Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 12: El inicio de una larga pesadilla

Illiam

«Lo peor no ha pasado.»

Illiam acariciaba el hocico de Luna. ¿Cuándo había empezado a llamar a la yegua así? No lo recordaba, pero no importaba.

Le dolía un poco el trasero. Estaba sentado sobre una alta e incómoda roca que lo dejaba a la altura de la cabeza de Luna, quien descansaba acostada en su vientre sobre la verde hierba, a las afueras de los muros, al norte, cerca de la puerta destruida de Seronia.

Él se giró hacia atrás, mirando sobre el hombro el enorme cráter de la puerta. Las gruesas cadenas del mecanismo que la levantaban, colgaban como enormes serpientes de eslabones a los costados; un simple eslabón podría pesar lo mismo que una gran carreta con veinte vacas gordas encima, ¡eran enormes!

¿Quién había sido capaz de destruir una puerta que parecía impenetrable con tanta facilidad?

—Un demonio —respondió él, para sí.

Illiam escuchó la hierba removerse a sus espaldas. Él sabía quién era.

—¿Dijiste algo? —preguntó la voz de Elisabeth, desinteresada.

—No, nada.

Se giró y contempló lo que ella hacía.

Elisabeth estaba a su derecha, a un lado de la roca, recogiendo flores de un pequeño prado que había comenzado a nacer en las cercanías de los muros; césped verde, brillante, y muchas flores que moteaban el espacio de azules, amarillos y violetas.

Illiam no sabía mucho sobre flores, y no entendía qué tan interesantes podrían ser, ni le importaba, pero allí estaba Elisabeth, entretenida con una sonrisa en la cara mientras armaba diversos ramos que luego ataba por los tallos y los dejaba sobre un pequeño tocón a su lado.

La yegua relinchó, como si estuviera molesta; Illiam había dejado de acariciarla, así que, para calmarla, volvió a tocarla.

Elisabeth parecía tranquila, a diferencia de él. Ella saltó feliz cuando encontró una rosa violeta en medio de un montículo de margaritas, y luego le sonrió a la planta como si esta fuera la cosa más hermosa del mundo.

Illiam suspiró, apartando la vista. Luego alzó la cabeza y observó, con desgano, el cielo nublado que ocultaba el sol. El ambiente tenía un triste tono grisáceo, y el viento frío traía consigo el aroma de la lluvia. «Va a llover. Odio la lluvia.» Él en verdad la odiaba.

Exasperado por los indicios de una tormenta, puso los ojos en blanco al mismo tiempo que abrigaba un poco sus brazos con la roja capa obsequiada y se puso la capucha; sentía las orejas frías. Enfocó su atención en un bosquecillo de verdes árboles Bendecidos que destellaban luz de sus hojas, a su izquierda, a una distancia de quince metros, más o menos; a esta hora, dos de la tarde, debían haber cazadores explorando aquel territorio (era su trabajo) en busca de comida o frutos, pero no había nadie.

La noticia del día anterior, había acabado con las energías, no solo de Illiam, sino que también con la de todos. Hoy ni siquiera hubo trabajo de limpieza para los Recolectores, y los tenderetes estaban cerrados. Las calles se encontraban mayormente solitarias. De vez en cuando pasaba un alma por allí, pero pronto se encerraban en sus casas.

Illiam dio un suspiro, observando el horizonte del páramo de la Estirpe Unificada, extendiéndose kilómetros a la redonda, donde había pequeños grupos de bosquecillos por aquí y por allá, colinas y montañas que se veían hasta donde la vista alcanzaba. La nieve blanca, monótona y fría del invierno, ya no cubría el paisaje con su manto helado, dando un escenario digno de apreciar por su belleza, pero Illiam no se sentía en condiciones de admirar cosas, sus pensamientos, sus dudas no se lo permitían.

¿Qué iban a hacer todos los sobrevivientes a partir de ahora?

Luna volvió a relinchar; la había dejado de acariciar, de nuevo, sin darse cuenta.

—Oh lo siento —se disculpó Illiam, volviendo a posar su mano sobre la cabeza del animal.

Cuando cayó la primera gota del cielo nublado sobre el lomo de Luna, el chico le dijo a Elisabeth que ya era hora de regresar. Así que Elisabeth dejó tres de los cuatro ramos sobre el tocón y se llevó uno consigo uno muy bonito de rosas violetas.

La yegua colaboró un poco agachándose para que Elisabeth e Illiam se subieran sobre ella.

Entonces los dos, a lomos de Luna, entraron de nuevo a la ciudad, Elisabeth detrás, abrazando a Illiam por la cintura con el ramito en medio de sus piernas, mientras él arriaba a la bestia; había mejorado mucho montándola.

Había unas cuántas lámparas a cada lado del camino, unas torcidas y otras en buen estado, acompañadas por algunos troncos delgados de árboles a los que apenas les estaban creciendo las hojas. Las Piedras Cálidas yacían apagadas, y quienes se encargaban de encenderlas tampoco habían salido hoy de sus casas.

—¿Ni siquiera eso pudieron hacer? —preguntó Illiam, sarcástico, sintiendo el bamboleo del paso firme de Luna.

—¿Qué cosa? —preguntó Elisabeth desde atrás.

—Encender las Piedras Cálidas —contestó—. Solo tienen que tocarlas con un dedo para que se prendan, y les pagan por eso. ¿Cómo es posible que no haya salido nadie a encenderlas?

Se sentía irritado, muy irritado, y más porque ya había comenzado a caer una ligera llovizna y odiaba la lluvia; lo hacía sentir triste, apagado. Además, no podía creer que todo el mundo estuviera tirando a la basura semanas, e incluso meses de trabajo y reconstrucción. Sí, por supuesto, la noticia fue desalentadora (por decirlo menos), pero entonces, ¿lo adecuado era que todos se tiraran a la pena sin hacer nada al respecto? ¡Illiam no lo aceptaba!

—Después de lo que hablaron ayer, deberíamos estar planeando nuestro siguiente movimiento —añadió él, frunciendo el ceño, apretando las correas de las riendas. Elisabeth guardó silencio y Luna relinchó—. Todos, ahora que logramos pasar por tantas cosas juntos, ¡deberíamos unirnos más! Pero míralos a todos, Elisabeth —Señaló con sus brazos las calles vacías—. ¡Son unos cobardes!

