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Capítulo 1A

OJALÁ FUERA MENTIRA.

Mi madre me lo tenía que haber dicho claramente, en cuanto aterricé ayer: Elena, te vas a quedar muerta cuando conozcas al hijo de Billy, ¿recuerdas lo que te gusta de los hombres? pues todo lo tiene él en ese cuerpazo de metro ochenta. Andrew no es humano, hija. Es un dios.

     —¿Otro Baker? —digo de manera irónica. Si el padre no me hace tilín del todo, así tal vez no me guste tampoco el hijo.

     Y él, que me ha entendido en español, me dice:

     —Tú puedes llamarme Andy. —Me coge de la cintura y me planta a continuación dos besos en la cara. La suya pincha de un par de días. Más sexi que le hace parecer al cabrón.

     Tengo ganas de llorar. Intuyo que el guapo de mi hermanastro, el requeteguapo de los dioses del universo masculino, va a hacer de esta noche la peor de mi vida, con tanta mirada provocativa, con tanta sonrisa golosa. Ni aquella noche en la que el padre de Natalia murió se le parecerá tanto, ya verás.

     —Ha sido verte y desear este momento para besarte —me dice en un susurro inglés que me estremece, antes de abandonar mi cara del todo.

     Sonrío encantada con su saludo, que para algo él me sigue mirando con tanto descaro.

     Y es que ya lo he dicho, soy enamoradiza, y lo hago con facilidad. Como ahora.

     Después de todo no puede ser tan malo acercarme a este hombre. En realidad no somos parientes directos, ni siquiera primos lejanos. Si analizan nuestra sangre, se verá que ni un triste fragmento de ADN compartimos en nuestros cromosomas. Ni siquiera el apellido de adopción tenemos en común, que ya somos mayorcitos para eso. No tengo por qué mantener distancias cuando me gusta tanto. Y sé que yo a él también.

     Hasta que todo se desvanece.

     Oigo a mi madre decirle, contenta de verlo en su boda, mientras lo besa con ternura:

     —Hola, Andy, cariño ¿no ha venido Cam contigo?

     —No ha podido, Lucía. Está trabajando.

     —Tu mujer es tan responsable que no se permite un descanso ni en un día como hoy.

     Acabo de batir mi propio récord de desengaño con los hombres cuando me entero que está casado.
    
     No tengo remedio. Ha sido bonito mientras en mi cabeza se fraguaba una nueva oportunidad de encontrar al hombre perfecto.

     Natalia se ha tomado muy en serio ser mi pareja de baile. Tras la cena, la que mi hija ha dejado casi entera porque no se trataba de un McMenú o una Telepizza familiar, ha venido a buscarme a la mesa de los novios y me ha sacado a bailar. Creí que sería solo un par de canciones, pero no, sigo bailando con ella porque quiere que le enseñe ahora a bailar por Beyoncé su Single Ladies. La pierdo, definitivamente no llego a ver sus ocho años porque me mata de un disgusto preadolescente.

     Bailar con Natalia me viene bien, así me evita hablar con nadie. No me he vuelto una imbécil de cuidado en cuatro horas de cena y baile, no temas, pero sí prefiero ser cauta por el resto de la noche. Presiento que en cualquier momento Andrew se me acerca y no quiero estar sola.

     Y no es fantasía hormonal, para nada, me remito a la cena que, aquí “mi hermanito”, me ha dado, sentado frente a mí.

     Andrew me la ha fastidiado por completo con tanto interrogatorio. No ha parado de preguntarme por la comida, la decoración e incluso la música de fondo. Se ha notado que su mano está detrás de la organización de la boda. La suya y la de todos sus empleados de la Organizadora de eventos más cool y novedosa de Mánchester, Heaven Event's, que como jefe que es, bien poco me creo yo que haya movido un dedo para hacer nada.

     Pero lo que peor he llevado a la hora de poder comer han sido sus miraditas sexis entre pregunta y pregunta. No he podido hacerlo a gusto, no es agradable mostrarle a nadie restos de comida entre los dientes cuando te está desnudando a la vez con los ojos.

     Fuera aparte del guapo sexi y sus preguntas o miradas, ha habido otra cosa que me ha impedido disfrutar de la cena. Oír el nombre de Camille de boca del resto de los presentes en la mesa.

