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Capítulo 8: La marcha de la muerte

Illiam

El último de los ojos rojos pasó por el camino. Illiam aguardó, viéndole alejarse y conteniendo la respiración. Era un hombre delgado como un palillo de dientes, harapiento, bastante sucio y sangre se regaba de una herida en su hombro derecho, dejando tras de sí, un rastro de gotas escarlatas. Cojeaba e intentaba, mientras repetía: "Vestigio, Vestigio", mantener el paso de la horda. No lo logró. Cayó de bruces. Se arrastró, siguiendo hacia el norte, intentando levantarse, apoyando sus temblorosas manos en el suelo sin poder levantarse.

Cedió.

El hombre terminó por desplomarse, hundiendo su rostro en los adoquines mojados y embarrados. Convulsionó y, segundos más tarde, se quedó quieto.

«¿Murió?», preguntó el chico en su mente, viendo al tipo con algo de temor, quien ahora era un cuerpo más adornando las aceras y los adoquines.

¿Qué debía hacer?

—Ven —dijo Elisabeth, tomando al chico de la mano y haciendo que la siguiera.

—¡Espera! ¿Y Luna? —preguntó él, resistiéndose.

—Estará bien —comentó ella—. Mírala, ya está tranquila. ¿Ves? Además, el establo tiene un grueso candado y está acompañada por Pita. Nadie podría sacarlas de allí, a menos que destruyan todo. ¡Vamos!

Saltaron juntos el pequeño cerco del patio. Illiam casi cae de cara, mientras que Elisabeth pareció flotar en el aire, pasando al otro lado sin ningún tipo de esfuerzo.

Estando en medio del camino, el chico casi tropieza por un brazo cercenado. Le dio asco.

Elisabeth miró hacia el sur, luego al norte.

Al norte avanzaba la horda de ojos rojos; y ya llevaban un buen trecho recorrido.

¿Qué pensaba hacer Elisabeth?, se preguntaba él. Además, ¿por qué la seguía? No lo sabía, pero sencillamente se dejó arrastrar adonde ella quería, sintiendo que el corazón daba trompicones en su pecho.

Saltando cuerpos, testas, charcos de sangre y algunos perros muertos (acuchillados), los dos tomaron el camino del norte, siguiendo a la caravana que, según pensó Illiam, iban hacia la puerta de la muralla.

—¿Adónde vamos? —preguntó Illiam, igual queriendo asegurarse de su destino.

Pero Elisabeth no contestó y siguieron corriendo entre los restos de la matanza.

Illiam cada vez se ponía más ansioso, y el miedo parecía un velo que lo cubría de a poco.

Había ojos rojos saliendo de callejones cercanos, desorientados, susurrando lo que todos ellos susurraban siempre: "El Vestigio... El vestigio...", pero no parecían interesados en Illiam ni Elisabeth. Solo avanzaban al norte, como si algo estuviera llamándolos. Pero, aunque no se fijaran en ellos, el chico, cada vez que veía a uno de esos poseídos cerca a él, su cuerpo se paralizaba.

Al precavido seguimiento de la caravana de ojos rojos que Elisabeth y él mantenían, se unieron tres personas. Illiam se había asustado al principio, pensando que se trataba de algunos poseídos, pero no. Los ojos de los tres no tenían ese rojo resplandor diabólico.

Era un señor que rondaba los cuarenta, barbado, con la cara sucia, ojos azules, teniendo un irregular corte en la mejilla derecha con sangre seca regada hasta el cuello. Tras él, avanzaban dos mujeres a trompicones entre los cuerpos; una que aparentaba quince años, de vestido largo con telas blancas desgastadas, y otra que, seguro, tenía la misma edad que el hombre.

Quizás eran padre, madre e hija.

Illiam intercambió miradas con ellos, pero ninguno de los dos lados dijo nada y siguieron caminando tras la horda, aminorando de vez en cuando el paso al encontrarse muy cerca de ella, conteniendo la respiración cada vez que un nuevo poseído se unía a la manada; y más personas, de diferentes edades, sexos, seguían saliendo de algunas casas que parecían haberse salvado del conflicto, siguiendo los pasos que marcaba la horda.

Nadie decía nada, teniendo todos, esa misma expresión llena de incertidumbre y miedo; sobre todo Illiam, quien estaba acostumbrado a esperar lo peor de cualquier situación. La única persona que no parecía asustada, era Elisabeth (aunque Illiam no podía verle la cara, ya que ella estaba delante, guiándolo); ella daba la sensación de estar, incluso, algo emocionada. ¿Era posible eso, que estuviera emocionada? Tratándose de alguien tan raro como ella, a Illiam no le extrañaría que así fuera.

