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Capítulo 7.

―Si alguien pudiera ver tu expresión, de seguro pensaría que tienes ácido en los huesos.

―Pues creo que sí. ―Alina se desplomó bocarriba sobre el tapete violeta y soltó el aire de golpe. Estiró las piernas y acomodó las manos entrecruzadas en su vientre con un gemido―. Me duele hasta pensar.

Sabine se echó a reír y se sentó en el tapete amarillo junto a ella con las piernas cruzadas.

―Solo a ti se te ocurre pasar la noche en una terraza sabiendo que eso te causa dolor. Tienes suerte de que no hayas quedado entumecida.

―Déjame. ―Inspiró profundamente, estiró los brazos con las palmas hacia abajo, apoyó los pies con las rodillas flexionadas y elevó la cadera. Un corrientazo de dolor le arrancó un gemido―. No lo pensé en ese momento.

―¿Tomaste algo para el dolor?

―Sí. ―Alina volvió a desplomarse en el tapete. Clavó la mirada en el techo blanco de su habitación y prosiguió a estudiar las paredes verde menta, el tocador y la mesa gris y la butaca blanca junto a la puerta de cristal y madera que no llevaban a ninguna parte salvo a una vista amplia del patio interior―. Tengo otro difícil día por delante gracias a Rainier.

―¿No te funcionaron los insultos? ―Se soltó el apretado moño, se sacudió el pelo castaño y se lo peinó con los dedos.

―Rainier ya es inmune a ellos.

Después de tres extenuantes días y múltiples e infructuosos intentos, a Alina no le quedó más remedio que aceptar que Rainier no revocará su decisión de entregarle la presidencia de la fundación. Su maniobra, por desgracia, trajo la guerra al palacio. Su padre y él no eran capaces de cruzarse en el corredor sin discutir. Alina optó por saltarse la cena un par de veces con la excusa de que tenía reuniones importantes. En medio del campo de guerra, sin embargo, un único momento ocupaba su cabeza.

Esa noche.

La terraza.

Caleb.

Si Alina tuviera que describir un momento mágico, no lo pensaría demasiado para describir esa noche, en especial una que estaba destinada a convertirse en otra pesadilla para la familia. Los gritos, la tensión zumbando en el aire y la cachetada de su padre a Rainier no hicieron más que echarle gasolina al fuego que ya había consumido la mitad del palacio. La visita de Caleb, enterarse de que Rainier puso la fundación a nombre de Alina y la llegada de sus tíos y Simon desataron el caos que su hermano fraguó cuidadosamente. Sabía lo que hacía y, de todos modos, no le importó enfilar los cañones.

Caleb, sin saberlo ―o tal vez conscientemente― le ofreció una vía de escape. Pero aceptarla conllevaba un costo: admitir que, en efecto, era la mujer del apartamento. Ese lugar ya no sería un secreto y su identidad como Tuva corría un grave peligro. ¿Cómo se suponía que iría a trabajar al apartamento sin que su conciencia le recordara que junto a ella estaba el autor para el que debía dibujar? La seguridad de Caleb era intoxicante y, al mismo tiempo, fascinante... Su atención a los detalles le parecía digna de estudio, y tuvo que reír ante la tontería del pensamiento. Pero, vamos, ¿quién identificaba a una persona cuyo rostro no había visto solo por el sonido de su voz? Se remojó los labios y saboreó la improbabilidad de los hechos. Nadie se había fijado tanto en ella para distinguirla con esa facilidad exasperante.

Admitió, sin embargo, que esa misma característica que encontraba fascinante, podría poner en riesgo su pequeño e inocente secreto: si se descuidaba, Caleb no tardaría en descubrir que era Tuva Grönberg. Ya le había dicho que dibujaba desde pequeña y, hace una semana, le envió los bocetos. Bajo ningún concepto podría mostrarle sus dibujos en persona.

Alina se preguntó si, en el caso de que la descubriera, Caleb le contaría su secreto a Rainier. La verdad lo dudaba. Después del fiasco de la cena, Caleb no tenía ni a su hermano ni a su padre en buena estima, y con recordar cómo había abierto el grifo de su boca y revelado el secreto mejor guardado de su familia, se encogió en el tapete y se cubrió el rostro con ambas manos. Diez años guardando silencio y, a la primera oportunidad, escupió todo a la amenaza que se suponía que debía evitar.

