Capitulo 3.
Junglook roncaba a gusto, sumido en un sueño apacible, cuando el insoportable sonido de su celular lo sacó de golpe de su descanso. El zumbido retumbó en sus tímpanos como un martillo.
—¡Maldita sea! ¿Qué es ese ruido infernal? —gruñó con voz pastosa, mientras estiraba la mano como un zombi para buscar el teléfono entre la montaña de ropa tirada en el suelo. Después de unos segundos de tantear (y aplastar toallas de papel sospechosamente humedas), sin abrir completamente los ojos, deslizó el dedo por la pantalla y contestó—. ¿Quién, por qué y para qué?
Del otro lado, una voz emocionada no perdió el tiempo:
Te conseguí una buena. Te darán doscientos mil.
En menos de un segundo, Junglook pasó de medio muerto a completamente vivo, se incorporó de un salto al escuchar la cifra. El cabello le quedaba hecho un desastre, todo esponjado y apuntando hacia direcciones imposibles, pero eso no le importaba, se movió con urgencia por el desorden que tenía por habitación.
—¡¿Dos-cien-tos mil?! —repitió como si fuera un mantra, mientras abría el armario a toda prisa. Sacó una vieja maleta y arrojando al interior un revoltijo de ropa arrugada, un par de botas gastadas, una botella medio vacía de agua, un par de calcetines sin pareja y, por supuesto, sus inseparables guantes de boxeo.
—¡Este sí es mi día de suerte! —exclamó con una sonrisa mientras cerraba la maleta a duras penas y corría hacia la puerta. Sin embargo, frenó en seco—. Espera —se miró de arriba abajo. Solo llevaba puestos los calzoncillos con los que había dormido—. Creo que primero tengo que vestirme.
[...]
Jungkook avanzó con paso decidido hacia ese lugar que siempre lograba encender su espíritu. Allí, donde la adrenalina y una extraña sensación de invulnerabilidad lo envolvían. Aunque ilegal, lo consideraba su refugio, el único sitio donde se sentía realmente libre, como un pez en el agua. Poco le importaban las posibles consecuencias de estar atrapado en las apuestas clandestinas que dominaban aquel mundo.
El sonido de las voces, los ecos de los golpes y la energía vibrante del ambiente lo rodeaban mientras su mirada se fijaba en el ring frente a él, su territorio. Ese escenario donde había acumulado victorias y dejado una marca imborrable con cada pelea.
Desde las gradas, algunas personas lo saludaban con entusiasmo, alzando los brazos y coreando su nombre, como si su sola presencia encendiera aún más la emoción de la noche.
—¡Buena suerte, JK! ¡Esta es tuya, ya aposté por ti! —gritó un hombre con una sonrisa cómplice.
—¡Yo también! ¡Dale duro, JK! —añadió otro con voz llena de fervor.
Jungkook, o mejor dicho, "JK", como todos lo llamaban en ese mundo, inclinó ligeramente la cabeza en señal de agradecimiento hacia los gritos de ánimo. No necesitaba más; sabía que el ring le pertenecía. Allí, él era invencible. Nadie podía enfrentarlo de igual a igual, y ese reconocimiento tácito lo hacía caminar con la seguridad de un rey.
Sin perder tiempo, avanzó hacia la parte trasera, donde se encontraban los vestidores. En ese espacio compartido por otros boxeadores, JK era diferente. Aunque había más luchadores allí, solo él tenía el derecho de llamar a ese lugar su territorio. Sus incontables victorias, tanto contra los presentes como contra los que ya no osaban volver, hablaban por él.
Mientras algunos se ajustaban las vendas y otros realizaban calentamientos, JK atravesó el lugar sin dedicarles una sola mirada. Su mente no estaba en el pasado ni en viejas batallas ganadas. Todo su interés estaba en el oponente que lo aguardaba esa noche, y en el dinero que ganaría.
—¿Durmiendo a las tres de la tarde? Vas a romper otro récord de vagancia —comentó un chico delgado, de hombros anchos y con una cara que parecía salida de un dorama, que le encantaba presumir.
Jungkook lo miró, sin poder evitar una sonrisa perezosa, mientras se cambiaba de ropa.
—Es domingo, ¿qué quieres que haga? ¿Trabajar? —respondió con tono relajado, sacando su camiseta vieja—. Solo vienes porque esta vez sí van a pagar lo que realmente vale mi talento. Si no, me habría quedado en la cama a seguir con mi sueño de belleza.
