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Capítulo 16: Resignación

Illiam

Ya no tenía claro cuántas semanas habían pasado desde que partieron de Seronia. En un principio intentó mantener en cuenta los días que pasaban; un pasatiempo estúpido que adquirió para matar el rato. Pero un día de repente perdió la cuenta, y se dio por vencido.

Ahora viajaba sin tener consciencia del tiempo, aburrido ya de siempre contemplar las mismas montañas verdes y las mismas piedras de siempre. 

Las veces en que los mercenarios dejaban salir a los esclavos, Illiam aprovechaba la ocasión para observar algo diferente a esos barrotes y esos árboles monótonos. Pero no, ni siquiera fuera de la jaula podía ver algo distinto.

Así que, habiendo perdido prácticamente el interés por observar lo que ocurría afuera de su jaula, optó por pensar, reflexionar mucho más de lo normal, encerrándose peligrosamente en su propia cabeza.

«Odia con toda tu alma. En tiempos de odio como estos, debes aferrarte a ello», Illiam siempre recordaba esas palabras desde que las escuchó. Le costaba aceptar que, quien se las había dicho, no fue nadie más que Elisabeth, esa niña que quizás tenía su misma edad, alguien que se pasaba la vida con una actitud que reflejaba falta de interés hacia el mundo y que tenía una extraña devoción hacia él.

¿Quién era exactamente Elisabeth?

¿Y de qué era capaz?

¿Veía el futuro?

¿Leía mentes?

¿Las dos cosas al mismo tiempo?

Illiam no podría llegar a imaginar los alcances de sus supuestas habilidades, pero (y aunque estaba impactado de su propia reacción al respecto) tampoco era como si aquello lo sorprendiera.

Después de todo...

Desde el quince de enero, aquella noche cuando su hermana llegó a Seronia tras la larga expedición del Bosque Profano, ocurrió "eso" que le estaba dando la vuelta al mundo entero: la invasión de un demonio comandando a un ejército de poseídos ojos rojos.

¿Que si Elisabeth tenía poderes? Bueno, ¿acaso era eso más sorprendente que un demonio caminando en la tierra con el poder de controlar los corazones de las personas?

Claro que no, al menos no desde el punto de vista del chico.

Sí, por supuesto, claro, no era como si no se sintiese intrigado hacia ella; ¡es más!, había estado pensando en Elisabeth desde aquella noche que Kansell sufrió el mayor de los martirios.

De hecho, desde su punto de vista como esclavo (encerrado la mayor parte del tiempo en una jaula sin algo en particular que hacer), no había nada más interesante que los secretos de la enigmática Elisabeth.

Y aun así...

Aunque Elisabeth era lo suficientemente interesante como para llamar su atención...

Illiam tenía una "cierta" preocupación que lo distraía, que lo alejaba de su interés y reflexiones hacia ella.

Lo atormentaban voces.

O fantasmas.

Almas en pena.

Espíritus.

O quizás su mente.

Escuchaba voces, concretamente los gritos de Kansell:

«¡Por favor Dios! ¡Por favor Arteus! ¡Jolam! ¡Ayuda! ¡Que alguien me ayude! ¡No! ¡No, por favor! ¡No! ¡Mamá! ¡Papá!» Al inicio los gritos se presentaban tan lejanos que podrían haberse confundido con el silbido del viento, dándole a Illiam cierto control sobre la situación y logrando lidiar con ello  sencillamente ignorándolo. Pero los episodios fueron empeorando a un ritmo preocupante.

La primera vez que ocurrió con tal intensidad, que el acto de ignorar no llegó a funcionar, había sido la cuarta noche después de lo ocurrido con Kansell.

Resonando entre las montañas, las rocas y los árboles que rodeaban el camino de la caravana, la había escuchado... a Kansell, sus llantos, sus penas, helando su sangre, congelándole hasta el alma. Pero a diferencia de esas primeras veces en que la escuchaba con la misma intensidad con que percibía el chillido de una lagartija, en esa ocasión, los gritos de Kansell fueron monstruosos, estruendosos, sorprendiendo a Illiam quien, aterrado, había soltado un alarido aún más fuerte, despertando a todo el mundo y provocando una sucesión de gritos de pánico que se iban propagando entre los esclavos de otras jaulas; por supuesto, se habían asustado, temieron por sus vidas.

