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IGLESIA EN RUINAS

El hombre es el único animal que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir. Mark Twain.

Ellen Creier tenía una finca pequeña para ella sola a las afueras de la ciudad. Tenía un pequeño terreno rodeándola y un criado al cuidado de las tierras. Hart acordó pedir una cita con ella para pasar el agua, pues tras hacer averiguaciones descubrió que Creier estuvo dentro del departamento de los "talones" durante sólo mes y medio –"Quizás por eso nunca la conocí", pensaba continuamente- y súbitamente declaro una enfermedad incurable y se retiró a su finca donde se reconvirtió en una persona esotérica muy activa con los vecinos y con aquellos que la pedían ayuda.

Según llegó a la finca, a plena luz del día, paró el coche antes de alcanzar las puertas para observar algo que estaba pasando en el patio de atrás de la misma. Una columna de humo ascendía sin piedad. Hart, aprovechando que nadie veía ni controlaba las puertas, puso el coche en punto muerto, se anudó la mascarilla a la muñeca en caso de tener que ponérsela y salió del coche rodeando la valla de la finca para poder ver qué ocurría allí. En su breve travesía, oyó la voz de alguien a una distancia lejana gritando animadamente un nombre.

- Luci... ¡Luci! ¡LUCI!

Hart se preguntaba quién podría ser ese tal Luci, cuando sus pasos se cruzaron con los de un gran perro negro que lo observaba desde una parcela. "Pedazo bicho para tan pequeño nombre", pensó Hart.

Siguió andando hasta llegar al lugar que le permitía observar sin problema qué estaba pasando allí. Un grupo de personas repartidas en círculo entonaban cánticos que a Hart le tomaban como una coda desordenada y mal organizada en torno a una pira a la que consumían unas feroces llamas. Al principio no alcanzaba a ver qué quemaban. Se desplazó un poco hacia la izquierda y entonces pudo verlo. El cuerpo humano ya no tenía carne o músculos, sino huesos y los mismos comenzaban a derretirse. Las personas de pronto rompieron la formación y empezaron a bailar y a moverse de forma aleatoria, como poseídas. "¿Nadie más lo está viendo?", pensó Hart. Danzaban de forma desordenada, se rasgaban las vestiduras y comenzaron a lamerse los cuerpos y a arañarse entre ellos.

Hart quedó patidifuso al principio, después asqueado. Se retiró de allí tratando de poner en orden sus pensamientos y saltó de nuevo al coche al tiempo justo en que el criado le abría las puertas principales. Aparcó el coche al lado de un gran sauce. Hart se puso la mascarilla:

- Ryan Hart, negativo.

- El criado, inmune.

El criado era un hombre mayor, de unos sesenta años. Casi podría pasar más por padre o abuelo de Creier que por un trabajador del servicio en nómina. Le hizo un ademán a Hart, al tiempo que éste le felicitaba por su inmunidad. Juntos se adentraron a la casa de Ellen Creier, donde ella ya se hallaba esperando a Hart.

- Supongo que usted es mi cita de las nueve.

Ellen Creier era una mujer más joven de lo que Hart se esperaba. Treinta y tantos fácil, aún más joven de cara, elegante y con un brillo especial en los ojos. No llevaba mascarilla, pero sí disponía una tira fina de plástico al otro lado de su mesa en el centro de la habitación. Hart se sentó del otro lado de la mesa y Ellen hizo un gesto a su criado para que se retirase. Hart se percató de que el criado la sonrió de manera sinuosa, lo que le hizo arquear las cejas levemente. Acto seguido, miró a los muebles que les rodeaban. Ni qué decir que Ellen Creier era alguien adinerada o con una herencia realmente suculenta. Un jarrón de oro, una caja de música de la era victoriana, multitud de cuadros...

- La verdad, señora Creier... No sé si estoy en una casa o en un museo –bromeó tratando de romper el hielo.

