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Capítulo 7: La Horda

Illiam

Illiam permanecía sentado, inmóvil frente al comedor, observando el plato de barro que contenía arroz y un pequeño trozo de carne intacto y frío. Tenía las palmas heladas puestas delicadamente sobre los muslos.

Afuera nevaba fuerte, casi como una ventisca.

A pesar de que la señora Vienna había cerrado todas las ventanas y puertas (excepto una), el frío se colaba implacable, congelando las paredes y el suelo. Ella pensó en encender la chimenea, pero desistió, preocupada de que el humo pudiera delatar su presencia a cualquiera que estuviera fuera.

El frío no era problema para Illiam, incluso deseó que hiciera más para que así la señora se callara la boca de una buena vez, porque no paraba de hablar sobre cualquier cosa que parecía cruzarse por su cabeza.

«Sí... seguro habla y habla por querer hacerme sentir mejor.»

Lo sabía, Vienna solo estaba preocupada por él, pero era inútil. Nada de lo que ella dijera podía hacer que olvidara los horrores vividos, y ninguna cosa en el mundo iba a ser capaz de traer de vuelta a su hermana; estaba muerta, y con ella, todo a su alrededor también parecía estarlo. ¿Cómo sentir consuelo si ya había experimentado lo peor? Imposible.

Lo único que sí percibía en medio de su perturbada visión del mundo, eran los verdes ojos de la pálida Elisabeth que, desde su despertar, no lo dejaba ni un segundo solo; se pegaba a él como si fuera una pequeña mascota fiel a su dueño, sentada a su derecha en la otra silla comiendo a gusto como si no hubiera decenas de cuerpos siendo cubiertos por la nieve; y a Illiam, aunque le parecía extraño su comportamiento, no le molestaba su presencia, es más, la aceptaba.

—Se nota que le agradaste mucho a esa linda niña, Illiam —comentó Vienna, por décima vez, sentada al otro lado de la mesa, intercalando sus ojos divertidos (forzados) entre Illiam y Elisabeth, justo antes de meterse un bocado de arroz con la cuchara—. La encontré... Ug... perdón. —Al haber hablado con la boca llena, se atoró, así que bebió un poco de agua de su vaso, e hizo carraspear la garganta—. Lo siento. Decía que la encontré en un callejón, sola, en medio de... —Vienna contrajo su expresión, cerró los ojos y sonrió nerviosamente; lo más seguro era que estuvo a punto de decir algo desagradable—. Lo siento. El caso es que la cogí porque estaba sola y me la traje. No había hablado conmigo; ¡en serio! Esta niña no hablaba a pesar de que le pregunté de todo para saber si sus padres estaban por allí, pero contigo se soltó apenas te vio; quiso estar a tu lado cuando te traje inconsciente e insistió en cuidarte. Quizás la conozcas. ¿No es de tu escuela?

Illiam se preguntó si debía responderle, o si, por el contrario, la ignoraría como venía haciendo desde hace un buen rato.

—¿Illiam, pequeño? ¿Me escuchaste? —preguntó Vienna, con dulzura, amabilidad—. ¿La conoces? Vamos, niño, dime algo, por favor...

La señora parecía que iba a ponerse a llorar, así que Illiam, aunque no quería hablar, le respondió.

—No, no la conozco.

A Vienna se le iluminó el rostro y sonrió un poco, esta vez genuinamente, sin forzar ningún centímetro de su rostro.

—No has preguntado por él —añadió ella—, pero tengo el abrigo de tu hermana en la cocina, cerca del fuego, allá atrás. Estaba mojado, y quise secarlo un poco.

—Mm. —Fue la respuesta de Illiam.

—Sí —continuó Vienna, soltando palabras sin parar—, y no te preocupes por la Yegua. Hace un rato salí con mi ballesta y di una vuelta por acá. No hay nadie, así que está segura en el pequeño establo del patio trasero, con Pita y con mucho heno, y en caso de que alguien entre, yo me haré cargo; estoy lista, mira. —Vienna tenía la ballesta en sus piernas, y la alzó con las dos manos por encima de la mesa para enseñarla—. ¿Ves?