Si no hubiese sido por Brown, esa vez Illiam hubiera recibido una paliza de parte de los mercenarios por haber sido escandaloso. En su lugar, solo fue reprendido severamente por parte del jefe de esclavistas.

Al día siguiente de esa noche, después de haberle preguntado a Elisabeth si también había escuchado a Kansell y de haber recibido una negativa de su parte, fue cuando entendió que los gritos podrían no ser reales, por mucho que así lo parecieran.

No eran reales.

No eran reales.

No eran reales.

Tenía que repetírselo a sí mismo tantas veces como fuera necesario para convencerse de ello.


Otro día más pasó, sin tener presente qué número lo representaba...

«No es real», decía en su mente, allí, sentado, su espalda contra los barrotes, sus ojos llenos de lágrimas y, al mismo tiempo, vacíos, observando las montañas en la distancia, los bosquecillos que destellaban luz verde a través de las hojas de los árboles benditos, sus alrededores, todo mientras los demás dormían. Los gritos de Kansell acosándolo en plena noche de blanca luna llena:

—¡Que alguien los detenga, por favor! ¡No! ¡Mamá!

«Está muerta. No es real. No es real», pensaba, mientras se rascaba con violencia el empine de su mano derecha, provocándose un raspón del que ya había comenzado a emanar sangre. «Está muerta. Está muerta. Está muerta.» Y seguía rascándose sin importarle el dolor de su hería que continuaba abriéndose. De hecho, quería... no, deseaba desesperadamente que ardiera más.

El dolor se extendía por toda su mano, sintiendo al mismo tiempo cómo los gritos de Kansell se desvanecían en la distancia.

—No eres real, Kansell —dijo Illiam, susurrando, parpadeando un par de veces, provocando el recorrido de una lágrima por su mejilla derecha—. No eres real, pero te escucho como si te tuviera metida en mi cabeza—. Y luego rio discretamente. No supo qué había sido lo que le produjo gracia, pero comenzó a reírse sintiendo un frío martilleo en el pecho y gozando del silencio que produjo el fin del llanto de Kansell.

Luego se fijó en la herida que se había hecho en el dorso de su mano izquierda, una línea horizontal, irregular, con trocitos de piel desprendidos alrededor del agujero poco profundo. Ardía, ardía demasiado. Illiam sentía como si lo hubieran quemado con una varilla al rojo vivo, pero esa era la única sensación fuerte que espantaba a Kansell.

Pero aquello, el haber superado este episodio con Kansell, por supuesto, no lo hizo sentirse menos abatido que antes. De hecho, se sentía más desdichado que al principio, pues ahora debía lidiar con estas voces. ¿Qué tan suertudo podía ser Illiam?

Pero Illiam no era el único que la pasaba mal.

Jolam.

Ese chico parecía un alma en pena; perdió mucho peso, la musculatura que tanta imponencia le brindaba a su imagen prácticamente había desaparecido.

Illiam lo estaba viendo en ese momento, allí, tirado en un rincón, apartado de todos, acostado de medio lado en una posición fetal, durmiendo, temblando y soltando quejidos de vez en cuando.

¿Estaría teniendo pesadillas?, se preguntaba Illiam, concentrándose en él, aguzando el oído para poder escuchar lo que Jolam susurraba:

—Lo... siento... Lo siento... Kansell... Lo... —Era lo que decía.

«Así que también estás siendo acosado por Kansell, eh Jolam.»

Illiam cerró los ojos e intentó quedarse dormido, pero uno de los otros cuatro niños, de los menores que había en la jaula, aquel delgaducho que tenía el cabello castaño, un poco undulado, largo que rozaba sus hombros, de ojos color miel y con una pequeña rajadura cicatrizando que surcaba su pálida mejilla izquierda, se despertó gritando.

—¡Mami! ¡Mamá! —Su voz se desgarraba con cada palabra. Como un resorte, irguió la mitad de su cuerpo quedando sentado, aunque aún seguía dormido—. ¡NO! ¡NO LE HAGAN NADA! —bramaba, agitando las manos frente a su rostro sucio, como si estuviera golpeando el aire.

Jolam despertó de un salto (como todos los demás), alerta, y dirigió una mirada al niño que aún seguía gritando. Pero luego, ese mismo Jolam que en un pasado se hubiera levantado para calmar al pequeño, se volvió a tirar sobre la madera del suelo adquiriendo la misma posición de antes, cerrando los ojos y fingiendo ignorancia. De hecho, los demás niños también habían imitado la actitud de Jolam; se apartaron un poco, se acostaron y cerraron sus ojos.