Pero al instante de haber dicho eso, se arrepintió y cubrió sus labios con una mano, avergonzado. Lissa no diría algo como eso si estuviera viva; de alguna forma se las habría arreglado para motivar a los sobrevivientes y espantar sus preocupaciones, pero Illiam no podía imitarla. Ella era un símbolo de resiliencia y poder, incluso después de muerta. ¿Illiam qué simbolizaba entonces? Nada. Tan solo era un niño quejumbroso al que le gustaba parecer fuerte en público y que, en soledad, se quebraba.

—Solo tienen miedo —dijo Elisabeth.

Illiam se ruborizó. No había querido decir algo tan vergonzoso y pretencioso como lo de antes.

—Lo sé...

—Así son los humanos —añadió ella—, todos son emocionales.

—Hablas como si no fueras humana —contestó Illiam, intentando ser un poco jocoso.

Elisabeth soltó una pequeña risita, pero pronto recayó sobre ellos el silencio.

Los cascos de la yegua resonaban en los adoquines a un ritmo constante, mientras eran humedecidos por la llovizna.

Cabalgando así, Illiam recordó esa noche antes de la catástrofe, cuando Lissa volvió de su expedición del Bosque Profano, ambos avanzando a lomos de Luna en medio de una calle bulliciosa y animada, recibiendo saludos de las personas que salían de sus casas solo para ver a la gloriosa Arquera de Plata. Pero ahora avanzaba por una calle que parecía estar muerta, rodeado de casas con ventanas rotas y ruinosas.

Illiam alzó la vista. Vio un rayo surcar el cielo gris, como una rasgadura entre las nubes. Luego una gruesa gota cayó en su nariz. De repente, cientos, miles, millones de grandes gotas impactaron contra los adoquines; un aguacero frío y torrencial empapó al instante a los dos chicos. La yegua sacudió la testa de un lado a otro, mojada, esparciendo más gotas a su alrededor.

«Maldita sea. Al menos llevo este abrigo, pero Elisabeth...»

Se volteó hacia atrás, mirando sobre el hombro, y aunque se había preocupado porque su acompañante se estaba mojando, se dio cuenta de que ella reía atrás, extendiendo sus manos a cada lado, recibiendo la lluvia de lleno en la cara. Sus ojos verdes, pese al cielo nublado y al ambiente gris taciturno, parecían brillar de una forma imposible, como si algún destello del sol estuviera alumbrándola de frente. Quizás solo era un efecto visual, pero se veía hermosa; Elisabeth era realmente bella. Illiam cada vez estaba más consciente de ello, pero esa belleza no apartaba el horrible hecho de que el mundo ya no era un lugar seguro. Sus preocupaciones invadían su cabeza cada vez que intentaba pensar en otras cosas; ya ni siquiera podía apreciar la belleza sin sentirse agobiado.

Tardaron varios minutos en llegar; la yegua parecía disfrutar de la lluvia, así que caminaba lento, ignorando las órdenes de Illiam que intentaba apurar su  marcha.

Cuando llegaron a casa e Illiam dejó a Luna en el establo donde antes vivía la difunta Pita, Elisabeth y él entraron por la puerta trasera.

—Esto me pasa por acompañarte, Elisabeth —dijo Illiam, quitándose el abrigo de cuero de los hombros, sintiéndose pesado por el agua.

—¡Ni siquiera te mojaste! —señaló ella, sonriendo de oreja a oreja, sin soltar el ramo que trajo consigo del pequeño prado—. Míreme a mí.

Elisabeth estaba totalmente bañada de pies a cabeza. De las puntas de su negro cabello largo, goteaban densas gotas que mojaban el suelo del interior. Su ropa también estaba pegada a su piel por la humedad, y aunque hacía frío, ella ni siquiera temblaba un poco; mientras que Illiam, quien solo se había mojado las botas y el pantalón, temblaba como si estuviera a punto de quebrarse, pero intentaba disimularlo ante Elisabeth.

—Lo siento, es verdad —se disculpó Illiam.

Había mucho silencio en la casa. En estos momentos deberían estar Étimot y Ang peleando como siempre y por cualquier cosa, pero ahora no se escuchaban; lo mismo era para Finn y Erick.

Silencio.

¿Qué estaba pasando?

En eso, Illiam se giró y se encontró con los verdes ojos atentos de Elisabeth. Ella sonreía, como si quisiera decirle algo. Cuando estuvo a punto de preguntarle qué quería, ella...

—Toma. Espero que te gusten. Las elegí con mucho cuidado —dijo Elisabeth, extendiendo el ramo frente a Illiam, que en ese momento se estaba quitando las botas, dejándolas a un lado de la puerta. Elisabeth tenía una sonrisa radiante, y ladeó un poco su cabecita provocando que unos cuantos mechones se pegaran a sus mejillas sonrosadas.

—¿Qué? ¿Por qué? —Illiam estaba confundido.

¿Por qué le estaban dando ese regalo? Además, ¿no era algo que solo se le daba a las niñas?

—Son para ti, Illiam. Feliz cumpleaños.

Entonces comprendió.

Se quedó en silencio. Sintió que sus mejillas ardieron. Extendió sus manos temblorosas al frente y Elisabeth le entregó el ramo.

¿Cuántos años estaba cumpliendo? ¿Doce?

—Y eso no es todo —añadió ella, y luego señaló con su dedo la sala, al otro lado del pasillo.

Allá, donde antes no había nadie, estaba Vienna, rodeada por Finn, Erick, Étimot y su hermanita Ang, todos manteniendo unas sonrisas cálidas.

«¿Hoy es mi cumpleaños? ¿De verdad? ¿Ya es primero de Abril?»

—Niño, pasa, te tengo una sorpresa —pidió Vienna, con voz gentil, solemne.

Olía delicioso, a un aroma que le traía recuerdos a Illiam. ¿Qué era? Se le hizo agua la boca.

—Pero estoy mojado...

—¡Niño tonto! —Vienna soltó una carcajada—. Eso no importa, ven, pasa; tú también, niña, aunque tú sí deberías subir y secarte un poco.

—Eso haré —contestó Elisabeth, y subió rápidamente por las escaleras, dejando pequeños charcos donde sus pies descalzos pisaban.

—Ven niño —volvió a decir Vienna.

Illiam, descalzo, sintiendo el frío suelo de piedra en sus plantas, comenzó a caminar. El corazón le latía con fuerza. Cuando llegó a la sala, vio que había un enorme plato en el comedor.