Caminaron varios minutos con, aproximadamente, una veintena de curiosos acompañantes a sus espaldas.

Al horizonte del norte, podía verse en la distancia, el gris cordón de la alta muralla que se alzaba sobre los techos y las copas de algunos árboles cercanos; Illiam ya estaba cerca de la plaza que unía a los barrios Villa Sol y Cueltas, cuyos eran la cara de recibimiento de todo aquel que llegara a Seronia por la enorme puerta metálica del norte. ¿Qué pasaba allá?

Hasta ese punto, la horda de ojos rojos había crecido en gran medida por todos aquellos remanentes poseídos que deambulaban sin rumbo entre los callejones y calles solitarias.

«¿Por qué la plaza?», se preguntó él.

"El Vestigio". "El Vestigio". "¿Dónde está el Vestigio?", repetían sin parar esas voces cancinas de ojos rojos, como una orquesta compuesta de lúgubres quejidos.

Illiam escuchó hablar a un pequeño grupito de mujeres a su izquierda, preguntándose entre ellas: ¿qué es el Vestigio?

«Yo también quisiera saberlo», pensó Illiam, uniéndose imaginariamente a la conversación de las desaliñadas mujeres que, por sus expresiones de agobio, parecían muy cansadas.

Él también lo estaba. El agotamiento le hacía dar tumbos de vez en cuando hacia los lados, pero la curiosidad de saber qué pasaba, hacia dónde iban esos monstruos, lo hacía seguir avanzando, pese al miedo que poco a poco se acrecentaba en su interior

Más adelante, el camino se unió a otra gruesa calle que, a su vez, se vinculada a varios senderos que serpenteaban entre tiendas, torreones de piedra y otros barrios que ascendía por colinas adoquinadas, al oeste, donde otro enorme grupo de ojos rojos (realmente enorme), se unió al que Illiam perseguía.

¿Cuántos eran ya? ¿Cientos? ¿Miles? Parecía como si toda Seronia se estuviera congregando en un solo punto.

Concentrando su atención aún más al oeste, Illiam vio interminables oleadas de personas ojos rojos hasta donde la vista alcanzaba, llenando las calles, senderos, colinas y montañas, hombro a hombro, intentando abrirse paso entre ellos mismos. Debido a la monstruosa cantidad de poseídos que había, se les dificultaba andar sin tropezar. Eso provocó que el chico sintiese escalofríos. Algunos ojos rojos cayeron al suelo, los niños más pequeños, siendo, sin clemencia, aplastados por otros poseídos, que, con sus rojas y brillantes miradas perdidas en el cielo nocturno, seguían avanzando en una marcha perezosa y constante.

Illiam fue presa de un sordo dolor en el pecho al ver esa escena, en compañía de una invisible presión a los costados de su cabeza que, si no hubiese sido por el firme agarre que Elisabeth ejercía en su muñeca, se hubiera caído.

La ahora masiva horda de ojos rojos, tomó la calle principal, hacia la puerta; pero en ese punto, ni Illiam, ni nadie podía pasar, ya que los poseídos seguían reuniéndose en un mismo punto, apretujándose contra las paredes de algunas casas y tiendas de la zona, llenando por completo cada espacio del ancho sendero. No había lugar por donde pasar, porque ni siquiera los mismos ojos rojos tenían el placer de moverse libremente.

«¿Y ahora? ¿Mejor regresamos?», debatió Illiam en su cabeza, sintiendo desesperación al ver a todas esas personas agrupadas sin (quizás) poder respirar con facilidad. «Es mejor que nos vaya...»

—¡Vienen por detrás! —resonó un grito desesperado. Una mujer. Tenía un trapo alrededor de su cabeza que hacía de diadema, y miraba en sentido contrario, aterrada.

Illiam se giró. Deseó no haberlo hecho.  

Se topó con algo horrible.

Había otro denso grupo de ojos rojos siguiéndolos por detrás.

Estaban rodeados, todos, atrapados en esa calle.

El chico vio un callejón, a su derecha. Si escogía ir por ese camino, saldrían al otro lado y podrían regresar a la casa Vienna sin problemas, pero... ese lado también estaba abarrotado; incluso había poseídos ingresando al callejón desde el otro extremo, de seguro intentando hallar otro camino para llegar a la puerta.

«¡¿Qué haremos?! ¡¿Qué haremos?! ¡¿Qué haremos?!», se preguntaba él, siendo invadido por una tremenda desesperanza.