—Se dice "gracias, Jin hyung", chamaco insolente —repuso poniendo los ojos en blanco, pero se lo decía con cariño—. Cámbiate rápido, luego calienta. Te espero afuera para el pesaje y la revisión de vendas. Iré a revisar algunas cosas no tardes, ¿eh?
—Sí, sí, ya shu... ¡y que no te coma la impaciencia! —hizo un gesto de despedida y continuó con su proceso de cambio.
Con calma y meticulosidad, Jungkook terminó de vestirse y comenzó a colocarse las vendas. Cada vuelta al rededor de sus manos era un ritual, un momento de introspección. Lo hacía sin prisa, pero con una concentración casi palpable, como si estuviera preparándose para enfrentarse a un dragón y no a un rival de carne y hueso. Aunque su físico era impecable, sabía que la verdadera batalla comenzaba en la mente. El ring no perdonaba, y siempre exigía lo mejor. JK no pensaba entregarle nada menos.
Al terminar, se dirigió a la sala contigua, donde una fila de sacos de boxeo colgaba como soldados sacrificados al entrenamiento. Sin decir una palabra, comenzó a calentar. Sus movimientos eran precisos y explosivos: jab, gancho, uppercut. Golpe tras golpe, el eco de sus impactos resonaba en la sala, cada uno cargado de fuerza y velocidad. Alternó entre combinaciones rápidas y golpes secos, perfeccionando cada detalle.
Tras un último golpe contundente que hizo balancearse al saco de manera casi violenta, se detuvo. Respiró hondo, observando el ligero vaivén del saco frente a él. Luego, giró la mirada hacia los demás boxeadores que aún entrenaban y esbozó una leve sonrisa, una mezcla de confianza y desafío. Sin decir nada, se giró y salió, dejando claro que estaba más que listo para lo que venía.
Después de una revisión de peso y una rápida revisión de vendas, Jungkook se puso los guantes y finalmente se subió al ring. Apenas su pie tocó el cuadrilátero, la multitud estalló en gritos y vítores. No eran solo aplausos; esos rugidos casi parecían la bienvenida a una batalla épica. El ambiente estaba cargado, pero él no parecía inmutarse. Todo era parte del show.
El primer campanazo resonó, y la pelea comenzó. Su oponente, un tipo alto y musculoso, intentó mostrar lo que tenía, pero pronto se dio cuenta de que el joven frente a él no solo era rápido, sino también un maestro de la estrategia.
Jungkook, con su mirada fría y sus movimientos calculados, esquivaba cada golpe con una agilidad casi sobrehumana. Su oponente lanzaba puñetazos que pasaban tan cerca que la multitud soltaba suspiros de miedo, pero Jungkook solo se movía como si estuviera bailando, con una precisión asombrosa.
Un golpe aquí, otro allá. En un abrir y cerrar de ojos, Jungkook había descolocado a su rival. Lo veía venir: el tipo ya estaba agotado, y él todavía se sentía como si fuera a dar un paseo. En un momento, con la agilidad de un felino, se acercó a su oponente, esquivó un golpe torpe y lanzó un derechazo directo al rostro. El sonido del golpe fue tan fuerte que la multitud quedó en silencio por un segundo, antes de estallar en vítores.
Solo bastó un round, y el rival tambaleó, perdió el equilibrio y, con un último esfuerzo, trató de levantarse, pero sus piernas no respondieron. El árbitro comenzó la cuenta.
—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!
Y con ese último golpe, el oponente de Jungkook cayó al suelo, incapaz de levantarse. El árbitro levantó su mano y, con la voz firme, declaró:
—¡K.O.! JK, es el ganador.
La multitud rugió, aplaudiendo frenéticamente, como si acabaran de presenciar la pelea más épica de la historia. Jungkook, sin poder contener su emoción, sonrió de oreja a oreja. Había ganado, claro, pero lo que realmente lo tenía saltando de felicidad era ver esos doscientos mil en su cuenta bancaria. Sin pensarlo, comenzó a saltar y bailar por todo el ring como si estuviera celebrando su cumpleaños, su primer día de vacaciones y una victoria en el casino, todo al mismo tiempo.
—¡Viste eso, Jin hyung! ¡El dinero es mío! —gritó con una energía desbordante, agitando los brazos como si estuviera en un concierto de K-pop.
Desde la esquina, Jin observaba todo con una mezcla de admiración y diversión. Había visto crecer a ese chico, y aunque nunca pensó que llegaría tan lejos, no pudo evitar sentir un enorme orgullo.