—Sí... —Asintió Illiam, negándose internamente a dar un bocado a su cena, porque sentía que vomitaría al instante. No quería comer nada.

—Oh... hace mucho que no tenía la mesa llena. Se siente bien, se siente bien —agregó Vienna, y luego tomó la carne en sus manos y le dio un gran mordisco.

Al lado de Vienna, sus dos nietos, Erick y Finn, se sentaban en silencio. Eran notablemente parecidos, con rostros redondos, piel clara y cabellos dorados que caían en cascadas sobre sus hombros, vestidos idénticamente en camisolas grises y bufandas rojas.

«Ni que fueran gemelos.»

Erick y Finn dedicaban, de vez en cuando, curiosas miradas de reojo a Illiam, pero cuando se encontraban con sus ojos, rápidamente apartaban la mirada hacia su plato, un poco nerviosos.

«Tontos», pensaba Illiam.

Antes, los hermanos habían estado encerrados llorando en su habitación, aterrados por los eventos recientes. Aunque bajaron para saludar a Illiam al despertar, su estado sombrío y enojado les hizo retroceder, optando por el silencio en lugar de las palabras.

«¿Qué esperaban los dos?», se preguntaba Illiam. «¿Qué esperaban de mí?»

—Deberías ponerle un nombre —habló Elisabeth, a su derecha, de repente.

Illiam no sabía por qué, pero en cuanto Elisabeth hablaba, por instinto le prestaba atención; era algo casi instantáneo. Así que se volteó y los dos cruzaron miradas. Quizás eran esos ojos verdes que parecían jades brillantes, los causantes de que reaccionara casi involuntariamente a sus palabras.

—¿Qué? —preguntó Illiam, enarcando una ceja.

—Un nombre, a la yegua —comentó Elisabeth, echándose el último trozo de carne a la boca—. Los nombres son importantes.

—¿Cómo sabes que no tiene un nombre? —preguntó Illiam. «¿Acaso leíste mi mente otra vez, Elisabeth?»

Él no podía evitar sospechar de ella, no después de su primer encuentro cuando, extrañamente, Elisabeth completó en palabras una línea que Illiam solo había pensado sin decir una palabra; o bueno, eso era lo que él, muy en el fondo, creía, aunque sonara absurdo.

—Vienna —dijo Elisabeth, bebiendo un trago de agua en su vaso.

—¿Vienna? —repitió Illiam, enarcando una ceja, al tiempo que también bebía un poco de agua del vaso a su izquierda.

—Ella me lo dijo. —Elisabeth sonrió de medio lado.

—Oh. —Sus sospechas, como la vez anterior, cayeron en picada.

—Me contó que tu hermana siempre la llamó Yegua. Eso no es un nombre.

—Ajá. —Asintió Illiam, con gesto cabizbajo.

Ya no tenía ganas de continuar con la conversación.

—Sí. Entonces lo correcto es que le pongas uno. —Pero Elisabeth seguía insistiendo. ¿Qué le pasaba?

—Mm. —Illiam agachó la mirada, observando los gramos de arroz y el irregular corte de la carne, casi negra, que había a un lado.

—Qué tal... Luna. Es un bonito nombre —sugirió Elisabeth.

Un repentino hormigueo en sus piernas alertó a Illiam.

«¿Será posible que volvió a leer mi mente?», reflexionó, y las rodillas le temblaron; él creía con fervor, que ya no había nada más aterrador que sus recientes experiencias cercanas a la muerte, pero, sin saber con exactitud el motivo, el hecho de que anduviera alguien por allí capaz de leer sus pensamientos, lo aterraba.

—¿Cómo sabes ese nombre? —El chico se atrevió a preguntarle, abriendo sus ojos y frunciendo el ceño.

Luna era el nombre que una vez Illiam le sugirió a Lissa ponerle a la yegua, pero su hermana sencillamente dijo: "lo pensaré", y allí murió el tema. Nadie más lo supo, solo ellos dos.