—¡Sorpresa! —gritaron los cuatro niños al mismo tiempo, mientras que se lanzaban a la cintura de Illiam y lo abrazaban.

Él los recibió con una sonrisa nerviosa, teniendo cuidado de no dañar el ramo que le había regalado Elisabeth. ¿Por qué estaba tan nervioso?

El momento era surrealista.

En el plato había un enorme pastel de banano; su favorito. El origen del aroma hipnótico. Vienna solía hacerlo en cada cumpleaños y le quedaba delicioso. Illiam recordó, en ese momento, el rostro dichoso de su hermana cada vez que comía de este pastel.

—Feliz cumpleaños, Illiam —dijo la señora, acercándose a él por detrás y dándole un tierno abrazo.

—Pero... ¿por qué? —preguntó él.

Sí, ¿por qué? ¿Acaso era momento de hacer este tipo de cosas? ¿No había preocupaciones más importantes ahora?

—¿Cómo que por qué, niño? —dijo Vienna, sonriente—. ¡Los cumpleaños son para ser celebrados!

Illiam sintió una presión en el pecho y, sin darse cuenta, de sus párpados bajaron cálidas lágrimas que empaparon sus mejillas. No supo por qué, pero estaba llorando. Sus lágrimas pronto se convirtieron en llantos, y se aferró a la túnica de Vienna, quien amablemente lo rodeó con un abrazo, uno maternal. Sí, ella parecía una madre para él, aunque por la edad que tenía, quizás era mejor llamarla abuela.

—Ya, niño, ya —decía Vienna con ternura, mientras palmeaba la espalda de Illiam.

Él intentó hallarle una explicación a su llanto. ¿Qué pasaba?

Se sentía feliz y a la vez no. Se sentía emocionado y a la vez abatido.

No se entendía a sí mismo.

Dentro suyo había un remolino de emociones encontradas, de recuerdos horribles y, al mismo tiempo, de felices memorias que le mostraban calidez, que contrastaba con la oscuridad de este mundo a la que se había acostumbrado ya. Las flores que Elisabeth, el pastel que preparó Vienna y las sonrisas de los niños rodeándolo... todo eso junto, formaba algo, un sentimiento, una emoción, algo que hacía que su pecho vibrara, algo que...

Sí, ahora lo entendía.

Sus lágrimas fueron un desbordamiento de emociones contenidas, un río que había dejado de fluir tras un profundo dolor, tras la pérdida y la desolación, un eco de todas aquellas tragedias que le habían marcado el alma con profundas heridas que parecían no sanar; pero estaba equivocado. Esta sorpresa, este bello gesto tan humano de parte de esta gente que ahora eran su familia, dieron (como aguja e hilo) una puntada a aquellas heridas sangrantes, y sintió (de forma nítida) cómo comenzaban a cerrarse lentamente, allí, rodeado por personas que lo amaban y se preocupaban.


Dejaron las flores que Elisabeth le regaló en un jarrón con agua, en el centro de la mesa.

Había llorado de forma vergonzosa durante largos minutos, pero nadie, ni siquiera los niños que a veces gozaban de una filuda honestidad que en ocasiones hería, dijo nada al respecto, porque parecían entenderlo.

Entonces Vienna le contó que todo fue planeado; Elisabeth llevándolo a las afueras de Seronia, para que Vienna preparara el pastel. También, la señora informó que los niños ayudaron con la preparación, así que se disculpó por si acaso el sabor del pastel había quedado extraño, y le echó la culpa a los niños, quienes, al escuchar tal acusación, inflaron las mejillas y se cruzaron de brazos, molestos, pero pronto volvieron a reír y a elegir, entre ellos, quién era el peor cocinero.

Los dos hermanitos, Ang y Étimot, prácticamente eran personas diferentes a cuando recién llegaron a la casa. Antes tenían expresiones oscurecidas por la tragedia y la desolación. Ahora deslumbraban felicidad, producto del amor inconmensurable que Vienna desbordaba. Este lugar, esta casa, este refugio ante la catástrofe, era milagroso. Illiam se sentía feliz de poder estar allí.

El chico ya se encontraba más tranquilo. Sus lágrimas habían menguado, y ahora que veía los rostros de quienes habían preparado su pequeña fiesta de cumpleaños, sonrientes y llenos de cariño, sonrió, sonrió después de haber estado todo el día con una remarcada amargura que no dejaba espacio a nada que no fueran sus preocupaciones. Pero ahora se encontraba en paz, pese a las circunstancias de lo que ayer se habló en esa reunión.

Elisabeth había bajado ya, con otra túnica de seda amarilla y un lazo violeta (igualmente de seda) amarrado a su estrecha cintura. Su rostro parecía fresco y había atado su cabello en una coleta húmeda que bajaba por su espalda.

Ella también le había bajado a Illiam otras botas marrones (unas que el chico tomó por allí mientras trabajaba) para que no estuviera andando descalzo. Él se las puso de inmediato.

Todos tomaron asiento alrededor de la mesa, cada uno con su plato listo para recibir una porción del pastel (Illiam después le llevaría un poco a Luna, que estaba allá en el establo). Elisabeth estaba a su lado (como siempre) y los niños sentados al otro, con Vienna en medio.

Los anfitriones quisieron cantarle a Illiam El año que Trajo el Viento, pero en realidad nadie se sabía bien la canción, así que solo decidieron aplaudir mientras tarareaban su ritmo. Al chico no le gustaba que le cantaran en sus cumpleaños porque le daba vergüenza, pero esta vez sintió alegría de verlos a todos aplaudir, sonrientes.

Illiam recibió la rebanada más grande. El pastel aún estaba caliente, y eso hizo que quisiera volver a llorar de felicidad. Cuando tomó la cuchara de barro y dio un pequeño bocado al pastel, sintió que se derretía en su boca.

Delicioso.

Pensó que nunca más iba a volver a probar algo tan delicioso.

Vienna también había conseguido leche (Illiam no supo cómo). La bebida también estaba caliente, y era la combinación perfecta para acompañar al pastel.

El ver a todos comiendo a su alrededor como si fueran una familia, le transmitía paz y felicidad, pero se le hizo un nudo en el corazón al ver a una translúcida Lissa (un reflejo de sus recuerdos tomando forma en la realidad), sentada a un lado del plato principal donde aún reposaba una gran porción de pastel, comiendo con dos cucharas y los cachetes llenos por no masticar, sonriendo al borde de las lágrimas, porque este pastel también era su favorito.

