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Capítulo 12

Por la noche, Isaac despertó, sintiéndose agotado y débil. Al abrir los ojos, vio a Milán acercándose con una expresión de preocupación.

—Al fin despertaste —dijo Milán—. ¿Cómo te sientes? ¿Necesitas algo?

—Como si me hubieran disparado —bromeó Isaac—. Un poco de agua estaría bien. ¿Cómo están los demás?

—No tienes de qué preocuparte. Están bien, no saben nada.

—¿Cómo? Ellos estaban ahí; tienen que haber visto o escuchado algo.

Milán intentó calmarlo.

—Utilicé mis habilidades para que olvidaran los detalles. Le pedí a Emma que cerrara el caso —dijo, pasando su mano por el rostro de Isaac—. Me preocupa que no te hayas curado, eso no es normal.

Isaac ignoró el comentario sobre su curación y se recostó, intentando volver a dormir. La suavidad del colchón y las sábanas limpias lo hicieron sentir protegido. Milán lo arropó con cariño, y antes de que terminara de cubrirlo con la manta, Isaac ya estaba profundamente dormido.

Despertó pasadas las once de la mañana, con los recuerdos del día anterior aún frescos. Los rasguños en su espalda dolían, pero no tanto como la herida de bala. Tomó su teléfono y encontró una pequeña nota en la mesa de noche.

Isaac
Descansa y recupérate. Yo me encargo de todo.
Milán

Isaac salió de la cama y caminó pensativo, con los pies descalzos sobre el piso de madera. Se detuvo frente al enorme ventanal y abrió las cortinas, permitiendo que los rayos del sol acariciaran su torso desnudo. Poco a poco aclaró sus pensamientos. Al principio, no entendía por qué estaba tardando tanto en sanar. ¿Por qué las heridas seguían visibles? Entonces creyó entender lo que Verena le había hecho. Todo era parte de esa transformación, esos cambios que, según ella, eran necesarios.  En ese momento, su teléfono comenzó a sonar y su expresión cambió al ver quién llamaba.

—¿Cómo están mis pequeñas criaturitas? —dijo Isaac emocionado—. ¿Está todo bien en casa?

—¡Papá! ¡Hola! —gritaron dos voces pequeñas a través del teléfono, peleando por hablar—. Estamos bien, queríamos hablar contigo antes de Navidad y mamá dijo que estaba bien —dijo uno de ellos—. ¿Vendrás a visitarnos? Olivia y yo te extrañamos mucho.

Isaac guardó silencio. Quería ser un buen padre, y eso implicaba no mentir ni prometer algo que no pudiera cumplir. Aún estaba trabajando en ser una mejor persona y comprendía el peso de una promesa rota. No quería desilusionar a sus gemelos.

—Papi, ¿estás ahí? —preguntó Olivia, preocupada—. Oliver, llama a mamá. Papá no responde.

—Dame el teléfono, hija —pidió una mujer—. Isaac, ¿sigues ahí? Por favor, di algo. Nos estás asustando.

—¿Por qué...? ¿Por qué les dejaste llamar? —preguntó Isaac finalmente—. Sina, prometí que estaría en su cumpleaños. Acordamos que cuando estuviera de viaje no me llamarían.

—Son niños, Isaac —respondió Sina—. Querían hablar con su padre. Te extrañamos y es normal que quieran comunicarse contigo. Será nuestra primera Navidad sin ti.

—Lo sé y lo siento —dijo Isaac—. Es solo que... no importa. Déjame hablar con ellos.

Isaac se tomó un momento para calmarse antes de continuar hablando con sus hijos.

—Papá, ¿estás bien? —preguntó Oliver—. Olivia piensa que estás molesto por haberte llamado.

—Nunca podría enojarme con ustedes —respondió Isaac—. Pero deben hacer caso a su madre.

—Lo sabemos. Pero a veces hacemos cosas que no debemos y nos castiga, aunque luego lo olvida rápido. Liv y yo queremos que vuelvas pronto.

—Olli... sabes que mi trabajo es complicado —dijo Isaac, soltando un suspiro—. Ahora déjame hablar con tu hermana.

—Papá...

—Liv, escúchame. Ya se lo dije a Olli, pero quiero que también lo sepas. Oír sus voces nunca me molestará. Ustedes son lo que más amo, así que no hay nada de qué preocuparse.

Olivia colgó el teléfono. Isaac permaneció de pie frente al ventanal, con la cabeza llena de pensamientos. No había hablado con Milán sobre sus hijos; nunca los mencionó y ahora se preguntaba cómo abordar el tema. Intentó convencerse de que no debía preocuparse, que Milán lo entendería, pero ¿y si no lo hacía? ¿Y si todo se complicaba? No quería ocultar la existencia de sus hijos, solo que no había encontrado la oportunidad ni el momento adecuado para hablar de ellos.