—¿Que cómo lo sé? —preguntó Elisabeth, sonriendo, mostrando sus pequeños dientes blancos, confundida.

Notó que Vienna, Erick y Finn, lo estaban viendo con una expresión de extrañeza, al igual que Elisabeth, como si se estuvieran preguntando: «¿y a este qué mosca le picó?».

—Digo... Mm... —Se sintió abochornado por las miradas y se encogió de hombros—. Es que... quisiera saber cómo se te ocurrió. Es solo eso. —Al final, volvió a reformular su pregunta, cambiando completamente el enfoque anterior.

—Oh. —Elisabeth asintió, sin dejar desvanecer su linda sonrisa—. La yegua es blanca, muy blanca, y su color me hace pensar en la luna llena; aunque ahora esté roja.

—Entiendo...

Hubo un momento de silencio.

Las dos ventanas rechinaron tras su espalda. El viento soplaba con fuerza, como si quisiera abrir los postigos.

—¿Te pasa algo, niño? —preguntó Vienna, preocupada. Tenía el ceño fruncido, los ojos entrecerrados y se mordía el labio.

¿Por qué la señora tenía esa expresión?, y no solo Vienna, también sus dos nietos. «¿Qué cara tengo como para que me vean todos así?»

—No, nada —contestó, habiéndose tardado unos segundos en hacerlo.

—Está bien... —La señora Vienna no parecía muy convencida, ya que lo observó con los ojos entrecerrados y lo repasó con su mirada.

«Pero poco me importa si me crees o no, Vienna.»

—¿Abue, por qué la luna está roja? —preguntó Finn, apartando el plato ya vacío hacia adelante y tomando, entre sus dos pequeñas manos, el vaso metálico que aún contenía un poco de agua.

Hasta ahora, Illiam había ignorado el hecho de que la luna estaba roja; pero le era imposible forzar su interés en algo que no le generaba ningún tipo de estímulo.

«Está roja y ya. Puede ser por cualquier causa natural.»

—Hijo —comenzó a decir Vienna—. Yo... —Pero parecía tener problemas para continuar—. Dicen que...

Obviamente no sabía la respuesta.

—La luna está roja como una señal —explicó Elisabeth, atrayendo como un imán las miradas de todos.

—¿Qué quieres decir, niña? —preguntó Vienna.

—¿Qué señal? —Volvió a preguntar Erick, quien, al igual que su hermanito menor, apartó el plato vacío y comenzó a beber agua de su vaso.

La niña los observó a todos, con una expresión de misterio, como si estuviera a punto de echarse un cuento.

—Mm, pap... no, fue mamá, sí, ella me habló de eso una vez. Dijo que cuando hay guerras, el cielo se pone rojo.

Silencio. Todos parecían esperar más explicaciones por parte de ella, pero al ver que Elisabeth no decía nada más, Illiam se vio obligado a preguntar:

—¿O sea que es por las guerras que la luna se pone roja?

—No. La luna no está así por las guerras —negó Elisabeth.

—¿Entonces? —cuestionó Finn, apoyando los codos sobre la mesa, moviendo sus piecitos que colgaban de la silla.

—La muerte, Finn. —Elisabeth sonrió—. La luna roja, según mamá, señala la sangre derramada de los inocentes, la crueldad de los hombres, la maldad y, también, señala la magia de los demonios.

Erick y Finn ya no parecían curiosos ni expectantes, sino que asustados hasta la médula; sus ojos se pusieron llorosos.

—En las guerras —continuó Elisabeth—, siempre han sido comunes ese tipo de cosas; pero no solo hay cuerpos, o sangre, o magia, o maldad en las guerras o en batallas. Hoy, por ejemplo, Seronia, en tiempos de paz, se cubrió de muerte. Y por eso la luna está roja. Eso dijo mamá.

Illiam se sentía abrumado.

«Elisabeth», pensó él, lamiéndose un pequeño corte que tenía en el labio inferior, frunciendo el ceño, «en ningún momento dejaste de sonreír.»