«Quisiera que estuvieras aquí, Lissa, que Arteus te diera permiso. Me gustaría verte, al menos una vez más y abrazarte como no lo hice en mucho tiempo.»

Sí. Su cumpleaños, este día, era acogedor y maravilloso pese a la fría tempestad que caía en el exterior, pero también era triste, lleno de recuerdos melancólicos. ¿Cuántos cumpleaños más pasarían en los que su hermana no estaría? Ella era quien más ansiosa se ponía cuando se acercaban las fechas; amaba los cumpleaños (aunque no fueran los suyos), amaba todo tipo de celebraciones y el calor de los acompañantes.

«Si estuvieras aquí, probablemente ya estarías bebiendo, hermana...»

Illiam sonrió, y una lágrima discreta recorrió su mejilla derecha; la limpió antes de que alguien se diera cuenta, pues todos estaban entretenidos con sus rebanadas, comiendo dichosos, o eso pensó.

Elisabeth estaba a su lado, observándolo de reojo mientras masticaba. Al encontrase con su mirada, ella le sonrió de medio lado; sus ojos eran como dos luceros en la penumbra. Eliam también sonrió.

Vienna había preparado más comida. Había pollo en el menú (un lujo entre lujos en estos tiempos) y jugo de sandía (otro lujo). Eran más o menos las cinco de la tarde, o eso contaba el reloj de madera redondo colgado en la pared, arriba de la chimenea. Illiam no estaba consciente del tiempo. Para él apenas había transcurrido un instante desde que llegó de recoger flores con Elisabeth.

Afuera seguía lloviendo; las gotas repicando contra los adoquines era el único sonido viniendo del exterior. Adentro todos comían pollo y bebían jugo de sandía. Vienna contaba anécdotas del pasado a los niños, historias en las que Illiam era el protagonista; estaba avergonzado.

Ella habló de una vez en que Illiam había intentado beber, a escondidas de Lissa, un poco de cerveza de una botella a medio beber (se había celebrado una fiesta en el barrio, por el cumpleaños del señor Franklin, un vecino), y Lissa lo atrapó con las manos en la masa. En respuesta, Illiam lloró toda la noche y Lissa ni siquiera lo había regañado (eso fue lo más gracioso); el chico, que en ese entonces tenía seis años, repetía con desesperación y angustia: "perdón, hermanita, perdón", y Lissa no hizo más que reírse, junto a sus amigos, durante toda la noche. Vienna, por supuesto, regañó a Lissa esa vez, ya que por culpa de ella un niño probó cerveza.

Elisabeth disfrutaba de estas historias, ya que se reía, provocando que el chico se avergonzara cada vez más. Los demás también reían, aunque Illiam creía que solo lo hacían porque Elisabeth tenía una risa contagiosa.

Recordaron viejos tiempos, tiempos que parecían de hace años, «pero solo han pasado unos meses.»

Y entonces cayó la noche.


Elisabeth estaba en el baño de Vienna, preparando la tina para lavarse. Los cuatro niños estaban durmiendo en la alfombra, cerca al fuego de la chimenea; no lo suficientemente cerca como para correr algún peligro de salir quemados. Vienna les había traído almohadas y libros (se quedaron dormidos mientras leían).

Ahora solo estaban Vienna e Illiam sentados uno al lado del otro, en el largo sillón que se encontraba bajo el cuadro donde la señora aparecía retratada junto a su difunto esposo.

—Supongo que no te acuerdas de él, ¿verdad, Illiam? —preguntó Vienna, observando el cuadro con una sonrisa algo triste—. Estabas muy pequeño cuando Lug murió.

—No lo recuerdo —negó Illiam, observando sus propios pies. Se sentía algo inquieto.

—Era trabajador y cariñoso; muy cariñoso, a pesar de su apariencia de bandido; porque eso parece, ¿cierto, niño? —La señora soltó una corta carcajada.

Illiam detalló de nuevo el cuadro, girándose, mirándolo por encima del hombro. Sus ojos se encontraron con el lienzo rugoso, pero bien cuidado, donde los ojos cafés afilados de Lug Potman estaban dibujados con un detalle y realismos propios de un gran artista. ¿Cuánto les había costado dicha pintura?; no cualquiera en esta zona gozaba del dinero suficiente para un lujo como aquel. El hombre era robusto como un roble, alto y muy atractivo. Su mandíbula cuadrada le daba un toque de picardía a su expresión, pero sus ojos eran como los de un león. Vienna tenía razón, parecía un bandido.

—Sí. —Sonrió Illiam.

—Lo extraño, ¿sabes? —expresó Vienna con cierta pesadumbre, a lo que Illiam asintió—. Era un gran comerciante, pese a haber sido un granjero. ¿Puedes creer que compró a Pita, que en paz descanse, por solo una moneda de oro; ¡la pobre vaca estaba enferma!, y yo le dije a Lug que era una mala inversión, pero él insistió en que su enfermedad no era tan grave como aseguraba el viejo que la vendía. ¡Y mira todo lo que duró Pita! —La señora soltó una carcajada. Illiam sencillamente se dedicaba a sonreír. Había estado sintiéndose raro desde que la fiesta prácticamente terminó. ¿Qué era? No lo sabía—. ¿Cómo sigues, niño?

—¿Qué cosa? —La pregunta lo tomó por sorpresa.

—Lissa... ¿cómo vas con todo eso? Te noto ausente.

Illiam se sintió un poco incómodo, pero igualmente decidió afrontar la pregunta de la señora.

—Siento algo aquí cada vez que la recuerdo. —El chico se tocó el pecho con una mano y apretó el puño.

—¿Qué cosa?

—A veces me falta el aire. Otras veces es como... —Él intentaba encontrar las palabras adecuadas para explicarse mejor—, como si doliera, pero al mismo tiempo no... Es raro y no lo entiendo.

En definitiva, era raro. A veces sonreía cuando recordaba a su hermana haciendo algunas de sus ocurrencias, pero la sonrisa iba acompañada de una fina amargura que caía sobre él como la salsa de mermelada en el pan.

—Lo que sientes es una felicidad melancólica —aseguró ella. Illiam alzó una ceja, prestándole atención, porque la señora parecía querer seguir hablando—. Illiam —Vienna observó al niño con una sonrisa frágil—, a veces un lindo recuerdo viene acompañado de la tristeza; me pasa cada vez que recuerdo a Lug sentado en el suelo, frente al fuego, allá donde ahora duermen esos chiquillos, cargando entre sus brazos fuertes a Merry, mi pequeña que en paz descanse, feliz, amoroso. Y duele, Illiam, duele pensar en que ya no está, pero también logra sacarme una sonrisa.