- Nunca ha oído la historia del comerciante, ¿verdad? –mientras se iba acercando a la mesa, Ellen fue contándole a Hart la historia- Hace tiempo vivió un valiente comerciante que aseguraba que no le temía a nada ni a nadie, cuando todos los demás eran supersticiosos de viajar de noche o ir a distintos rincones de la geografía. Un día, se le acercó un caballero apuesto y elegante, pidiéndole ayuda para desplazar una mercancía importante por la montaña en plena niebla. Ofreciéndole una generosa cuantía, el comerciante aceptó. El trayecto iba bien, pese a la niebla y al excesivo silencio. Hasta que el comerciante escuchó unas pisadas raras detrás de él. Se giró y vio que sólo le seguía su apuesto cliente. Prosiguió con su camino y seguía escuchando esas dichosas pisadas. Sólo que ahora más cerca. Se volvió hacia atrás, pero esta vez no miró arriba hacia la cara de su cliente. No. Esta vez, miró abajo, entre la niebla. Y contempló con horror como los pies de su cliente eran en realidad grandes patas de cabra. Las supersticiones resultaban ser ciertas. Pero este comerciante tenía algo que los otros no: ingenio e historia. Fue lo suficientemente inteligente como para engañar al demonio y fingir que no había visto sus patas de cabra por la niebla. Entonces, recordó que al principio de los tiempos, las iglesias eran considerados lugares sagrados, donde sólo los puros de verdad podían entrar. No importa que las puertas estuviesen rotas, el espacio físico de la misma capilla ya retenía al maligno en el exterior. Así mismo, y conteniendo los nervios, observó una iglesia derelicta a su derecha. Echó a correr, para sorpresa del demonio, pisando cadáveres de antiguos comerciantes ya esqueléticos en el suelo y se resguardó dentro, encomendándose a dios. No había puertas y otro en su lugar hubiese pensado que no había salida y que estaba condenado a morir como aquellos a los que no había tenido más remedio que pisar. Pero él, al conocer la historia y haberse formado en nuestro pasado, salvó la vida. El tramposo maligno, viéndose engañado y derrotado, rebuznó desde fuera de la iglesia: "Si no es tuvieras donde estás, ahora estarías en mi poder".

- Menuda historia –dijo Hart.

- Todo lo que ve a su alrededor, señor Hart, no son simples artículos de decoración caros. Si mira atentamente, son piezas de historia. Piezas de nuestro pasado. Piezas que nos enseñan a no creernos más listos de lo que somos y que tratan de inculcarnos lecciones para no repetir errores cíclicos del pasado en el futuro.

Ellen se sentó y procedió a disponer la mesa con la utilería necesaria para pasar el agua, al tiempo que tomaba nota de los datos de Hart en persona. Hart se mantuvo en el papel todo el tiempo que pudo y la verdad que no se le daba tan mal como pensaba. Pasó la pregunta de la fecha de nacimiento, accidentes o traumas, historial... Todo iba correcto, hasta que llegó a la pregunta de a qué se dedicaba:

- Bueno, la verdad es que no es algo que quede bien decir en una primera cita.

- Pruébeme, señor Hart. He oído cosas peores seguro.

Ellen ni siquiera le miró cuando le espetó su contestación. Hart tragó saliva y se aseguró un poco más la mascarilla.

- Soy un ex policía que se dedica a investigar asuntos turbios bajo demanda.

Ellen dejó de escribir y miró a Hart con desprecio.

- ¿Sabe qué? Tiene razón, no es algo que quede bien en absoluto. Voy a tener que pedirle que se marche de aquí.

Hart se puso en pie, derribó la tira de plástico que los separaba y violó la distancia de seguridad, al tiempo que la impuso el suficiente respeto animal como para evitar en la distancia que abriese la boca. No disponía de mucho tiempo, pero sí del suficiente. Le reveló que sabía su incursión en los "talones" beneficiándose de un cargo puesto a dedo, que no se creía para nada que fuese una mujer enferma como la excusa que dio para retirarse y que le contase todo lo que sabía de Harold Murray. En cuanto mencionó a Murray, Ellen llegó incluso a apartar la mirada y a ponerse roja por completo.

