con tristeza. Es imposible.

Y aún con todo, la emoción que burbujeaba en su pecho se mantuvo firme y ruidosa. Tuvo la loca y disparatada idea de que, al mirarla, fue como si ese chico la hubiera reconocido de antes.

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Día 4: 23 de Diciembre

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Maullidos de Gatos.

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Por fin el sol encontró un hueco por el que asomarse y lanzar sus rayos sobre el brillo húmedo de los restos de nieve que quedaban en las esquinas de las calles y bajo los bordillos de las aceras. Su luz era aún tibia, más blanquecina que amarilla, pero resultaba reconfortante observarla y extender la mano para esta rozara los dedos entumecidos por el frío plateado.

Las nubes se volvieron también más blancas y delicadas. Nubes de algodón dulce en comparación a los nubarrones de días pasados. Pero aún hacía frío, eso no había cambiado. El invierno había comenzado de manera oficial y la Navidad estaba a la vuelta de la esquina, así que no podía ser de otro modo.

Flotaba algo en el ambiente aquella mañana que era difícil de describir con palabras. No era un olor, ni una sensación... era otra cosa, más sutil, lo que se había instalado sobre el aire helado, sobre los aromas del invierno y los sonidos del viento. Era casi imposible adivinar qué podía ser. Sobre todo, cuando el más terrible y obsceno miedo te estrangula la garganta y todo lo que puedes oír es el doloroso ritmo acelerado de tu corazón bombeando sangre hasta tus oídos.

Solo existía un sonido peor que ese y Ranma lo estaba oyendo al mismo tiempo: el terrorífico maullido de un grupo de gatos callejeros y hambrientos.

—¡¡Largaos...!! ¡V-venga, fuera! —Un sudor frío y pegajoso se arrastraba por la piel de su rostro haciéndole temblar y parpadear como un demente. Había estado gritando esas palabras al tiempo que agitaba su pierna durante un buen rato, pero los gatos no se iban—. ¡F-fuera de aquí!

>>. ¡Malditos gatos!

Tampoco a eso hicieron caso.

Habría alrededor de diez o quince, de distintos tamaños y colores, todos con el pelo encrespado, lanzando maullidos agudos y arrastrados que se hincaban en su piel como mosquitos succionándole la sangre. Se congregaban en la base de la farola a la que el chico estaba subido, en repugnante calma esperaban a que él se resbalara o se le cansaran los brazos.

Esos gatos planeaban algo contra él.

Por eso no dejaban de mirarle con sus pupilas rasgadas de intensos colores y ronroneaban moviendo las colas estiradas. Los había observado y alguno de ellos se había pasado la lengua por la boca con lentitud descarada mientras le miraba con fijeza.

—¡Maldita sea! —se quejó, pegando la cabeza al metal del poste. Ya no soportaba mirarlos más. Marchaos, estúpidos gatos. ¡Fuera de aquí! Sintió un tirón en su espalda y la presión sobre ella. Al intentar aflojarla un poco, la ristra de bombillas de colores que sujetaba en su brazo se deshizo y cayó al suelo—. ¡Oh, no! —Un enorme y peludo gato blanco de ojos ambarinos se puso a olisquearla, extendiendo su garra hacia ella—. ¡Deja eso, animal repulsivo! —El gato alzó su mirada y el chico se echó a temblar—. ¡No, olvídame!

Apretó los dientes y reforzó su agarre, aunque sabía que no podría sujetarse para siempre. En algún momento (y dadas sus escasas fuerzas por la falta de alimento, no tardaría mucho en suceder) sus brazos colapsarían y él se precipitaría al suelo.

Con los gatos.

Esas bestias se apretarían contra él, se le subirían al pecho y a la cara... Sufrió un espasmo de puro terror con solo imaginarlo y volvió a cerrar los ojos.

¿Por qué? ¿Por qué me ha pasado esto a mí?

Ya estaba subido al muro, estirado para llegar hasta la parte más alta de la farola, cuando el primer gato apareció. Era pequeño, gris y despeluchado pero lanzó un sonido gutural tan estremecedor que le hizo tambalearse, asustado. Intentó no prestarle atención, creyendo que se marcharía en seguida pero lo que pasó es que más gatos horribles llegaron y se pusieron a pasear sobre la sudadera que él había dejado en el suelo. Ahí guardaba el dinero que le habían dado por colocar aquellas luces y también el bocadillo que había conseguido para la cena, por lo que no podía huir sin ella.

Pero tampoco podía bajar y ahuyentar a los gatos por sí mismo para recuperarla. De un modo absurdo, estaba atrapado por su miedo.

¡Todo esto es culpa del viejo! Pensó, furioso.

Como Genma seguía regresando cada noche con el estómago lleno y apestando a sake de casa de su amigo, Ranma comprendió que si quería alimentarse tendría que buscarse la manera de ganar algo de dinero. Paseando por una de las calles más elegantes de la ciudad conoció a un par de vecinos de la zona que, después de decorar con excesos y exageración las fachadas de sus viviendas, tenían la ambición de hacer lo mismo con todo el barrio; por supuesto, no tenían aspecto de ser muy habilidosos, por lo que no podían colgar aquellas luces navideñas de lo alto de las farolas por sí mismos. A Ranma le resultó una idea tonta y poco práctica, pero se ofreció a ayudarles a cambio de una paga. El hambre volvía a torturarle, así que se guardó sus ideas y estrechó la mano de esos tipos.

—¡Tendría que haberme ido a China! —Se lamentó, azuzado por los temblores del miedo. Los bufidos de los animales ascendían hacia él como una nube compacta y dominante, aturullando su cabeza asustada hasta que sintió los ojos húmedos—. ¡¿Por qué?!

>>. ¡¿Por qué me quedaría en esta horrible ciudad llena de g-gatos?!

Se lamentó por su pereza, por la negligencia de su padre y por casi cualquier cosa que se le ocurrió en un intento por serenarse, pero se calló la última y verdadera razón por la que había decidido permanecer en Nerima un poco más. No lo confesó antes su padre cuando este le preguntó al respecto porque sabía que el viejo solo se burlaría de él... eso si hubiese sido capaz de decirlo en voz alta.

Ni siquiera lo había admitido en su mente.

Era un pensamiento que estaba ahí y no estaba al mismo tiempo. Le gustaba sentir su existencia al fondo de su cerebro, pero procuraba no acercarse mucho a él para desenmarañarlo. A veces, si pensaba en la posibilidad de dejar Japón, se le presentaba con algo más de claridad; una imagen más definida, acompañada de un sentimiento ambiguo, inexplicable. Entonces, China y todo lo que prometía le resultaba algo lejano y hostil.

Por supuesto, dada la situación terrible en que se encontraba ahora, acechado por esas malas bestias, Ranma habría preferido estar nadando hacia el otro país con todas sus fuerzas.

Resopló, acusando el esfuerzo y su propio aliento caliente le dio en la cara, molestándole. El sudor le bajaba por la columna, así como desde su frente hasta la punta de su nariz. Notaba un calor abrasador en sus brazos, en sus hombros y en el cuello, sin embargo sus manos estaban congeladas y doloridas.

No aguantaré... pensó, de repente. Esos gatos me cogerán.

Porque seguían allá abajo, esperándole.

¡Diantres! ¡¿Qué querían de él?!

Enroscó las piernas a la farola, impulsando su cadera hacia arriba para agrandar la distancia con el suelo. Aflojó los brazos el instante en que hizo el movimiento y cuando quiso reanudar la fuerza del agarre, estos se le quedaron blandos, como mantequilla derretida y sintió que todo su cuerpo resbalaba por el metal muy despacio, pero de forma inevitable.

—No... —murmuró. El sonido de los animales se incrementó—. ¡No! —Aulló, desesperado. El corazón se le subió a la garganta al tiempo que su cuerpo bajaba—. ¡No, malditos gatos! —Los felinos levantaron sus orejas, clavaron en él sus pupilas y le mostraron los dientes—. ¡Por favor, no!

Terminó de deslizarse y la gravedad le empujó hacia atrás.