—¿Y la magia demoníaca? ¿Quieres decir que alguien usó magia de demonios aquí? ¿Un demonio? —preguntó Vienna, con un deje de flaqueza en su voz.

Y a Illiam le pareció estúpida su pregunta.

«Es obvio que sí, Vienna.»

—Claro. Un demonio, o algo parecido. —Asintió Elisabeth—. ¿No lo viste con tus propios ojos?

—¿El qué? —Vienna, al igual que sus nietos, ahora parecía asustada.

—Tus amigos y tus vecinos enloquecidos —replicó Elisabeth, mirando un momento hacia el techo de madera y las vigas que se entrelazaban allá arriba—. ¿Qué magia en este mundo podría ser capaz de algo como eso?

Silencio. El ambiente se puso tenso.

—Magia demoníaca —completó Illiam.

—Pero... no... —Vienna abrió los ojos con una chispa de locura brillando en ellos; estaba perdiendo la compostura—. Dios nos protege...

—Papá dijo una vez, que Dios solo se divierte con nosotros, señora Vienna —Elisabeth seguía sonriendo—, y que es estúpido creer que estamos a salvo gracias a él.

—¿Có...Cómo puedes decir todo esto siendo tan pequeña, Elisabeth? Yo...

—Pero es la verdad, Vienna. —Elisabeth cortó en seco las palabras de la señora, con voz llena de certeza, una certeza que parecía aterrar a Vienna.

Illiam estaba de acuerdo con Elisabeth. Dios no era más que un agente del caos, porque, teniendo el poder de salvar, se quedaba de brazos cruzados, viendo cómo sus "hijos" morían.

—No. —Vienna negaba con la cabeza, sonriendo con nerviosismo—, no puedes decir eso. Los niños no saben lo que dicen. Eres una niña que aún no sabe lo que dice... Tu mamá y tu papá... los dos están equivocados... No hay magia demoníaca, ni demonios en Seronia...

—Entiendo. —Asintió Elisabeth, como si se hubiera dado por vencida en convencer a Vienna, luego se volteó hacia Illiam, viéndolo fijamente con esos verdes iris que parecían brillar en la oscuridad—. Piensas lo mismo que yo, ¿verdad?

Illiam no lo tuvo que pensar ni un segundo; asintió con la cabeza, cerrando los párpados un momento, recordando a Claria, su locura, su intento de matar a Lissa, y luego pensó en Lissa, en su hermana, preguntando algo sobre un Vestigio, con los ojos igual de rojos a Claria, acercándose con intenciones asesinas, para luego verla desvivirse a sí misma con una flecha.

Si aquello no era obra de los demonios, ¿qué más podría haber causado eso?

«O fue Dios, porque él tiene el poder de hacerlo», reflexionó, «o fueron los demonios.»

—Niños, es hora de irnos a dormir. —Vienna, sosteniendo una expresión de enfado y miedo, dejó la ballesta en el suelo, recostada contra la pared tras su silla, tomó de los brazos a sus nietos asustados y al borde de las lágrimas, para luego llevárselos por el pasillo de la derecha, en diagonal al comedor—. Voy a dormir con ellos. —Se dirigió a Illiam y Elisabeth—. Hay dos habitaciones desocupadas arriba, a un lado de la mía. Si quieren descansar, son libres de ir. —Y atravesó el umbral del pasillo.

Parecía que a Vienna no le sentó nada bien la conversación que tuvieron.

«Y tanto que querías hablar, Vienna. ¿Qué ocurrió?», se preguntó Illiam, con un sórdido humor que lo hizo sonreír un poco; solo un poco.

Resonaron los pasos de Vienna y de los niños subiendo las escalas, haciendo rechinar la madera con sus botas.

—¿Es verdad lo que dijo la niña Elisabeth? —preguntó Finn, con voz delgada y quebradiza—. ¿Los demonios están aquí?