Isaac se dejó caer sobre el sillón, con las manos extendidas sobre el respaldo y las piernas estiradas, tocando el frío suelo con las plantas de los pies. Trató de alejar los pensamientos de su mente, pero no importaba cuánto meditara, no encontraba una forma de explicar la omisión sobre sus pequeños. Suspiró profundamente, se levantó y se dirigió directamente al baño. El agua fría comenzó a recorrer su cuerpo mientras su cabeza seguía hecha un lío.

El timbre de la puerta sonó. Lo ignoró durante algunos minutos con la esperanza de que la persona se marchara, pero el timbre siguió sonando insistentemente. Salió molesto y rápidamente se envolvió la cintura con una toalla antes de abrir la puerta.

—¿Wólfram? ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, aún mojado solo con una toalla cubriendo su cintura—. ¿No deberías estar trabajando?

—Tengo el día libre —respondió—. Milán me dijo que no te sentías bien y quise venir a ver cómo estabas. ¡Y traje comida!

—Pasa entonces —dijo Isaac, apartándose para dejarlo entrar—. Es la primera vez que te veo sin traje. Me gusta tu estilo.

Isaac se dio cuenta de que ese hombre era extraño; había algo en él que le resultaba encantador, pero también peligroso. Tenía su edad, era un hombre amable, una combinación entre un hombre viejo y un joven extrovertido. Era enigmático y agradable; siempre sonreía cuando se encontraban juntos, y nadie más parecía tener esa capacidad de hacerlo sonreír.

—Gracias —respondió Wólfram.

—Siéntate —agregó Isaac, dándole una sonrisa amistosa—. Voy a ponerme algo de ropa, ahora vuelvo.

Wólfram simplemente encogió los hombros.

—Por mí no es necesario que te vistas si así te sientes cómodo —protestó Wólfram—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—¿No es aburrido pasar todo el tiempo con tu novio?

—¡Perdón! —exclamó Isaac. Tomó unos pantalones deportivos y regresó rápidamente.

—¿Trabajan y viven juntos? ¿No es aburrido? —volvió a preguntar.

—¿Cómo sabes que somos novios?

—No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta. Viven en el mismo departamento, solo hay una habitación y, bueno, tal vez solo tal vez él me dejó muy claro que eras su pareja, como si estuviera marcando territorio o mostrando que eres su propiedad. No sé cómo te vea.

—¿Él te lo dijo? —preguntó Isaac mientras tomaba un recipiente de comida y comenzaba a comer—. Dios, está buenísimo.

—¿Acaso era un secreto?

—No, por supuesto que no —respondió Isaac con la boca llena.

Isaac comía con avidez, como si no hubiera comido en semanas, mientras que Wólfram solo lo observaba atentamente sin probar nada.

—Me gusta tu tatuaje —le comentó Wólfram.

Isaac se quedó pensativo por un momento. Su expresión cambió y mostró signos de preocupación. Esa era la marca que Verena mencionó, esa con la que comenzaba su cambio.

—Gracias —respondió—. No suelo dejar que lo vean. Me lo hice cuando era casi un niño. Pero salí tan rápido de la ducha que...

—Me gusta, aunque siento que serías más de un sol que una simple luna.

Isaac casi se atraganta con la respuesta. Respiró hondo y decidió que quizás hablar con este casi desconocido aliviaría parte de su carga.

—Podría hablar de algo personal contigo —mencionó Isaac—. Solo promete que no me juzgarás.

—Puedo prometer, escuchar y entender, pero mi respuesta será honesta.

—Es sobre mi familia —confesó Isaac—. No se lo he mencionado a Milán y me preocupa cómo podría reaccionar.

—Él te conoce y, si te ama, cómo dice... —Wólfram se detuvo unos segundos—. Lo entenderá, no hay forma en que no lo haga.

Isaac sintió que había dado un paso importante, aunque pequeño, hacia resolver sus problemas. Sabía que aún tenía mucho que enfrentar, pero por ahora, este momento de honestidad y comprensión era un buen comienzo.

Milán llegó a casa al atardecer, cargando una bolsa de provisiones. Estaba visiblemente cansado, pero sus ojos se iluminaron al ver a Isaac, quien parecía mucho mejor de lo que esperaba.

—¡Isaac! —exclamó Milán, dejando la bolsa en la cocina y acercándose para darle un abrazo—. ¿Cómo te sientes?

—Mejor. Wólfram ha sido una grata compañía —respondió, sonriendo mientras señalaba al invitado, sentado en el sillón, relajado y observando la escena con interés.

—Milán —saludó Wólfram, levantándose—. Solo vine a asegurarme de que estuviera bien y le traje un poco de comida. Espero que no te moleste.

Milán le lanzó una mirada que era fácil de interpretar. Aunque trataba de ocultarlo, había una chispa de molestia en sus ojos.

—No, claro que no —dijo, aunque su tono no era del todo convincente—. Gracias por cuidarlo.

