Capítulo 7
A medida que pasaban las semanas, Milán sorprendía a Isaac al tomar su incapacidad médica con filosofía y tranquilidad. Ambos tenían dudas sobre cómo funcionaría su relación o si debían formalizar lo que tenían, pero encontraron un equilibrio y se dedicaron a conocerse mejor. Durante tres semanas, disfrutaron del otoño con paseos matutinos y compartieron momentos en su café favorito.
En la tercera semana de octubre, las costillas de Milán estaban casi completamente curadas. Comenzaron a correr con más confianza, aprovechando el parque frente a su edificio. En uno de esos momentos, mientras descansaban en una banca, Milán decidió hablar sobre algo que había estado pensando.
—Algo ha estado rondando en mi cabeza —dijo Milán, soltando un enorme suspiro—. No quiero que te vayas ahora. No puedo ofrecerte mucho, ya has visto todo lo que tengo, y es tuyo si lo deseas. Sé que suena egoísta, pero hablé con Emma y está de acuerdo conmigo. ¿Te gustaría trabajar para el FBI? Siempre necesitan asesores.
Isaac, con las manos en los bolsillos, reflexionó por un largo minuto.
—Asesor —respondió—. Necesitaría tener experiencia en algo y sabes que no la tengo.
Milán hizo una pequeña pausa y luego habló:
—Quizás dije una mentira o dos para convencerla —confesó—. Nadie tiene que saber que mentí. Podemos usar tus habilidades para rastrear explosivos, armas, drogas y personas. Por supuesto, sin que ellos sepan lo que eres realmente.
Isaac consideró las palabras de Milán antes de responder:
—¿Quieres que sea un K-9 para tu unidad? —preguntó, tratando de mantener la calma—. ¿Me llevarías con alguien para entrenarme o lo harías tú mismo? Soy un hombre lobo, pero también soy una persona, no un perro que puedes amaestrar para que te ayude.
Milán susurró un insulto y luego se disculpó por su reacción.
—Lo siento, sé que sonó mal —dijo—. Lo que quise decir es que este trabajo te permitiría quedarte aquí y alejarte del peligro. No tienes una manada. Yo... y ellos, nosotros, podemos ser tu familia.
Isaac se tomó un momento para procesar la propuesta de Milán y luego tomó asiento.
—Entonces... Tienes todo preparado —Isaac hizo una pausa—. ¿Has considerado qué pasaría si mi respuesta fuera no?
—Tengo la esperanza de que digas que sí —dijo Milán, jugando nerviosamente con sus dedos—. Todo está listo, el papeleo ya está hecho. Emma solo está esperando tu respuesta.
Isaac se sintió aliviado y comenzó a respirar tranquilo. Sabía que esas intenciones eran buenas. Aunque no tenía una manada, sabía que no estaba completamente solo y debía compartirlo en algún momento. Pensó que tal vez era hora de hablarlo, pero también creyó que era demasiado pronto para hacerlo. Había viajado por todo el mundo, una y otra vez, evitando establecerse en un solo lugar y crear vínculos duraderos. Pero mentía, tenía vínculos que nadie conocía.
—Está bien —le respondió animado—. Solo dime qué debo hacer, a dónde debo ir y qué debo firmar.
Milán se levantó y limpió sus manos sobre sus pantalones cortos.
—Estaba tan nervioso... Por un momento... —sonrió y tragó saliva con dificultad—. Realmente creí que no aceptarías. No pude evitar sentir miedo. Nunca había tenido tanta certeza en algo tan rápidamente, pero ahora lo único que quiero es que te quedes aquí.
—Ey, yo... esto... —dijo Isaac con una sonrisa—. Iremos despacio. Por favor, deja de preocuparte. Ahora que estás mejor, ¿qué te parece si tenemos otra cita? Sé que te gustan las ferias y hay una cerca de aquí.
—Creo que me conoces incluso mejor de lo que me conozco a mí mismo. ¡Claro que quiero otra cita!