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Ranma agitó las manos intentando agarrarse a algo pero no encontró más que aire inútil. Cayó sin remedio al suelo, escuchando los gruñidos de los gatos que saltaron lejos para apartarse. Cerró los ojos, por miedo, y por el dolor que sufrió su pobre espalda al golpear con la dura superficie del asfalto, aún más dura debido al frío. Un latigazo desgarrador estalló en la base de su columna y se extendió por su cuerpo tembloroso, paralizándole por un segundo. Aun así su mente, que seguía alerta, le avisó de que había caído al peor infierno de cuantos existían y debía huir.

Tengo que moverme se dijo, sin conseguirlo al primer intento. Su cuerpo estaba aletargado e inmovilizado por el frío. De repente, algo suave y caliente le rozó el perfil del rostro, arrancándole un gemido de pavor.

Ah... no... ¡No!

La cola de un gato anaranjado se agitó sobre su cara, provocándole los peores escalofríos del mundo.

—D-dejarme... —siseó. El gato maulló en su oído y se volvió, enseñándole su hambriento rostro demoniaco. ¿Podía tener una expresión más siniestra?—. F-fuera, fuera... —Un gatito de tonos marrones saltó sobre su estómago dejándole sin respiración. Apenas era un recién nacido que no pesaría ni doscientos gramos, pero Ranma espatarró los ojos muerto de miedo al verle sobre él—. No me hagáis nada...

Más gatos, interesados, se acercaron a él y comenzaron a reptar por su cuerpo. El chico estaba tan sepultado por su miedo que no podía hacer más que parpadear y seguir respirando.

Gatos... Gatos... ¡Odio a los gatos! Oía su voz interna chillando a voz en grito, como si le zarandeara en busca de una reacción por su parte que no llegaba.

Un gatito negro que le habría cabido en la palma de su mano trepó, con un gracioso balanceo en sus patitas, hasta la cara del artista marcial. Lo miró con fijeza y Ranma a él. El chico estaba fuera de sí, pero el gatito bostezó. Estiró su carita que era redonda como una bola de algodón de azúcar y se atrevió a lamer la punta de la nariz del chico con su diminuta lengua.

—¡¡¡AHH!!! —Ranma convulsionó, chilló y su mirada se perdió en el cielo. La voz de su mente dejó de gritarle cosas, de hecho, se apagó con el mismo chispazo definitivo que una radio defectuosa. Dejó de existir y en su lugar, surgió un quedo maullido que no provenía de los gatos, sino de él mismo. De lo más profundo de su consciencia y traía consigo paz, la erradicación total de ese miedo espantoso que le torturaba.

¿Qué es? Le resultó familiar pero no pudo identificarlo. ¿Podía confiarse a ello?

Ranma estuvo a punto de ceder y perderse en aquel abismo de inconsciencia felina que envenenaba su mente cuando, de improviso, otra voz se interpuso.

—¡Fuera, gatos malos! —Una voz fuerte, del exterior. Con un timbre vibrante y autoritario—. ¡Dejarle en paz!

>>. ¡Vamos, fuera todos de ahí!

Los animales bufaron, molestos, pero saltaron al suelo y empezaron a alejarse. Escuchó sus pisadas sobre el suelo, incluso sintió la brisa que levantaron al escapar. Su maligna presencia se alejó y el joven parpadeó, confuso, aferrándose a las palabras para no perderse del todo. El maullido de su cabeza que intentaba dominarle también retrocedió. Y al segundo siguiente se extinguió como si nunca hubiese estado ahí.

¿Qué me ha pasado? Se preguntó, desorientado. Su vergonzoso miedo a los gatos nunca lo había dejado tan débil.

—Oye... ¿estás bien?

Una voz. Palabras. Ranma tragó saliva y se sintió más cerca de despertar del todo. Apretó los párpados y frunció el ceño cuando la luz blanca del sol de invierno resplandeció ante él.

Seguía en el suelo, pero los gatos se habían ido. Y había algo más... una figura a contraluz inclinada sobre él.

—¿Me oyes?

Carraspeó y abrió la boca para responder pero de sus labios solo escapó un maullido lastimero. La figura dio un respingo, retrocediendo sorprendida y Ranma se quedó perplejo.

¿He maullado? Se preguntó, aterrado.

—Ah... ¿puedes moverte?

Debo moverme, se dijo él. Así que hizo un esfuerzo por incorporarse. La cabeza le ardió nada más recuperar su verticalidad, así que se la frotó con una mano. Alzó la vista y, de la impresión que sintió, retrocedió haciendo que su espalda chocara contra la farola de nuevo.

—¡Cuidado! —Le advirtió la chica cuando ya era tarde. Ranma la miró, por un instante con la misma inquietud con que había mirado a los gatos. Porque no era una chica cualquiera, era ella. La chica de las postales. Había aparecido de repente, como salida de esos pensamientos que negaba haber tenido y había espantado a los condenados gatos. Le miró con extrañeza justo antes de agacharse frente a él y volver a probar—. ¿Te encuentras bien?

>>. ¿O es que no me entiendes?

—¡Sí! —exclamó él. Calló un momento, volvió a carraspear y bajó el tono de voz—. Estoy bien.

>>. Y te entiendo.

Ella asintió sin decir más. Se dedicó a mirarle con calma al tiempo que se colocaba los largos cabellos tras las orejas. Después alzó los ojos y los bajó repasando el resto de la escena.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó.

—Eh... me caí de la farola —respondió él. Se levantó casi de un salto, presa de un nerviosismo histérico y se puso a recoger la ristra de luces del suelo—. Estaba colocando esto ahí arriba y... —Se fijó entonces en que varias de las bombillas se habían roto por la caída—; oh, no.

—¿Qué? —preguntó ella. Se estiró sobre sus pies y descubrió el problema—. Vaya...

—¡Ahora tendré que devolver el dinero que me pagaron por colgarlas!

—Lo siento —La chica hizo una mueca de contrariedad—. Supongo que te hacía mucha falta, ¿verdad?

—Pue sí... —Se le escapó sin pensar.

—Yo... podría ayudarte, si quieres.

—¿Ayudarme?

—Bueno... si... tienes hambre —Ranma alzó el rostro ante esas palabras, confuso. La joven había bajado la vista y movía el pie sobre el suelo con cierta incomodidad, cosa que no le gustó.

—No, no... da igual —respondió a toda prisa. ¿Qué pretendía esa chica, en realidad? Le dio la sensación de que le observaba con pena, aunque no estaba seguro pues solo el hecho de tenerla delante y estar conversando se le hacía demasiado surrealista—. No tiene importancia —añadió, tirando al suelo el resto de las luces—. Creo que ya te había visto antes —comentó como si nada.

Ella volvió a asentir.

—Sí, ayer, en el centro —Su rostro se coloreó por alguna razón. Ranma notó que sus hombros se tensaban y que deseaba apartar la mirada y no hacerlo al mismo tiempo—. Estabas con tu padre, ¿verdad?

Entonces comprendió.

—Así que nos viste —murmuró, molesto.

—¿Por qué os peleabais así? —Le preguntó con cierta timidez. Ranma entornó los ojos. Justo en ese instante recordó que, el día anterior iba acompañada de un grupo de chicas que no dejaron de cuchichear y mirarles mal todo el tiempo que duró la pelea. Ya había visto a una de ellas vigilando el parque donde su padre y él dormían. Husmeando con mala cara, así como el resto de vecinos hacían intentando echarles.

¿Por qué me estará hablando? Se preguntó, descolocado. Seguro que solo quiere saberlo para ir a contárselo a sus amigas y reírse de mí.

¿Eran las chicas tan crueles?

No podía saberlo pero creyó que sí y se sintió aún más ofendido porque fuera ella, esa chica en concreto, quien pretendiera burlarse de él.

—¿Y por qué tendría que decírtelo? —replicó, endureciendo su voz. Se cruzó de brazos y la chica entrecerró los ojos, sorprendida.

—No tienes por qué —Le dijo—. No pretendía ser cotilla.

—Pues lo has sido —espetó él a toda velocidad—. No es asunto tuyo.

La chica separó los labios para después unirlos en un mohín.

—¡Fue muy desconsiderado por vuestra parte armar semejante estropicio en plena calle, ¿sabes?!

—¿Acaso la calle es tuya?

—¡No! ¡Y tampoco vuestra!