- Le aseguro una cosa, señor Hart. No sé quién le ha contratado, ni por qué está haciendo esto, pero realmente no tiene ni idea de en dónde se está metiendo.

- No, le aseguro que no todos los días veo a una bruja que permite que un coro de cabras montesas se desprenda de sus hábitos y se chupen los unos a los otros, mientras queman a alguien en el patio trasero de su finca y hace como que le importa una mierda.

- La santería y los rituales le quedan muy grande, señor Hart.

- Yo no creo en nada de esas mierdas, soy de la ciudad. En lo que creo es en aquello que sé que existe y lo que existe es una pena capital que puede precipitar no sólo su ingreso en prisión, sino su muerte allí.

- ¡Márchese de aquí!

Ni siquiera Hart sabía por qué la tensión del ambiente había escalado tanto. Es como si se hubiese arrepentido al instante de decir esas palabras y no mantener el dominio sobre sí mismo. Pero ya lo había soltado. Y Ellen había apretado un botón bajo su lámpara de mesa. En cuanto Hart expulso un poco de dióxido de carbono, tenía al criado y a dos guardaespaldas más en la puerta del salón.

- No hace falta que nadie me acompañe, conozco el camino –aseguró, recuperando su tono habitual.

- ¿Sabe lo que dicen muchos estudios de criminología, señor Hart? –preguntó el criado- Que cualquiera puede cometer un crimen de cualquier forma, sin sentir apenas nada antes que ocurra.

- Para ser un criado, tiene lecturas muy interesantes –repuso él.

- Por favor, deje de asustar a la señorita Creier y tenga la bondad de irse.

El tono esbelto y seguro del criado, junto con las ganas de respirar aire fresco, provocaron que la cita de pasar el agua acabase antes de lo previsto. Hart echó una última mirada al criado, fijándose en su inusual buen porte, y echó a andar hacia su coche. Sólo para ver la moto que había visto la noche antes parada en la valla.

- No me jodas...

Hart se paró en seco. Sabía que no era cierto en absoluto, pero si había remotas probabilidades que el homicidio de ayer fuese una casualidad o una especie de ajuste de cuentas entre Lunga y algún ciudadano cabreado, esas probabilidades acababan de esfumarse. Esto ya era un patrón. Donde iba él, esa moto le seguía. Y no creía que fuese un evangelista repartiendo folletos de Jehová. El tiempo volvía a querer detenerse. Los gruñidos volvían a su cabeza. Los latidos de Hart se incrementaban demasiado rápido. Si no le daba una arritmia era de puro milagro. Si tan sólo se hubiera percatado de quien se le acercaba por la espalda, hubiese podido reaccionar de mejor manera.

- ¡Capullo de detective! –uno de los dos hombres fornidos que se habían presentado con el criado le cogió violentamente del cuello, arrancándole la mascarilla y colocándole el dedo índice entre la boca y el ojo- Parece que, además de estúpido, eres sordo. Si no mueves tu culo asqueroso de aquí ahora mismo, y ni qué decir de volver a merodear por los alrededores, no te meterás en tu coche, sino en una puta caja de pino. ¡¿Me has oído?!

- Tío, tío... No sé si eres positivo o negativo, no me toques la cara, por favor... –Hart tenía serias dificultades para hablar y realmente le asqueaba tener la mano de ese desconocido en su cara.

- Magnífico, además resulta que eres un maldito bufón.

El guardaespaldas comenzó a arrastrarlo hacia el coche.

- ¿Qué clase de bruja tiene a un criado y a guardaespaldas protegiéndola? –preguntó Hart vocalizando como podía.

- La clase de bruja a la que no deberías haber venido a joder –la mano del guardaespaldas se cerraba más y más en su cara.