La tarde pareció interminable, ambos estaban ansiosos. Isaac sentía como si el tiempo se hubiera detenido. Por su parte, Milán trataba de pasar el tiempo distraído en cualquier cosa. Era extraño planificar algo cuando ya estaban viviendo juntos. Isaac había ido llevando gradualmente sus cosas al departamento, sin darse cuenta de que sus pertenencias estaban esparcidas por todo el lugar. Al caer la tarde, finalmente salieron después de la larga espera.
La feria se encontraba en un prado hermoso rodeado de árboles. El aroma del algodón de azúcar y las palomitas estaba por todo el lugar. El cielo comenzaba a cambiar de color con tonos azul oscuro y naranja, mientras el sol se ocultaba lentamente detrás de las copas de los árboles, lejos en el horizonte. A cierta distancia, se alzaba un conjunto enorme de carpas y juegos mecánicos decorados con luces de colores que podrían dejar ciegos a quienes las miraran fijamente. En el centro, destacaba una enorme rueda de la fortuna montada sobre un escenario principal.
Ambos se detuvieron en seco. De repente, todo a su alrededor era ruido, con gritos, risas de niños y adultos, divirtiéndose por igual. Hacía frío, Milán tenía la nariz roja y sentía los dedos entumecidos, pero Isaac, siendo un lobo, emanaba una alta temperatura. Lo tomó de la mano y todo se volvió cálido.
Se quitaron las chaquetas y podían sentir el sudor rodando por sus rostros. Pequeñas luces brillaban y bailaban a su alrededor, eran luciérnagas que parecían jugar en medio de aquel hermoso caos. A unos cinco metros de distancia, se encontraba una carpa de tiro al blanco.
—¡Hola! —gritó el encargado—. ¿Les gustaría probar su puntería?
El joven hablaba en su dirección y Milán se acercó aceptando. Fingiendo no saber cómo sostener un arma. Ambos lo hicieron —Isaac, tal vez no, podía desgarrar cosas con sus garras, pero Milán nunca lo había visto sostener un arma—. Milán se sentía inexplicablemente eufórico.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó aclarando su garganta, con una mirada tonta y una voz chillona.
El joven lo miró con una sonrisa burlona en el rostro, inhaló profundamente, sacudió su cuerpo y luego exhaló.
—Es fácil —dijo el hombre—. Si logras acertar seis tiros en los blancos en movimiento, puedes llevarte un peluche.
—¿Podría ser el que él quiera? —preguntó Milán señalando a Isaac.
—Claro, aunque solo tienes una oportunidad.
Milán ni siquiera miró los rifles, tomó el más cercano. Aunque los blancos eran pequeños, no más de cinco centímetros de diámetro, no falló ningún tiro. Uno tras otro, los pequeños blancos caían hacia atrás. Sus disparos eran precisos, casi quirúrgicos.
—Eso fue muy fácil —dijo Milán encogiéndose de hombros—. Isaac, escoge el que quieras. Yo elegiría... —meditó por unos segundos—. Me gusta ese enorme oso.
—Es muy grande, no me gusta —señaló Isaac negando con la cabeza—. Pero quiero... la abeja que está en la parte superior, por favor.
—¿De verdad te llevarás esa cosita? Es demasiado pequeña. Él dijo que puedes llevarte el que tú quieras.
—Quiero ese —replicó Isaac—. Me gusta, es pequeña, linda y adorable.
Por un momento ambos volvieron a tener diecisiete años. Disfrutando cosas que no hicieron en su momento. El tiempo pasaba rápidamente cuando estaban juntos. Isaac se reprochó mentalmente por haber sido cobarde por tantos años, por perder tiempo valioso que podrían haber compartido, todo por miedo al rechazo. Aún luchaba con el temor de no ser suficiente para los demás.
—¿Estás bien? Podemos regresar a casa.