     Y ya casi me cae bien esa mujer, fíjate.

     Tan buena persona que es, tan bonita y elegante, tan entregada a su trabajo, a su casa y a su marido. Tan jodidamente celestial que hasta empalaga el angelito que parece ser, y que todos me han metido por los ojos. ¿Celosa, yo? Para nada, si no la conozco. No voy compararme con ella, esas virtudes no son tan extraordinarias. Y en cuanto al físico sé que yo también soy, lo que se dice normalmente, mona, de talla atractiva, para un cuerpo de metro setenta y tres, y pelo largo, de un color tan especial que no creo encontrar otro parecido en toda Inglaterra. Ni siquiera el suyo.

     Repito, ¿celosa, yo? Pues claro que sí, joder.

     Por eso, ahora que la gente está dispersa por el salón de baile, me escabullo con mi hija a la cocina a ver si queda algo de tarta que podamos devorar a solas, en el jardín, que nos hemos quedado las dos con hambre. Allí no habrá ojos oscuros pendientes de mi boca, ni virtudes de Camille que me den fatiga.

     Mientras me entrego a la muerte por chocolate, escucho a Natalia hablar de una señora cuyo traje rojo le ha encantado por la colita que arrastraba, o del coche descapotable que ha traído a la abuela desde la casa de Billy, y al que ella hubiera puesto más flores en la capota abierta. Me río mientras chupo el chocolate que tengo en la cuchara, esta niña llegará lejos, no sé si en el baile, en la moda o en la decoración de interiores, pero por ahora tiene sus ideas claras en cuanto a lo que prefiere. Espero que no sea con los hombres como yo, que por no saber, no sé ni escogerlos a simple vista.

    —Pero ¿que veo?, ¿han caído dos estrellas del cielo?

     Mi peor pesadilla nos ha encontrado. El guapo casado, el hijo de Billy, mi "hermano", o el hombre que mira descaradamente hasta hacerme estremecer —da igual cómo lo llame porque no puedo elegir el nombre que más coraje me da de él— acaba de salir al jardín.

     Andrew camina hacia nosotras con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, hace rato que se quitó la chaqueta y ahora solo luce la camisa blanca, con el fajín que hace las veces de cinturón y que se ajusta a cada centímetro de su estrecha cintura como un guante. Yo salivo al verlo, no es tan extraño con ese cuerpazo, y si alguien me pregunta, diré que el chocolate me da sed.

     —Pero si somos nosotras, Andy —dice Natalia muerta de risa con el piropo de “su tío, el casado”. Porque seamos prácticos, cuanto antes me emparente con él y antes recuerde su estado civil, menos querré verlo.

     Ya le vale a mi hija con llamarlo Andy, ella sí que es práctica. Siete años de mocos y tomándose esas libertades con él, cuando yo no alcanzo ni a hablarle, de lo malita que me ponen sus miradas.

     O de las guarradas que yo pienso cuando le miro.

     «Natalia, hija mía, córtate un poco, échame una mano para que a mí me quede grabado a fuego su verdadero nombre. Has de llamarlo tío Andrew, esposo de la tía Camille. Repite conmigo, tía Camille».

     —Natalia, preciosa, ¿por qué no regresas al salón? La abuela te espera para bailar contigo —le dice el muy embustero. Porque si alguien está bailando con ella ese es su padre, y por cómo la agarraba Billy antes no me parece a mí que la deje bailar con nadie.

     Pero mi hija, que a su edad no entiende las indirectas, corre en busca de su abuela y me deja a solas con él.

     —¿Qué quieres, Andrew?

     —Llevo toda la noche intentando hablar contigo a solas. ¿Y puedes llamarme Andy, por favor?

     —Prefiero Andrew.

     Nos distancia más. Porque llamarlo guapo casado puede parecer ridículo, eso lo dejo para mi mente, la que nadie oye. Él, que no quiere oírme tampoco, sigue hablándome.

     —¿Por qué me estás evitando?

     —No lo hago.

     —Lucía me dijo que eres divertida, que es muy fácil hablar contigo ¿Por qué a mí me está costando tanto acercarme a ti?

     —Porque es fundamental que fluya la energía magnética entre dos personas para que haya reacción mutua. Y siento decirte que mis electrones no vibran contigo.

