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Capítulo 8.

A Caleb no le sorprendió que, dos días después de la fatídica cena, un funcionario del palacio tocara a su puerta con la irrefutable petición del príncipe soberano para que lo acompañara en el almuerzo. Por supuesto, le dio la respuesta que esperaba y se marchó sin decir una palabra. Caleb cerró la puerta y, con sobre en mano, regresó a la mesa del comedor donde dejó servido el desayuno.

―¿Qué te parece? ―Mostró el sobre a la cámara de su computadora―. Una petición directa del príncipe soberano.

El hombre al otro lado de la pantalla suspiró y se pasó las manos por el pelo azabache. La luz de la lámpara de techo se reflejó en la colección de canas que, junto con su expresión severa y exasperada, acentuaron su edad.

―¿Puedes explicarme qué pasó?

―Rainier me invitó a cenar. ―Caleb abrió el sobre y sacó el único papel donde se detallaba la hora y lugar de reunión―. La relación de padre e hijo está sufriendo una crisis, situación de la que ya había escuchado, y, por desgracia, terminé en medio de una fuerte disputa familiar.

―¿Y eso fue todo?

―Eso es todo lo que recuerdo, papá. ―Dobló el papel y lo arrojó en la mesa junto al sobre―. Lo demás es...

―Si hay algo más, aunque lo consideres innecesario, es imperioso que lo sepa. ―El sonido de papeles devolvió su atención a la pantalla. El monarca leyó unos documentos y suspiró―. Necesito entender por qué el príncipe soberano ha pedido información relacionada a tus impuestos.

Caleb agarró la taza de té y aprovechó esos segundos de gracia para ordenar sus ideas. Aunque no comprendía para qué quería un informe sobre sus impuestos, Caleb sabía que era una movida para asegurarse de que no hablara de lo ocurrido en la cena. Pero su silencio se lo debía a una sola persona, y el príncipe soberano no se llevaría el crédito. Le había prometido a Alina que nadie sabría los secretos que guardaba la familia Valenti y lo cumpliría.

Eso no significa que iba a permitir que el príncipe soberano se inmiscuyera en su vida privada.

―No es nada serio ―le dijo al devolver la taza al plato de porcelana―. Escuché algo que no debía y ahora le preocupa que llegue a oídos de alguien más.

―¿Es grave? ―la preocupación en la voz de su padre lo obligó a apretar los dientes.

―No, grave no. Privado.

―Privado y grave a menudo van de la mano ―dijo una segunda voz. Una silueta masculina apareció detrás de su padre con un montón de papeles en mano―. El príncipe soberano solicitó el intercambio de información relacionado a tus impuestos, lo que violenta el artículo uno del acuerdo. ―Simon, su hermano mayor, clavó la vista en el papel―: Nos obliga a prestar asistencia mediante el intercambio de información que sea previsiblemente relevante para la administración o aplicación de la legislación interna. ―Pasó la hoja con evidente irritación―. Y en el artículo cinco dice que la información se intercambia sin tener en cuenta si la conducta investigada constituye un delito si dicha conducta se produce en el territorio del solicitante. ―Simon miró fijamente a la cámara y, por ende, a él―. No hiciste una estupidez, ¿verdad?

―Simon, por favor, ¿cómo se te ocurre? ―Apoyó la espalda en el respaldo y esbozó una sonrisa desinteresada―. No he violentado ningún tratado.

―Tú no, pero el príncipe soberano podría ―espetó el rey―. Nada me arruina más la mañana que una petición de informe de impuestos de mi hijo menor solicitado por una potencia extranjera.

―No es usual que soliciten este tipo de información a un miembro de la familia real ―claudicó Simon con el semblante igual de exasperado que su padre.

―No si prefiere evitar mi intervención. ―Charles bufó―. Ya le he dado indicaciones a las autoridades competentes para que se decline la solicitud.

―¿Eso no molestará al príncipe soberano?

―Esa es la expectativa. ―Una sonrisa perversa curvó los labios del rey.

―El príncipe soberano no podrá tomar represalias por esto, de todos modos. ―Simon le mostró una hoja y Caleb alcanzó a leer «Artículo 7» antes de que la retirara―. Reynard no adjuntó razones contundentes y justificables, por tanto, la parte solicitada puede declinar la petición.