No había por donde meterse. Toda la zona estaba colapsada (adelante, por atrás, izquierda y derecha), y ahora los chismosos que decidieron, inteligentemente, perseguir a una horda de endemoniados (Illiam incluido), iban a quedar atrapados entre toda esa enorme multitud y, muy seguramente, terminarían aplastados como esos niños de antes.

—Nos encerraron —dijo el chico, sintiendo el corazón en la garganta—. ¿A mí... a mí quién me mandó a meterme aquí?

Sus manos sudaban a mares.

—No. —Elisabeth negó con la cabeza. Afianzó aún más el agarre en la muñeca de Illiam, y lo llevó por el mismo callejón que él vio antes.

—¡No podemos pasar por allá! —gritó el chico; temía toparse con dos de esas personas ojos rojos que venían por allí (una anciana y un joven de prominente estatura).

—Tranquilízate —pidió Elisabeth con una extraordinaria serenidad, e ingresaron al callejón—. ¡Mira lo lento que caminan!

Corrieron un par de metros, pasando entre algunos desperdicios de comida que olían a putrefacción y a mierda. Los poseídos apenas habían dado unos cuantos pasos desde que entraron al callejón, por lo que aún se encontraban bastante lejos, sus ojos destellando escarlata en la penumbra de aquel estrecho sendero. Se acercaban lentamente mientras susurraban su famosa frase: "¿Dónde está el Vestigio?", provocando en Illiam, un revoltijo en su estómago seguido por náuseas y arcadas; recordaba la voz de su hermana, preguntando exactamente lo mismo.

Elisabeth detuvo su avance y señaló algo en la pared izquierda.

—Unas escaleras —dijo Illiam, sintiendo nuevamente esperanzas.

—¡Sube! —pidió Elisabeth, con urgencia, mirando hacia los lados—. Yo iré detrás.

—¡Sube tú primero!

Elisabeth obedeció y comenzó a subir las escaleras. A Illiam le parecía que ella iba muy lento, y repetidas veces echaba un vistazo a los dos ojos rojos que se acercaban (aunque parecían por completo indiferentes a su presencia). Illiam subió tras ella, aferrándose a los fríos barrotes de hierro como si su vida dependiera de ello. Su cuerpo pesaba como un bulto de papa, o esa era lo que a él le parecía. ¿Qué le pasaba? Había comenzado a odiar la forma en que su cuerpo reaccionaba cuando tenía miedo. En cambio, arriba de él, Elisabeth subía con mucha naturalidad, como si no tuviera nada de qué preocuparse, dejando una amplia brecha entre los dos.

«¡Ojalá esto fuese una pesadilla!», pensó Illiam, sintiendo la garganta seca.

Las escaleras formaban parte de un torreón de vigilancia; había varios dispuestos a lo largo de la calle principal, pero no había ni un solo guardia ocupando las posiciones. ¿Acaso se habrían convertido en esas abominaciones que solo buscaban el enigmático Vestigio?

Lo que parecía una eternidad mientras subía, por fin estaba terminando. Elisabeth llegó primero que él a la cima. Luego Illiam, bastante agitado, desplomándose al suelo, de espaldas, observando las sombras arriba, allá donde las vigas del techo de madera se entrelazaban, agradecido de estar en un lugar fuera del alcance de esos seres que ya no eran humanos.

Elisabeth, por el contrario de Illiam, que le temblaban las piernas, caminó y se asomó al filo del parapeto para continuar observando el evento del momento.

¿Cómo tenía tanta energía ella?, se preguntaba el chico, pero luego él recordó que no había comido nada desde el día anterior.

¿Qué horas eran? ¿Las tres de la mañana, quizás?

Y la última vez que se echó algo al estómago, el sol apenas se estaba ocultando. Entonces recordó la torta que había dejado en casa, esa misma que estuvo a punto de comer con Lissa justo antes de que llegara Claria como pregonera del infierno a tocar la puerta.

Se le hizo agua la boca, además de que también tenía sed.

¿Por qué demonios no comió antes? Ahora mismo se sentía capaz de poder comerse a Pita entera.

En eso, los gritos de algunas personas, de esas que estuvieron acompañándolos antes, resonaron; mujeres y hombres. El chico apretó los ojos, intentando ignorar el desgarrador sonido de sus voces.

—Pobre gente —dijo Elisabeth, con una voz un tanto caída.

—¿Qué les está pasando? —preguntó Illiam.

—Oh...

Los gritos cesaron.

—¿Qué pasó? ¡Elisabeth!

—Pues... algunos cayeron... y, bueno, los pisaron. Tres mujeres están siendo arrastradas; ya casi no las veo. —Era cierto; Illiam pudo escuchar sus gritos que poco a poco se alejaban—. Y unos pocos escaparon entre los callejones, aunque ya los perdí de vista.