—Sigo sin entender...

—Es raro, sí, pero más adelante lo comprenderás mejor.

—¿Por qué?

—Porque cuanto más viejo te hagas, más recuerdos de ese tipo acumularás.

—¿Más recuerdos tristes? ¿Sufriré aún más cuando crezca? —preguntó el chico, incrédulo. ¿Cómo sería un mundo en el que su sufrimiento fuese aún mayor al que ya había experimentado?

—Pero también serás más feliz, porque en la vida no solo hay cosas malas, niño. —Vienna le dio una caricia en la cabeza a Illiam—. Así es la vida. —Hizo una pausa, sus ojos entristecieron—. Lug... cuando él fue asesinado por esos bandidos hijos de puta, yo sentí que el mundo se vino abajo, ¿sabes?

Illiam recordó la anécdota de la muerte de Lug; Lissa se la había contado. Murió mientras transportaba cuero y lana de Asimar a Seronia. En el camino fue interceptado por bandidos. Su cuerpo fue hallado días después por otros comerciantes que salieron de Seronia, y lo encontraron tirado entre algunos matorrales, a un lado del camino.

—Quise irme con él —continuó Vienna—. No tenía sentido seguir viviendo sin la persona a la que más había amado; pero en ese momento yo no contemplaba todo el panorama, estaba cegada por el dolor.

—¿Cómo que todo el panorama?

—A mi hija, a mis nietos, a mis queridos vecinos; eso te incluye a ti, a Lissa. El panorama completo, ¿entiendes? —preguntó Vienna, e Illiam asintió en respuesta—. Cuando recibí la noticia de su muerte, creí que lo había perdido todo; pero no era así en realidad. Aún había cosas por las cuales luchar y seguir viviendo. Incluso cuando mi hija murió en ese maldito Bosque Profano, decidí que la honraría cuidando a sus dos angelitos, que a veces parecen diablitos. —Soltó una ligera carcajada—. Me arrepiento de no haber mandado a hacer un cuadro para verla y recordarla todos los días; al menos la tengo bien grabada en mi memoria, y cuando la recuerdo, sonrío, aunque también duele.

Illiam asintió. Los ojos decaídos de Vienna al recordar a Lug, a su difunta hija, le transmitieron al chico esa tristeza que ella cargaba consigo.

—Yo... —Illiam quiso decir algo.

—¿Qué pasa? ¿Por qué tienes esa cara?

«¿Qué cara tengo?» Sentía un dolor en el pecho, un nudo en la garganta, algo sobre sus hombros, el peso de una pérdida, un peso que no quería seguir cargando.

—¿No sería mejor olvidar? —Illiam, sin saber muy bien por qué, había pensado que Vienna se iba a enojar con él por esa pregunta, así que la hizo con una voz débil, casi inaudible.

Contrario a lo que el chico pensaba, Vienna sonrió y le tocó el hombro con suavidad.

—¿Qué sentido tendría? —preguntó ella.

—¿Cómo así?

—Sí, niño, dime qué sentido tendría vivir una vida así.

—Pues... no habría más sufrimiento ni sentiría que el pecho se me desgarra cada vez que recuerdo a Lissa. —Illiam apretó los párpados.

—Serías un cascarón vacío. —La señora apartó la vista y la volvió hacia el fuego de la chimenea—. Renunciar al sufrimiento es lo mismo que renunciar a la felicidad. La única forma de que dejes de sentir dolor, es dejando de amar.

—¿Dejando de amar? Me parecería bien...

—Illiam, dejar de amar sería como cerrar nuestros ojos a la belleza del mundo solo porque a veces nos ciega el sol.

Illiam no parecía muy convencido.

—El dolor que sientes —continuó Vienna—, ese desgarro en el pecho cuando recuerdas a Lissa, es la prueba de que ella existió y fue amada. Y sí, duele, duele de una manera que a veces parece insoportable, pero ese dolor es también lo que te conecta con ella, con los momentos que compartieron, con todo lo que ella significaba y aún significa para ti.

—Pero no quiero sufrir... no más...

—El amor nos transforma, Illiam. —Vienna tenía una expresión solemne—. Nos hace más humanos, más completos. Aceptar el amor en nuestras vidas significa aceptar el riesgo de sufrir, pero también nos abre a la posibilidad de una felicidad y una conexión con otros que nada más puede igualar. No cerraríamos nuestros corazones al amor más de lo que cerraríamos nuestros ojos a la belleza de un amanecer solo porque sabemos que el crepúsculo seguirá.

Vienna tenía palabras poderosas con argumentos indiscutibles, pero seguía sin comprender por qué su hermana tuvo que morir, o por qué Seronia fue masacrada. Además, aún estaba el problema que se trató en la reunión de ayer. ¿Qué iban a hacer?

—¿De qué sirve amar cuando otra catástrofe se nos viene encima? —preguntó Illiam con la cabeza gacha; su voz sonó un poco oscura.

—¿Qué? —La sonrisa que Vienna tuvo mientras hablaba antes, cayó, dejando una preocupada expresión en su arrugado rostro.

—Ayer... ayer dijeron que es probable que en cualquier momento vengan esclavistas, bandidos y... muchas personas malas.

—Yo...

—¿Qué vamos a hacer, señora Vienna cuando vengan?

La señora parecía haberse atragantado con sus palabras anteriores. Estaba pálida.

Sí, Illiam había querido evitar hablar de lo importante por todo el tema de su cumpleaños, y sí, lo que Vienna decía sobre el amor y la felicidad frente a la ausencia y el dolor, se escuchaba bonito; pero nada de eso importaba cuando estaban a punto de experimentar otro drástico cambio en sus vidas.

Eso era lo que lo tenía incómodo desde hace un rato.

Estaba realmente agradecido por la pequeña fiesta organizada en su honor; fue como una bocanada de aire fresco para él, quien se estaba ahogando, pero aún debía seguir nadando en lo profundo de sus preocupaciones, luchando por encontrar una salida a esta situación de mierda.

¿Qué iban a hacer los adultos de Villa Sol y Cueltas respecto al problema?

«Pues parece que nada, porque hoy ni siquiera trabajaron. Deberíamos irnos de aquí, buscar otro reino... Esta ya es una zona sin ley ni orden, como dijo el líder. Aquí los bandidos pueden venir y hacer lo que les plazca sin ningún tipo de consecuencia.»