—Se trataba de una pelea de artes marciales —respondió él. La miró de arriba abajo y esbozó una sonrisa burlona—. Pero las chicas no saben nada de eso.

El rostro de ella se puso rojo, de un modo mucho más amenazante y menos adorable que momentos antes. Separó las piernas, plantando bien los pies en el asfalto y apoyó sus manos en las caderas con tal decisión que Ranma sintió el impulso de retroceder.

—¡Tú no tienes idea de lo que yo sé de artes marciales! —Le chilló, muy enfadada—. No eres más que un fanfarrón...

—¡Yo no soy ningún fanfarrón! —negó él—. En todo caso sé que no soy un debilucho como tú.

—¿Yo? ¿Debilucha? —La chica echó una pierna hacia atrás y movió los brazos adoptando una postura que llamó la atención del chico. Se quedó mirándola, sorprendido, hasta que sus siguientes palabras y el tonillo de guasa con que fueron dichas le distrajeron—. Al menos a mí no me dan miedo unos gatitos...

El corazón de Ranma ardió de vergüenza y tuvo que apretar los puños para sujetar su indignación.

—¡A mí no me dan miedo los gatos!

—¡Claro que sí!

—¡Claro que no!

—¡Te he visto antes! ¡Estabas a punto de desmayarte de puro terror! —El pecho de la chica subía y bajaba con violencia—. ¡Si yo no llego a ayudarte...!

—No necesito tu ayuda —respondió Ranma—. ¡Ni la tuya, ni la de nadie! —Estaba tan furioso que apenas podía controlarse, de modo que se dio la vuelta y cogió sus cosas del suelo. También las estúpidas luces—. ¡Así que olvídame!

—¡Muy bien! ¡Hasta nunca!

—¡Eso!

Saltó con todas sus fuerzas sobre el muro y se marchó de allí.

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Más tarde, revisando sus bolsillos, se dio cuenta de que había sido culpa suya que la aterradora manada de gatos le atacara. Descubrió que el bocadillo que había comprado para cenar era de sardinas.

Vaya... se lamentó.

Al dejarlo entre sus cosas en el suelo, el olor del pescado había atraído a los gatos y por eso no se marchaban. No le buscaban a él, sino la comida. El paquete en que iba envuelto estaba lleno de agujeros y tanto el pan como las sardinas, de diminutos mordiscos. Se deshizo de él en la primera papelera que encontró.

Logró controlar la ofuscación que su conversación con la chica le había causado cuando fue a hablar con los hombres de las luces. Les explicó lo ocurrido y se disculpó; por suerte, al faltarle solo una de las tantas farolas de la calle por decorar, solo tuvo que devolver una parte de sus ganancias.

Al menos podré comer algo esta noche, se consoló. Y gracias a eso se deshizo de parte de su mal humor... aunque había otra parte que no se le iba.

¿Qué le pasa a esa chica? Se preguntaba una y otra vez, caminando encorvado rumbo a la zona de las tiendas. Revivió la discusión y su orgullo masculino y adolescente, le insuflaban sentimientos negativos hacia ella, de rencor y fastidio. Pero tampoco podía ignorar una diminuta, casi minúscula, parte de pena que le oprimía las entrañas. Cuando recordaba el tiempo perdido observando la postal y releyendo sus palabras, volvía a él esa emoción tan confusa...

¡No esperaba volver a verla! Y menos para discutir... Aún le costaba comprender qué había pasado.

Parecía tan amable junto al buzón hablando de la navidad y ayudar a otros se dijo, golpeando el suelo con el pie. Pero es una niña odiosa y tonta.

¡Ni siquiera había podido hablar de ella sin que se pusiera a gritarle como una loca! Casi parecía que estuviera a punto de desafiarle a una pelea... ¡A él!

Marimacho... pensó. Sí. Por un instante le había engañado con sus buenas palabras, con su sonrisa dulce y ese modo de colocarse el pelo, pero Ranma había visto su auténtica cara.

Era una niña gritona, peleona, terca y marimacho.

¿Verdad? Pensó por un momento. Sí, por supuesto se respondió a sí mismo. ¡Ni que yo hubiera hecho algo para molestarla!

Se acordó entonces de su viejo amigo Ucchan, de Kansai. Él también se enfadaba con él de manera abrupta y desproporcionada sin que Ranma comprendiera sus razones. La mayoría de las veces estaban bromeando, luchando como críos que eran y de pronto...

¡Eres un bruto, Ranchan!

Pero Ucchan es un chico, así que no tiene nada que ver se recordó y decidió olvidarlo.

Pero esa chica gritona...

¿Y si en verdad... quería ayudarme? Se le ocurrió pensar. A fin de cuentas, ella espantó a los gatos y le preguntó por cómo estaba. Incuso se ofreció a darle comida aunque... ¿Cómo había sabido ella que estaba hambriento?

Quizás eso era lo que más le había molestado, que ella le tratara como si sintiera lástima por su situación y por eso él... Resopló indeciso. De algún modo, Ranma se sentía más inclinado a conservar la primera imagen que tuvo de la chica; preocupada por los demás, enviando sus postales con ilusión... Quería conservar la calidez de los Daifukus que relacionaba con ella por alguna razón que desconocía.

Yo también he chillado mucho se recordó, metiéndose las manos en los bolsillos. La he llamado cotilla, creo y... no sé si algo más. Eso no había estado del todo bien.

Para cuando llegó ante la pastelería donde había comprado los pasteles días atrás, el chico estaba más confuso que nunca. El estómago le rugía y frustrado, se dijo que no tenía sentido seguir pensando en ella. Bastante casualidad había sido encontrársela de nuevo y con el poco tiempo que le quedaba de estar en Nerima, sería imposible volver a verla.

¡Tampoco es que quiera volver a verla...! Parpadeó, y se le escapó una mirada apenada. Y supongo que ella a mí tampoco.

Ahora sí que debía estar pensando las peores cosas de él.

¡Bah, no me importa! Se dijo y pegó la cara al cristal de la pastelería. Recorrió con sus ojos las delicias allí expuestas mientras la boca se le hacía agua. Si por él fuera, se los comería todos sin dudar pero le quedaba poco dinero y debía escoger con cuidado.

Finalmente, se decantó por una porción de tarta muy apetitosa que tenía una reluciente fresa en la parte más alta.

Justo cuando iba a empujar la puerta para entrar al establecimiento, escuchó la campanilla de una tienda cercana y volvió la cabeza. Era una especie de juguetería antigua cuya cristalera estaba decoraba con muñecos de madera que recreaban una escena de cuento invernal. Él nunca había tenido juguetes como esos, parecían muy caros.

Al otro lado, el interior estaba en penumbras pero brillaba una tenue luz cálida, como de velas que se repartía por la estancia y algo, expuesto junto al mostrador, le llamó la atención. Tanto que se le ocurrió una idea estúpida...

Meneó la cabeza, volviendo en sí, se dio la vuelta y regresó a la puerta de la confitería. Cogió el pomo y la empujó.

—¡Buenos días! —saludó la dependienta con una sonrisa, y justo después exclamó—. ¡Oh!

La puerta se cerró de un portazo.

Ranma cruzó la calle de vuelta, con la mandíbula apretada y entró a la juguetería. Un hombrecillo menudo aunque muy mayor le sonrió.

—¿Qué desea, jovencito?

—Yo... —El estómago protestó, la boca se le secó por el ansia que le devoraba por dentro pero lo ignoró todo sin querer saber la razón—. ¿Podría ver esas postales navideñas, por favor?

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Día 5: 24 de Diciembre (Nochebuena)

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Todo brilla

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El día de nochebuena el sol se retiró y regresó la luz gris.

La noche anterior, Ranma había escuchado el repiqueteo de la lluvia sobre la lona de la tienda de campaña. Aunque la habían levantado bajo un viejo columpio con forma de castillo, había huequecitos por los que las gotas lograban colarse. El goteo se alargó hasta la madrugada y arrulló su sueño nervioso junto a los espantosos ronquidos de su padre.

Pero cuando amaneció, ya no llovía.