Al poco tiempo, Illiam escuchó pisadas por encima de su cabeza, allá, arriba de la jaula. Vio a un delgado hombre que tenía la mitad de la nariz cortada y el ojo izquierdo cubierto por un parche.

—¡Cierra la maldita boca! —ordenó ese hombre con una voz hostil, potente.

Los mercenarios que no tenían caballos, solían dormir encima de las jaulas cuando no les tocaba hacer guardia nocturna. Quizás este era uno de ellos.

«Pobre hijo de puta, ¿te despertaron?», pensó Illiam, arrugando el ceño.

El mercenario frunció los labios al mismo tiempo que daba fuertes pisotones, haciendo vibrar toda la jaula, intentando callar al niño que aún continuaba llorando.

—¡Maldita mierda, voy a tener que entrar! ¡Pero espera nada más lo que te voy a hacer, muchachito de mierda! ¡A mí nadie me despierta! —amenazó aquel tipo.

Antes de que el mercenario se decidiera a ir por las llaves de las cadenas, que quizás estaban en el carruaje que encabezaba la caravana, Illiam se levantó (sin saber muy bien qué lo impulsó), y se dirigió hacia el niño que agitaba aún sus pequeñas manitos al frente, llorando con los ojos cerrados.

Illiam sentía sobre la nunca la atenta mirada del mercenario.

—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaba el pequeño.

Illiam, procurando no pisar los pies de quienes fingían estar durmiendo, se acercó al niño y lo tomó por los hombros.

—Oye... —lo llamó agitándole el cuerpo de un lado a otro, pero el niño parecía no haberlo escuchado—. ¡Ey, cállate, te van a pegar! —Pero los gritos del niño se hicieron aún más potentes, gritando "Mamá", como si fuera la única palabra que supiera. Entonces... Illiam no tuvo más remedio que propinarle una cachetada con el dorso de la mano. El niño, aturdido, lagrimeando aún, miró con aterrada expresión a Illiam sin decir una palabra.

—Bien, bien. Eh... tranquilízate... tu... tu nombre... Em... —Illiam no sabía su nombre, y tampoco era bueno con las palabras; siempre se le había dado fatal.

—Se llama Jimmy —informó Jolam con una voz desinteresada. Illiam se giró a verlo, pero el muchacho seguía acostado igual que antes sin mirarlos—. Su nombre es Jimmy.

Así que Jimmy.

Illiam regresó sus ojos al niño, mismo que parecía estar a punto de volver a explotar en llantos en cualquier momento, y forzó una sonrisa.

—Jimmy, no sigas gritando. Mira. —Illiam señaló hacia arriba con el dedo. El pequeño Jimmy siguió la dirección y pronto se horrorizó al toparse con el mercenario—. Si no te callas, te van a azotar. —Jimmy, aunque inseguro, pareció haber entendido la situación, asintió con ligereza dos veces y se quedó callado—. Bien. Discúlpame por haberte golpeado...

Illiam regresó a su lugar, al lado de Elisabeth. Ella lo estaba esperando mientras lo observaba con curiosidad, entrecerrando los párpados, analizándolo.

«¿Y ahora qué estás mirando?», se preguntó Illiam, al mismo tiempo que tomaba asiento.

Cuando se sentó, no pudo evitar observar a Jolam, quien, sin camisa, amoratado, seguía acostado, siendo su rostro arropado por su largo cabello oscuro.

Después agachó la mirada y se envió una mano al pecho, descubriendo apenas que su corazón latía como loco. ¿Por qué? Él no tenía idea.

«Ya se fue el hijo de puta.» Notó que el mercenario ya no estaba allí arriba, y escuchó sus pasos metálicos alejándose poco a poco.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Elisabeth, de repente.

—¿Qué?

—Ayudarlo. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene?

—¿Sentido? ¿Debe tener alguno?

—No parece que estés resignado —comentó ella.

—¿Cómo dices? —Illiam arqueó una ceja y la observó de soslayo.

—Al principio pensé que estabas resignado —repitió Elisabeth, recogiendo sus piernas al pecho y apoyando su mejilla en una de sus rodillas, sin dejar de ver a Illiam—. No pensé que aún guardaras esperanzas.

Illiam soltó una pequeña risa, cínica.