Al momento, no le importó tanto que lo supiera. Hablarlo por primera vez con alguien fuera del ambiente de su familia le arrancó un aplastante peso de encima. El té calentito, el pudín, la compañía y la amena conversación hasta que el sueño los noqueó a ambos... No lo cambiaría por nada. Era la primera vez que experimentó lo que era la paz; la primera vez que sintió lo que era ser joven y no preocuparse por nada más que disfrutar del momento.

―¿A qué hora regresa tu padre? ―Sabine jadeó al terminar la pregunta. Se desplomó en el tapete mientras se frotaba el costado izquierdo. Alina apretó los labios para ocultar una sonrisa. Sabine odiaba el ejercicio. Solo participaba de sus sesiones diarias para acompañarla.

―En la tarde, probablemente casi entrando la noche.

―Evitando a Rainier, ¿eh? ―Se incorporó con un gemido y cruzó las piernas―. Ojalá tu hermano me hubiese escuchado cuando le dije que la cena era mala idea.

―Rainier nunca escucha. ―Alina retomó su posición y elevó la cadera―. Subestimó el autocontrol de papá teniendo al príncipe Caleb aquí. Eso, evidentemente, no detuvo su coraje.

―Dudo mucho que el príncipe acepte otra invitación. ―Sabine se levantó y caminó hacia el tocador, donde había dejado su bolso, y sacó el teléfono―. ¿Crees que tu padre hable con él? Sabes que la apariencia lo es todo. Intentará arreglar la imagen de la familia.

Alina bajó las caderas y se incorporó lentamente. Después de tres días, por fin el dolor disminuyó de insoportable a tolerable, pero no era suficiente. No si consideraba la pesada agenda que manejaba ahora que era presidenta de la fundación.

―No es posible.

Sabine apartó la mirada de la pantalla.

―¿Por qué estás tan segura?

El pánico juntó a sus tropas y marcharon por su garganta. El repiquetear de sus tambores de guerra retumbaron dentro de su cabeza.

―No, segura no. ―Se puso de pie apoyando las manos en el suelo―. Es una sospecha.

Alina determinó que la maniobra más segura era no contarle a nadie, ni siquiera a Sabine, que le había hablado a Caleb sobre el cáncer. Si era un hombre de palabra ―y de verdad esperaba que así fuera―, su secreto estaba a salvo, de modo que no servía de nada alertarlos de que alguien ajeno a la familia lo sabía. Eso solo atraería más tensión a la familia.

―Me refiero a que son asuntos internos y el príncipe Caleb me dijo que no se involucraba en los que no le competen.

Sabine esbozó una sonrisa ladeada.

―Eso decepcionará a Rainier.

Alina se masajeó las rodillas y elevó las piernas para continuar en las pantorrillas.

―Rainier y tú tienen una relación más cercana ―pese al comentario casual, sus palabras le causaron un aguijonazo en el corazón. Rainier no era precisamente el equivalente al hermano que le hubiese gustado tener. Rara vez la visitaba durante sus tratamientos y era uno más de los que actuaba como si nada hubiese pasado, pero era su hermano, a fin de cuentas y una pequeña e ingenua parte de ella esperaba que la quisiera lo suficiente para procurar que estuviera bien. No sabía si tomar la concesión de la presidencia de la fundación como una afrenta o una muestra de afecto. ¿Confiaba en ella o la estaba utilizando para molestar a su padre?―. ¿De verdad no te contó qué pretendía con la cena?

―No. ―Sabine devolvió su atención a la pantalla.

―¿Por qué me estás evadiendo?

―No lo hago.

―Entonces mírame cuando me respondes.

Exasperada, Sabine dejó de mirar a la pantalla y clavó sus ojos verdes en los de su prima.

―No te estoy evadiendo. Reviso mi calendario de trabajo. Pasé parte de los asuntos de la mañana para la tarde por venir a hacer ejercicio contigo.

―De acuerdo. ―Levantó las manos por encima de la cabeza―. Sigo pensando que sabes lo que Rainier pretendía.

―En todo caso, le compete a él decirte, no a mí.