—Todo está bien —respondió Milán con una sonrisa—. Solo me siento un poco sofocado. Aún me duele un poco al inhalar profundamente y me has hecho reír mucho. Solo dame un momento para recuperar el aliento.
Milán parecía cansado, aunque intentaba ocultarlo. Tenía dolor en las costillas y se sentía agotado. Era la primera vez en semanas que exigía tanto a su cuerpo. No iba a permitirse volver a la cama cuando estaban divirtiéndose. No lo haría.
—Sube —dijo Isaac, inclinándose un poco y tocándose la espalda—. Si no quieres regresar, está bien. Si es necesario, puedo llevarte a cuestas a todos lados.
Dado cómo se sentía, Milán aceptó y subió. Se movieron de un lado a otro, de arriba a abajo. Milán daba las indicaciones e Isaac obedecía siempre con una sonrisa.
—Quiero un algodón de azúcar —pidió Milán, señalando un puesto—. No como uno desde hace años.
La fila era larga, llena de niños y adultos, fascinados por las extrañas figuras que el vendedor creaba. Solo verlo era un espectáculo, daba pena comerse lo que el hombre hacía.
—Tengo que ir al baño —mencionó Milán—. Pero no necesitas acompañarme. Quédate aquí, no quiero que perdamos nuestro lugar en la fila.
Milán no tardó más que unos minutos y, al regresar, vio a Isaac de pie, esperándolo mientras observaba su lindo algodón de azúcar con forma de abeja. Sonrió, sin comprender del todo, su extraña obsesión por las abejas ni cuándo empezaron a gustarle tanto.
—Te ves adorable —dijo Milán, dándole un beso—. Ven, necesitamos tomarnos algunas fotografías, déjame compartir eso contigo.
—Gracias. Necesito decirte algo —susurró Isaac, abrazándolo suavemente—. Solo quiero decirte que... si en algún momento... me marcho, por favor, no intentes detenerme. No quiero lastimarte. Soy un lobo, y a veces, aunque no quiera, debo irme. Quiero que lo entiendas.
—No digas eso ahora —respondió Milán, apretándolo con fuerza—. Ahora no. Por favor, quiero seguir disfrutando de esta noche. No pienses en eso, no hoy.
Las luces brillaban intensamente y las risas de las personas junto con el bullicio del lugar creaban una atmósfera festiva. Milán, con una sonrisa nerviosa, guio a Isaac hacia la rueda de la fortuna.
—Vamos, será divertido —dijo Milán, apretando suavemente la mano de su acompañante.
Isaac no compartía el entusiasmo. Las alturas no eran lo suyo, y la rueda de la fortuna, aunque hermosa desde el suelo, también se veía aterradora. A esas alturas y después de lo que había dicho, no quería decepcionar a Milán, así que asintió con una sonrisa forzada.
—Claro, vamos.
Subieron a la cabina y pronto comenzaron a elevarse lentamente. Isaac trató de mantener la calma, respirando profundamente y mirando al cielo en lugar de mirar hacia abajo. Sentía el sudor frío en sus palmas y el latido acelerado de su corazón.
—Isaac, quiero decirte algo importante —comenzó Milán, su voz temblando ligeramente.
Isaac trató de concentrarse en las palabras que escuchaba, pero la creciente altura y el balanceo de la cabina lo hacían sentir cada vez más mareado y ansioso.
—Estos últimos meses han sido increíbles. Me has hecho descubrir otra parte de mí. No es mentira cuando digo que nunca me había sentido así con alguien antes y sé que es pronto, pero... quiero saber si te gustaría... ¿Ser mi novio?
Isaac sintió una oleada de emociones. Quería decir que sí, que tenía los mismos sentimientos, pero la ansiedad en ese momento era abrumadora. La rueda de la fortuna comenzó a girar más rápido, elevándolos a la cima.
—Milán, yo... —Isaac tragó saliva, su respiración se aceleraba—. No sé si este es el mejor momento...