Isaac sintió la tensión en el aire y decidió intervenir antes de que la situación empeorara.

—Milán, Wólfram solo vino a asegurarse de que estaba bien. Tú le dijiste que estaba enfermo.

—Claro, claro —repitió Milán, ahora sonando más sarcástico—. Ya estoy aquí. Puedo encargarme de todo.

Wólfram sonrió con un aire despreocupado y miró a Isaac antes de dirigirse a la puerta.

—Bueno, creo que tengo que irme. Cuídate, Isaac. Milán —se despidió Wólfram, con una inclinación de cabeza—. Nos vemos pronto.

Cuando Wólfram se fue, Milán cerró la puerta con más fuerza de la necesaria. Isaac podía sentir su enojo burbujeando debajo de la superficie.

—¿Qué te está pasando? —preguntó Isaac, cruzando los brazos—. ¿Por qué estás tan molesto?

—¿Por qué? —repitió Milán, dejándose caer en el sillón con un suspiro exasperado—. Porque llego a casa y encuentro a Wólfram aquí, actuando como si fuera su casa, cuidándote.

Isaac se acercó a Milán y se sentó a su lado, intentando calmarlo.

—Es mi amigo y compañero de trabajo —dijo, con un tono calmado—. Hizo lo que Xander o Emma harían por ti. Vino a ayudar porque tú estabas ocupado. No hay nada más.

Milán lo miró, tratando de leer en sus ojos si había algo más de lo que Isaac no le estaba contando.

—¿Solo un amigo? —repitió Milán, su voz suavizándose un poco—. ¿Entonces por qué siento que hay algo que me estás ocultando?

Isaac suspiró y se pasó una mano por el cabello, sabiendo que había llegado el momento de ser completamente honesto.

—Hay algo que necesito contarte. No tiene nada que ver con Wólfram, pero es importante. Necesitas saberlo.

Milán lo miró expectante, su enojo momentáneamente reemplazado por la curiosidad y la preocupación.

—Tengo dos hijos —confesó abruptamente—. Gemelos. Se llaman Olivia y Oliver. No te lo mencioné antes porque no sabía cómo hacerlo. No quería ocultarlo, solo... no encontraba el momento adecuado.

Milán se quedó en silencio, asimilando la información. Su expresión pasó de la sorpresa a la comprensión, y luego a una mezcla de tristeza y alivio.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —preguntó Milán suavemente—. Entiendo que es algo grande, pero merezco saberlo.

—Yo... lo siento —respondió Isaac, tomando la mano de Milán—. Estaba asustado de cómo podrías reaccionar.

Milán suspiró y apretó la mano de Isaac, mostrando una pequeña sonrisa.

—Lo prometo, Milán. No más secretos.

El golpe de realidad fue fuerte. Cuanto tiempo había pasado, una hora, un minuto. Milán seguía esperando, sentado en el sofá a su lado y viéndolo directamente a los ojos.

—¿Entonces? —oyó que Milán le hablo—. ¿Hay algo que quieras contarme? ¿Algo que necesite saber?

Isaac no sabía qué hacer, cómo sentirse. Quería hablar, decirle todo, pero algo dentro le impedía hacerlo. Estaba molesto con él mismo, por no ser valiente, por no afrontar los problemas. Quizás solo estaba siendo egoísta, guardando un secreto para él, algo que le pertenece y que no quiere compartir. Esa era la verdad, quería proteger a sus hijos, tenía miedo, de que fueran diferentes, de ponerles una diana en su espalda. No se perdonaría ponerlos en peligro, ni a esos pequeños, ni a su madre.

Pero Isaac se convenció de que no era el momento. No quería ser honesto, no quería decir la verdad. Su cabeza estaba hecha un caos, ese no era su único secreto, como le diría que Isaac Silva solo existía para Milán y la gente que aún lo recordara, que del otro lado del océano esa persona dejó de existir hace mucho tiempo.

Él había estado mintiendo tanto tiempo, fingía tanto que a veces no encontraba la línea de verdad. Solo podía ser él mismo en dos lugares, con Milán y con su familia. No había Isaac Silva o Isaac Hober, como ahora lo conocían en muchos lugares. Y tal vez si solo mentía un poco más, solo un poco, encontraría la forma de ninguna verdad le explotara en la cara.

Milán lo abrazó con fuerza, dejando que la tensión se disipara. A pesar de los desafíos, sabían que podían superar cualquier obstáculo si estaban juntos y eran honestos el uno con el otro. La confianza, aunque dañada, podía ser reconstruida, y ambos estaban dispuestos a trabajar en ello.

—El trabajo, solo es el trabajo —habló Isaac al fin—. Estaba tan desesperado por hacer algo, por no seguir encerrado en una oficina. Que terminé herido y ahora tengo que fingir que  tengo un resfriado para no ir a trabajar hasta sentirme mejor.

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