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El terremoto

Uno de mis pasatiempos favoritos de aquellos días, era observar a Helena. Tan alegre y desenvuelta, como si no hubiera nada que le preocupara. El solo verla, me provocaba la necesidad de contener una sonrisa, unas tremendas ganas de que yo pudiera reírme también así, sin temores.

Pero después de varias semanas, empecé a notar en ella, un patrón. Uno en el que su alegría cambiaba, para convertirse en un nerviosismo tan visible, que las manos le temblaban y ella las frotaba ansiosa en sus muslos. 

Sus ojos decididos y fieros, bailoteaban buscando un lugar seguro, una manera de aterrizar del vuelo que comenzaba a despegar en su interior. 

También se manifestaba en sus pies, que cambiaban el peso de su cuerpo de uno al otro, cada puto medio segundo. Un patrón tan evidente, que su cuerpo lo gritaba a los cuatro vientos. 

Un patrón con nombres y apellidos: Jean Baptiste LeBlanc.

El maricón de ropa perfectamente planchada, tenis tan blancos como perlas, y que tendía su cama cada mañana sin una jodida arruga. Ese cabrón era un robot con la cara de un tío finito y sofisticado. Y lo que más me irritaba en todo el mundo, tanto que rechinaba los dientes más veces al día de las que me gustaría, es que el menudo marquesito, me caía bien, y que además, había sido mi primer amigo en el mundo.

Joder, quería golpearlo por ser tan hijo de puta perfecto.

Y podía vivir con eso. Con la idea de que ella se derritiera cada vez que lo veía, porque venga, que no era la única. Le pasaba al cincuenta por ciento de la población estudiantil de la escuela, incluida la idiota de mi hermana. 

Pero lo que no podía soportar, y lo que acabó por desintegrarme en un odio desmedido, fue leer su diario.

Porque Helena no se derretía, no, no, eso era poco. Su maldito mundo giraba alrededor del de él. Estaba enamorada hasta la médula, y con cada página que leía, el ácido de mi estómago subía hasta mi garganta, ahogándome en unas asfixiantes ganas por vomitar.

Y entonces, había encontrado mi nuevo pasatiempo favorito. El de hacerla sufrir, como ella me lo hacía a mí. Que ya lo sé, no lo hacía a posta, y yo soy un imbécil. Eso quedó muy claro con su versión de los hechos, pero escucha ahora los míos, ¿vale? Que igual me dejan parado como un pendejo, pero al menos un pendejo miserable, y no uno solo a secas.

Me encantaba lanzarle miradas comunicativas, alzar una ceja amenazadora, recordarle que sabía su secreto y que si me apetecía, lo gritaría en cualquier momento. Y me ponía eufórico, lograr provocar algo en ella. Provocarle lo que fuera, pero que estuviera dirigido a mí, así fuera una mirada amenazadora, eso me erizaba la piel. Porque su mirada estaba dedicada a mí, y solo a mí.

Pero con los días, Helena se acostumbraba a mis mofas, reaccionando cada vez menos a mis provocaciones, y dejándome cada vez más inquieto e insatisfecho.

Entonces Inna, puso la circunstancia perfecta para reavivar esa llama furiosa que poco a poco se había ido apagando en ella. Un bendito proyecto para elaborar en parejas, en el que yo, como principal de la sección de violines, debía elegir los equipos.

Cuando armaba las binas, me dirigió una mirada tan diferente a las anteriores. Llena de luz, esperanza, y... Amor. Un puto ruego para que la juntara con mi amigo don perfecto, ¡y coño!, como me daba rabia que limitara esas miradas solo para él.

—A qué te ha encantado mi elección, eh, niñata —dije con picardía.

Y ahí estaba, la llama reavivada nuevamente, ardiendo en sus pupilas, y fulminándome con una ira tan nueva, que tuve que apretar mis labios para no reírme triunfante. Pero entonces, hizo algo diferente. Algo más que apuñalarme con miradas filosas: escupió toda la cólera en una sola frase, que como una puta lanza envuelta en llamas, la enterró en mi pecho.

—Preferiría repetir la materia antes de tener que trabajar contigo.

Lo que dijo no fue el problema, sino el tono de su voz, impregnado de asco y odio, que me impactó como un incendio avasallador. Un puto fuego que desintegró mi alma en la fracción de un segundo, sintiendo cómo se fragmentó en innumerables pedazos diminutos, como una cascada de arena, desde la cima de mi cabeza hasta mis pies, dejándome reducido a un insignificante montón de polvo que, con el más mínimo soplo, saldría volando.

