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La pesadilla

Estaba recostado boca arriba cuando abrió los ojos. La silueta de los muebles en su habitación sólo podía distinguirse por la pálida y tenue luz que entraba por la ventana. Aún era de noche, y el mundo se encontraba en completo silencio. Lo supo entonces, no debería estar despierto. Un repentino escalofrío lo hizo temblar. La piel de su espalda estaba pegada a su ropa, su cuerpo empapado en sudor. Sus brazos y piernas estaban extendidos, enredados en las sábanas, éstas aprisionándolo, trayendo presión sobre su pecho.

¿Dónde? ¿Quién? ¿Dónde?

Respiró una vez y se enderezó. Lo hizo en un movimiento apresurado, su visión tornándose borrosa por algunos segundos. Miró hacia el exterior oscuro a través de su ventana abierta, pero no había nada para ver allí más que la noche. No era capaz comprender la sucesión atropellada de sus pensamientos. Los nombres de todas las personas que conocía estaban desfilando por su cabeza, como diapositivas rápidas que desaparecían antes de que pudiera distinguirlas. Parecía estar buscando a alguien.

Hasta que se dio cuenta que no eran pensamientos. Era una sensación

Percibió el ki, aquella presencia como en las noches de su pasada infancia, vigilando su sueño en línea recta desde su habitación, colina arriba. Su instinto se encargó de descifrar de quién se trataba, el mismo tomando control de su cuerpo, que abandonó su lugar en la cama para salir por la ventana de un salto, aterrizando sobre el pasto bañado en rocío. Su remera colgaba suelta sobre sus hombros, y pisaba el dobladillo de sus pantalones flojos en sus talones con cada paso. El aire se sentía frío sobre su piel húmeda. Sabía que estaba dirigiéndose hacia la energía de su maestro, pero la razón escapaba de su entendimiento. Su mente corría, y Gohan no conseguía alcanzarla.

Subió la colina casi automáticamente, guiado nada más que por el ki, hasta que vislumbró la figura de Piccolo, parado a un lado de uno de los tantos árboles de la zona. Lo estaba mirando desde su posición, tal vez sorprendido de verlo. Gohan no pudo saberlo,  las sombras cubrían su rostro, deformándolo en una figura irreconocible, jugando malas pasadas con su mente somnolienta. 

Frenó sus movimientos en seco.

¿Quién es? ¿Quién es? ¿Quién es?

—¿Qué sucede, Gohan?

La voz grave lo sobresaltó, retumbando por todo su cuerpo y despertando un fuerte impulso de atacar.

Es sólo Piccolo, decía alguien que sonaba como él mismo desde algún recoveco de su cabeza, demasiado débil para hacerse oír sobre el bullicio de preguntas de voces desconocidas. Sentía que aún estaba dormido, atrapado en una vívida pesadilla, sus extremidades lentas y entumecidas. Mirar a Piccolo empeoraba el aturdimiento.

¿Es Piccolo?

—Gohan, ¿qué es lo que pasa?

La alerta en la voz sólo logró exaltar aún más el cuerpo demasiado instintivo de Gohan.

Se dejó caer bruscamente, cayendo sentado sobre el pasto, como su primera acción deliberada. Sabía que de pie tendría mucha más facilidad para hacerle daño a su maestro. No quería lastimarlo, pero Piccolo aún tenía rasgos amenazantes, y su mente traicionera intentaba convencerlo de que esas manos de garras filosas tenían la intención de clavarse alrededor de su cuello. 

¿Por qué había subido la colina?

—Tuve una pesadilla, señor Piccolo —habló al fin, y sólo entonces se dio cuenta de lo agitada que estaba su respiración. Apretó sus manos en puños sobre la tierra sólo para mantenerlas ocupadas. Evitó mirar a Piccolo, pero era en lo único que parecía ser capaz de prestar atención.

Piccolo pareció meditar sobre sus palabras, mirándolo como si intentara leer a través de él. La inestabilidad en la energía de Gohan era evidente para ambos, al igual que la tensión en sus músculos y la agresividad retenida en sus ojos. Ante la incertidumbre, mantuvo una precavida distancia, sin saber que podría llegar a suceder.

—¿Sobre Cell? —inquirió, tratando de hacer hablar a Gohan.

Pero Gohan sólo jadeó.

¡Cell!

Se inclinó sobre sí mismo y cerró los ojos, conteniendo el disparo de pánico que sacudió su cuerpo con la mención de ese nombre. Se arrepintió casi inmediatamente de hacerlo.

Al instante en que regresó a la oscuridad detrás de sus párpados, a su alrededor había montañas infinitas. Un ser que lucía como Piccolo estaba parado frente a él, y sin previo aviso lo levantó con ambas manos en su cuello, asfixiándolo, mirandolo con ojos inyectados en sangre y una sonrisa de filosos colmillos. Gohan sollozó y presionó inútilmente sus manos sobre las que lo encerraban, moviendo sus pies desesperadamente en el aire.

¡Va a matarme!