Al abrir los ojos pudo captar ese brillo desvaído que le hizo imaginar la superficie blanca sucia que, a buen seguro, se habría extendido por el cielo y, tragado al sol. El olorcillo de la humedad le dio en la nariz terminando de despertarle. Al principio no notó el frío, pero cuando asomó la cabeza fuera y lo vio todo recubierto por la niebla y esos tonos tristes que recordaban a las hojas de un periódico, fue su pecho el que se congeló.

Y le dio un escalofrío.

El parque estaba desierto a esas horas, contenía un silencio tan absoluto que invitaba a imaginar que no existía nadie más en el mundo. Cada centímetro de tierra y cada árbol pelado habían sido tocados por el abandono y la dejadez, quizás al otro lado de esa espesa niebla no hubiera nada.

Nada pensó aún medio dormido.

Salió de la tienda y al fin notó el roce del frío sobre los brazos, trazando líneas en la piel de su rostro. Miró con decisión la frontera blanca y trató de aguzar el oído; pero no había nada más que ellos y ese parque. El resto de ciudades y países, los otros rivales que había conocido y los que estaban por llegar, las personas que le habían mirado mal por las calles bulliciosas de Nerima, los dependientes que habían cogido su dinero con una clara mirada de suspicacia... Todo se había ido. Esa extraña navidad, la chica de las postales...

Ranma separó los labios aunque no tenía nada que decir.

Ella también, quizás, se había desvanecido. Sin embargo, era distinto pensar que ella ya no estaba y no volvería a estar. Su interior se estremeció ante esa posibilidad.

¿Seguirá enfadada? Se preguntó palpándose el pecho, ahí donde se había guardado la postal con aquella frase que había memorizado de tanto releerla.

Me gustaría pasar otra navidad contigo...

Le provocó un leve dolor en las costillas.

Meneó la cabeza y regresó al interior de la tienda huyendo del hielo y de sus propios pensamientos para encontrarse a su padre sentado con la espalda muy tiesa.

—Buenos días —saludó, pero el hombre no le respondió. A pesar de que no se había puesto aún sus gafas, Genma fruncía el ceño con decisión. No estuvo seguro de si seguía aún dormido pese a haberse levantado o es que estaba reflexionando sobre algo.

Ranma gateó sin hacer mucho ruido y rebuscó sus zapatos entre el lío de mantas y ropa sucia. El día anterior había leído un folleto donde anunciaban que, por motivo de la nochebuena, repartirían chocolate caliente y galletas en la plaza del ayuntamiento de la ciudad. Ya estaba imaginándose a sí mismo saboreando tales delicias cuando su padre irguió la cabeza hacia él y le enfocó con sus ojos miopes.

—Ranma —gruñó—. Encárgate de recoger todo esta noche.

>>. Mañana nos vamos a China.

Al chico se le cayó uno de los zapatos de la mano.

—¿Eh? —Enmudeció por la confusión. ¿China? Su padre llevaba días dándole largas con su partida—. ¿Mañana has dicho?

—Ya tengo los billetes de tren —anunció Genma. Rebuscó en el interior de su kimono y le mostró dos trozos de papel beige que agitó un momento y se volvió a guardar—. Muy temprano.

—Pero...

—Iremos en tren hasta la costa —Le siguió explicando sin inmutarse—. Y después, cruzaremos el océano a nado hasta China.

>>. Eso también formará parte de tu entrenamiento.

El joven se dejó caer sobre el suelo, sentado, y se frotó la cabeza para despejarse del todo. Su mente aún estaba perdida en el mundo que había desaparecido, en el chocolate caliente... ¿De qué le estaba hablando su padre de trenes, océanos...?

Algo no estaba bien.

—¿Por qué nos vamos así tan de repente? —Acertó a preguntar al fin. Porque debía haber una razón, por supuesto, a no ser claro que su padre pretendiera volverle loco sin más—. ¿Has peleado con tu amigo?

>>. ¿O tiene algo que ver con eso que me ocultas?

—No es cosa tuya —replicó el otro—. Y aún no es momento de que lo sepas.

—¿Tan horrible es? ¿Peor que otras cosas que has hecho?

—¡¿Cómo te atreves a pensar así de tu padre, hijo irrespetuoso?! —Le espetó. Forzó su voz para que sonara enfadada, pero en realidad no parecía que esas preguntas le afectaran lo más mínimo. Ranma apretó los dientes porque entonces comprendió lo inútil que sería seguir indagando. Cuando su padre no quería contarle algo, no servía de nada insistir—. Otra cosa... Esta noche es nochebuena.

Qué curioso que te acuerdes... pensó con sarcasmo.

—¿Y qué?

—Mi amigo Soun me ha invitado a cenar con él y sus hijas —informó Genma y por fin, agarró las gafas y se las colocó en la nariz—. En su casa.

El chico se encogió de hombros.

—Que lo pases bien... ¡Y gracias por avisar esta vez!

—¡Imbécil! —Le chilló cuando Ranma, ya calzado, se disponía a salir de la tienda—. Quiero decir que nos ha invitado a los dos.

>>. Tú también debes venir.

—¿Yo? —Aquello sí que era sospechoso. Hasta ese momento el viejo había tratado su amistad con el tal Soun con mucho secreto, estaba seguro de que ni tan siquiera le habría comentado a su amigo que tenía un hijo. ¿Por qué ahora quería incluirle a él en los planes?

Su instinto le indicó que no se fiara y declinara la invitación, aunque su padre no le había ofrecido tal opción. Por otro lado, una cena de nochebuena casera, en una casa que les protegiera de las inclemencias del tiempo sonaba demasiado bien como para no pensárselo dos veces.

¿Qué tramará? Se preguntó, indeciso. ¿Y qué nos darán para cenar?

—Procura estar aquí para la hora de la comida —Le ordenó su padre, interrumpiendo así sus cavilaciones—. Iremos a unos baños públicos antes de la cena.

—¿Ah, sí?

—Es importante dar una buena impresión, Ranma.

—¿Y eso por qué?

—¡Porque lo digo yo! —Gritó el otro, con impaciencia—. ¡Obedece y punto!

El chico resopló, exasperado, pero decidió no remover más las cosas. Su estómago le exigía alimento, de modo que salió de la tienda y se estiró con fuerza para librarse de las tensiones. Caminó hasta una de las salidas del parque y sintió el húmedo mordisco de la niebla sobre su cara al atravesarla.

Por supuesto, al otro lado estaba Nerima.

Una cena de nochebuena se repitió, poniéndose en camino. Él jamás había disfrutado de algo parecido, era un ignorante en cuanto a tradiciones navideñas aunque supuso que solo tendría que sentarse a la mesa, comer lo que le pusieran delante y, si acaso, acordarse de dar las gracias. La comida casera era una gran tentación, pero se le antojaba incómodo reunirse con un grupo de desconocidos...

Y además... mañana nos vamos recordó de pronto.

Se detuvo un momento, con los ojos clavados en el suelo. Irse de Nerima era lo que más había deseado y sin embargo, en esos momentos la idea le resultaba amarga, precipitada. De hecho, tenía un cosquilleo recorriéndole las palmas de sus manos, como pidiéndole que se diera prisa en hacer algo, antes de que fuera tarde.

¿Hacer el qué? Se preguntó.

No se le ocurrió nada en forma de pensamiento, pero su mano se movió de nuevo al pecho y al palparlo, escuchó el triste quejido del papel ahogado por la ropa que lo cubría. El rostro de la chica de las postales volvió a su mente; la chica arrugando el entrecejo mientras trataba de mantener el equilibrio en unas botas que no eran suyas, la chica sonriendo con los sobres en la mano, la chica mirándole sorprendida frente a la carretera, enfadada y gritándole...

—¡Ah! —bufó con frustración. ¿Por qué se acordaba tanto de ella? Se cruzó de brazos, apretando los labios—. ¿Tan terrible sería no volver a verla? —preguntó en voz alta.

Miró a su alrededor, todo seguía en silencio.

Pateó el suelo, nervioso. El cosquilleo se extendió por sus brazos, retumbó en su corazón apretado por el frío y por una amenaza que todavía no comprendía.

No pensaré más en ella se dijo, entonces. Mañana me iré a China y la olvidaré para siempre.

Esa nueva resolución le tranquilizó y pudo retomar su camino.

Ni siquiera sé su nombre... pensó.