—Quién iba a decir que ese niño idiota que vende café con un estúpido delantal sería un talento del boxeo —suspiró con una sonrisa nostálgica, mientras cruzaba los brazos.
—¿Se irán por mucho tiempo? —preguntó Jimin a sus padres mientras estaban en la sala de espera del aeropuerto. Su voz sonaba tranquila, pero sus ojos delataban una mezcla de incertidumbre y melancolía.
—Los buenos negocios toman tiempo, Jimin. Mucho tiempo —respondió su madre, acomodándose los elegantes guantes de cuero. Su tono era firme, casi impersonal—. Debes comenzar a aprender a vivir sin nuestra presencia. Ya no eres un niño.
Jimin asintió en silencio, aunque sabía que ni siquiera de niño había tenido muchas memorias con ellos. Los recuerdos que tenía estaban más ligados a niñeras, tutores y largas ausencias.
—Cuando seas el director de esta empresa y tengas tus propios hijos, nos entenderás —continuó ella, sin apartar la mirada de él—. Por ahora, enfócate en lo que te corresponde: cuida bien de ti, apégate a tus estudios, come adecuadamente, ejercítate, y, sobre todo... mantente concentrado en la tarea que te di. ¿Está claro? —finalizó con una mirada intensa.
—Sí, madre —respondió Jimin, bajando la cabeza. Su tono era obediente, pero resignado.
En ese momento llegó su padre, su figura imponente irradiaba autoridad, y en su rostro había una breve sonrisa que no llegaba a los ojos. Jimin respiró hondo, preparándose. Las palabras de su padre siempre venían cargadas de expectativas y órdenes disfrazadas de consejos.
—Ascoltami, figliolo —comenzó su padre en un italiano impecable (escúchame, hijo), como hacía siempre que quería asegurarse de que Jimin lo tomara en serio—. La disciplina y la responsabilidad son lo único que te hará destacar. Sin ellas, no hay éxito. ¿Lo entiendes?
—Sì, padre —respondió Jimin en italiano, esforzándose por sonar seguro. Por dentro, sin embargo, sentía que la sombra de su padre se hacía más grande, envolviéndolo en una mezcla de presión y temor.
El hombre asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho, pero no terminó allí.
—No quiero excusas, Jimin. Este proyecto que te encargamos es importante, mucho más de lo que imaginas. Quiero buenos resultados. ¿Entendiste?
El menor tragó saliva y movió la cabeza en señal de afirmación.
—Habla, no solo asientas. Quiero escucharte.
—Sí, padre. Lo entendí —exclamó rápidamente, su tono más firme esta vez.
Un anuncio interrumpió el tenso intercambio: llamaban a los pasajeros del vuelo de sus padres. Su madre miró su reloj de pulsera con impaciencia, mientras su padre tomaba sus maletas con gesto mecánico. Pero antes de avanzar, su padre agregó una última advertencia:
—Y recuerda: nada de fiestas, nada de amigos inútiles, nada que te distraiga. La distrazione è nemica del successo. —verbalizó, esto con un dedo en alto, enfatizando cada palabra (La distracción es el enemigo del éxito)—. ¿Qué es lo que más importa?
Jimin lo miró con un leve temblor en su expresión, casi como si dudara de cuál era la respuesta correcta. Pero finalmente, respondió con una frase que parecía haber repetido cientos de veces en su vida:
—Il successo, padre. Niente è più importante del successo. (El éxito, padre. Nada es más importante que el éxito).
El hombre sonrió, aunque no era un gesto cálido, sino uno que contenía satisfacción y aprobación.
—Exacto. —se inclinó ligeramente hacia él, clavando su mirada fría y calculadora en los ojos de su hijo—. Il successo non si eredita, figliolo, si guadagna. (El éxito no se hereda, hijo, se gana). Recuerda mis palabras.
Luego se giró hacia su esposa, haciéndole un gesto para que lo siguiera.
—Vamos.
Antes de seguirlo, su madre se giró hacia Jimin con una última instrucción, dicha casi al pasar, pero cargada de autoridad:
—Mantente enfocado. Te estaremos vigilando.
Jimin asintió en silencio, como siempre. Observó cómo sus padres desaparecían entre la multitud de pasajeros. La figura imponente de su padre y la elegante silueta de su madre se desvanecieron rápidamente, dejándolo solo.