Pero antes de que pudiera terminar, la cabina alcanzó su punto más alto y luego comenzó a descender. El mareo y el pánico eran insoportables. Isaac apretó la mano de Milán con fuerza, porque estaba a punto de romper la barra de seguridad. Finalmente, llegaron al punto de descenso y la cabina se abrió. Isaac prácticamente saltó fuera, tropezando al bajar. Cayó de rodillas al suelo, apretando la tierra entre sus dedos con fuerza, tratando de recuperar el control. El pánico y la frustración se marcaban en su rostro.
—Isaac, lo siento mucho, no sabía que te pondrías así —dijo Milán, arrodillándose junto a él.
Isaac respiraba con dificultad, tratando de calmarse.
Sintió la solidez de la tierra bajo sus manos y lentamente comenzó a relajarse. Cerró los ojos, sintiendo cómo el mundo dejaba de girar.
—No, no es tu culpa —murmuró sin abrir los ojos—. Solo... las alturas me asustan. Pero... quiero que sepas que sí quiero estar contigo. Solo que este no fue el mejor momento para preguntármelo.
Milán lo abrazó suavemente. Isaac se levantó, tratando de recobrar la compostura. Miró a su alrededor y en ese momento, como un golpe de realidad, el viento le golpeó el rostro. Lo olisqueó, percibiendo un aroma que lo hipnotizo. De repente, comenzó a caminar sin rumbo, ignorando por completo a su compañero.
Entonces, sin detenerse, se movió entre las personas hasta llegar frente a una pequeña carpa, adornada con destellos de oro y púrpura. Un letrero desgastado donde ya no se podían leer las letras colgaba en la entrada. Isaac entró apresurado; el aire dentro de la carpa estaba impregnado de incienso, el humo nublaba su vista y el olor su olfato. Al fondo, una mesa cubierta de terciopelo oscuro. Sentada con elegancia estaba una mujer joven, su cabello negro colgaba en una larga trenza sobre su hombro izquierdo.
—Isaac —lo llamó la mujer, sus ojos profundos parecían observar su alma y su voz resonó con fuerza—. Mi nombre es Verena y es un placer conocerte. He escuchado mucho sobre ti. Eres una criatura realmente interesante.
—¿De qué está hablando? ¿Qué sabe de ti? —preguntó Milán con voz temblorosa.
Isaac se sobresaltó cuando Milán habló detrás de él.
—No tengo ni idea —respondió sin voltear a verlo—. No sé de qué está hablando. Es la primera vez que la veo.
—Trajiste a alguien interesante contigo —dijo Verena, levantándose de su asiento—. Isaac, espera afuera. —Su voz sonó con autoridad, era una orden—. Creí que vendrías solo, pero ya que trajiste a este... humano. Hablaré primero con él. Sé un buen lobo y espera afuera.
Los ojos de la mujer centellearon en color púrpura por un momento. Solo Isaac pudo verlo. Sin decir una palabra, él se dio la vuelta y salió.
—Toma asiento, por favor.
Verena no dijo una palabra más, pero se podían escuchar susurros que salían de su boca sin que ella moviera los labios, palabras en un idioma extraño o antiguo. Sus manos comenzaron a moverse, realizando gestos complicados con los dedos. Movimientos precisos con los dedos, índice, medio y meñique de ambas manos se unieron al final. Parecía que no pasaba nada, pero chispas rojas salieron de la punta de sus dedos.
Un fuerte viento los envolvió, y todo se oscureció. Era como si nada existiera. Incluso en los lugares más oscuros todos pueden percibir algo, pero en ese lugar no se podía. Milán no sentía nada. Intentó hablar, gritar, tocar sus manos, pero no podía hacer ni percibir nada.
De repente, la oscuridad se disipó. Milán parpadeó, encontrándose en un lugar familiar, pero estaba completamente solo. Era la casa de sus padres, y en la mesita de centro, un pequeño objeto brillaba con luz tenue, mostrando lo que había en su memoria.
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