―Incluso si lo hubiese hecho, tendría que pasar por mi cadáver antes de obtener información de alguno de mis hijos. Mi reino, mis reglas.

―En teoría, nos regimos por el acuerdo del... ―Simon se encogió de hombros ante la intensa mirada de su padre―. No dije nada.

―De todas maneras, ¿qué información esperaba encontrar? No tienes ninguna propiedad a tu nombre y tampoco una silla en el parlamento. Ni siquiera generas intereses con el uso de tu título. Tus únicos impuestos provienen de la venta del libro.

―De seguro está buscando algo con lo que aleccionar a Caleb, una herramienta que le impida contar lo que sea que escuchó en la cena. ―La mirada de Simon era severa―. ¿Estás seguro de que no nos puedes hablar de lo que se trata?

―Hice una promesa. ―Sacudió la cabeza con una negativa.

―¿A quién?

―No es importante. ―Caleb estudió los semblante de su padre y su hermano―. ¿Les preocupa esta situación? No puede ser grave, ¿cierto? ―El silencio le aceleró el pulso―. ¿Cierto?

―Podría llegar a serlo si decido tomar medidas pertinentes.

―Pero no llegaremos a ese punto, ¿no es así?

―Papá y yo hablamos antes de que te llamáramos ―Simon dejó los papeles en el escritorio y apoyó las manos en el espaldar de la silla del rey―. Tal vez lo más conveniente sea que viaje a Mónaco y hable directamente con el príncipe soberano. Entender qué está haciendo es vital para evitar una ruptura en el acuerdo. El principado y Reino Unido han mantenido buenas relaciones hasta ahora y lo último que queremos es entrar en una disputa diplomática.

―Pero podríamos si no deja de apuntar el dedo hacia mi hijo menor ―espetó el rey. Pese a su postura relajada, después de todo, estaba acostumbrado a lidiar con situaciones difíciles, Caleb encontró un fuego peligroso en su mirada.

―A veces, lo que se necesita para causar una grieta entre naciones es la violación a un insignificante artículo ―añadió Simon―. No puedo decir que estoy particularmente preocupado por la magnitud a la que pueda llegar esta situación. Más bien no me complace que utilice un acuerdo para meterse con mi familia. Voy a viajar a Mónaco en unas horas y...

―Hablaré con él ―zanjó Caleb. Los labios de Simon se despegaron, pero Caleb lo interrumpió diciendo―: ¿De qué manera pretendes aplacar la situación si el príncipe de Gales toca a su puerta exigiendo explicaciones?

Simon se pasó la lengua por los labios mientras pensaba en una respuesta justificable. Esta nunca llegó.

―Esta situación inició con un malentendido que prefiero resolver hablando como dos personas adultas. Situaciones simples requieren soluciones simples.

―El príncipe soberano te está investigando. ―Simon se cruzó de brazos―. ¿A eso le llamas «situación simple»?

―Sí, y no necesito el respaldo de la nación para solucionar este incidente. No soy un niño, puedo luchar mis propias batallas ―sus palabras salieron mas agresivas de lo que pensaba, de modo que suspiró y relajó la postura. Cruzó los brazos en la mesa y alternó la mirada entre su padre y Simon―. Tendrán que confiar en mí en algún punto.

―Confiamos en ti. ―Simon resopló. Un movimiento de la mano del rey bastó para que controlara su exabrupto.

―Y, por sobre todas las cosas, sabemos que no eres un niño. ―El rey apoyó la espalda en el respaldo y aflojó la corbata gris―. No estoy interfiriendo porque no confíe en tus capacidades. Lo hago porque eres mi hijo y mientras siga en este mundo, sin importar la edad que tengas, voy a seguir protegiéndote, así nos cueste una crisis diplomática. Ninguna persona, ni siquiera un príncipe soberano, levantará señalamientos en contra de mi familia sin recibir resarcimiento.

―Entonces, déjame hablar con él. El príncipe soberano podrá optar por medios diplomáticos para solucionar el problema, pero yo prefiero hablarlo frente a frente.

―Bien ―dijeron los dos a la vez.

―Llámame en cuanto salgas de esa reunión ―le dijo su padre.

―Lo haré. ―Los hombros de Caleb se relajaron―. ¿Le contaste a mamá?

―Si lo hubiera hecho, estaríamos hablando en persona. ―Charles se rascó la nariz con la uña del pulgar derecho―. Le diré apenas me informes como ha ido la reunión.