El demonio carcajeó robóticamente al momento en que Gohan soltó un grito estrangulado.

Va a matarme. Piccolo. Cell.

Piccolo va a matarme.

Sacudió la cabeza y volvió a abrir los ojos. Había árboles a su alrededor. Podía respirar. Sus pies tocaban el suelo. Piccolo, el verdadero Piccolo, estaba a dos metros de distancia y lucía preocupado por él. No era Cell, ni Freezer. No era un enemigo.

—No... N-no soñaba con Cell —negó a la pregunta, y tomó una gran bocanada de aire. La tierra debajo de ambos comenzó a temblar, y Gohan observó las hojas de los árboles agitarse.

—Gohan, estás intentando transformarte en Super Saiyajin. Necesitas calmarte, no hay nadie más aquí que nosotros dos.

Gohan se sorprendió porque tenía razón. Se percató de la acumulación de energía en su espalda y del estimulante cosquilleo dentro de su piel, algo monstruoso creciendo muy dentro de sí, aquello con lo que jamás podría familiarizarse pero que siempre estaba dispuesto a salir, a arrasar con todo. Sólo era anuncio de destrucción.

Piccolo era astuto, mucho más que cualquiera, por lo que todavía no se había acercado, y su voz era neutra y baja cuando le hablaba, pero aunque hacía un esfuerzo por no empeorar la situación, nada cambiaba. 

—¿Qué me pasa? —susurró Gohan, y tocó su cuello. Respiró profundamente. No había nadie intentando ahorcarlo. No había nadie más que ellos dos, Piccolo no mentía. No le mentiría, no haría nada de lo que su mente intentaba acusarlo.

—Tranquilo —exhaló, y Gohan se estremeció. Su voz, su voz... era serena, acogedora. Un ancla a tierra, un rayo de sol entre nubes tormentosas, una caricia amorosa después de la pelea más despiadada—. Respira conmigo, hijo.

¿Papá?

Gohan levantó la cabeza para buscar al dueño de esa voz, y cuando parpadeó, encontró a su padre. El rostro de Gokú destelló frente a sus ojos, su sonrisa más brillante que la energía pura y figura más grande que el universo entero. Las lágrimas bajaron por sus mejillas tan rápido que tardó en darse cuenta. El nombre se enganchó en sus labios, frotó sus nudillos sobre sus párpados, y así como había aparecido, su padre se había ido. 

Piccolo estaba frente a él. Frunció el ceño.

¿¡Papá!?

—Usted no es mi papá. ¿Qué hizo con mi papá? —masculló, y estuvo muy al tanto de la manera en la que el cuerpo de Piccolo reaccionó cuando él se levantó con las manos en puños y la mandíbula tensa. El hombre tambaleó y retrocedió. Era sensato tener miedo, sobre todo para ese ser que lucía como su maestro, aquel al que adoraba con la vida, pero que no lo era. No podía serlo.

Ataca.

—Gohan, escúchame. Estás confundido y tienes que calmarte. Tu madre y tu hermano están dormidos colina abajo, los dañarás si sigues aumentando tu energía de esa manera.

¡Ataca!

De su cuerpo relampagueó la energía destructiva, escaló por sus venas como fuego. Gohan observó como la figura se distorsionaba hasta revelar su verdadera forma. Era Cell, lo sabía. Esa sabandija seguía retrocediendo, temblando de terror porque sabía que las atrocidades que había cometido le costarían la vida. 

Moriría. Moriría en sus manos.

—¡Devuélveme a mi papá! —gritó, y arremetió con un puñetazo que arrojó a Cell varios metros hasta hacerlo chocar contra un árbol. Las raíces se levantaron de la tierra y las hojas de sus ramas se sacudieron y cayeron. El androide se quejó cuando cayó en el suelo, y levantó dificultosamente la mirada.

Mátalo o morirás.

Mata a Cell.

Respiró una vez y levantó la cabeza hacia el cielo oscuro, entre ramas de árboles gigantes.

Mata a Cell.

—Gohan, detente... —rogó Cell con voz entrecortada, y en un segundo Gohan estuvo parado frente a él, sujetándolo del cuello y levantando la otra mano con la intención de dar el golpe final. No sería arrogante esta vez. Lo acabaría de la baja manera que un monstruo tan vil como ese merecía: rápido y sin oportunidad de pelea.

Mátalo o morirán todos.

—Soy yo... Sólo soy yo, Piccolo —susurró el demonio con su último aliento, y Gohan se detuvo.

¿Quién?

Parpadeó aturdido. El rostro de Cell se oscureció. En su mano estaba apretujando tela blanca, tela blanca, tela blanca... Sacudió la cabeza y era Piccolo, lo era. Su Piccolo. El que lo había protegido y amado. Su nariz sangraba y había dolor en sus ojos. Gohan tartamudeó asustado y lo soltó abruptamente.

—¿Señor Piccolo?

¡Piccolo!

Su voz sonó aguda, rota. Lo miró y oh, lo había herido seriamente. El namekusei escupió sangre que lucía negra bajo la luz de la luna.