- Ahora en serio, tío, escucha... ¡Escucha, gorila! La persona de esa moto va a mataros...

- ¿Qué persona de qué moto?

Justo cuando llegaron al coche alquilado de Hart, éste señaló a la valla donde la moto estaba aparcada.

- Hijo de puta –el guardaespaldas le clavó la otra mano en la espalda, lo que provocó un grito ensordecedor por parte de Hart-. Vuelve a vacilarme y te mato, cabrón.

- Gilipollas de mierda... -Hart luchaba por recuperar aire y serenidad- ¿Acabas de mirar a donde te he señalado? ¡Estáis en peligro!

El guardaespaldas abrió la puerta del coche y golpeó a Hart en la cabeza con ella, dejándolo aturdido. Aprovechó a meterlo en el coche y a cerrar la puerta violentamente tras de sí. Acto seguido, procedió a empujar el coche a pulso hacia las puertas principales de la finca.

Hart sentía que su corazón iba a estallar. Los gruñidos eran ya ensordecedores. Se retorcía de dolor. La espalda también le molestaba debido a la agresión del guardaespaldas. Pero las punzadas en su pecho le provocaban un dolor de cabeza insoportable y pitido en los oídos. Gritaba para saciar su opresión, pero ni siquiera alcanzaba a oírse gritando. Pasaron unos minutos, creyó haberse desmayado hasta que todo cesó.

Cuando volvió a abrir sus ojos, se encontró a sí mismo en el asiento trasero del coche y con éste emplazado fuera del emplazamiento de la finca. Salió del coche y miró a donde había visto la moto parada, sólo para ya no verla más allí. Trató de llamar por timbre a quienes estaban en casa, pero nadie contestaba. El silencio reinaba en el ambiente. Hart se decidió a saltar la valla. Al colocar sus manos sobre las rejas, lamentando no tener jabón para lavárselas de inmediato, se percató en que su reloj marcaba la hora... 15 minutos adelantado a la última vez que miró. Antes de todo el dolor. Se hallaba en blanco. Terminó de saltar la valla y se adentró de nuevo en la residencia de Creier. Deseó jamás haberlo hecho.

Los guardaespaldas que antes se habían impuesto a él ahora estaban tirados en el suelo, con las cuencas de los ojos hundidas y sus cabezas destrozadas. Hart se tapó la boca, por la impresión. Sus ojos se tornaron buscando desesperadamente a Ellen. No tardó demasiado en encontrarla. Su cuerpo sin vida estaba echado en la mesa, con un cojín cubriéndole la mitad de la cabeza. El corazón de Hart volvió a acelerarse. Su respiración se hacía cada vez más difícil de controlar.

Se acercó poco a poco a ella, apreciando que todo lo demás en la casa seguía estando en orden: sus objetos de valor, su jarrón de oro, su caja de música, su colección de cuadros... No había nada revuelto. Habían ido directamente a por ellos y se olvidaron del resto. Mientras Hart se torturaba a sí mismo preguntándose quién sería la persona de la moto que estaba asesinando a las personas con las que él se estaba viendo, llegó a la altura suficiente para remover el cojín y dejar la cabeza de Ellen Creier completamente visible. Ellen Creier ya no tenía cabello, ni frente. Tenía el cerebro completamente al aire. Hart aguantó todo lo que pudo para no vomitar. Ni toda la historia y cultura del mundo, reunida en bienes materiales en su salón, pudo salvarla de ese horrible desenlace.

Corrió por la casa buscando alguna sala o habitación de vigilancia y la encontró en un cuarto que simulaba ser una despensa. Nadie de este poder adquisitivo tendría todo esto sin disponer de un equipo de vigilancia. Hart se apropió de los discos y los dispositivos USB de la última hora y se marchó de allí como alma que lleva el diablo. Cuanto más rápido corría, más caía en la cuenta de un detalle extra: el criado no se encontraba por ninguna parte.