Tampoco era alguien tan importante para él.

.

.

—No me gusta nada esa idea —declaró Akane, enfurruñada, con los codos pegados a la mesa de la cocina y la barbilla apoyada en ellos. A su lado, Nabiki suspiró y frente a ella, pegada a los fogones, su hermana mayor Kasumi siguió meneando la cuchara en el guiso y canturreando en voz baja.

—A mí tampoco me agrada que papá haya invitado a ese tipo —convino la mediana. Se echó hacia atrás en su silla y con aire distraído, revisó sus uñas—. ¡Tú ni siquiera le has visto comer, Akane!

>>. ¡Y para colmo traerá a su hijo, que seguro que es otro comilón como él!

Akane arrugó aún más la nariz, todo su rostro se tensó, y cientos de líneas de frustración aparecieron en su frente. ¡¿Cómo se le había ocurrido a su padre invitar a dos desconocidos sin decirles nada a ellas?!

—Pues yo creo que es agradable tener visitas por Nochebuena —comentó Kasumi.

La pequeña dio un respingo. No solo porque la voz de su hermana la sorprendió, ya que ni siquiera sabía si estaba siguiendo la conversación o no, sino que esa actitud tan alegre y despreocupada fue como una bofetada para ella.

—¿En serio? —susurró, más para sí misma, que para que Kasumi la oyera.

¿Le parece agradable?

Giró la cabeza hacia otro lado y respiró despacio, cosa que resultaba difícil con tal cantidad de olores apetitosos flotando por la habitación y llenando su nariz. Dirigió su mirada hacia el ventanuco de la cocina que daba a la calle y se quedó prendada de esa sensación de frialdad que se adivinaba al otro lado; aunque no había vuelto a llover durante todo el día y la niebla se había ido, el cielo estaba más gris que nunca.

Antes era agradable.

Akane pensaba en otras navidades, cuando el dojo Tendo sí tenía invitados por nochebuena y navidad. Cuando había risas y felicidad porque su madre era la anfitriona y se encargaba de cocinar para todos. Pero esos tiempos habían pasado y ya nada era como antes. Su madre no estaba... ¡¿Cómo iba a ser agradable?! Celebrar una cena con invitados sin ella era impropio, inadecuado.

Raro pensó sin más.

—¿Ya vuelves a estar de mal humor? —preguntó Nabiki—. Parecía que habías mejorado un poco este año...

Sí, ella también lo había creído. Todos sus esfuerzos por perseguir su espíritu navideño perdido habían dado frutos durante unos días, pero era nochebuena y Akane volvía a sentirse desdichada.

Y todo por culpa de ese chico.

—Nabiki, ¿puedes ayudarme a acondicionar el salón? —preguntó Kasumi—. Las visitas estarán aquí muy pronto.

—¿Y por qué no te ayuda Akane? —Resopló al empujar la silla para ponerse en pie—. Vale, vale.

Las dos mayores salieron de la cocina, dejándola sola con su desánimo y el tranquilizar gorgoteo del guiso que se hacía a fuego lento. Se estiró sobre su asiento y observó toda la comida que su hermana había preparado para esa noche. Todo un banquete reluciente, sabroso y tan abundante que sobraría una buena cantidad.

A no ser que Nabiki lleve razón sobre el apetito de esos tipos...

¿Quiénes eran, por cierto? Nadie se lo había dicho. Su padre ni se había molestado en explicarle de qué los conocía... Pero iban a venir, a sentarse a su lado, a comerse la comida de su hermana. Fingirían que todo estaba bien y eran felices, salvo porque ella no lo era.

—¡Ahhh! —Exhaló, apretando los ojos y entonces, pensó en el chico de la trenza. El vientre se le apretó al imaginarle en el desangelado parque, puede que sin nada que cenar por nochebuena. Aunque el día anterior se había enfadado mucho con él por lo bruto, desconsiderado y grosero que había sido con ella... ahora no dejaba de preguntarse cómo estaría.

Sacó la piña que, para vergüenza suya, había seguido llevando consigo y volvió a reflexionar sobre la discusión del día anterior. Pasado el enfado, pensaba en ella con extrañeza pues de lo que estaba segura era de que había visto auténtica bondad en él cuando rescató a aquel perro; eso había sido real. Aunque la discusión y sus groserías también y repasando todo lo que se habían dicho el día anterior, Akane llegó a la conclusión de que le había ofendido sin querer.

Tenía pinta de ser muy orgulloso se volvió a repetir al tiempo que hacía girar la piña en su mano. Puede que interpretara mal su intención, que pensara que ella le tenía lástima o algo así. Ese chico debía estar acostumbrado a arreglárselas solo.

Seguramente le resultó demasiado inusual que una desconocida como ella se le acercara para brindarle ayuda, pero... ¿Cómo explicarle lo que ella sentía sobre sus breve encuentros? Para él no tendría ningún sentido que Akane le revelara lo que significaban para ella. Lo que él significaba.

Yo solo quiero ayudarle, se dijo, agobiada. Algo le apretaba el corazón con saña, haciéndola suspirar a cada instante. ¿Tan extraño era? Se trataba de un deseo generoso y genuino que nada tenía que ver con la pena.

¿Cómo podría hacerlo? Se preguntó poniéndose en pie. Caminó por la cocina, repasando la comida que tenía ante sí. No creo que aceptara venir a compartir nuestra cena siendo tan orgulloso.

Y menos si era ella quien se lo proponía. Después de la pelea, quizás no quisiera volver a verla.

Pero... ¿y si le dejo la comida sin más? Se le ocurrió. Puede que no la aceptara ante ella, pero si se la dejaba en el parque con una nota, podría comérsela a solas, sin ver herido su orgullo, ¿verdad?

Akane sonrió, entusiasmada. No perdió tiempo pensando más en ello, estaba segura de que podría funcionar.

—¡Akane! —La llamó entonces Kasumi—. ¡Ve a cambiarte para la cena!

>>. ¡Los invitados están a punto de llegar!

¡Sí, era muy tarde!

Debo darme prisa.

Cogió un cuenco, el más grande que encontró, y lo llenó con todo lo que pudo de los distintos platos que su hermana había preparado. Lo cerró y guardó en una bolsa, para después deslizarse como un fantasma por el pasillo desde la cocina hasta la entrada.

Con mucho cuidado se puso las botas y el abrigo, abrió la puerta de la calle y escapó.

Volveré a tiempo para la cena con esa gente... se dijo, convencida.

Atravesó el portón de la propiedad y echó a correr sobre los charcos de agua.

.

.

El dojo Tendo era lo más impresionante que Ranma había visto hasta el momento.

Ignoraba que existieran casas que tuvieran su propio gimnasio y por eso, quedó anonadado y también un poco sobrecogido por las dimensiones de la propiedad y lo que representaba para él, que nunca había tenido si quiera un cuarto propio. Solo alguien muy afortunado podía poseer algo así. No podía ni imaginar cómo sería vivir en un lugar como ese, con tantas comodidades y celebrando las siguientes navidades al calor de un hogar.

¿Eh?

¿Cuándo había empezado a pensar en cosas como hogares, navidades tradicionales, familia...?

Ranma no era de naturaleza envidiosa, pues a su manera la vida que llevaba tenía también sus encantos y desde luego, no podían compararse a los de una aburrida existencia sedentaria. Cuando vio esa casa, no sintió rencor hacia sus privilegiados ocupantes aunque sí mucha curiosidad. Y también la desazón propia de quien no se siente a gusto en un ambiente tan diferente. No era solo la casa, también era el misterioso amigo de su padre, el hecho de tener que compartir mesa con él y con sus hijas.

¿Cómo serían?

Puede que ya los hubiera visto. Quizás se los había cruzado por la ciudad y le habían mirado mal por su aspecto o la eterna sombra de hambre pintada en su rostro.

Miró a su padre reojo y no le pareció que tales ideas le estuvieran rondando por la cabeza, y es que Genma Saotome era un especialista en sentirse merecedor de grandes lujos, incluso de aquellos que no podía conseguir por medio de actos lícitos.

¿Cuántas veces habrá estado aquí? Se preguntó el chico.

—Fíjate bien en este lugar, Ranma —Le indicó, señalándole el enorme portón de madera que daba paso a la casa—. Es importante que lo hagas.