—Tranquilo, Gohan. Todo está bien, relájate —jadeó, y se quedó en su lugar, a penas siendo capaz de mantener la cabeza en alto.

Gohan se sintió despierto por primera vez, y aún más confundido. El horror subió por su garganta y se atoró allí. Era difícil pensar, era más difícil entender. ¿Qué le pasaba? ¿Qué acababa de hacer?

—Oh, señor Piccolo... Lo siento, lo siento mucho... No sé qué, yo... —balbuceó mientras se apresuraba a arrodillarse a un lado de su maestro, ignorando el abrumador indicio de amenaza al tocar su piel. Volvió a repetirse, más en control de su mente, que sólo era Piccolo.

Lo levantó del frío suelo y comenzó a llevarlo a cuestas a su casa.

—No te preocupes, niño, estoy bien —dijo Piccolo, y tosió justo después—. ¿Ya estás despierto?

—Eso espero —respondió, cabizbajo.

Sufría de un persistente tirón aún presente en cada músculo de su cuerpo, restos de la pesadilla que lo había acompañado hasta hace unos momentos. Un férreo instinto que lo incitaba a atacar, a defenderse. Pero, se recordaba, no había amenazas, no había enemigos, no había batallas de vida o muerte. Era sólo él, él y Piccolo cojeando hasta la puerta de su casa.

El namekusei tardó diez largos y angustiosos minutos en recuperarse del golpe, sentado en una de las sillas de la pequeña sala del hogar de Gohan. El adolescente le trajo agua, vendas, todo tipo de cosas que su mente escandalizada exigía en demandas irrefutables, y que cumplía con movimientos acelerados y silenciosos. Consideró llamar a alguien, quizás a Dende, quizás podría despertar a su madre... Pero era muy tarde, y Gohan tenía serias dificultades para funcionar correctamente.

—Estoy bien, Gohan —aseguró Piccolo, levantando una mano para evitar que volviera a acercarse para ayudarlo. A pesar de sus palabras, era evidente el esfuerzo que hizo para enderezarse.

Gohan lo dejó salir sólo después de hacerlo jurar y reafirmar que estaba bien, y que iría a descansar. Prometió hablar con él en la mañana, y se disculpó una última vez cuando se despidieron.

—Ve a descansar. Ya no hay nada que temer —dijo Piccolo como despedida, y Gohan calló ante las palabras.

No encontró una respuesta apropiada. Lo observó alejarse aún con la mente enfocada en esa oración, ya no hay nada que temer, y luego caminó hasta su habitación. Se detuvo en seco con la mano en el picaporte.

¿Quién? ¿Dónde? ¿Quién?

Entendió que no podría entrar sin volver a provocar un alboroto. Dio la vuelta resignado y caminó a la habitación de su madre. Al entrar la encontró durmiendo plácidamente en su cama. La fina silueta de su cuerpo estaba acurrucada a un costado del colchón, como si estuviera guardando el lugar para alguien. Gohan bajó la mirada, la tristeza arrinconando su corazón. Sabía muy bien a quién.

Se recostó allí bajo las sábanas, de cara a la mujer. Detrás de ella estaba la cuna de Goten, quien también dormía. Gohan hizo un esfuerzo por sentir su ki, y cuando lo logró, exhaló un suspiro tembloroso. No sólo percibió la presencia ínfima de su hermano, sino la de su maestro, habiendo recuperado su posición de vigilante, incluso más cerca que antes.

Es sólo Piccolo.

No consiguió liberarse de la perturbadora sensación de estar luchando con un enemigo inexistente siquiera en la presencia de su madre y estando lejos del ahogo de su propio cuarto. Aún así, cayó dormido en unos pocos minutos, no supo si por lo cálido de las sábanas, el cansancio de su cuerpo, o por el olor de su padre todavía impregnado en la almohada, dándole una falsa sensación de protección que sólo duraría esa noche.

El Piccolo de ojos rabiosos volvió a visitarlo en sueños. En esta ocasión, le daba la espalda en una posición de meditar. Volvían a estar sobre una colina tan alta que parecía estar flotando, rodeada de una espesa neblina. El cielo era negro sin estrellas. La silueta de su maestro le impedía ver la totalidad de la enorme luna llena que resplandecía frente a él. Gohan apretaba en sus manos algo que reconoció como su cola, y en su boca había un jugo de sabor amargo que se resistió a tragar.

—El destino de la Tierra descansa sobre tus hombros —sentenció ese Piccolo, y observó su imponente perfil cuando volteó a verlo. Su voz era una mezcla espeluznante de otras turbulentas voces, sonando una sobre la otra, pero el adolescente no se dejó consumir por el terror que tiraba de sus entrañas. Asintió, y tragó.

A pesar de no estar expuesto a la muerte, también se sintió como una pesadilla. Era lo único que Gohan tenía, lo único que siempre tuvo. Temía, más que nada en la vida, que fuera lo único que alguna vez tendría.

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