—Dios...

Se sintió un poco triste por todos. ¿Pero qué más podía hacer? Su estómago crujió al imaginar el estado en el que quedaron los cuerpos, allá, aplastados por centenares de pies que los amasaron.

—Illiam, mira esto —dijo Elisabeth, con una voz sorprendida—. Es como si todos en Seronia se hubieran convertido en esas cosas. Por donde sea que miro, hay de esa gente.

Illiam se obligó a ponerse en pie (aunque podría haberse quedado dormido en esa posición). Vio la espalda de Elisabeth, arropada por su negro y lacio cabello que bajaba un poco más allá de la mitad de su espalda. Sus hombros delgados, cubiertos por las mangas de su sucio vestido blanco, a diferencia de los de él (que temblaban de frío y de miedo), permanecían quietos, serenos, sin ninguna precipitación o agitación.

—¡Apúrate! —pidió ella.

—Ya voy...

Caminó y, sin saber muy bien si quería (o no) ver lo que había más allá del parapeto y la espalda de Elisabeth, se hizo a un lado de ella, con el corazón en vilo.

—¿Qué es esto? —preguntó, soltando una pequeña risa nerviosa. Tuvo que sostenerse del parapeto de madera para evitar que su cuerpo se fuera para atrás.

Su respiración se tornó agitada.

—Esto es obra de demonios, Illiam —replicó Elisabeth, mirando a Illiam de reojo con una seria expresión que él no comprendía.

El chico pudo ver la plaza donde horas antes estuvo esperando a su hermana. La fuente, que era el corazón de la plaza, tenía partes de cuerpos flotando en sus frías aguas, y era rodeada por una cantidad exorbitante de personas que miraban hacia arriba, quizás en busca de un poco de aire en medio de ese gentío.

Apestaba a humo. La iglesia, al este, estaba en llamas; una iglesia que antes de todo... fue el orgullo de Villa Sol y Cueltas; era grande y magnífica, blanca, llena de ventanas a los alrededores, dos pisos y torres enormes en las esquinas, con un enorme ojo metálico, dorado en lo alto de la puerta, un ojo que, según los creyentes en Arteus, podía verlo todo en Seronia.

«Arteus, mi Dios», pensó el chico, «¿estás viendo todo esto? ¿Te divierte? Seguro que sí. Oye Vienna, allí está tu Dios observando a toda esta gente siendo manipulada por los demonios sin mover ningún dedo.»

El establo que había cerca de la iglesia, que pertenecía al gremio, también ardía, e Illiam pudo ver a varios caballos tirados y chamuscados.

—Pobrecitos... —susurró, sintiendo un nudo en la garganta, y agradecido de que Lissa no hubiera decidido dejar a Luna allá, cuando llegó de la expedición.

La calle principal que trazaba de este a oeste, cerca de los muros, estaba completamente obstruida por la gris masa de poseídos que se congregaban en la plaza. Había varias farolas de Piedra Cálida volcadas, y muchos de los ojos rojos tropezaban y caían, provocando que, a su vez, otros cayesen y fueran aplastados por aquellos que lograban mantener el equilibro.

Era sofocante el solo hecho de observar a todas esas personas, hombro a hombro, intentando avanzar en medio del tumulto.

«Siento... siento ganas de vomitar...»

El viento traía consigo un nauseabundo aroma a sudor y sangre.

—Están saliendo, Illiam —comentó Elisabeth—. ¿Se van de aquí?

La puerta de la muralla, a una distancia de diez o quince metros del torreón que ellos dos ocupaban, estaba destruida, como si hubiera sido asediada con catapultas o cañones, dejando un boquete irregular que aún, en sus bordes, humeaba.

«Era... una puerta hecha con una mezcla de granito y titanio. ¿Cómo fue destruida?», se preguntó.

No había respuesta clara.

La gente estaba saliendo por allí, apiñándose como ratas en el umbral que separaba a Seronia del exterior. Todos (los que alcanzaban a salir) extendiéndose como un abanico, iban abriéndose al horizonte del páramo más allá de los muros, como una gigantesca mancha en la blanca nieve.

—Es verdad... se están yendo —corroboró Illiam, sintiéndose extraño porque, ¿qué iba a pasar con toda esa gente poseída?

¿Abría personas que Illiam conocía caminando entre la multitud? Probablemente sí, pero no tenía forma de averiguarlo, ya que, desde la altura en la que se encontraba, solo podía ver sus cabezas, sus peinados (algunas mujeres con trenzas, otras con el cabello suelto, hombres calvos y otros con abundancia; e incluso había destellos de armaduras de algunos guardias reales), pero nada más.