Los hombros de Alina decayeron. No era una confirmación verbal, pero notó una leve admisión en su respuesta. Por supuesto... Sabine era, a grandes rasgos, su mejor y única amiga, pero su relación con Rainier pesaba más que la de ella. Ambos se volvieron cercanos mientras Alina se recuperaba y ella, que rara vez podía dejar la habitación ―el cansancio solo le permitía pasearse por aquellas cuatro paredes antes de que la fatiga la regresara a la cama―, no formaba parte del grupo. Y luego, con la imposición de su padre de que ni Raphael, su esposa, Jósephine, o Sabine podían pisar el palacio... Bueno, era un milagro que lograran ser amigas. Solían verse en la casa de su tío o en una que otra ocasión cuando el príncipe soberano dejaba el palacio gran parte del día y Sabine se escabullía.

Sabine sonrió a la pantalla y se mordió el labio inferior, lo que le dio a Alina el cambio de tema perfecto.

―¿Es ese tu novio misterioso al que todavía no me has querido presentar?

Alina interpretó el intenso rubor en sus mejillas como una afirmación.

―Nunca dije que no te lo iba a presentar.

―Sigo esperando el día que lo hagas. ―Alina se puso de pie, enrolló el tapete y lo apoyó en el hueco entre las ventanas―. Mi suposición del día es Hubert Lacroix. Honestamente, me estoy quedando sin opciones.

―¿Estás loca? ¿El amigo de papá? ¡Tiene casi sesenta años! ―Sus dedos se deslizaron con rapidez por la pantalla―. ¿O me estás preguntando porque a ti te interesa?

―Primero beso la boca de una pistola.

―Que sentido del humor tan retorcido.

Alina se mordió el labio, enfurecida con el sensor de sus pensamientos que de inmediato relacionaron el comentario con el apodo que le había puesto a Caleb. Bueno, ella no. Tuva. Aunque ahora que conocía un poco a Caleb, no estaba del todo segura de que «Príncipe Oscuro» fuera una apodo apropiado. Tampoco cumplía a cabalidad con el apelativo de «Príncipe encantador». ¿Príncipe tibio, quizá? Se le escapó una carajada. Por suerte, Sabine debió pensar que era una reacción a su comentario.

―Siempre hablamos de mi vida amorosa. ―Sabine bloqueó la pantalla y guardó el teléfono en el bolso.

―Porque eres la única que la tiene.

―Si me dejaras presentarte a algu...

―No. ―Alina se soltó la cola de caballo y se peinó el pelo con los dedos―. No estoy interesada.

―Es porque no quieres darte una oportunidad.

―Estoy bien. No necesito una pareja para sentirme realizada. ―Abrió uno de los compartimientos del tocador blanco y agarró las sales de baño―. Voy a bañarme. Tengo una reunión en la fundación para informarme el estado en el que Rainier la dejó.

―No vas a esquivarme por siempre.

Alina puso la mano derecha en la cintura mientras sostenía el frasco de plástico con la izquierda.

―Sé que hay una razón de peso de por que no quieres salir con nadie. ―Sabine suavizó su mirada aprehensiva―. Sabes que puedes contarme lo que sea, ¿verdad?

―Por supuesto, pero no hay nada que contar.

―Ese chico con el que saliste hace años, Octavian, no hizo nada... ya sabes, que amerite la intervención de un cuchillo en ya sabes dónde, ¿verdad? Recuerdo muy bien su nombre, su cara y donde vive por si es necesario.

Alina puso los ojos en blanco.

―No. Octavian fue un buen chico. Fui yo quien prefirió terminar y te he dicho un millón de veces que lo hice porque no éramos compatibles.

―Algún día te sacaré la verdad. ―Enrolló su tapete, agarró el bolso y corrió hacia ella para darle un fuerte abrazo. Alina se lo devolvió, agradecida porque nunca la trataba como una muñeca que podría romperse como lo hacía su madre―. Te veré pronto.

Alina esperó a que Sabine dejara la habitación para suspirar. Sus pies se dirigieron al baño, una amplia habitación verde menta con una bañera de mármol en el centro, sostenida por cuatro columnas del mismo material. Alina abrió el grifo y esperó a que se llenara con agua caliente. Dejó el tarro en el borde de piedra y corrió las cortinas blanco marfil. La habitación se impregnó de una cálida luz amarillenta. Cerró los ojos y dejó que la calidez besara su piel mientras inspiraba el delicioso olor a sándalo y jazmín de la vela aromática que encendió en la mañana.