―¡Mierda! ―la repentina interrupción de Simon sobresaltó al rey y al menor de sus hijos. Simon tecleó sobre la pantalla de su teléfono con una rapidez que se podría considerar récord mundial―. Me tengo que ir.

―¿Pasa algo? ―preguntó Caleb.

―No... solo ha... ―Bloqueó el teléfono y lo guardó en el bolsillo―. Ha surgido algo importante. Lo siento, papá, pero de verdad necesito irme. ―Le dio un apretón a los hombros del rey―. No causes un problema diplomático, mocoso.

―¿Estás seguro de que todo está bien por allá? ―preguntó Caleb una vez que estuvieron a solas.

―Hasta donde sé, sí, pero Simon es el único que puede responder esa pregunta.

―¿Qué significa eso? ―La cabeza de Caleb se llenó de conjeturas―. Si algo sucede, me lo dirán, aunque esté en Mónaco, ¿no es así?

―Por supuesto. ―La sonrisa comedida de su padre lo relajó―. Últimamente, Simon ha recibido mensajes o llamadas y deja las reuniones a medias.

―Eso no es nada propio de Simon.

―Lo es si es Lyla la que está involucrada.

Caleb puso los ojos en blanco, pese a que, en realidad, prefería sonreír. Antaño, Simon jamás dejaría una reunión a medias o llegaría tarde a un compromiso...hasta la llegada de su ahora esposa, que lo controlaba con el simple batir de sus pestañas.

―Sigue siendo un comportamiento atípico ―añadió Caleb.

―O quizá lo contrario, dependerá de si mi suposición es acertada o no.

―¿Qué suposición?

La picardía en su sonrisa le confirmó lo que sospechaba: no le diría una sola palabra.

―Ahora que estamos a solas ―Charles apoyó los brazos cruzados sobre el escritorio, y una sonrisa ladeada se formó en los labios de Caleb al percatarse de que ambos estaban en la misma posición―, me parece que debemos tener una conversación importante. De hombre a hombre.

―No escucho esa frase desde que tengo quince años.

―Bueno, el contexto de esta conversación es diferente. Simon y yo la tuvimos cuando cumplió los dieciocho y, de alguna manera, esperaba que no fuera necesario tenerla contigo.

Sabiendo que las posibilidades eran infinitas, Caleb prefirió preguntar:

―¿De qué se trata?

―Cuando tu madre me dijo que estaba embarazada, fue uno de los momentos más felices de mi vida, pero también fue el día más terrorífico por el que he pasado justo después del nacimiento de tus hermanos y el tuyo. Toda mi vida cambió en una fracción de segundo. ―Caleb tragó saliva con dificultad, atiborrado por las emociones que brotaban de la voz de su padre. La manera en que lo miró lo hizo sentirse como un niño pequeño, pero esta vez en un buen sentido. A pesar de ser el rey, él nunca faltó en sus momentos importantes, y mucho menos en las enfermedades. Sin importar lo blanco, negro o gris del momento, siempre estuvo ahí―. La paternidad da miedo. Yo ya no importaba: mi mundo entero cabía en mis brazos. Pero cuando eres un padre con la responsabilidad que tenía yo en ese entonces... ―Soltó el aire de golpe―. Criar a tres niños y representar una nación eran dos paternidades diferentes. Entonces, cuando naciste tú, decidí que les iba a dar a los cuatro la mejor niñez posible. Que supieran que tenían opciones y que, pasara lo que pasara, Anna y yo los apoyaríamos. No fue sencillo ver como la responsabilidad de Simon lo consumía, pero era necesario que pasara por el proceso. Yo les di esa responsabilidad al nacer, y habría hecho lo que fuera para que no lidiaran con las consecuencias.

Sofocado por tantas emociones a la vez, Caleb apretó los dientes. A Caleb nunca le tocó una conversación sobre las responsabilidades de la corona mientras crecía. Su crianza no tuvo nada que envidiar a la de los demás: era solo un niño con una familia que lo amaba y cuidaba de él. Le gustaba aprender, leer, redactar cuentos que prefería lanzar al fuego antes que permitir que alguien los leyera. Pero en casa nunca le pidieron que se comportara acorde a un príncipe. De todos modos, no era tan complicado aprender la normativa teniendo a su padre como ejemplo. Caleb solo era... Caleb. Ahora, sin embargo, se encontraba en otro país y, por primera vez en su vida, nadando en aguas peligrosas. Una palabra mal dicha, un comportamiento que se pudiera malinterpretar, podría causar una brecha entre las naciones.