Mientras los veía alejarse hacia la puerta de embarque, Jimin sintió el peso aplastante de sus palabras, de sus expectativas, cargado de deberes no dichos y metas inalcanzables. Era un peso que ya conocía, pero que ahora parecía más frío y más pesado que nunca.
Sin embargo, mientras permanecía allí, inmóvil, algo cálido y familiar se coló en su mente. Pensó en un lugar... no, en una persona. Alguien que extrañamente lograba quitarle ese peso inmenso de los hombros.
Se formó una imagen nítida en su mente: un cabello largo y alborotado que parecía tener vida propia, unos ojos grandes y oscuros que irradiaban calidez, y una sonrisa encantadora que siempre le recordaba a un conejo. Y, por supuesto, un americano frío que no estaba autorizado en esa estúpida dieta.
[...]
—¿Qué mierda es esto, Jeon? —se escuchó el grito de Yoongi resonando por todo el lugar, rompiendo la tranquilidad de la mañana. Sus ojos parecían disparar rayos mientras señalaba la motocicleta aparcada en el medio del pequeño estacionamiento frente a la cafetería—. ¡Quita esto del camino! ¿No ves que estos lugares son para los clientes? ¡Llévala atrás! —ordenó con un gesto airado, como si acabara de encontrar un crimen de la humanidad.
Jungkook, que estaba ajustando un espejo retrovisor, levantó la mirada con una expresión de pura ofensa.
—¿Cómo dijiste que le llamaste a mi bebé? —preguntó con incredulidad, apuntando a su motocicleta color rojo vino, como si fuera una obra de arte en el Louvre—. ¡Es una Harley Davidson Sportster S! ¿Acaso no sabes lo que significa eso? ¡Una obra maestra sobre ruedas!
—¡Me importa un carajo si es una nave espacial! —respondió, su piel pálida poniéndose roja del coraje—. ¡Ponla atrás o te reportaré! —amenazó, girando sobre sus talones con un bufido, y a medida que avanzaba, no dejaba de murmurar entre dientes antes de entrar a la cafetería—. Ese idiota va a sacarme canas verdes. Harley Davidson, mis pelotas.
Jungkook, que no era precisamente alguien que se quedara callado, lo siguió con la mirada mientras gritaba en su dirección:
—¡Eres un maldito ignoramus! ¡Es más, no! ¡Eres un abuelo cascarrabias, eso es lo que eres! ¡Un abuelo con muy mal gusto!
A pesar de su indignación, agarró la motocicleta y la empujó hacia el espacio trasero del estacionamiento, refunfuñando por lo bajo como si estuviera librando una guerra personal contra las injusticias del mundo.
—Esto es un crimen, un crimen contra el arte y la cultura —masculló mientras movía la moto—. Poner una Sportster S detrás, ¡por favor! No tienen idea de nada en este lugar...
Lo que Jungkook no había notado era que detrás de un árbol cercano, un par de ojos brillaban con diversión. Jimin, escondido entre las ramas, había presenciado toda la escena con una risita contenida que ahora amenazaba con convertirse en carcajada.
—Definitivamente es un chico muy lindo y gracioso —susurró para sí mismo, inclinándose ligeramente para tener una mejor vista del chico. Lo observó con una sonrisa traviesa mientras el pelinegro seguía murmurando algo sobre "lo genial que era su moto y lo injusto que era esconderla". De vez en cuando, lanzaba miradas fulminantes hacia la cafetería, como si Yoongi pudiera sentirlas a través de las paredes.
Finalmente, con un último suspiro dramático, Jungkook dejó de refunfuñar y entró al local para comenzar su turno.
—Ya la dejé donde dijiste, pero me ofende muchísimo —protestó mientras se ataba el delantal con movimientos bruscos.
Yoongi, completamente indiferente, se limitó a limpiar una de las cafeteras con calma profesional.
—Esa hermosura pudo haber traído más clientes, ¿sabes cuánto costó? —continuó, su tono mezclando indignación y orgullo—. ¡La mitad de mi miserable vida! Estuve ahorrando tanto para comprarla como para que tú vengas y...
El sonido de la campanilla de la puerta interrumpió su queja. Un cliente había entrado.
Jungkook bufó con impotencia, claramente frustrado por no poder terminar su alegato.
—Esta conversación no ha terminado —le lanzó a Yoongi por encima del hombro, antes de darse la vuelta y dirigirse a su puesto detrás del mostrador.
Con una sonrisa profesional, levantó la cabeza hacia el cliente y dijo:
—Buen día, ¿qué va a or...?