Echó un vistazo al patio interior, una cúpula abierta bañada de luces y las sombras de los corredores. A pesar de que sus ventanas estaban cerradas, el silencio era palpable. El palacio solía ser así: una fortaleza enmudecida, como la calma antes de una tormenta. O tal vez como el ojo del huracán. O el terrible desastre que quedaba luego de que la violenta lluvia y el viento catastrófico devastaran la tierra. Pero era el único hogar que tenía, y ella no había pedido que su hermano fuera la lluvia y su padre el viento. Si al menos tuviera la fuerza necesaria para ser el sol, tal vez existiría la esperanza de un nuevo amanecer.

Alina captó un cuerpo en movimiento, y sus labios se curvaron al ver a Sabine, quien se detuvo para saludarla con la mano antes de desaparecer en dirección a la salida secreta, un largo y antiguo corredor que daba a un pasadizo subterráneo en dirección a las escaleras clausuradas que servían como medio de escape ante una emergencia. Reynard, desde luego, no estaba al tanto de que esa era la manera en que Sabine entraba y salía del palacio a pesar de su veto.

Alina se apartó de la ventana, vertió la sal en el agua y prosiguió a deshacerse de su ropa de ejercicio. En el silencio y la soledad, no le quedó más opción que admitir un hecho que no la contentaba: con el paso del tiempo, se ha convertido en una gran mentirosa. Octavian era una de las múltiples adiciones a su catálogo.

Lo conoció poco antes de cumplir los diecinueve años. Alina visitó la biblioteca antes de reunirse con una de las coordinadoras de la fundación de Rainier ―recordar que ahora era suya la hizo tiritar― y ponerse de acuerdo para organizar una gala de recaudación de fondos para una institución que atendía a niños con cáncer. Octavian era un estudiante que había ido a adelantar un trabajo que debía entregar la semana entrante. Debido a la prisa ―si no se apuraba llegaría tarde a la reunión y ella odiaba las tardanzas― tropezó y dejó caer los libros que Octavian llevaba en las manos. Se disculpó, por supuesto. En ese entonces, no estaba ni remotamente lista para enamorarse. No había pasado mucho tiempo desde que le dijeron que estaba libre de cáncer. Su reciente incorporación a la sociedad aun no le había concedido las herramientas necesarias para socializar de manera apropiada. Pero le gustaba hablar. Él escuchaba. Alternando su atención entre ella y sus libros, pero escuchaba.

La biblioteca se convirtió en su lugar de encuentro. Pronto, a pesar de su inexperiencia, comprendió la incompatibilidad entre ellos. Alina hablaba demasiado; Octavian era demasiado amable para interrumpirla. Pero la atracción existía, y ninguno podía negarla, así que jugaron con las cartas disponibles.

No era que Alina se arrepintiera de tener sexo con él, pero ahora veía lo que en ese momento no: no estaba lista. Tal vez Octavian no era el indicado a pesar de que siempre fue atento y la cuidó. No había pasado mucho tiempo desde que escapó de su enfermedad y no se sentía cómoda con su piel. Ansiosa por recuperar el control de su vida y experimentar lo que cualquier otra chica de su edad ya había vivido, pisó el acelerador sin medir consecuencias. El sexo era...extraño. No estaba cómoda, la sensibilidad de su piel la desconcertaba y su cuerpo, que aún se recuperaba, no se adecuaba a los movimientos bruscos. Sin importar las veces que lo intentara, no era posible que encontrara placer. No cuando su cuerpo resentía el dolor.

Alina sabía que, si hubiese hablado con alguien al respecto, habría tomado la determinación mucho antes de esperar a estar lista, pero le daba vergüenza admitir que incluso en un proceso tan común como el sexo resultara ser un aparatoso desastre. Tampoco se atrevió a preguntarle a Sabine por temor a echarse a llorar. Con el tiempo, su decepción se aplacó y descartó los experimentos. Prefería esperar a estar sana, a sentirse cómoda con su propia piel.