Según algunos informes que dio el líder, se suponía que ya había avistamientos de pequeñas caravanas en los alrededores de los muros de Seronia. Esas caravanas podrían significar tres cosas. Primero: un pelotón de guardias de otras naciones (poco probable). Segundo: desertores de los ejércitos (razonable). Y tercero, bandidos, esclavistas, violadores y asesinos (lo más probable).

El tiempo estaba en su contra, y nadie estaba haciendo nada.

Illiam aún recuerda el silencio sepulcral que se plantó en la plaza después de la reunión que hubo. Nadie dijo nada, pero sus rostros expresaban el más puro miedo sin necesidad de soltar un solo grito de sus gargantas. Todos se fueron a sus casas, meditabundos, con los pies arrastrándose en los adoquines, como si les hubieran arrancado el alma.

—Vienna —Illiam levantó la mirada, observando a la señora sentada a su lado, con las manos juntas sobre sus piernas y con la boca abierta—, ¿por qué haces como si no estuviera pasando nada?

Vienna parecía estar en conflicto; abría y cerraba la boca, como si estuviera a punto de decir algo, pero luego callaba. ¿Qué le pasaba? ¿Tan asustada se encontraba?

Hubo un momento de silencio, hasta que...

—Niño... ¡Ag Dios! ¿Por qué eres así? —Vienna cambió drásticamente de actitud. Ahora estaba molesta.

—¿Qué?

Illiam no supo cómo reaccionar.

—¡Los adultos tenemos que preocuparnos, no los niños! Dios... Una queriendo hacer que te distraigas, que disfrutes al menos un poco de tu niñez, y vienes y te metes de cabeza en el centro del asunto.

—Pero...

—¡Quiero protegerte, tonto! ¡Quisiera que dejaras todas tus preocupaciones sobre mí; ¡soy tu protectora ahora que Lissa no está, y quiero hacerlo lo mejor posible!

—... —Él guardó silencio, encogido de hombros.

—No te estoy regañando, no pongas esa cara de bobo. —Vienna sonrió y suspiró, cerrando un momento los ojos, recostándose un poco más sobre el respaldo del sillón—. Eres un niño. Acabas de cumplir doce años, ¿verdad?

—Sí. —Illiam asintió, inseguro.

—Pero actúas como un viejo; ¡incluso vas y te postulas a ese trabajo como Recolector en contra de mis órdenes! Por Arteus... —La señora se cubrió la cara, como si estuviera decepcionada—. ¿Pero cómo podría detenerte? Después de todo, eres el hermano de la Arquera de Plata y heredaste su terquedad, su estupidez, pero, sobre todo, su valentía...

Illiam tenía los ojos bien abiertos, sintiéndose algo emocionado por haber sido comparado con una de las personas a las que más llegó a admirar.

—Ahora entiendo tu naturaleza, Illiam —prosiguió ella—. No puedo dejarte fuera de estos temas, aunque quisiera. Sé que no eres un niño normal. Eres muy maduro, para bien o para mal. Y... bueno, te diré lo que haremos frente a este problema, para que no estés diciendo que actúo como si no pasara nada.

Illiam asintió; su emoción crecía a pasos agigantados y su corazón palpitaba presuroso. Esto era lo que él estaba esperando. Basta de ambigüedades, basta de estar evitando los temas importantes, basta de seguir a ciegas. Era tiempo de afrontar el problema. Aunque ahora que estaba en la posición que quería, se sintió nervioso, incluso un poco asustado.

—¿Y qué es lo que haremos? —preguntó él, precavido.

—Es casi una certeza que ya hayan venido esclavistas o bandidos camuflados entre los comerciantes y los demás visitantes; tantean la zona, examinan los alrededores para ver si somos un blanco fácil o no.

—Entonces esto es muy malo...

—Y la situación afuera de estos muros es peor —añadió Vienna—. Hay guerras entre Asimar y un gran grupo de mercenarios rebeldes de las Tierras sin Ley; hay magos entre ellos, y están aprovechando la situación, ya que Asimar está desplegando numerosos batallones en los alrededores para evitar ser sorprendidos por otro ejército de ojos rojos. Los caminos están llenos de ladrones que esperan a asaltar caravanas.

—Por Arteus...

—Sí, niño. Todo es una mierda, y nada garantiza que no haya conflictos entre otras naciones. Los comerciantes pronto van a dejar de venir a Seronia; hoy por ejemplo ni siquiera hay mercaderes.

—¿Pero por qué no vinieron? —preguntó Illiam, aterrorizado.

—¿Quién sabe? Quizás vieron las calles solas y se marcharon. No lo sé. Y está el tema del Vestigio.

Illiam tragó saliva. Esa palabra le generaba escalofríos.

—¿Qué pasa con el vestigio?

—Me da pena admitirlo... —Asintió Vienna, con una expresión avergonzada mientras se mandaba una mano a la cara.

—¿Qué cosa?

—Quise ignorar que había una fuerza oscura andando por allí, y sabiendo lo que pasó aquí, en Seronia, no puedo seguir siendo una estúpida ignorante. —Vienna tenía los ojos bien abiertos, como si el miedo se estuviera asomando a través de ellos—. Hay algo, Illiam... algo acechando a la humanidad, algo con el poder suficiente de arrasar con un reino, buscando esta cosa, ese Vestigio, que Dios sabrá lo que es.

—He pensado lo mismo, señora Vienna, pero aquí nadie habla de eso.

—A todos nos es más fácil hablar de cosas que comprendemos: de guerras, bandidos, violadores, ladrones y esclavistas, pero no de esto, no de la posibilidad de que haya un demonio caminando en nuestra tierra, a pesar de todas las pruebas que tenemos para creer que así es.

—Pero Vienna... ¿entonces? —La desesperanza inundó el rostro de Illiam.

—Estoy trazando un plan. Ayer, después de que la reunión, hablé con los representantes que me acompañaron antes. Hay un gran grupo de personas que queremos viajar al sur, yendo de pueblo en pueblo hasta llegar a la Santísima Iglesia de la Deidad Suprema. Allá viven una manada de estúpidos pretenciosos elitistas, eso dijo Mika, pero si esos elitistas saben que estuvimos en contacto con un demonio, o algo parecido, nos recibirán, estoy segura.

—Pero ni siquiera hay caballos para viajar.