Las palabras se derritieron en su lengua en cuanto vio al chico que estaba parado frente a él. Era como si su cerebro hubiese hecho cortocircuito, olvidando todo lo que tenía que decir.
—Tú... —murmuró, sus ojos azabaches ligeramente abiertos de sorpresa mientras estudiaba al recién llegado.
Frente a él, Jimin sonreía suavemente, con un brillo en los ojos que denotaba cierta diversión.
—Yo —respondió simplemente, con un tono ligero, pero lleno de amabilidad.
Jungkook parpadeó, tratando de recuperar la compostura. Había algo en aquel chico que hacía que el resto del mundo se desvaneciera, como si solo estuvieran ellos dos en la cafetería. Su cabello castaño caía ligeramente sobre su frente, y sus ojos café claro parecían leerlo como un libro abierto.
—¿Vas a tomar mi orden o...? —preguntó, inclinando la cabeza un poco.
—Ah, sí. Claro. Perdón. ¿Qué... qué te gustaría? —balbuceó Jungkook, sintiendo cómo el calor se acumulaba en sus mejillas.
Detrás del mostrador, Yoongi rodó los ojos con una expresión de resignación.
—Esto será interesante —murmuró para sí mismo, volviendo a su tarea de limpiar cafeteras.
[...]
—Ve a hablarle, no puedes quedarte ahí escondido hasta que se vaya —aconsejó Yoongi, con su tono habitual de impaciencia mientras molía el grano del café—. Pareces un conejo tembloroso y cobarde ahí abajo.
Jungkook, acurrucado en el suelo detrás de la barra, temblaba como una hoja al viento. Apenas asomaba la cabeza, lo justo para echar un vistazo hacia la mesa cerca de la ventana, donde Jimin, su amor platónico recientemente descubierto, estaba sentado, relajado, mirando la vista de los hermosos y anaranjados árboles de otoño alrededor de la universidad.
—N-no puedo —tembló, escondiendo de nuevo el rostro entre las manos—. Me pone muy nervioso. Soy idiota, pero él me vuelve más idiota. Balbuceo tonterías y termino haciéndolo todo mal. Además, es demasiado bonito y refinado, ¡me aterroriza! Es como si fuéramos... como si fuéramos la dama y el vagabundo.
El chico de piel pálida levantó una ceja, incrédulo.
—¿La dama y el vagabundo? ¿De verdad, Jeon? —bufó, negando con la cabeza mientras colocaba un nuevo filtro en la máquina de café—. Eres un cobarde. Pero, ¿sabes qué? Me da igual. Igual tienes que salir de ahí. Llegarán más clientes, y ni sueñes que haré tu trabajo.
Jungkook alzó la mirada, su expresión de súplica desgarradora.
—Sunbae, por favor... te lo ruego. Solo por esta vez, ¡te lo suplico! —imploró, tirando de los pantalones de Yoongi, aferrándose a sus tobillos como si su vida dependiera de ello.
—¡Hey! ¿Qué haces? ¡Suéltame! —protestó, sacudiendo los pies para librarse de él—. Pareces un loco, ¿quieres que los clientes piensen que aquí contratamos a gente rara?
Desde la mesa cerca de la ventana, Jimin observaba la escena con el ceño fruncido. Había elegido ese lugar porque ofrecía una vista perfecta del mostrador, donde esperaba ver al lindo chico de ojos grandes y sonrisa de conejo. Pero, para su desconcierto, en lugar de admirar al chico, se encontró viendo a su compañero gritándole al suelo y agitando los pies como si estuviera tratando de quitarse un insecto pegado.
—¿Qué está pasando ahí? —murmuró, ladeando la cabeza mientras trataba de entender la extraña escena.
Por un momento, Jimin pensó en levantarse y acercarse al mostrador para investigar. Sin en cambio, se detuvo en seco cuando vio salir al chico que esperaba ver. Su cabello en un desordenado mullet negro caía despreocupadamente sobre su frente y nuca, y los tatuajes que asomaban por debajo de las mangas arremangadas de su camisa blanca, los múltiples piercings: en las orejas, la ceja, y el labio inferior, creaban un contraste fascinante con el rostro tímido y ruborizado que llevaba mientras se acercaba a él.
—Lindo... —murmuró Jimin, recargando el mentón en su mano, dejando que una pequeña sonrisa curvara sus labios.
Jungkook, claramente nervioso, se paró frente a la mesa, agarrando con fuerza el delantal como si fuera su única fuente de estabilidad.