—La esperanza no existe aquí —dijo él, aún sonriendo.

—Pues no parece. Te estás desviando de lo que es importante. —Elisabeth se puso seria, y frunció el ceño.

«De nuevo hablando de "lo importante".»

—¿Desviarme? ¿Y por qué me miras así?

—¿Aún te falta sufrir más? ¿Es eso?

—¡Sé clara! —El chico había comenzado a molestarse. ¿Qué se traía ella contra él? ¿Por qué tenía que molestarlo de esa forma? Además, él estaba muy cansado; no había podido dormir casi en toda la noche por culpa de Kansell.

—Nada, Illiam. Me voy a dormir.

Por primera vez desde que la había conocido, Illiam notó un pequeño rastro de molestia o irritación en la voz y expresión de Elisabeth, ¿pero por qué? Le habría gustado saber la respuesta, pero ella enterró su cara entre las rodillas, dando por finalizada la conversación.

Pero en él quedaron resonando las palabras de Elisabeth: "¿Qué sentido tiene?". Illiam también querría saberlo. ¿Por qué ayudó a Jimmy? Sinceramente no tenía respuestas y, de hecho, eso lo molestaba aún más, ya que se estaba comportando como en un principio Jolam lo hacía.

¿Qué le estaba pasando?

¿Esperanza? ¿En serio podría haber algo como eso dentro de Illiam después de lo vivido hasta ahora?

«¡Imposible!»

Él se había resignado.

Jimmy solo iba a complicar más las cosas con su lloriqueo, así que Illiam, para evitar que el puto mercenario tuerto entrara a esta jaula con su alboroto de mierda, decidió actuar para mitigar la situación.

Sí.

No había detrás de su acción algo tan estúpido como la "esperanza".

¿Verdad?

Pero aun así, ¿por qué Elisabeth parecía querer que Illiam abandonase la esperanza? Esa pequeña niña de ojos verdes, que cuando estuvieron en Seronia lo consolaba y aconsejaba para que superara adversidades y temores, ¿por qué ahora le estaba diciendo todas esas cosas como si siempre hubiese sido la encarnación del negativismo?

Definitivamente, Elisabeth era muy extraña.



El amanecer había llegado, e Illiam se sentía como un bulto de excremento de más de cien kilos. Su cuerpo realmente pesaba debido al cansancio que no pudo conciliar porque no durmió ni un segundo después de lo de Jimmy.

Por otra parte, Elisabeth estaba radiante, como siempre; al despertar, después de sentir los primeros rayos del sol, estiró sus delgados brazos hacia arriba, soltando un pequeño gemido al sentir la tensión en sus músculos y bostezó una última vez antes de dirigir sus ojos hacia Illiam.

—Buenos días, Illiam —dijo ella.

—Buenos días.

«¿Así que no estás molesta?», se preguntó, observando a la chica con los ojos un poco entrecerrados. Ella, en cambio, enarcó una ceja y sonrió de medio lado, observándole con una expresión divertida, burlesca.

Illiam apartó la mirada. A veces le era difícil mantener contacto visual con ella; y fue allí, en la distancia, que la vio: la Ciudad sin Ley, rodeada por montañas dentadas como si fueran murallas naturales. Los altos edificios que parecían de obsidiana, aún se veían un poco difusos debido a la distancia, pero Illiam pudo notar que eran altos, oscuros como si hubiera una sombra perpetua rodeando cada pared. Era un reino inmenso, aunque no tanto como Seronia.

Comenzó a latirle con fuerza el corazón, al mismo tiempo que los demás niños a su alrededor se levantaban y, al igual que él, observaban con expresiones perplejas la imponente nación rodeada de montañas.

Estaba tan asustado...

—Illiam. —Elisabeth dijo su nombre, a lo que él, lentamente regresó su mirada hacia ella—. Me gustaría saber...

—¿Qué?

—Me gustaría saber hasta qué punto la esperanza resistirá en un lugar como la Ciudad sin Ley.

Elisabeth apartó la mirada, sonriendo ligeramente, centrando su atención en la ciudad.

Illiam no supo qué responder. ¿Qué había querido decir ella? No tenía idea; pero de lo que sí estaba seguro, era de que sus palabras habían logrado espantarlo hasta tal punto que sus hombros comenzaron a temblar.

¿Qué le esperaba en la tan temida Ciudad sin Ley, ciudad de bandidos y criminalidad?

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