—Lo sé. Pero es eso, o quedarnos aquí en el norte donde los reinos se están matando mientras una criatura desconocida ronda por allí buscando un Vestigio de los mil demonios —señaló Vienna, determinada a pesar de su notoria preocupación.

Illiam no tenía por qué pensarlo tanto. Esto era lo que quería, que las personas se unieran e hicieran algo al respecto. No había nada que perder. Lo único que había por hacer era intentarlo.

—¿Y si nos ataca un grupo de bandidos? —preguntó Illiam, aún con dudas y aterrado.

—Tendremos un grupo de hombres protegiéndonos, o eso quiero pensar... Ninguno ha matado antes, así que... no lo sé, pero si somos muchos, es posible que no se nos acerquen.

—¿Y ya hablaron con los de Cueltas? ¿Qué dijeron?

—Aún no —contestó Vienna—, pero mañana vamos a convocar una reunión para decirles lo que pensamos hacer; entre todos somos un poco más de trescientas personas, Illiam. ¿Te imaginas a un puñado de bandidos atacando a una caravana de trescientas personas?

—¿Y la comida...?

—Nos las arreglaremos. Lo único que me preocupa es que yo me convierta en una carga.

—¿Qué dices? —Illiam frunció el ceño, molesto.

—Soy una anciana de casi ochenta años, niño. Yo...

—¡No digas eso, señora Vienna! —Illiam sabía lo mucho que esta señora valía—. Todos te aman, y... además, ¡sabes leer! Aquí casi nadie sabe leer, y tú eres de las pocas. Eres necesaria. Además...

Illiam se detuvo. Se sonrojó un poco al ver la divertida expresión que tenía Vienna en el rostro; sonreía, burlona.

—Tienes razón, niño. No debo ponerme negativa ahora. —Vienna se echó el cabello que tenía sobre el hombro para atrás, y descansó la cabeza colgándola al filo del respaldo—. Es probable que muramos, ¿sabes?

—Lo sé. —Illiam lo sabía, pero era un riesgo razonable teniendo en cuenta que casi todo jugaba en su contra.

—Será un viaje difícil —aseguró Vienna.

—Sí. —Illiam ahora estaba determinado.

—Pero vamos a poder con...

Alguien tocó a la puerta, interrumpiéndolos.

—¿Quién es? —susurró Vienna, quizás para sí misma, sin levantarse—. ¿Qué horas son? —miró el reloj encima de la chimenea—. Oh, bueno, es que no está tan tarde... ¡Ah, es verdad! Le dije a Mika que viniera, a eso de las siete, para que habláramos un poco de lo que mañana le diremos a los de Cueltas. Es bueno que estés aquí, Illiam, para que escuches.

Volvieron a tocar.

La señora se tomó el tiempo de levantarse del largo sillón, bostezando un poco en el proceso. A pesar de que hace unos segundos estuvo intranquila y preocupada mientras le contaba todo eso a Illiam, ahora parecía controlada, serena.

Otro toque en la puerta, la madera rechinaba al contacto con los nudillos.

—Ya voy, ya voy —dijo la señora—. Oh, Illiam, ¿puedes hacerme un favor? —preguntó ella, mirándolo por encima del hombro.

—Claro, ¿qué cosa? —Él aún estaba sentado.

—¿Puedes recoger el pastel que quedó? —Vienna sonrió, con picardía—, es que no quiero que Mika se antoje y nos toque darle. Guardémoslo para comerlo más tarde.

Illiam soltó una carcajada y asintió. Aún estaba preocupado, ¡por Dios, claro que sí!, pero la actitud de Vienna era refrescante; seguramente, como él, así se sentían las personas a su alrededor. Ella daba esa misma vibra optimista y alentadora que Lissa.

El chico se puso en pie, dispuesto a cumplir con el favor que le encomendaron. Por un momento la ventana vibró. ¿Qué había sido eso? ¿Quizás el viento? En fin. La señora caminaba hacia la puerta. Cuando Illiam iba a coger el pastel, algo lo detuvo; lo tomaron del hombro y él se sobresaltó. Se giró hacia atrás, con una mueca de pánico. Para su suerte, se encontró con Elisabeth. Ella tenía el cabello mojado, suelto alrededor de su rostro. Sus ojos verdes observaban fijamente la puerta, manteniendo una expresión impasible. ¿Qué le pasaba? Eso lo puso un poco nervioso.

—Soy yo —dijo Elisabeth, con una voz algo apagada.

—¡Me diste un susto tremendo! —exclamó Illiam, un poco molesto, pero después sonrió—. Vienna me pidió que guardara eso —Señaló el cuenco con el pedazo de pastel—. ¿Me vas a ayu...

—Illiam —Elisabeth dijo su nombre, interrumpiéndolo.

Volvieron a tocar la puerta, una y otra vez. La ventana vibró, de nuevo. ¿Acaso hacía mucho viento? Elisabeth no dejaba de observar la puerta.

—¡Que ya voy! —exclamó Vienna, un poco molesta.

Illiam vio a Elisabeth; la detalló. Estaba rara.

—¿Qué pasa? ¿Por qué tienes esa cara tan seria? —preguntó él, y algo dentro suyo comenzó a temblar. ¿Qué era? No lo sabía. Se sentía intranquilo.

—Pase lo que pase, yo estaré contigo. No pierdas de vista lo único que importa.

Illiam sintió cosquillas por detrás de su nuca. Un frío surgió desde el centro de su abdomen y se esparció rápidamente por todas sus extremidades.

—¿Qué? ¿Qué estás diciendo, Elisabeth? ¿Estás medio dormida?

—Lo único que importa, es la venganza... —añadió Elisabeth, su voz sonó extraña, profunda, antinatural y su expresión impasible, siendo sus ojos verdes que parecían brillar en la penumbra dirigidos puntualmente a la puerta que Vienna estaba por abrir, puso aún más nervioso a Illiam.

Entonces el chico, sin comprender las últimas palabras de Elisabeth, se volteó hacia la señora con urgencia.

«No...»

¿Qué era esa incertidumbre? ¿Qué mosca le había picado a Elisabeth? ¿Por qué...

Una descarga de pánico sacudió su ser, como si una tormenta se agitara en su interior. Conteniendo la respiración, se giró apresurado y observó la ventana. Lo que vio le quitó el aliento. Había un hombre al otro lado, un rostro que jamás había visto. Era calvo, robusto, un poco gordo, vestía un chaleco viejo de cuero negro y, en su mano derecha, sostenía una maza dentada. Aquel hombre sonreía, mostrando la ausencia de dos dientes.