―No dudo ni por un segundo que seas capaz de atajar esta situación ―la voz de su padre era casi un susurro, pero el brillo de orgullo en sus ojos azules amplificó sus palabras como si le gritara en el oído―. Es solo que soy padre ―una suave carcajada se le escapó― y en ocasiones me cuesta recordar que todos ustedes ya son adultos. A veces siento que todavía necesito correr detrás de uno de los cuatro para evitar una caída, especialmente contigo, aunque eras el más independiente de tus hermanos. ―Se rascó la nuca―. Ser padre es incluso más demandante que ser rey. Me alega que hayas pedido hablar con el príncipe soberano. Si lo hubiese hecho yo, definitivamente habría regresado a Londres con una ruptura del acuerdo.

―A veces eres demasiado emocional para ser un rey ―Caleb sonrió al escuchar la carcajada de su padre.

―A veces soy demasiado paternal para el bien de mi nación. Siempre elegiré a mi familia por encima de lo que sea.

―Lo sé ―su voz salió cargada de emociones... otra vez.

―Hablamos más tarde, ¿te parece?

―De acuerdo. ¿Algún consejo que consideres apropiado dada la situación?

―Ninguno concerniente a la diplomacia, pero sí un par que tu madre aprobaría.

―¡Jesús! ―Caleb apoyó la espalda en el respaldo y se echó a reír―. ¿Tú cómo crees que lo solucionaría ella?

―Declarando la guerra a Mónaco y exigiendo a la Unión Europea que se desvincule al país de las conexiones extranjeras.

Un giro dramático de los acontecimientos que sonaba un montón a su madre.

―Entre mi padre amenazando con romper el acuerdo y mi madre cercando su venganza con una declaración de guerra, ambas naciones son afortunadas por contar con mi intervención.

―Quizá deberías considerar una posición diplomática.

―Soy un hombre de letras, majestad. Siempre dejo las armas en casa.

La sonrisa de despedida de su padre lo acompañó hasta el almuerzo. El orgullo en su mirada le causó un nudo con espinas en el estómago, y lo último que deseaba era decepcionarlo. Pero ¿cómo iba a conversar con el príncipe soberano sin exasperarse si lo primero que le venía a la cabeza al encontrarse con su mirada era Alina? El hombre detrás del escritorio de caoba, en una oficina blanca y gris, era padre porque les dio la vida a dos personas. Fuera de ahí, el concepto le quedaba enorme. Y cuando lo miró fijamente a los ojos azules, Caleb pensó en su padre y lo diferentes que eran ambos. Era un milagro que Alina se convirtiera en la persona cálida y divertida que era considerando el trasfondo de su familia.

―Alteza ―saludó Caleb con una modesta inclinación de la cabeza―. Le agradezco la invitación.

Reynard ni siquiera parpadeó. Le mostró con la mano la butaca izquierda, una silenciosa invitación para que tomara asiento. Incluso los muebles blancos eran pulcros. Fríos. La elegancia que ocultaba el hedor a infelicidad que traspasaba las paredes.

Caleb asintió una sola vez y aceptó el ofrecimiento sin apartarle la mirada. La frialdad en sus ojos y la delgadez de sus labios juntos denotaron una peligrosa poca paciencia, y Caleb de inmediato comprendió que la movida inteligente era andarse con tiento si no quería causar una explosión.

En un parpadeo, una sonrisa torcida y tensa apareció en los labios del príncipe soberano.

―Supongo que ya estás enterado de la petición que envié a las autoridades competentes.

Caleb no fue capaz de ocultar la sonrisa ufana.

―¿Está complacido con la respuesta?

―La petición fue rechazada, como bien sabes.

―Hasta donde sé, los motivos que adjuntó en la solicitud fueron insuficientes. Ya sabe como son los acuerdos. ―Caleb apoyó los brazos en el reposabrazos―. Si hay algo sobre mí que quiera saber, puede preguntármelo directamente. No tengo nada que esconder.

―Imagino que no. ―Entrelazó las manos con los codos apoyados sobre la superficie del escritorio―. Solo quería comprobar ciertos...detalles. Rainier me dijo que pasarás seis meses en Mónaco, has alquilado un apartamento junto a la bahía y comprado un auto.