—Se-se-se-se... —comenzó a tartamudear, sus ojos abiertos como los de un ciervo atrapado en los faros de un auto. Al darse cuenta de su falta de control, se aclaró la garganta y sacudió la cabeza con fuerza, intentando recomponerse—. Perdón, ¿se te ofrece algo más? —logró preguntar finalmente, aunque su tono temblaba ligeramente.
Jimin sonrió ampliamente, sus ojos brillando con diversión.
—Sí —respondió, con voz tranquila pero intencionada.
Jungkook parpadeó, visiblemente sorprendido por la respuesta.
—¿Sí? Oh, diablos, no esperaba que dijeras que sí. Ehh, déjame ir por una libreta, vuelvo en un segundo. —hizo un ademán para darse la vuelta, pero se detuvo en seco cuando escuchó la siguiente petición de Jimin.
—Tu nombre —pidió el castaño con naturalidad, mirándolo directo a los ojos.
—¿Qué? —Jungkook se volvió hacia él, completamente desconcertado, sus cejas alzándose en una mezcla de sorpresa y confusión.
—Tu nombre. Tú no llevas una placa como tu compañero, y me gustaría saberlo —explicó, con una sonrisa tan encantadora que parecía iluminar todo el lugar.
El pelinegro quedó aturdido por unos segundos, luego dejó escapar una sonrisa que le llegó de oreja a oreja, su emoción completamente evidente.
—¡¿De verdad?! —exclamó, pero al darse cuenta de lo emocionado que sonaba, se aclaró la garganta y se forzó a hablar con una voz más grave y supuestamente indiferente—. Quiero decir... ¿para qué?
La risa dulce y melodiosa de Jimin llenó el aire.
—Porque me pareces un chico muy lindo —confesó sin rodeos, sus palabras cayendo como una bomba sobre el nervioso chico de bonitos ojos grandes.
El rostro de Jungkook se tiñó de un rojo tan intenso que casi igualaba al de un jitomate. Tragó saliva con dificultad, y por un momento, parecía haber olvidado cómo articular palabras. Su mente era un caos absoluto, y lo único que podía escuchar era el acelerado latido de su corazón.
—Soy... Jungkook, Jeon Jungkook —logró decir finalmente. Luego, en un intento de parecer seguro, añadió apresuradamente—. Tú eres... solo Jimin, ¿verdad?
El nombrado dejó escapar una nueva risa baja, como si disfrutara del nerviosismo evidente del barista, que contrastaba con su aspecto rudo.
—Park. Park Jimin —corrigió suavemente, mientras estiraba su mano hacia él con un gesto tranquilo pero seguro—. Gusto en conocerte, Jeon Jungkook.
El aludido miró la mano extendida como si fuera un objeto sagrado, sus ojos parpadeando mientras procesaba el gesto. Finalmente, con cuidado casi reverente, estrechó la mano de Jimin. La calidez de su piel, lo pequeño de su mano, y la firmeza de su agarre lo hicieron sentir un pequeño cosquilleo recorriendo su columna.
—El gusto... es mío, Park Jimin —replicó, intentando no sonar como un completo tonto.
Por unos segundos, la cafetería pareció quedarse en completo silencio para ambos, como si solo existieran ellos dos. Sin embargo, la realidad lo golpeó de vuelta cuando Yoongi, desde detrás de la barra, carraspeó exageradamente.
—Muy lindo todo, pero si no lo atiendes, voy a empezar a cobrarte renta por usar el piso de mi cafetería como sala de citas —increpó, rodando los ojos mientras seguía preparando un pedido.
Jungkook soltó la mano de Jimin con rapidez, como si se hubiera quemado, y retrocedió un paso.
—¡Ah! Eh... perdón, ¿puedo... puedo traerte algo más? —preguntó, rascándose la nuca, incapaz de mantener la mirada en Jimin más de un par de segundos.
El castaño sonrió con suavidad, apoyando el mentón en su mano de nuevo.
—No por ahora, Jungkook —respondió, alargando su nombre con intención—. Pero quizá te pida algo más en un rato.
Jungkook asintió rápidamente, murmurando un "claro, lo que necesites" antes de regresar al mostrador con pasos torpes, su rostro todavía ardiendo.
Desde su lugar, Jimin lo siguió con la mirada, disfrutando de la adorable torpeza del chico, mientras la suave sonrisa nunca abandonaba su rostro.
—Jeon Jungkook...
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