—Claro que no —negó Vienna—. Ella solo quería burlarse de ustedes, porque son unos miedosos. —Y la voz de Vienna, en apariencia confiada, llena de valor, fue menguando en la distancia, hasta que se escuchó el abrir y, posteriormente, el cerrar de una puerta.

Silencio.

Illiam se quedó allí sentado, sin decir una palabra, aunque tampoco era como si tuviera algo para decir. Solo observaba la chimenea extinta, la madera carbonizada entre las piedras ennegrecidas, sin algún pensamiento en particular, salvo el hecho de que sabía que Elisabeth estaba a su derecha, viéndolo y, quizás, sonriendo.

—¿Quieres salir y ver a Luna? —preguntó Ella.

Illiam se giró y la vio.

Elisabeth parecía una muñeca de porcelana. Sus cabellos negros, un poco enrojecidos por la luz de la luna que alcanzaba a filtrarse por las ventanas a sus espaldas, bajando por sus delgados hombros, se veía brillante, sedoso, y sus ojos verdes, como siempre, eran hipnóticos.

—¿A Luna? —preguntó Illiam.

—A la yegua. Decidí que mientras no tenga nombre, la llamaré así.

—Oh...

—¿Entonces? Está allá afuera.

Illiam guardó silencio, meditando su respuesta. Sí, quería ver a la yegua o... a Luna, pero quería preguntarle algo a Elisabeth.

—Antes dijiste que vi cosas.

—¿Qué? —La niña parecía confundida. Ladeó su cabeza hacia un lado, provocando que unos cuantos mechones negros rosaran su naricita.

—Cuando desperté. Tú me viste a los ojos y... dijiste que vi cosas horribles...

—Sí. —Asintió ella, retirando los hilos negros que rozaban sus mejillas y largas pestañas.

—Tú...

—¿Sí?

—Quiero saber qué has visto tú —expresó Illiam, cauteloso, porque no era un tema fácil de tratar.

Elisabeth, con gesto solemne, observó a Illiam entrecerrando un poco los ojos. Alzó la mirada, cerró los párpados y, manteniendo una delicada sonrisa discreta, parecía pensar.

—¿Quieres saberlo ahora mismo? —preguntó ella, sin abrir los ojos.

El comportamiento de Elisabeth no dejaba de sorprender en ningún momento a Illiam.

«Qué niña más extraña; no entiendo por qué sonríe así.»

—Sí. —Asintió Illiam.

—¿De qué quieres que te hable?

Su pregunta lo tomó por sorpresa. ¿No era obvio acaso que se refería a esta noche de pesadillas? ¿No debería Elisabeth, intuir que Illiam quería saber sobre lo que vio o vivió al momento en que Seronia enloqueció y se convirtió en un nido de asesinos y cadáveres de forma repentina?

—¿Lo preguntas en serio?

—Sí, claro. —Elisabeth parecía confundida.

«No lo puedo creer...»

—¿Qué hay de tu papá y tu mamá? —Illiam se atrevió a preguntarle, temiendo a que sus palabras no sonasen descaradas, porque podrían haber muerto—. Hace rato hablaste de ellos.

—¿Lo hice? —Elisabeth regresó la pregunta, levantando los hombros como si estuviera confundida.

«¿Qué le pasa a esta rara?»

El chico estaba perdiendo la paciencia.

—¡Sí, lo hiciste! —Él golpeó la superficie del comedor con una mano, no tan fuerte—. Cuando hablamos sobre la luna roja, contaste lo que te dijo tu mamá sobre las guerras y las muertes y todo eso. ¿Te estás haciendo la tonta?

—¿Por qué eres tan grosero? —preguntó Elisabeth, sin parar de responder con preguntas; y lo que más sacaba de quicio al chico, era que ella sonreía como si estuvieran en un escenario digno de hacerlo.

«Evita mis preguntas.»

—¿Qué? —Fue lo único que Illiam pudo decir frente al excéntrico comportamiento de Elisabeth.