A Elisabeth pareció llamarle la atención algo, ya que se despegó del parapeto (había tenido casi todo el pecho apoyado en la madera, intentando ver bien), y se giró hacia atrás.

—Illiam...

Ella lo llamó, y su voz anonadada, hizo que él se girara en menos de un segundo.

—...

Se quedó sin palabras.

Al sur, más allá de los barrios pobres y de clase media que ascendían al corazón de Seronia, como si fuese una escalinata de techos humeantes y chisporroteantes que dirigía al castillo del rey, pudo ver la catástrofe con mejor claridad que antes.

El reino de Seronia era próspero, con el mayor poder militar existente hasta la fecha, rico en recursos pese a las inclemencias del invierno, rodeado por una poderosa muralla de granito y mármol que le daba un toque blancuzco, casi impenetrable; pero ahora todo estaba en llamas.

El castillo, antes blanco, pulcro, de sólidas paredes de pizarra y oro mezclado en cada esquina, ardía al sur como una enorme fogata plantada en medio de Seronia. Sus altísimas cuatro torres en cada extremo, se caían a pedazos como la esperma de una vela consumiéndose por el fuego.

¿Acaso había muerto el rey?

No podía creer que este horror, esta catástrofe, hubiese sido tan masiva; jamás habría imaginado ver a Seronia, un reino que antaño salió victorioso de incontables guerras, mismo del que surgían los más grandes y legendarios guerreros conocidos en cada rincón de La Estirpe Unificada, derrotado y, prácticamente, masacrado en unas cuantas horas por una fuerza desconocida, por algo maligno que iba más allá de todo entendimiento.

—Illiam, mira, Hadas Rojas —señaló Elisabeth, apuntando con su dedo las calles que estaban cerca.

Ya no había tantos ojos rojos viniendo del sur, ni del este y oeste; tan solo unos pocos rezagados que pronto irían a unirse a la multitud de la plaza.

—¿Qué es eso? —preguntó Illiam, confundido.

Illiam pudo notar docenas de pequeños puntos rojos y lumínicos que flotaban alrededor de los cadáveres, similares a luciérnagas.

—¿No sabes lo que son? ¿En serio? —preguntó Elisabeth, incrédula.

¿Acaso era algo de conocimiento general?

—No... —Illiam no apartó la mirada de lo que sucedía con esas luces.

Muchos de los pequeños puntos de luz roja comenzaron a meterse en el interior de los cuerpos, de las extremidades cercenadas y de cualquier parte esparcida por allí de la que brotara sangre; y otras lucecitas escarlatas que continuaban apareciendo de la nada, se limitaban a flotar en el aire, transportándose de un lugar a otro, dejando estelas por donde pasaban.

Elisabeth las llamó "Hadas Rojas".

Illiam nunca había visto algo tan... hermoso como esas pequeñas estrellitas (así las veía él en su cabeza).

—No se sabe mucho de ellas —Comenzó a explicar Elisabeth—, pero mamá me contó que las Hadas Rojas siempre están alrededor nuestro, y que solo se hacen visibles cuando hay muchos cuerpos de los que puedan absorber energía.

—¿Qué energía podría tener un cuerpo?

—Todo a nuestro alrededor contiene energía.

Illiam no supo qué responder a eso, y siguió contemplando (extrañamente maravillado y temeroso) a las Hadas Rojas que danzaban en el espacio, entre los cuerpos, por aquí y por allá, iluminando las ventanas de algunas casas en llamas menguantes, las paredes grises de tiendas de espadas, artilugios mágicos y los adoquines de las aceras. El espacio entero se vio consumido por el rojizo resplandor, sumando a las Hadas y a la roja Luna en el cielo que se reflejaba en varios charcos de sangre ya congelados.

Pero el peso del cansancio, del hambre, hicieron que el chico trastabillara y un relampagueante dolor surcó la zona de su frente, allí donde tenía la herida que se hizo cuando Lissa y Claria combatieron antes. Vienna la había limpiado, pero obviamente aún no sanaba, no en tan poco tiempo.

—¿Estás bien? —Elisabeth lo miró, preocupada y se apresuró a tomarlo por el hombro, impidiendo que siguiera tambaleándose.

—Es... yo...

Estaba tan cansado, tan agotado. Sus rodillas temblaban; y además tenía mucha hambre.

«Maldita sea, ¿por qué no comí?», fue el último pensamiento que tuvo antes de cerrar los ojos y desplomarse sobre Elisabeth.

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