Llamó a Sophia para comunicarle que la situación se había complicado y que la quedada se retrasaba hasta la tarde. Sophia accedió sin problemas, lo que le quitó un gran peso de encima –se esperaba una reprimenda que por suerte jamás se produjo-.

Paró en el primer bar que encontró a una distancia media y pidió consejo respecto a alojamiento de una noche pues se hallaba literalmente en la calle. Mientras bebía su bourbon, pensó en todo lo que había pasado hasta ahora. Era en estos momentos cuando realmente necesitaba la ayuda de sus compañeros policías. Ayuda para cubrirse las espaldas, unas espaldas ya de por sí muy dañadas, ayuda en averiguar quién es la persona motorista y ayuda en investigar quién era la persona que le había contratado –cuanto más hablaba con Sophia, más escalofríos sufría-. Pero se hallaba solo. Como un destino cruel. Como si hubiese sido elegido al azar para hacerle pagar y dar ejemplo a los demás.

Miró al frente y apreció un espejo fastuoso que reflejaba el local al completo. Contempló su rostro, un rostro apagado y consternado. Un rostro reticente y amargado. Recuerdos volvieron a su cabeza de aquel último día con Melodía: la fiesta, la cartera caída en el suelo, esos hombres acercándose poco a poco, su estado de embriaguez, el perfume de Melodía... No fue consciente de cuánto tiempo había pasado hasta que advirtió como los rayos de sol se iban posando lentamente a lo largo de la barra del bar. Terminó su bebida –ya más agua que bourbon de tanto tiempo que la había dejado-, cogió la tarjeta del alojamiento que el camarero le había instado a ir y salió del local sin lavarse ni la cara, ni las manos.

- ¿Ryan Hart?

Una pareja de policías le detuvo a la salida del bar. Él, viéndolo venir, sacó su antigua placa a la par que el resto de documentación. Efectivamente, aparte de preguntarle qué estaba haciendo por la zona –a lo que él replicó que no podía dar detalles precisos debido a la investigación que estaba teniendo lugar-, le cuestionaron acerca de los asesinatos. En ambos lugares estaba previsto que él se presentase, en ambos lugares tenían referencias y testigos de su presencia –algo que rechinó especialmente en él- y en ambos lugares acontecieron hechos macabros.

Hart se limitó a darles el número telefónico de Sawyer y a pedirles que hablasen con él sobre cualquier duda que tuviesen sobre la investigación –por este gesto, Sawyer había pasado de ser ayudante de Sophia a ser su jurista-, pero que cualquier relación suya con los asesinatos era una mera coincidencia. Decidió omitir el detalle de la persona motorista, al menos por el momento. Finalmente, los agentes se fueron, pidiéndole que se quedase por la zona hasta que la investigación de los crímenes concluyese.

Pero a pesar de que volvía a estar en soledad, la oscuridad había ganado terreno. Ahora él ya no era un detective privado, era un potencial sospechoso de asesinato. Estaba implicado en esos asesinatos sin haber podido hacer nada impedirlo.

Había empezado a caminar solo por la acera, cuando un hombre y su pastor alemán se abalanzaron sobre él. El hombre le pegó un puñetazo en toda la cara que lo derribó al callejón que había justo al lado, mientras que el perro se encargó de mantener a Hart en el suelo sin moverse a base de ladridos ensordecedores e imparables.

- Escúchame bien, liante. El padre de Ellen Creier quiere que cojas el primer avión que haya y te largues cagando leches de aquí.

- Quítame a este chucho de encima... -Hart peleaba por mantener al voraz perro alejado de su rostro- ¡Cabrón!

- Si desobedeces al padre de Ellen, este chucho se comerá lo que más aprecias de toda tu vida.

En ese instante, el perro se fijó en los testículos de Hart y trató de morderlos. Hart podía sentir la saliva del perro aún a través de los pantalones.

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