—Me dijiste tonta. —Ella, en apariencia molesta, cruzó sus delgados brazos, arrugando las mangas de su vestido, bajó de la silla dando un pequeño saltito ágil, y, con pasos cortos, se dirigió al sillón que sirvió de cama para Illiam hace un rato. Tomo asiento y se acomodó, mirándolo de cuando en cuando de reojo.

Definitivamente era la chica más extraña del mundo; no cabía ninguna duda de ello. Así que el chico decidió ignorarla.

Illiam también bajó de la silla; sus pies colgaban, así que tuvo que dar un salto como ella. Trastabilló un poco pero logró mantener el equilibro, dejando atrás su plato de comida. Debatió si debía guardar la comida en alguna parte para que las moscas no la pisaran.

¿Pero qué más daba?

No le restó importancia.

Sin tener un destino claro en su mente, Illiam se adentró en el pasillo, siguiendo el camino que antes había tomado Vienna. Pasó por la cocina que, como en su casa, era una pequeña habitacioncita sin puertas, con su respectivo mesón, fogón, ollas y cajones, pero estos, a diferencia de los de su casa, que parecían madera apunto de podrirse, estaban fabricados con blanca madera de roble, pulida y barnizada.

Sobre el mesón, al lado del fogón aún humeante con restos de una reciente cocción, estaba el rojo y majestuoso abrigo de su hermana, la Arquera de Plata, extendido sobre algunas ollas y trastos. Se acercó a él, y limpió, como si estuviera espantando moscas, algo de hollín que le había caído encima.

¿Por qué su abrigo estaba allí?

Entonces recordó que la señora Vienna le había dicho que su abrigo estaba mojado y que lo puso a secar.

Illiam sonrió con melancolía. Al tocar el cuero caliente del abrigo, una punzada de dolor atravesó su pecho y un recuerdo de Lissa, sonriendo, inundó su mente.

Con movimientos lentos, tomó el abrigo y lo extendió en el aire, dejando que este cayera por sí solo sobre sus hombros, como si su cuerpo fuese abrazado por un calor similar al que sentía cuando Lissa lo rodeaba con sus brazos. Abrochó el broche plateado con forma de lobo bajo su cuello, y acomodó sus hombros para que encajaran en el molde de las hombreras del abrigo, sintiéndose decepcionado porque aún le faltaba tenerlos más largos y fuertes para llenar toda la cavidad.

Illiam se detuvo un instante, de pie, en medio del pasillo, desorientado, dándole la espalda a la cocina. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Regresar a la sala con Elisabeth? No, no tenía deseos de continuar su conversación con  ella.

El agotamiento lo embargaba, tan profundo, que podría dormir por días. Frente a él se alzaban las escaleras que conducían al segundo piso, recordando que Vienna les había ofrecido usar las dos habitaciones restantes. ¿Y si se iba acostar a dormir?

Aunque tenía sueño, no quería subir aún, no al menos hasta que...

—Ver a la yegua —concluyó.

Quizás por curiosidad de saber qué estaba haciendo Elisabeth,  Illiam caminó hacia la sala, deteniéndose al umbral que separaba al pasillo de la misma. Cuidadosamente asomó la mitad del rostro en la pared, logrando ver a la chica, allí, sentada, tarareando una extraña canción de un ritmo lento, triste; tenía una voz hermosa.

—¿Te vas a disculpar? —Elisabeth detuvo su tarareo y giró sus ojos verdes, encontrándose con los de Illiam.

Él, sin responderle, sintiéndose un poco ruborizado al haber sido descubierto espiándola, se giró y caminó de regreso. Al otro extremo del pasillo, estaba la puerta abierta que dejaba a la vista el patio trasero de Vienna.

Justo cuando dio un paso decidido a salir...

—Oye.

La voz de Elisabeth, resonando a su espalda, le dio un susto hasta el punto en que pegó un brinco bastante gracioso.

—Tranquilo, soy yo. —dijo ella, soltando débiles carcajadas mientras se cubría la boca con las manos.

Illiam se había molestado un poco, pero dando un suspiro, dejó de lado esas emociones; sabía que no tenía caso enojarse con alguien como Elisabeth, quien parecía todo menos normal.