—¿Y eso por qué?

Su padre calló sin tomar en cuenta tal pregunta y su estómago volvió a revolverse. El mal presentimiento que le auguraba tanto secreto se había convertido en una bola que rivalizada dentro de él junto al hambre voraz que se le había despertado horas atrás. Era más urgente que nunca, más ansioso y desagradable y sin embargo, aún no sabía si quería entrar ahí. La perspectiva de una buena cena y la curiosidad por despejar sus sospechas sobre su padre y su amigo le empujaban hacia el interior.

Pero sentía una molestia aún mayor que le pedía huir.

Se había pasado el día deambulado por la ciudad con la intención de deshacerse de ese nerviosismo que le corroía por dentro, pero no había funcionado. Y cuando, agotado y de mal humor, se zambulló en las aguas de los baños públicos, entre las nubes de vaho y el olor dulce del jabón, fue que entendió que lo que le tenía tan histérico era el hecho de no haberse encontrado con la chica por las calles de Nerima. Había llevado consigo esa tonta esperanza sin saberlo y solo se le mostró cuando ya era tarde para seguir buscando.

No sabía porque le importaba tanto pero si al día siguiente se marchaba a China, ya nunca tendría la oportunidad de arreglar las cosas con ella.

Jamás se encontrarían de nuevo, eso seguro.

—Vamos, Ranma —dijo su padre—. Soun espera para conocerte.

El chico dio un respingo, su corazón sufrió un acelerón.

¿Por qué ese señor quería conocerle a él? ¿Por qué tenía que entrar en esa casa?

¿Por qué temía marcharse de esa oscura y fría navidad sabiendo que lo último que esa chica vería de él sería su cara de enfado?

Ranma no se movió. No podía. ¡Tantas dudas le habían paralizado!

—¡¿A qué esperas?! —Le riñó su padre.

Sí... exacto...

¿A qué estaba esperando si ya sabía lo que debía hacer?

El chico clavó su mirada en el hombre y retrocedió un paso. Este parpadeó con incredulidad.

—¿Qué haces? —Volvió a retroceder. Y otra vez más—. ¡¿Estás tonto o qué?!

>>. ¡Vuelve aquí ahora mismo!

—Tengo algo que hacer, padre —El chico saltó hacia atrás, aumentando la distancia entre ellos—. Nos vemos luego.

—¡No te atrevas! —Ranma saltó con todas sus fuerzas y aterrizó en el otro extremo de la calle. No miró hacia atrás al echar a correr, pero escuchó los gritos ahogados en el viento helado y su triste canción—. ¡Serás mentecato!

Siguió alejándose, saltando sobre el asfalto que comenzaba a cubrirse de una capa de hielo, hasta que estuvo lo bastante lejos. Miró a su alrededor y no supo dónde estaba.

Se encogió de hombros y se dispuso a recorrer la ciudad hasta que encontrara lo que buscaba.

.

.

La última luz de ese día oscuro se agotó lentamente.

Las farolas se encendieron con un parpadeo cansado para dibujar un paisaje todavía más desolador. El hielo mezclado con el barro cubría ahora el suelo del parque, hasta las diminutas hojas que temblaban en el interior de los arbustos. Akane las miró, temblando ella misma, encogida y sin apartarse un centímetro del castillo viejo y oxidado de la zona de juegos. Debajo del columpio había encontrado una tienda de campaña, por lo que supuso que ahí era donde el chico de la trenza dormía.

Él no estaba allí.

No había ni un alma en los alrededores, en cambio la noche se arrastraba sobre ella entonando una tétrica melodía y susurrándole que ya era hora de volver a casa.

Akane se preguntó si sus pies le responderían cuando intentara andar de nuevo.

Aunque su idea original había sido dejar la comida para el chico y después irse, no pudo evitar quedarse a esperar por si él regresaba y podían verse una vez más. La temperatura había ido bajando a medida que el cielo enlosado se hacía más y más oscuro. Allí parada, sin moverse, se sentía tiesa y tirante como una estatua de hielo que alguien hubiera olvidado en un jardín moribundo.

Echó un nuevo vistazo a los accesos del parque pero no vio a nadie. Suspiró con pesar.

No va a venir se dijo, más convencida que las otras veces. Estaba cansada, hambrienta y congelada. Es hora de dejarlo.

Se agachó para meter el paquete con la comida en el interior de la tienda y también, la nota que había escrito. Se preguntó si él la leería. Tal vez sí... ¿sabría que era de ella? No había querido identificarse por si eso hacía que el chico rechazara la comida.

¿Por qué se había quedado entonces?

Solo quería verle una última vez y... felicitarle las fiestas se dijo, al echar a andar tambaleándose. Los pies le ardieron de dolor al obligarles a ponerse en marcha, apenas sentía su nariz en el rostro.

¿Felicitarle las fiestas? Eso era lo más sencillo que podía decirle porque, si pensaba en plantarse ante ese chico y tratar de explicarle que gracias a él esa navidad no había sido tan mala, o que era especial para ella aunque no le conocía.... ¡Se moría de vergüenza con solo pensarlo!

¿Cómo sería capaz de hacerlo?

Sin embargo, Akane pensaba que era cosa del destino que se hubieran conocido.

Se sintió un poco tonta por pensar así. ¡Ella no creía en esas cursilerías! Detestaba a todos los chicos, pero este lograba que se sonrojara con tan solo recordar su cara.

Sus amigas le habrían dicho que estaba enamorada, pero ella no quería pensar en algo como eso.

Salió del parque y enfiló una calle empinada y estrecha. Los edificios eran altos a su alrededor y de un extremo a otro, habían colocado una red invisible con lucecitas diminutas que, posadas bajo la cúpula negra del cielo, habrían brillado como estrellas. De haber estado encendidas.

¿Había algo más triste que una nochebuena sin luces?

Una nochebuena con desconocidos pensó, ofuscada. Casi lo había olvidado pero no le quedaría más remedio que enfrentarse a ellos y a su familia cuando llegara a casa. No tenía ni idea de qué les diría cuando la atosigaran con preguntas sobre dónde había estado.

—Eres tú...

Akane se detuvo, todavía con la cabeza baja. El corazón se le saltó pero fue incapaz de erguirse sino de un modo lento. Vislumbró una figura ante ella y un rostro que la miraba, otra vez, sorprendido.

—Tú... —murmuró a su vez. El chico de la trenza había surgido de entre los jirones de niebla que comenzaban a crecer en las esquinas. Igual que un fantasma. Se quedó mirándole casi tan impresionada como él la miraba a ella—. Hola...

—Hola —respondió él y volvió a callar. Los dos guardaron silencio hasta que oyeron el crujido del hielo bajo sus pies. Akane, nerviosa, se frotó una pierna con la bota del otro pie.

No sabía qué decir, pero las palabras brotaron solas de sus labios.

—He estado en el parque, buscándote...

—¿Ah, sí? ¿A-a mí?

—Yo... te he dejado algo de comida.

—¿Otra vez con eso? —preguntó, molesto—. No necesito caridad.

—¡No es caridad! —replicó la chica, aunque al instante se arrepintió de su tono. No quería ofenderle de nuevo, aunque se sintió satisfecha por haber acertado en cuanto a las razones de su enfado anterior—. Solo quería ayudarte... —Se relajó, recordándose cuanto había esperado para verle otra vez. Ahí estaba, ante ella y no quería que volviera a irse—. También era una excusa para poder irme de mi casa.

—¿Y eso por qué?

—Mi padre ha invitado a unos desconocidos —El chico la siguió mirando sin comprender—. Cuando mi madre vivía y celebrábamos la navidad, invitábamos a gente a casa pero ahora que ya no está... —Se encogió de hombros, abrumada por la emoción—; es raro.

>>. Y no me gusta.

Desvió la mirada al suelo, incómoda.

Era curioso que con todo lo que había estado pensando en su madre aquellos días, fuera justo ese momento el primero en que la mencionaba en voz alta y delante de otra persona. No acostumbraba a hacerlo porque no le gustaba cómo reaccionaban los demás.

—Para mí también es raro todo esto de la navidad —dijo el chico, llamando su atención.

—¿A qué te refieres?