     Andrew sonríe, levanta una de sus cejitas rubias, tan mona, sin creérselo del todo. Sabe que no le he dicho la verdad porque le he estado mirando de igual manera a como él ha hecho toda la noche conmigo. Caliente, directa y atrevida.

     Con este guapo tan listo tendré que esmerarme en mis mentiras.

     —También me dijo que eras un cerebrito de ciencias. ¿En esa teoría basas nuestra atracción?

     No sé cómo tomarme eso, ¿piropo o insulto?

     —Mi madre dice muchas cosas de mí. No todas son ciertas, muchas son mentiras. Y por mi parte lo llamaría repulsión.

     Mi hija ya no está aquí y no puedo culparla de mis ganas de chocolate, por eso me pongo de pie para marcharme también, pero la mala suerte me hace tropezar con la silla contigua. Andrew no me ha perdido de vista y se apresura a ayudarme, aunque parece más bien que quiere matarme por asfixia, porque me sujeta demasiado fuerte por la cintura. Con mucha mano ceñida a mi cuerpo, con mucho aliento calentando mi oído.

     «¡Que no voy a estamparme contra el suelo, coño, ¿puedes aflojar tu agarre ya, para que yo pueda respirar, seguir con mi vida y olvidar que fantaseo contigo en una cama?!».

     Aunque presiento que mi falta de aire se debe más a su cercanía. Su perfume acapara la inmensidad de la atmósfera que no entra en mis pulmones. ¡Cuánto hombre en esa esencia que me está matando, por Dios!

     —¿Estás bien?

     Pero leches, ¿tan mal se me ve esta noche a su lado, que hasta él tiene que preguntármelo?

     —No, no lo estoy, y no lo estaré hasta que dejes de tocarme —le grito, quitando sus manos de mi cuerpo a manotazos. Que yo encima he bebido un poco, y como me siga tocando puedo olvidar que está casado.

     —No he querido hacerlo —se queja levantando las manos, en claro gesto de negación—, pero tenía que evitar el desastre.

     ¿Y encima tiene la poca vergüenza de llamarme patosa?

     Es listo, sabe muy bien que no puedo rebatirle una sola coma de lo que ha dicho. Razón no le falta al pensar que esta noche no dejo de meter la pata. Desde que acabó la ceremonia y lo conocí, me he quedado encerrada en el baño, casi que no llego a la cena, he tirado la bandeja de un camarero cuando me di la vuelta sin mirar, al sentarme a la mesa, y me he atragantado con el champán en el brindis nupcial, mientras se servía la tarta. Y como colofón de mi desgracia, para evitar un pisotón de Natalia mientras bailábamos hace un rato, he retrocedido de un salto, pisando yo con el tacón a un amigo de Billy que bailaba detrás de nosotras, y al que han tenido que atender de inmediato.

     Pero en mi defensa diré que Andrew es el causante de mi fatalidad esta noche. Entró al baño contiguo, mientras me echaba una sonrisita, cuando yo también lo hacía, me retiró la silla para que me sentase a la mesa y esperó a decirme que mi vestido era tan bonito como yo, y por último, en su brindis a los novios, dijo estar encantado por haber conocido a la bella hija de Lucía. Lo del baile y ese hombre ha sido solo que él venía en mi dirección para bailar conmigo y de alguna manera tenía que huir.

     Andrew me mira con su sonrisa de guapo —casado, que no se me olvide—, y no quiero meter esa pata de nuevo con él. Voy a dejárselo clarito.

     —El único desastre ha sido conocernos, Baker.

     Nunca antes me salió una despedida tan digna como esta. Cabeza alta, hombros rectos, pasos firmes. Los pasos tendré que perfeccionarlos en el futuro, pero al menos no me dejan caer esta vez.

     Me refugio en el salón de baile y voy hasta la barra con la esperanza de que el alcohol pueda disimular mi torpeza. Sonrío, voy a necesitar tragar muchos mojitos para olvidarme de los ojos de Andrew.

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¿Sigues por aquí?

     Me alegro de que Elena haya despertado tu interés, a lo mejor solo la abofeterías para que espabilase, pero creo que ese es su encanto, y quizás si sigues leyendo cambies de opinión. Si por el contrario eres de l@s que empiezas a verla divertida, adelante...
Si te cansaste aquí y me dices adiós, gracias, al menos, por haber llegado.

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