—¿Vas a ver a Luna? —preguntó la niña cuando su risa menguó.

¿Debía contestarle? El chico lo pensó, meditó, y sin tardar mucho decidió no hacerlo. Le dio la espalda, y se dirigió con premura al patio.

—¡Oye! —La escuchó gritar a su espalda.

La única puerta que Vienna no cerró de la casa; había estado abierta por consideración a Illiam, ya que la yegua estaba afuera, en el establito, pero cuando se subió con sus nietos, olvidó cerrarla, o quizás confió en que él lo haría en caso de que decidiera irse a dormir.

Mientras tanto, esa era la única ventana hacia el exterior, que lo conectaba con la yegua de su hermana que relinchaba en la distancia en compañía del mugido de la vaca Pita.

El exterior lo recibió con un gélido beso en la cara. Si antes pensó que adentro hacía mucho frío, ahora Illiam sentía que estaba a punto de convertirse en un cubo de hielo; y eso que la nevada menguó desde hace un rato ya. 

Bajó las escaleritas del porche, escuchando los pasos de Elisabeth atrás.

El patio no era tan grande, eso pensó. Avanzó al centro, sintiendo la nieve por encima de los tobillos.

Había una cerca que rodeaba, seguramente, unos seis o siete metros de ancho, y unos cinco de largo. Había arbustos de fresa a su izquierda, un alto árbol que, aunque poco, destellaba un débil resplandor verdoso en las pocas hojas que aún sostenía en sus delgadas ramas, y a la derecha, vio el establo, construido con fina madera de fresno blanco, pulida y, a diferencia del establito en el jardín de Illiam, este no estaba chueco. La yegua y la vaca Pita estaban allí.

El espacio que compartían los animales era un poco reducido, pero lo suficientemente grande como para que los dos viraran sobre su propio eje y se acomodaran como quisieran sobre el acolchonado heno que había bajo sus patas.

Pita mugió en cuanto vio a Illiam. Agitó la testa de un lado a otro y volvió a hacer mu.

Illiam solo podía verle la cola a la yegua, ya que esta, a diferencia de Pita, miraba en sentido contrario, agitaba su cola peluda y blanca de un lado a otro, y de vez en cuando soltaba un relincho.

Antes, el chico se había sentido un poco preocupado por el frío externo, porque no quería que la yegua sufriera algún daño por ello, pero las dos bestias parecían estar muy bien dentro del establo.

No había de qué preocuparse.

—Allí está Luna —susurró Elisabeth—. ¿Ves? Hablé muy suave para no volverte a asustar. —Y soltó una risita.

Illiam la observó por encima del hombro, atrás, blanqueando los ojos. Ella estaba allí, con los pies junticos, riéndose con los ojos entrecerrados y las mejillas sonrosadas, con sus negros zapatos en punta hundidos en la nieve, un poco más arriba de los tobillos; el chico no lo había notado, pero su altura destacaba un poco más que la de ella (solo un poco).

—Vamos a saludarla —dijo Elisabeth, y, dando pequeños saltitos entre la nieve y los copos que caían del cielo, tomó la delantera.

Illiam la siguió, en silencio, caminando un poco más rápido que antes.

La yegua los escuchó, ya que se giró hacia ellos, relinchando, taconeando el heno con los cascos; parecía contenta.

—¡Hola, Luna! —Elisabeth llegó primero, y tocó el gran hocico de la yegua que soltaba enormes nubes blancas por las fosas—. Oh, hola a ti también, Pita. —Y luego le dio unas suaves palmaditas en el entrecejo a la vaca, quien hizo mu y agitó la cabeza.

Pero cuando el chico estuvo a unos cuántos pasos de llegar, la yegua se enloqueció y se levantó en dos patas, relinchando, asustada, con su cabeza tocando el techo del establo.

Elisabeth intentó tranquilizarla, pero era imposible. Pita también estaba inquieta, removiéndose, girando y lanzando mugidos que sonaban desesperados.