—Nunca la he celebrado —confesó—. Mi padre y yo siempre vamos de acá para allá. No tengo una casa.

>>. Y tampoco entiendo que tiene de maravillosa la navidad. ¿Por qué la gente se emociona tanto con los regalos, la comida, los adornos? ¿Cuál es el misterio?

Akane parpadeó.

—La navidad de verdad no tiene que ver con esas cosas —respondió, tras pensárselo un poco.

—¿Y qué es, entonces?

Apreció una intensa turbación en él, en sus ademanes que también le resultaron tímidos. ¿Sentía vergüenza? Acababa de admitir que no tenía hogar, que jamás había celebrado la navidad... ¡Que ni siquiera entendía lo que era!

Y le pedía a ella que se lo explicara.

La chica apretó los labios... ¿Cómo explicar algo así? Por el modo en que ese chico clavaba sus ojos en ella entendió que era importante que le respondiera. Akane sintió que la piel de su rostro comenzaba a encenderse y necesitó carraspear.

—B-bueno es... —Balbuceó y bajó la cabeza, ocultando la barbilla en su bufanda—; yo creo que... —Pensó en todo lo que había estado pensando y sintiendo aquellos días, en los insignificantes detalles que la habían emocionado, en sus recuerdos. Se llevó una mano al pecho y dijo lo primero que se le vino a la cabeza—. Nostalgia.

—¿Eh?

—Para mí... es nostalgia —repitió, frunciendo el ceño—. Están los regalos, los adornos y las fiestas, pero eso no es la navidad —Empezó a moverse, a pasear por aquella acera para entrar en calor y lograr entenderse a sí misma. El chico la siguió con la mirada, sin apenas pestañear—. Es... un sentimiento que es distinto para cada uno.

>>. Es una época especial en la alegría, la generosidad, la nostalgia se sienten más fuerte y por eso, todo parece mejor y más bonito. La gente está más contenta, se regalan cosas, se cocinan pasteles, se cantan villancicos...

Akane sonrió, extendiendo los brazos.

—La navidad nos hace conscientes de sentimientos que ya tenemos dentro, y gracias a eso vemos el mundo de un modo distinto estos días —Le explicó, más entusiasmada. Entonces le miró—. ¡Por eso nos gusta que nieve, aunque sea un engorro caminar! ¡Por eso mandamos postales aunque no sepamos si alguien nos responderá!

>>. La navidad hace que esos gestos tengan sentido. La navidad es mágica y maravillosa porque cambia a las personas. ¡Y cuando es navidad... todo brilla!

Sobre sus cabezas se escuchó un chasquido y las lucecitas que cruzaban el cielo se encendieron de golpe, iluminando la solitaria calle, los charcos del suelo y el rostro de ese chico, asombrado y con una pequeña sonrisa, más similar que nunca al de un niño que contempla algo por primera vez.

Akane soltó una risita.

—¿Lo ves? —Le preguntó. Él también se rio.

—Vaya, tenías razón —admitió, contemplando aquel resplandor cálido y espectacular. La chica sintió una intensa alegría en su pecho. ¿Eran las luces? ¿Era por él?

¿O habían sido sus propias palabras? Porque haberlas dicho le había supuesto una gran liberación. Tenía miedo de que esa época ya no significara nada para ella, pero al intentar responder a esa pregunta, Akane se había recordado a sí misma lo que más le gustaba de aquella época y tal vez, había conseguido recuperar algo de todo eso en aquellos días. Gracias a los recuerdos de su madre, pero también gracias a él.

Lo observó mientras él seguía con la cabeza alzada hacia el cielo y experimentó una imposible, aunque firme, conexión entre ellos. No se habían conocido por casualidad, sino que debía haber algo más... Las mejillas se le colorearon pero ya no le importó.

¡Se sentía tan contenta y emocionada solo por estar allí con él! ¡Era como volver a ser una niña pequeña bailando la mañana de navidad! Creyendo que todo podía suceder solo por magia y fe.

Tal vez ahora sí acepte venir a cenar con nosotros se le ocurrió. Aunque primero debería preguntarle su nombre.

Dio un paso en su dirección y entonces él la sonrió con algo parecido a ternura. Pero al instante siguiente su expresión cambió por completo.

—Mañana me marcho de Nerima —Le reveló.

El corazón de Akane se detuvo un segundo.

—¿Te vas? ¿A dónde?

—A China.

¡¿China?!

¡No podía ser! Pero si ella creía que...

—¿Te vas a... vivir a China?

—¡No, no! —El chico se adelantó un par de pasos para acercarse a ella, aunque luego se balanceó hacia atrás como si dudara—. Mi padre y yo vamos a un campo de entrenamiento, para perfeccionar nuestro arte.

>>. Solo por un tiempo.

Su corazón exhaló un nuevo latido, aunque algo más débil. Subió por su garganta hasta toparse con un pequeño nudo que se le había formado.

—Entonces... Es posible que vuelvas algún día, ¿verdad?

El chico parpadeó, indeciso. Se irguió, dando un paso más y la escrutó ahora de un modo más intenso, como si la preguntara con la mirada.

¿Quieres que vuelva?

Esta vez fue ella quien se inclinó un poco hacia atrás, abrumada por su presencia.

—Puede que sí —respondió al final.

—Tal vez... ¿para la próxima navidad?

—Tal vez —convino, de nuevo sonriente y casi como si se sorprendiera de sí mismo, añadió—. No me importaría volver aquí.

—Si vuelves —sugirió ella—; quizás nos veamos otra vez.

Él asintió, con un semblante serio aunque al mismo tierno y relajado. Puede que con un poco de solemnidad en el modo en que entornaba los ojos.

¿Era una promesa?

Permanecieron callados, sin saber qué más decirse. Aquella seguía siendo una situación singular y ambos lo sabían, pero la confianza que se había creado entre ambos aún resistía y querían aferrarse a eso. No obstante, la niebla se hacía más fría y espesa, el viento comenzaba a soplar y Akane notaba como el tiempo le pinchaba en la nuca, recordándole que la estarían buscando en su casa.

—¿Te comerás la comida que te he dejado? —Le preguntó y aunque él hizo una mueca, asintió y le dio las gracias.

—Yo... también tengo algo para ti.

—¿Para mí?

Rebuscó en el interior de sus bolsillos y extrajo algo que le tendió a la chica a toda prisa, con el rostro algo rojo y mirando en otra dirección. Akane, con las manos temblorosas por los nervios, lo aceptó.

Ningún chico le había regalado nada antes y se quedó sin habla la verlo. Era una hermosa postal antigua en tonos marrones, amarillos y dorados. En ella había una pista de hielo nevada en la que patinaban unos niños y de fondo, se veía un mar en calma muy similar al que había en la postal que ella escogió para su madre.

—Es preciosa... —murmuró. Había visto postales de ese tipo en una juguetería del centro pero nunca compró ninguna porque suponía que debían ser muy caras. ¿De dónde habría sacado el dinero para comprarla? ¿Y por qué lo gastaría en eso y no en comida?—. Pero... ¿estás seguro?

>>. ¿No quieres usarla tú para felicitar a alguien las fiestas?

—No tengo a nadie a quien enviársela —respondió ya sin mayor problema—. Pero puedes usarla tú, si quieres...

—¡No! —exclamó ella. La apretó contra sí, sintiendo que algo muy especial estallaba en su pecho y se extendía por toda ella—. Me la quedaré de recuerdo.

Volvieron a quedarse callados hasta que el chico miró a su alrededor y alzó una mano.

—Bueno... pues... adiós.

—Adiós —dijo ella. Respiró hondo, tragándose la repentina pena que la invadió para poder sonreír—. Hasta la próxima navidad.

—Sí, la próxima —confirmó él, ahora más seguro.

Los dos se giraron, en direcciones opuestas.

Akane echó a andar, todavía rígida y un agudo dolor en su pecho. Solo había dado unos pocos pasos cuando se dio cuenta de algo.

—¡Espera! —chilló y se volvió sobre sus pies—. ¡No me has dicho cómo te llamas!

Pero tras ella ya no había nadie. El chico se había ido, igual de silencioso que cómo llegó. El viento golpeó el suelo y Akane dejó caer sus hombros notando que el nudo de su garganta se hacía más grande y amargo.