Y como toda persona que reacciona al quemarse con fuego, me puse al acecho de golpe ante la amenaza, dispuesto a dar guerra para apagarlo. E inundado de sentimientos, y un agua que advertía con desbordarse de mis ojos, la ataqué con todo lo que tenía: Su diario. Que involuntariamente, se había quedado grabado en mi cabeza, para torturarla, y torturarme.

Recité la parte clave, aquella en que lo confesaba y que a mí me rompía. Y lo hice interpretando mi mejor papel en la vida: él del cabrón al que no le interesa nada.

Pero nuevamente, la guerrera que habitaba en su interior, y que yo ya había visto, resurgió del fondo de su ser para callarme de una estruendosa bofetada. Que de por sí, la acción por sí sola, a cualquiera le afectaría, a mí me acaba de esfumar, a ese polvillo de arena que había dejado, recordándome, que yo era exactamente eso. Nada.

Esa chica me dejó acabado. 

Después de haber logrado salir del puto infierno de mi casa, después de haber formado un grupo de amigos de verdad, después de haber creído lograr tener una vida más o menos normal, Helena me golpeó en esa mejilla. En la misma del lingote, la que tenía esa marca que yo había jurado que era mi boleto de liberación, ahora se había convertido en una amarga realidad que no me había admitido a mí mismo: la de que el problema, quizá sí era yo.

Porque ahora lo tenía todo. Para donde volteara, tenía todo lo que alguna vez quise, y aun así, seguía siendo un pobre infeliz. Un pobre diablo que si sentía que su vida estaba demasiado tranquila, yo mismo me ponía mi propio pie para tropezar. Porque tal vez, necesitaba de los golpes para recordarme que seguía vivo, y que no estaba viviendo un sueño del que podría despertarme.

Y como si la situación no estuviera ya en el fondo de un puto pozo, Jean empeoró todo más tarde en nuestra habitación, dándole un nombre a lo que me pasaba.

—Joder... Te gusta Helena.

Gracias marquesito, justo lo que necesitaba. Que tú y todo el puto mundo sepan que soy una bestia con la chica que me gusta. Y aunque sabía que lo que él hacía, era de buena fe, yo estaba por los suelos. Por Helena, y por él. 

Porque también lo había herido, aunque fuera tan necio como para seguirlo negando. Y creo que, en el fondo, eso era lo que más cabreado me tenía. Que por fin alguien me había reconocido, es decir, no al hermano de Beth, ni la mascota de Louis, tampoco al jardinero, sino a mí: Hedric.

Y que gracias a él, mi único amigo, no pudiera siquiera imaginar algo con ella, porque su mirada y la de Helena, estaban imantadas en un chispazo que solo entre ellos sucedía.

Yo quería eso, ¿por qué no podía tenerlo? ¿Por qué nunca podía tener nada?

Y encima, el muy imbécil dice que va a ayudarme. ¡Pero joder! ¿Por qué este pendejo no puede ser menos imbécil? Que fuera más egoísta, más bestia, algo que me ayudara a odiarlo, que me quitara esta ácida sensación de haber traicionado al único amigo que tenía. Algo que me indicara que no era el pedazo de mierda que ahora mismo me sentía.

Los días pasaron como si estuviera metido en una niebla densa y espesa, o mejor dicho, humo. Como el que sale después de apagar una fogata, pero en este caso, del estallido de fuego de aquella guerra en la que había perdido. Y aun cuando las cosas ya habían vuelto a la normalidad, más o menos, yo no podía quitarme esa sensación de odio a mí mismo.

 Y no fue hasta un día, que aunque en ese momento yo no lo sabía, nos cambió a todos. Nos cambió de una u otra manera, como un terremoto que a los demás les tiró el techo, pero a ti la casa entera, y que nadie se daría cuenta hasta que terminaran de arreglar sus propios daños.

Era una tarde libre, previa a aquel terremoto, donde todos hacíamos el tonto en el área común. Helena y Alek jugaban billar, él aprovechaba cualquier error minúsculo que ella cometiera para, muy amablemente, acercarse y enseñarle cómo hacerlo, esto claro, sin desaprovechar la oportunidad de rozar su codo con timidez, o tocar por unos segundos su mano al pasar el taco.

Bufé y puse los ojos en blanco ante la patética escena.

—Pareces un jodido psicópata espiando a todos desde la penumbra —riñó una voz femenina familiar.

Un sobresalto me hizo girarme para encontrarme con May, su mejor amiga, un puñetero grano en el culo, y mi primer beso, si se le puede llamar así a quedarse como una piedra mientras ella hacía todo el trabajo. Y aunque fue una acción de menos de un minuto, que no le importó ni a ella ni a nadie, no podía evitar sentirme inquieto frente a ella, que ahora me miraba con los ojos entrecerrados a tal grado que prácticamente no se le veían las pupilas oscuras.