Illiam sintió el corazón agitarse en su pecho. Temblores envolvieron sus extremidades, y la sensación de que algo ocurría, envió corrientes a través de su espina dorsal, de arriba hacia abajo.

Entonces giró su cabeza y miró el ancho sendero que había al otro lado de la cerca, mismo que separaba a esta casa de las había enfrente, algunas destruidas, con sus vidrios rotos y cadáveres en los jardines inhóspitos de vegetación.

Hasta ahora, desde que salió, estuvo pensando únicamente en la yegua y había ignorado los montículos de cuerpos regados por la calle, partes, órganos, charcos de sangre que formaban barro entre la nieve teñida de escarlata y...

Dejó de ver, porque sintió ganas de vomitar.

—¿Qué es esto? —preguntó Illiam, horrorizado.

Pero no eran los cuerpos, ni la sangre, ni la imagen impactante de todo aquello junto lo que hizo que los animales se agitaran y asustaran.

En medio de la calle, desde el sur, avanzando entre los muertos, había una horda de harapientas personas que daban cansados pasos sincronizados, manteniendo un mismo y lento ritmo, y sus ojos, espeluznantes, malignos, brillaban de rojo, un destellante tono rojizo que podía verse incluso desde la lejana posición en la que Illiam se encontraba.

Se quedó paralizado, con la boca abierta. Entonces recordó la cara de su hermana, sonriente y con los ojos escarlatas, viéndolo, acercándose a él con esa intención asesina que lo abrumaba.

Se envió las manos a la cabeza, como un reflejo que su mente envió a su cuerpo de forma involuntaria, quizás en un intento por espantar esa imagen.

—Vestigio... El Vestigio... ¿Alguien...? ¿Sabes donde está el Vestigio? —decía a nadie, con voz entrecortada y cansina, una niña de quizás ocho años, abrazando en su pecho un oso de felpa café, untado de sangre en la cabeza, avanzando por la calle.

Tras ella, caminaba una docena... no, una veintena de personas; o incluso más (Illiam no se paró a contarlas), y todas repetían las mismas palabras de la niña, con voces exhaustas, debilitadas.

Illiam retrocedió dos pasos. La horda se acercaba.

—El... el Vestigio...

—¿Alguien ha visto... el... Vestigio?

—Necesi...to en...contrar el Vestigio...

«¿Qué es este maldito Vestigio?», se preguntó el chico.

Pero esas personas no parecían interesadas en matar. Pese a la algarabía de la yegua y Pita, siguieron de largo, hacia el norte; y teniéndolos así de cerca, Illiam advirtió que había incluso más de cuarenta ojos rojos caminando en ese mismo grupo, siendo bañados por la roja luz que despedía la luna y el tenue resplandor amarillento que emitían los faroles de Piedra Cálida en las aceras.

—Por allá hay más —comentó Elisabeth; el chico se había olvidado de ella por completo—. Mira, allá. —Ella caminó, posándose a un lado de él, y señaló con su dedo, hacia al sureste.

Al principio, Illiam no supo qué era lo que Elisabeth intentaba mostrarle, pues al frente solo había casas y farolas derribadas. Pero aguzando la vista, intentando ver en medio de esas nubes de humo que despedían algunas viviendas consumidas, notó, por encima de los techos, otras edificaciones destruidas y en llamas que había en la distancia: torreones, hogares, graneros, tiendas, todos erigidos sobre colinas y montañas llenas de árboles que ardían junto a hogueras.

—Sí... los veo...

Vio pequeñas siluetas entre esas lejanas calles y callejuelas saliendo de diversas zonas como cucarachas que se unían a otros grupos, grupos que, a su vez, se unían a otros y así consecutivamente, formando un inmenso lago de personas de ojos rojos que avanzaba en una misma dirección.

Al norte.

Illiam sentía que la respiración se le cortaba.

¿Qué estaba ocurriendo?

¿Qué había en el norte?

Debía averiguarlo... ¿En serio debía?

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