―Un Mercedes. ―Caleb enarcó una ceja―. El auto y el apartamento están saldados. No debo nada.

―Seis meses es mucho tiempo para vivir fuera de Reino Unido dada tu posición, ¿no te parece?

Caleb dejó escapar una ronca carcajada.

―Notifiqué al Parlamento con antelación y recibí la autorización del primer ministro en persona. No hay riesgo de una abdicación de facto. ―Caleb notó como el príncipe soberano apretaba la mandíbula―. Vayamos directo al punto. Dos noches atrás, el príncipe Rainier me invitó a cenar y sí, por si se lo está preguntando, escuché cada palabra de la conversación.

Caleb prefirió no prestar atención a las manos empuñadas de Reynard.

―Sin embargo, las disputas en su familia no me competen en lo absoluto. ―Caleb apoyó la espalda en el respaldo―. Si le preocupa que sus asuntos internos escapen de mi boca, le aseguro que no hay nada por lo que preocuparse. ―Caleb se irguió y lo taladró con una mirada aprehensiva―. Manténgase alejado de mi familia y estaremos en paz.

Reynard golpeó la mesa con los dos puños.

―No estás en condiciones de amenazarme. Este es mi país.

―Fue usted, alteza, el que utilizó un acuerdo firmado entre nuestras naciones para obtener información sobre mis impuestos. ―Caleb enarcó una ceja―. Mónaco es todo lo que pregona, e incluso más: una nación próspera, rica en cultura y recursos, pero es su país, y no el mío, el que sufriría la peor parte si el acuerdo se revocara. Al menos el quince por ciento de sus residentes son británicos que han establecido negocios en el territorio. Si el acuerdo se rompe, perderá la embajada en Reino Unido. Personalmente, no me gustaría que llegáramos a ese punto por su obstinación.

―Estás cruzando una línea ―le dijo apretando los dientes. Sus mejillas y orejas adquirieron un alarmante tono rojizo.

―Una línea que no planeaba cruzar hasta que usted apuntó hacia mí ―Caleb se remojó los labios y respiró de manera pausada para tranquilizarse―. Vine aquí a trabajar, no a exponer los secretos de su familia.

―No quiero verte cerca de mis hijos ―sentenció con la barbilla levantada.

―Alina no forma parte de las negociaciones.

―Si te veo interactuando con ella...

Caleb respiró profundo, pero, en lugar de calmarse, la rabia en su pecho aumentó, como si alguien le hubiese echado gasolina a la leña de su paciencia.

―Usted puede hacer lo que quiera con su país, para eso es el príncipe soberano, pero no tiene ningún poder sobre su hija. ―Apretó el reposabrazos y se puso de pie―. Lo que escuché esa noche jamás saldrá de mi boca, pero no por usted, sino porque se lo prometí a Alina. ―Con las manos apoyadas sobre el escritorio, miró al príncipe soberano con una expresión fría y acerada―. Por si no escuchó con atención: he venido a Mónaco a trabajar. Todos mis asuntos están en orden. Si mi presencia llegase a causar una crisis diplomática, la culpa recaerá en usted, no en mí ni en mi país.

Empuñando las manos en el escritorio, Reynard se puso de pie y entornó los ojos.

―¿Eso es una amenaza?

―No, alteza, pero le conviene saber que, solo porque no lo uso a menudo, no significa que no posea ningún poder. ―Caleb observó la cólera en sus ojos azules. Por alguna razón, seguían recordándole a su padre, solo que el príncipe soberano estaba lejísimos de ser como él. Ese hombre ignoró el proceso de cáncer de su hija. No había manera en que pudiera simpatizar con una persona de esa calaña―. Apunte sus cañones hacia mí, pero no involucre a mi familia nuevamente o la preocupación de que los secretos de su familia lleguen a oídos de la prensa será el menor de sus problemas. ―Caleb se irguió sin apartar la mirada de los enfurecidos ojos del príncipe soberano―. Dígale a Alina que espero verla pronto.

Mientras se daba la vuelta y abandonaba la oficina, con la mirada del príncipe soberano clavada en su espalda, Caleb se preguntó si, al final, no había conseguido más que complicar la situación en lugar de solucionar el problema.

No sé ustedes, pero estoy amando esta faceta de Caleb 🤭🩷

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