—Joder, May. Haz un puto ruido o algo que avise —reproché.

—Pareces un vampiro aquí metido.

Y ahora que lo decía, sí. Lucía de lo más turbio, solo y en la oscuridad de la esquina del lugar, observando. Pero bueno, que ahora éramos dos los psicópatas.

—Pues aquí estás tú también, así que dudo de tu lucidez.

May resopla con ironía.

—Touché.

Se cruzó de brazos y se recargó junto a mí, tan cerca que su hombro casi tocaba el mío.

—¿Qué miras, Drácula? —cuestiona filosa.

—Nada, cabezota. ¿No puede uno tener un poco de calma?

—Por Dios, Hedric. Miéntele al bruto de tu compañero de cuarto, pero a mí no. Tú estás viendo a ese par.

Y completó señalando a Alek y Helena con un movimiento sutil de cabeza.

—¿A ellos? Estás de coña, May. ¿Por qué carajo haría eso?

—Porque crees que te gusta Helena.

Arqueé ambas cejas con escepticismo.

—¡Ah! No, bueno, una jodida psicóloga —dije con sarcasmo—. Cuénteme, doctora, ¿Cómo elimino estas ganas de burlarme del par de granos de arroz que llevas por ojos?

—Ja, ja —responde con ironía—. Sigue haciéndote el bravito, eso solo hará que te odies más a ti mismo.

La miré furioso, porque ¿quién coño se creía esta tonta para meterse con mi vida?

Dilataba mis fosas nasales, intentando mantener la compostura, mientras ella seguía viendo la mesa de billar, como si acabara de decirme algo sin importancia.

—Mira, menuda...

—A ti no te gusta Helena —interrumpe tajante—. A ti te gustó que alguien te defendiera por una puta vez.

Entonces me dirigió la mirada, filosa, segura, y observando mi semblante atónito, arqueó una ceja pretenciosa.

—Vas por ahí, con ese ridículo corte punk, creyéndote un cabrón, pero por dentro eres un blandengue que se deja maravillar cuando alguien lo cuida tantito.

Gruñí entre dientes y posé mi dedo índice en su pecho con desdén.

—Escúchame bien, bruta de mierda...

—Oh, mira —dijo con ternura fingida—. Si hasta amenazas igual que tu hermano.

Levantó el mentón con valía, oscureciendo su mirada y mostrándome que no tenía una pizca de miedo o incertidumbre.

—El día que te defiendas tú solo, vas a dejar de admirar a las defensoras como Helena, que, permíteme romper tu ilusión, no tiene un pelo de eso, solo tiene la lengua suelta y tú estabas en medio de su escupitajo.

Pasé saliva con dificultad, asimilando lo que había dicho, sintiendo la saliva como navajas en la garganta. May retira mi dedo de su pecho de un fuerte manotazo, y aunque me ve con el ceño fruncido, detecto en su mirada un tinte de bondad.

—Deja ya de tenerte tanta lástima y empieza disfrutar. Diviértete, quita esa cara de culo, sal con esa chica que te persigue como una pulga...

—¿Karen?

—Quien sea, caradura. Pero deja ya de estar cabreado todo el tiempo, que nos cansas.

Dijo mientras se acomoda la sudadera y se preparaba para irse.

—Miren quien habla, si tú también estás con cara de culo todo el día.

—Exacto, ahora lo entiendes. Solo los que vivimos en guerra constante, podemos ver las de los demás en sus ojos.

Se giró de manera brusca, dando el tema por zanjado, y dejándome a mí, sorpresivamente, más ligero. Como si hubiera prendido un ventilador y disipado todo el humo a mi alrededor, permitiéndome ver todo con más claridad. Y lo que ahora tenía claro, era que los ojos más pequeños y rasgados del lugar, me habían visto. Visto de verdad, entero y podrido, como yo también me veía. Y ahora, yo también la veía a ella.

Esa tarde, contuve las ganas de salir corriendo tras sus pasos, escuchar sus batallas para quizá, así entender mejor las mías. Escuchar que había otras guerras ahí afuera, me daba la perspectiva de que yo también podía ser como ella, valiente y capaz de cuidar a mis amigos como era debido.

Había decidido que si ese día no lo hice, mañana lo haría, más valiente y decidido. 

Pero no hubo mañana, porque aquel día, fue el día que lo cambió todo, el día del terremoto que me dejó sin casa. Una casa que había sido tan ciego como para verla hasta que ya no estuve dentro de sus cuatro paredes y me enteré del frío que hace afuera. Dejándome una marca interna que jamás olvidaría. 

La marca del presente, que es lo único que existe, lo demás, son solo suposiciones. 

Porque May no amaneció en el internado al día siguiente. Ni el resto del año.

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