Alina se sumergió en el agua caliente y suspiró de placer. Intentó apagar su cerebro o, por lo menos, bajar el volumen de sus pensamientos. Le esperaba un día extenuante por delante y aún no sabía como manejar su nueva realidad. No era lo mismo asistir a una que otra actividad en nombre de Rainier a tomar la presidencia y, con ella, cada proyecto. Bien podría desligarse de la fundación y obligar a su hermano a retomar su posición. Pero Alina no era tonta: lo conocía suficiente para saber que eso no lo aplacaría. Al final, los únicos verdaderamente afectados serían los participantes de los proyectos.

Veinte minutos después, y con un quejido perezoso, abandonó la bañera y se dispuso a prepararse. Acababa de ponerse los tacones cuando la puerta de su habitación se abrió sin tocar. Alina se tensó, pero sus hombros se relajaron al ver a su madre. Monica llevaba su cabello rubio igual que siempre: en un peinado alto y elegante que exponía las facciones tersas y autoritarias de su rostro. Avanzó hacia ella, sus pasos suaves resonando por el armario, mientras la falda de su vestido blanco ondeaba al ritmo de su andar.

―¿Irás a la fundación? ―preguntó en voz baja, pero firme.

―Sí.

―Bien. ―Monica se acercó, acomodó el pelo de Alina sobre los hombros y acarició con suavidad su mejilla, un movimiento tan rápido que bien podría pensar que nunca pasó. Monica era así: mientras menos afecto mostrara, mejor. Sin embargo, y Alina estaba segura de que lo hacía de manera inconsciente, se detenía a tocarle el pelo, besarle la coronilla o ajustarle la ropa. Pequeños actos de amor que para una niña nunca fueron suficientes―. No te mortifiques por nada. Ve y atiente los asuntos pendientes como si el mundo te perteneciera. A fin de cuentas, la disputa es entre tu padre y Rainier.

―Pero siempre quedo en medio.

―Eres la ficha de ajedrez favorita de los dos. ―Monica se apartó y escaneo el atuendo de Alina desde la cabeza hasta los pies. Satisfecha con la selección del vestido verde menta con un escote en uve y mangas farol, asintió y extendió la distancia―. Perderás si cedes ante uno de ellos.

―¿Qué otra cosa puedo hacer?

Monica la escrutó con los ojos marrones que le heredó.

―La vida no te convirtió en una guerrera por nada. Le ganaste a la muerte, ¿no crees que puedes contra los hombres de esta familia?

Luego de escoger unos pendientes de diamante para ella, Monica dejó la habitación. Alina observó su reflejo: las mejillas rosadas, las curvas que moldeaban su silueta, el pelo ondulado suelto... La vida en sus ojos. Ciertamente, no era la misma chica de hace dos años; una chica que seguía recuperándose, pero que quería volver al mundo y disfrutar de estar viva. Ahora estaba sana.

También cansada.

Harta, incluso.

De la intoxicante dinámica de su familia. De las imposiciones de su hermano. De la mano dura de su padre. De conformarse con los vistazo de cariño de su madre. «Le ganaste a la muerte», le había dicho su madre. Si comparaba su enfermedad con su padre, ¿cuál de los dos era peor? La pregunta, a grandes rasgos, era innecesaria. Ya estaba acostumbrada al desprecio de su padre; de él, de todos modos, no quería nada salvo que la dejara vivir en paz. Pero el cáncer... Ese monstruo casi acabó con ella. Y sobrevivió.

«¿No crees que puedes contra los hombres de esta familia?»

¿Podía? Hasta ahora, no ha habido una sola vez en que no agachara la cabeza ante una orden y la cumpliera sin protestar. Pero su paciencia estaba llegando a un peligroso límite.

«Eres la ficha de ajedrez favorita de los dos. Perderás si cedes ante uno de ellos».

El retumbar de la voz de su madre en su cabeza le revolcó el estómago. Una pieza. ¡Una jodida pieza! La palabra avivó una furia que no sabía que dormía en su interior. ¿Qué clase de familia veía a uno de sus miembros como una pieza?

―Bien ―le dijo a su reflejo, que la miró con el infierno encendido en su mirada―, entonces vamos a jugar.

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