Volvió a mirar la postal, sin duda era la más bonita que jamás había tenido entre sus manos. La abrió con cierta cautela y se encontró con que había algo escrito.

A mí también me gustaría pasar otra navidad contigo.

El mensaje hizo que todo su cuerpo temblara de emoción, que su corazón agotado volviera a latir con la misma fuerza, que toda su piel se pusiera de gallina...

¿También?

—Es una pena que no la haya firmado —susurró para sí, tras guardársela por dentro de la ropa para que la humedad del ambiente no la estropeara ni un poquito—. ¿Por qué habrá puesto eso de también?

¿Acaso había adivinado sus sentimientos antes de que ella misma lo dijera?

Menudo fanfarrón esta hecho...

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Ranma llegó al campamento sintiéndose más ligero que nunca.

Se sentía volátil, contento, con ganas de saltar por los tejados, con una energía nerviosa que le resultaba excitante y a la vez, reconfortante. No pensó en la bronca que le echaría su padre cuando regresara, ni tampoco en el viaje a China y los peligros que le esperarían allí. Ahora solo pensaba en una cosa: en que tenía que convencer a su padre para volver a Nerima el año próximo.

Estaba tan motivado que empezó a pensar en planes para ello mientras degustaba la deliciosa comida de la chica. Por algún milagro, esta seguía templada en el cuenco, así que disfrutó de cada bocado y quedó muy satisfecho.

Esa calidez en su cuerpo, de los Daifukus o de la mirada resplandeciente de la chica bajo las luces de navidad, ya no le abandonaría aunque volviera a pasar hambre o frío. Quería que se quedara con él, y también esa ciudad.

Encontró una nota al lado de la comida que leyó con gran atención. De hecho, la leyó hasta tres veces antes de romper a reír en carcajadas que le animaron más aún. Después guardó la nota dentro de la postal de la mujer del kimono, se escondió ambas cosas entre la ropa y sin ningún remordimiento se echó a dormir.

A pesar de todo, había sido la mejor nochebuena de su vida.

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Su padre seguía de mal humor incluso después de que cogieran el tren que les sacaría de Nerima al día siguiente, pero a Ranma le dio igual. No hizo caso a su mirada furiosa, ni a sus gruñidos, incluso se le escapó un bostezo cuando le repitió lo decepcionado que el tal Soun se había quedado por no haberle conocido.

El sonido de los raíles cogiendo fuerza y la locomotora rugiendo se convirtió, con el paso de los minutos, en un zumbido casi agradable para él. A esas alturas no solo no tenía esperanzas de recibir respuesta, sino que ya apenas sentía interés por saberlo pero de todos modos, Ranma miró al rostro de su padre, desde su asiento en el vagón, y le preguntó:

—¿Y por qué ese señor tenía tantas ganas de conocerme?

Genma no había dejado de mirarle fijamente, con su boca apretada en una línea seca y un rictus severo. Parpadeó con lentitud y el chico supuso que tampoco respondería esta vez.

—Porque algún día será tu suegro.

Ranma ya estaba mirando por la ventana, así que las palabras le llegaron lejanas y extrañas. Al principio, ni las entendió.

Suegro...

¡Qué palabra más extraña!

Volvió el rostro, despacio y frunció las cejas.

—¿Cómo?

Genma se cruzó de brazos.

—Soun y yo hemos llegado a un acuerdo —Le explicó—. Él necesita un heredero para su dojo y yo, algún día, un lugar tranquilo para retirarme.

>>. Así que hemos pensado que lo mejor es que tú te cases con alguna de sus hijas y lleves el gimnasio.

Es una broma pensó, todavía de buen humor. Pero su padre sostuvo su mirada sin vacilar. ¿No es una broma?

—¿Y qué derecho tienes tú para...?

—Por supuesto, podrás elegir a la futura esposa —continuó Genma, una vez más, como si no le hubiera oído—. No creo que haya problema, las hijas de Soun son muy bellas... al menos las dos que estuvieron en la cena.

>>. Una de ellas se escabulló de mala manera.

—Pero... ¡¿quién te crees que eres para decidir algo así por mí?! —Exclamó el chico, enfadado.

—Es una pena, porque Tendo y yo pensamos que la pequeña sería la más indicada para ti. Tenéis la misma edad y es la única de sus hijas interesada en las artes marciales...

—¡¿Me estás escuchando grandísimo...?! —Entonces Ranma se calló de golpe—. ¿Qué nombre has dicho?

—Tendo.

Tendo... ¿De qué le sonaba? ¡Ah!

Dio un respingo en su asiento y se inclinó hacia su padre.

—¿Dices que una de sus hijas se escapó? ¿Cómo se llama?

—Mmm... Akane.

Akane Tendo...

Algo se encendió dentro de él pero Ranma disimuló antes de que fuera demasiado evidente. Se echó hacia atrás, para apoyarse en el respaldo y volvió a mirar por la ventana.

—Entonces... Supongo que volveremos a Nerima... ¿no? —Habló con cuidado, disimulando la emoción que bullía en su interior.

—¡Pues claro que volveremos!

Ranma se forzó a no sonreír.

Su padre dio por zanjada la conversación y empezó a dar cabezadas sobre el respaldo del asiento. Su hijo lo vigiló, y esperó un poco más después de que el hombre se pusiera a roncar, para sacar la postal navideña.

Desdobló la nota que había encontrado junto a la comida y volvió a leer:

Espero que no te enfades y aceptes esta comida como regalo de nochebuena.

No creas que te tengo lástima, solo pretendo ayudarte.

¡Te deseo una feliz navidad, salvador de perritos abandonados! J

Akane Tendo.

¡Es ella! Pensó Ranma, exultante. ¡La chica de las postales! Era la hija del amigo de su padre, su futura... El rostro se le coloreó sin remedio antes de terminar esa frase.

Eso no era lo más importante. Como artista marcial no estaba interesado en romances, ni compromisos pero...

Volveremos a vernos pensó, feliz. Más de lo que admitiría estar por una chica. Y sin embargo, sintió un cosquilleo al pensar en ella, dando vueltas con los brazos extendidos bajo el resplandor de las luces. Podría regresar y cumplir su promesa.

La próxima navidad.

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—Fin—

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¡Felices fiestas a todos y a todas!

Sí, ya sé que apenas hace unos días que publiqué "El Deseo de Akane", pero mientras tanto he estado escribiendo este pequeño relato y no he podido resistirme a publicarlo antes de que la navidad se vaya del todo, jeje.

¡Cuánto más haya para leer mejor, ¿no?!

Como veis me he ido atrás en el tiempo para escribir sobre otra navidad compartida por nuestros prometidos favoritos, jeje. Me pareció lo más lógico y sin darme cuenta he escrito una pequeña trilogía navideña:

—Cinco Días para Navidad (El pasado de Ranma y Akane)

—Nuestra Tercera Navidad (El presente)

—El Deseo de Akane (El futuro)

¡Ojala los hubiera escrito y publicado en orden!

Espero que os guste porque cuando se me ocurrió la idea faltaba ya muy poco para Navidad, así que lo he ido escribiendo muy deprisa, con menos revisiones de las que acostumbro a hacer... espero que todo haya quedado bien y si hay algún fallito, que sepáis perdonármelo ^^

Las navidades son especiales para mí de un modo similar a como lo son para Akane en esta historia, aunque yo no tengo un motivo concreto para que, a veces, me embargue la melancolía. Sobre todo, este año, he sentido mucha nostalgia de tiempos pasados y esa es una sensación agridulce porque te hace pensar en momentos felices que te reconfortan, pero los echas de menos y eso duele. He estado tratando de despertar mi antiguo espíritu navideño a mi manera estos días y una de las maneras que se me ocurrieron era escribir algo sobre Ranma.

Porque si pienso en navidad, pienso en Ranma y Akane y en toda la gente maravillosa que he conocido gracias a ellos a lo largo de estos años ^^

Espero que hayáis disfrutado de esta pequeña historia *__* Que hayáis pasado unos bonitos días en familia y que el resto del período navideño que tenemos por delante sea igual de maravilloso.

Cuidaos mucho.

¡Besotes para todos y todas!

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