—¡Señora! —gritó Illiam, intentando detenerla.

Pero Vienna ya había abierto la puerta.

Ocurrió muy rápido.

El hueso crujió después del impacto; un quejido ahogado y un sordo golpe de caída.

Sangre. El líquido se regaba a través de las paredes blancas cercanas a la puerta, formando hilillos, rastros.

Vienna cayó de espaldas. El filo de una enorme hacha había partido su clavícula hasta la mitad del pecho, casi desprendiéndole el hombro del cuerpo.

A Illiam le pareció que el mundo enmudeció.

Los ojos de Vienna observaban el enorme candelabro que pendía del techo en la sala. Su sangre ya había formado un charco bajo su espalda, manchando su vestido blanco con ribetes desgarrado; aquel que era su favorito, el único de toda su colección que nunca vendió.

—No... —Logró articular Illiam, y entonces sonrió, soltando una discreta risita—. Esto es una pesadilla. Ya he tenido otras como esta. Sí...

—No es una pesadilla —dijo un hombre al otro lado del umbral de la puerta. El tipo tenía una espesa barba oscura, el cabello negro entrecano, desaliñado y mugroso bajaba por sus hombros. Era un tipo grande, musculoso, apto para la violencia, vestía un pantalón marrón ajustado y un chaleco de cuero negro, igual que su compañero calvo, mismo que ahora estaba a su lado—. Ahora vendrán conmigo.

—¡Te lo dije, Brown! —dijo el calvo de la maza—. ¡Es un Rohart! ¡Mira su cabello rojo!

—Lo sé, Bill, tenías razón. Mejor dicho, Ojmil tenía razón. Menos mal nos aseguramos de que la Arquera de Plata estuviera bien muerta, porque ahora tendríamos graves problemas.

—¡Eso también fue trabajo mío!

—Lo sé, Bill, lo sé.

—Y mira esa niña de allí. —El tipo calvo ensanchó aún más la sonrisa—. El dinero que nos hará ganar...

—Llevémoslos rápido. Ya encendieron el fuego. La caravana no tardará en llegar —ordenó el gran hombre—. Ya casi terminamos. Ya me quiero ir de aquí. Este lugar me pone nervioso. Hay muchas Hadas Rojas, y me parece que a veces escucho voces. —Luego tomó el mango del hacha que aún yacía incrustada en el cuerpo de Vienna, y la extrajo, esparciendo un sonido desagradable, como el de un hueso al ser roído.

Illiam no podía moverse. Elisabeth tocó su hombro.

No había pensamientos rondando en su cabeza. Se enfocó en el cuerpo de Vienna, sintiéndose impotente.

—Vienna está muerta. —Logró decir casi en un susurro, y volvió a sonreír, incrédulo. ¿Cómo podía ser todo esto real?

Olía a sangre.

Sus rodillas flaqueaban, su corazón palpitaba con violencia y sus lágrimas bajaban en silencio..

Los nietos de Vienna aún dormían cómodamente en la alfombra, cerca de la chimenea, junto a Étimot y Ang; juntos parecían una camada de cachorritos arrumados unos encima de otros para darse calor, ignorantes del suceso.

«Yo también estoy dormido como ellos. Esto es una pesadilla.»

Cerró los ojos, queriendo despertar.

Más allá de la puerta, de las paredes de esta casa, pudo escuchar gritos distantes, súplicas, fragmentos de cristal al romperse, puertas cayendo, bebés llorando, mujeres y niños. Luna relinchaba en el patio trasero, desesperada. Risas de hombres. Voces desconocidas.

Estaba pasando de nuevo, todo el horror. ¿Era real? ¿No podían vivir al menos un momento de paz para variar? ¿Por qué Arteus permitía tanto sufrimiento a sus creyentes? Vienna creía en él, y ahora estaba casi partida por la mitad.

No, no podía ser real. Imposible. Si esto fuese real, sería como admitir que Dios hace mucho los abandonó.

—Esa cara que tienes, niño, esa expresión —dijo la voz oscura del hombre que acababa de asesinar a Vienna, el de largos cabellos—, me dice que has visto cosas espantosas, así que ponme atención porque quiero enseñarte algo.

Illiam aún tenía los ojos cerrados con la esperanza de que, cuando los volviera a abrir, estaría en su habitación, acostado en la cama, con los rayos del sol matutino ingresando por la ventana. Pero aún no despertaba. Entonces escuchó los pasos del hombre acercándose, lento y seguro hasta detenerse justo enfrente de Illiam; podía sentir su calor, su olor a humedad, a tierra y a sangre.

—Si las cosas van mal —continuó el asesino—, siempre recuerda que pueden ir peor.

Luego sintió un impacto desde arriba, como si hubieran dejado caer un martillo sobre su cabeza, e Illiam se desplomó, sumido en la oscuridad. ¿Fue un puño? ¿Qué lo derrumbó?

Silencio absoluto. No escuchaba nada. No había nada. Solo oscuridad.

Sus párpados pesaban. El frío se apoderó de su cuerpo. Luego percibió algo. Flotaban ruidos en el ambiente, ahogados, distantes. Gritos. Pedidos de auxilio; reconoció algunas de las voces: Erick, Finn, Étimot y Ang. Sí, eran ellos. Lloraban y gritaban su nombre, pero Illiam se sentía agotado, mareado. No podía acudir para ayudarlos, no tenía fuerzas; y aunque las tuviera, tampoco podría salvar a nadie.

Porque era débil.

¿Y Elisabeth? ¿Cómo se encontraba ella? No la había escuchado en ningún momento.

Entonces dejó de pelear contra el pesado cansancio que lo invadió de golpe, y... sombras, solo eso.








Nota del autor:

Muchas gracias por haber llegado hasta acá. A partir de aquí se van a tratar temas bastante chocantes. Algunas cosas serán explícitas, como la violencia, y otras no (aunque se entenderán de igual forma), pero sí te advierto que se hablaran de cosas muy sensibles (con todo el respeto y cuidado que se merece), así que espero que por favor tengas en cuenta esto para que no te tome por sorpresa.

¡De nuevo, muchas gracias!

¡POR CIERTO! Si encuentras errores ortográficos o de coherencia, por favor, házmelo saber para poder ofrecer contenido de mejor calidad para los siguientes lectores y lectoras. ¡Gracias, criaturas!

:3

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro