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Capítulo 6.

―De acuerdo ―la silueta se detuvo al otro lado de las rejas treillage con las manos en la cintura―. Sí, la de la terraza era yo. ¿Estás contento?

Caleb sorbió el espeso líquido humeante y extendió el silencio tanto como pudo para establecer una pausa dramática.

―Es la primera vez que irrito tanto a una mujer al punto de revelarme su más oscuro secreto.

Alina bufó. Las luces del jardín de Caleb iluminaron quedamente determinados rasgos de su rostro, como los ojos y el ceño fruncido. Alguien debía decirle que las arrugas la hacían verse mayor, pero Caleb no era tan valiente para enfrentarse a ese desafío.

―¿Te satisface irritar a las mujeres? ―su pregunta le arrancó una carcajada.

―Jamás. Soy un buen chico, princesa.

―¿Podrías dejar de llamarme así?

―Podría.

Una pausa.

―¿Dejarás de hacerlo?

―No.

Alina suspiró.

―¿Por qué no tocaste la puerta de mi apartamento? ―Caleb apoyó el hombro derecho en las rejas―. La taza de té era una invitación directa.

―Por supuesto, porque justo lo que necesito es que alguien me vea tocando a tu puerta.

―¿Cómo has logrado entrar y salir de tu apartamento sin que te vean, entonces?

―Tengo mis métodos.

―Entiendo. ―No, la verdad no, pero optó por seguirle la corriente. Dio un trago al té y se apartó de las rejas con pesadez, ignorando la manera en que el viento le sacudía el pelo. El cielo moteado de un profundo azul metálico se camufló con la oscuridad del agua en la bahía. La hilera de yates anclados iluminó la calle―. Mi invitación sigue en pie. Solo debo ingeniar una manera de pasar la taza por el agujero sin que nos quememos los dos.

―Si te muestro algo, ¿prometes no usarlo en mi contra?

―No lo sé. ―Volvió a beber del té. Antes de continuar, se pasó la lengua por los labios húmedos―: Dependerá de la situación.

Caleb se sobresaltó al escuchar un «clic» metálico. Una puerta, lo suficientemente amplia para que pasara una persona agachada, se abrió en las rejas y Alina ingresó a la terraza con los brazos cruzados y una expresión cautelosa.

―Eso resuelve el problema. ―Caleb esbozó una sonrisa divertida―. Temí que tuviera que calcular la altura y la mejor manera de escalar las rejas para pasar al otro lado.

―Estos apartamentos pertenecían a mis tíos. Se veían aquí a escondidas antes de casarse.

―¿Ellos eran las otras visitas de Rainier?

Caleb notó como el cuerpo de Alina vibró por la tensión que el nombre de su hermano le generaba.

―Té primero ―zanjó Caleb―. Todo se resuelve con una taza de té.

Alina bufó y una suave carcajada escapó de sus labios.

―Muy inglés de tu parte.

―Puedes entrar si quieres. ―Caleb le indicó el camino al interior del apartamento. La noche estaba fría. Incluso con su traje de etiqueta, la brisa helada le caló los huesos―. Preparar el té me tomará solo unos minutos.

―Prefiero esperar aquí. ―La atención de Caleb se desvió a la manera en que su mano izquierda subía y bajaba por su brazo derecho mientras buscaba calor. Caleb, que ya estaba acostumbrado a lidiar con mujeres tercas, prefirió no llevarle la contraria e ir directo por la artillería pesada. Minutos más tarde, volvió a la terraza con una bandeja plateada y dos tazas de té fresco que dejó sobre la pequeña mesa junto a la piscina. Agarró el suéter de lana gris que colgaba de su hombro y se lo ofreció―. No, gracias, estoy bien.

―¿Adivina qué, princesa? La terquedad no provee calor. ―Volvió a extenderle el suéter―. Me crio una de las mujeres más obstinadas que he conocido. Puedo insistir toda la noche si no lo...

―Ya, bueno, de acuerdo. ―Le arrebató el suéter de un tirón y se lo puso. El levantamiento de los brazos le subió la falda un par de centímetros, así que apartó la vista. El agua de la piscina se venía más calmada que sus pensamientos―. Gracias ―añadió en voz baja.

Caleb le señaló la silla con la mano y ambos tomaron asiento. Recostado del espaldar de madera mientras bebía el té fresco, Caleb la observó inclinarse para agarrar la suya con movimientos gráciles y pausados. Sus labios nunca tocaron la boca de la taza. La princesa observó el líquido humeante en silencio con la mirada perdida en la turbulencia de sus pensamientos. Casi podía escuchar los engranajes de su cabeza y el cortocircuito de sus ideas.

―Supongo que escuchaste lo que Rainier dijo, ¿no?

Caleb enarcó la ceja ante su pregunta tan directa. Sin rodeos ni titubeos. Esa era el tipo de conversaciones que más le gustaba.

―No se lo diré a nadie si eso es lo que te preocupa. ―Caleb esperó a que respondiera. Al no hacerlo, bebió un largo trago del té y se pasó la lengua por los labios―. Lamento si mi comportamiento complicó la situación. No me suelo involucrar en asuntos que no me competen. Soy un experto manteniéndome al margen.

―No estoy enojada. ―Bebió de la taza por primera vez. Caleb captó un gruñido de complacencia. Ocultó la sonrisa detrás de la taza―. No sé exactamente cómo me siento. Hoy fue la primera vez en cinco años que escucho a alguien de mi familia decir la palabra cáncer. ―La tristeza en su sonrisa forzada sacudió algo extraño y primitivo dentro de Caleb―. Nadie volvió a hablar de eso en cuanto me dieron el diagnóstico positivo. Es... extraño.

―¿De verdad tu familia actuó como si nada hubiese pasado? ―Tragó saliva al percatarse de la furia tintada en su voz.

―Es complicado.

Para Caleb no. Era muy sencillo, de hecho: su familia era una mierda. Prefirió mantener su opinión en una caja fuerte dentro de su cabeza.

―Acababa de cumplir los doce años. ―Alina agarró la taza con ambas manos. Caleb observó el choque de ambos dedos índices, un movimiento que, al parecer, la ayudaba a calmarse―. Me había pasado cuatro días seguidos estudiando para un examen, así que no consideré que ese punzante dolor de cabeza fuese algo malo. Estaba cansada, no dormía bien. Era un examen importante. La verdad es que no me iba nada bien en las clases, tenía problemas para concentrarme, y era mi última oportunidad o podría repetir el año. Ese día terminé el examen, el dolor de cabeza no paraba. Pedí salir al baño. La luz, los sonidos, las voces... ―Alina frunció el ceño, perdida en los recuerdos, sin dejar de tocarse el dedo índice―. La cabeza me daba vueltas y se me revolvió el estómago. No alcancé a llegar al baño: me desmayé en uno de los corredores.

Alina se alejó de la comodidad del espaldar y agarró la taza con ambas manos, deslizando los pulgares por el borde dorado.

―Mi médico ordenó un montón de exámenes y nada significante sucedió en los siguientes días hasta que el dolor se complicó. Mis padres buscaron la opinión de dos médicos más, todos dieron el mismo resultado, pero a mí no me dijeron nada. Durante unos meses, no hubo cambios. Seguí yendo a la escuela y asumí que mi padre pidió que se mencionara el desmayo porque nadie hizo un comentario al respecto. A pesar del silencio, yo sabía que algo no andaba bien conmigo. ―Bebió suficiente de la taza para humedecerse la garganta―. El más mínimo esfuerzo físico me causaba fatiga, mis mejillas estaban pálidas y la ropa me quedaba holgada por la pérdida de peso. Mi desempeño académico se redujo dramáticamente. Me costaba demasiado concentrarme por el dolor, el cansancio, las fiebres nocturnas. Cuando fue evidente para mi padre que la gente tarde o temprano empezaría a notar que algo no iba bien conmigo, decidió sacarme de la escuela con la excusa de que sería educada en casa con clases particulares adecuadas a mi posición.

Caleb apretó los dientes con fuerza antes de preguntar:

―¿Cuánto tiempo estuviste fuera? ―En cuando Alina le lanzó una mirada que parecía decir «tú cuánto crees?», Caleb apoyó el peso de su cuerpo en el reposabrazos izquierdo―. ¿Los cinco años?

―Solo salí del palacio en mis días buenos. Era importante que la gente me viera.

―¿Que tantos días buenos tuviste?

―No tantos como me hubiese gustado. ―Dejó escapar un suspiro de extenuación―. Un factor importante durante el proceso es el estado de ánimo, y a mí me deprimía muchísimo estar encerrada en casa. Mi padre preparó una habitación en el palacio con el equipo necesario para llevar a cabo mi tratamiento, pero solo fue cuestión de tiempo para que nos diéramos cuenta de que no funcionaba. ―Miró la tenue división del cielo y el mar en la bahía: un hilo casi invisible entre la luz y la sombra―. Incluso si sobrevives al cáncer, es una enfermedad que te quita algo que no puedes recuperar. Yo no tuve la oportunidad de disfrutar de mi adolescencia. No tenía amigos, mi padre no permitía las visitas y mi familia ya estaba dividida para ese entonces. El silencio de esa habitación, las máquinas, los rostros sin emociones ni empatía... Aunque nadie me decía nada, yo sentía que mi cuerpo estaba muriendo. No podía pararme de la cama sola. En lugar de pensar en salir con amigos o estudiar para mi próximo examen, me pasaba el día preguntándome si ese era mi último día de vida.

Caleb tanteó la distancia que los separaba. El contacto físico ―siempre que no fuera pasar el brazo por los hombros― siempre lo ayudaba a tranquilizarse, pero no se atrevió a poner la mano sobre la de ella. Tal vez no surtía el mismo efecto en ella.

―Al final, los médicos confirmaron lo que, de alguna manera, ya sabía: no iba a sobrevivir sin un donante de médula ósea. Nadie en mi familia era compatible admitió con un hilo de voz―. Escuché al médico decirles a mis padres que, si no encontraban un donante pronto, lo mejor y más humano era suspender el tratamiento y enfocarse en darme calidad de vida en mis últimos meses ―la voz de Alina se fragmentó en la última palabra. El aire en sus pulmones se congeló al escucharla sollozar. Caleb no soportaba el sonido del llanto; lo hacía sentirse impotente. Así que apartó el raciocinio, extendió su mano hacia la de ella y le dio un suave apretón. El contacto físico la sobresaltó, pero no encontró indicios en su mirada o en su lenguaje corporal que le indicaran que debía apartarse―. Lo siento. Después de tanto tiempo, no pensé que me pusiera a llorar como una tonta.

―No pasa nada. No hay nada de malo en llorar. ―Caleb dibujó círculos en su piel fría con el pulgar, ignorando el rose ocasional con el suéter de lana gris―. Debió ser difícil y mereces llorar si eso te hace sentir mejor. ―En especial cuando su familia optó por tratar una enfermedad tan seria de esa manera tan mezquina. Caleb apretó los dientes y esperó a estar seguro de que no se le escaparía una imprudencia antes de preguntar―: ¿Ya estás libre de cáncer, entonces?

Alina asintió con un vistazo de una sonrisa en sus labios rojos.

―No sé mucho de lo que sucedió, supongo que para ese entonces estaba demasiado débil para retener los eventos en mi memoria. Solo recuerdo irme a dormir una noche y despertar varios días después con la noticia de que encontraron un donante compatible y que la operación fue un éxito. Yo, mmm... ―Sus ojos se achicaron. El largo de sus pestañas húmedas le oscureció la mirada―. No quise tener muchas esperanzas. A veces, a pesar del éxito de los trasplantes, el cuerpo del paciente lo rechaza. Aún me daba miedo cerrar los ojos y no despertar. A pesar de que mi cuerpo poco a poco adquirió fuerza y mis mejillas por fin mostraban color, el miedo seguía ahí. No me dejaba en paz, como si hubiese enterrado sus dientes de hielo en mi corazón. Y luego, en el silencio de esa habitación igual de fría, era muy difícil mantener la esperanza con vida. Lo único que me mantuvo cuerda fue dibujar. Pero incluso en los últimos meses, antes del trasplante, mis manos ya no podían sostener el lápiz. No abracé la posibilidad de superar el cáncer hasta que pude retomar el dibujo. ―La sombra de una tristeza de antaño cubrió la sonrisa melancólica―. Esa fue una pequeña victoria. Una chispa para encender la esperanza.

A Caleb no le pareció que fuera pequeña. Era una gran victoria, tan grande que ameritaba ser escrita en letras mayúsculas. Una GRAN victoria que saboreó sola mientras su familia hacía todo lo posible por esconder su enfermedad como si se tratara de una vergüenza. Un crimen. Un pecado. Caleb apretó los dientes.

―Estoy sana ahora ―dijo Alina luego de un largo momento de silencio―. Me dijeron que estaba libre de cáncer a los diecisiete. En cuanto me dieron el visto bueno ―Caleb luchó contra el impulso de poner los ojos en blanco. Reynard le caía peor a cada segundo―, pude reincorporarme a la sociedad. Fue extraño y la gente no dejaba de mirarme, pero también divertido. Mis habilidades sociales decayeron considerablemente, pero me las arreglaba bastante bien. Claro, eso fue antes de que Rainier me pusiera en el ojo público. No estaba preparada para ese nivel de exposición. Pero, por lo demás, todo marcha bien. Voy a mis chequeos, tomo las vitaminas, hago ejercicio... Lo importante es que logré superar el cáncer ―Caleb notó un timbre alegre en su voz por fin―. Solo me queda lidiar con las repercusiones.

―¿Qué repercusiones?

―Según los médicos, el tratamiento y quimioterapia puede presentar problemas de fertilización en un futuro, así que la posibilidad de ser madre algún día es una innegable incertidumbre.

Caleb arqueó la ceja y apartó la mano con discreción, de pronto incómodo con el tema. ¿Por qué a los hombres les daba tanto miedo hablar de embarazos? Era un misterio para ellos mismos.

―Además, me diagnosticaron osteoporosis. ―Pausó para retomar la inestable del té, una interrupción tan dilatada y silenciosa que Caleb la tomó como una invitación para que tomara la batuta.

―Entonces... ¿es por eso que te lastimaste el tobillo la noche de la gala?

―No me lastimé, en realidad. Solo fue una torcedura inofensiva. Fui a revisarle con el médico al día siguiente y todo marchaba bien.

―Fantástico, un peso menos a mi conciencia.

Alina lo miró de refilón con suspicacia.

―Te echaste a correr cuando lancé la indirecta de que eras la mujer se la terraza, ¿lo olvidaste? Eso fue muy poco caballeroso de mi parte.

Alina bufó de una manera inapropiada para una dama de su posición.

―Ahora que tengo la otra cara de la moneda, creo que sé para qué tienes el apartamento.

Esta vez, la mirada achocolatada de Alina se detuvo directamente en la de Caleb. Frunció el ceño al fijarse en el temblor de sus labios.

―Si hubiese tenido que pasar cinco años encerrado en el palacio mientras lucho por mi vida, también alquilaría un lugar donde pudiera sentir paz.

Un suspiro de alivio acabó con el temblor de sus labios. Caleb no supo por qué, pero su reacción agitó los engranajes de su cabeza. Una parte de él sabía que su suposición era cierta: el apartamento era su escape. Y, de todos modos, una vocecilla le susurró que había otra razón, una más personal. Un secreto más en la vida de la princesa. Un secreto que se moría por descubrir.

―Necesito preguntar. ―Caleb bebió lo último de la taza, se inclinó y la dejó sobre la bandeja antes de volver a su posición y apoyar los brazos en los reposabrazos―. ¿Soy la primera persona a la que le hablas de esto? El cáncer, los cinco años en el palacio, las secuelas...

Luego de un tenso momento de silencio, Alina asintió.

―Mi familia no volvió a mencionarlo apenas dijeron que estaba libre de cáncer. Era como si nunca hubiese pasado.

―Entiendo. ―No, no lo entendía, pero optó por una mentira blanca, aunque la rabia ponzoñosa en la punta de su lengua preferiría teñirla de rojo―. Tu secreto sigue a salvo conmigo.

La cautela en su mirada curvó los labios de Caleb.

―No fingiré que nunca me contaste. Son asuntos de tu familia y no voy a meterme, pero no formaré parte de la cadena. Lo que prometo, sin embargo, es que nadie lo sabrá por mí.

―Si mi padre te pregunta, ¿le dirás que no sabes nada?

―Sabe que los escuché hablar, eso no lo mantendré en secreto. Si en algún momento me toca ese tema, le haré saber lo que pienso.

―¿Y eso es...?

―Créeme, princesa. Es mejor que te quedes con la duda.

Alina musitó algo que sonó parecido a «mmm». Su mirada regresó a la bahía. Arrugó la nariz a medida que inhalaba más y más el salitre en el aire. Se preguntó a donde se habían trasladado sus pensamientos. Quizá de vuelta a los días donde el cáncer marchitó sus esperanzas, o al momento en que escuchó que su fallecimiento era inminente si no encontraban un donador compatible. Caleb no quería que volviera a ese pasado, así que se aclaró la garganta y sonrió al reclamar su atención.

―¿Cuál es la historia de la puerta en las rejas?

Justo como en momento en que abre una cortina y deja entrar el sol, el espectro sombrío de los malos recuerdos se disipó de sus ojos y entró una resplandeciente brillantez.

―Es como una historia de cuento de hadas, y se ha convertido en mi favorita desde que era pequeña. Mi abuelo solo tuvo dos hijos, dos varones: mi padre y su hermano menor, Raphael. Su carácter era fuerte, pero también gentil, o eso es lo que me han dicho. Murió cuando yo tenía tres años. Se casó una vez con el amor de su vida y, al enviudar, jamás puso sus ojos en otra persona. La soledad lo consumió. La tristeza poco a poco lo apartó de su familia, de modo que sus hijos se criaron solos, cada uno con una perspectiva diferente de la vida: el amor es un veneno que solo un estúpido se atreve a beber. No te debe sorprender que esa sea la visión de mi padre.

Caleb apretó la mandíbula para esconder, sin éxito, una sonrisa incisiva.

―El más joven de los hermanos, sin embargo, creía que el amor era una pizca de magia. ―Dada la mueca de desagrado al beber de la taza, imaginó que lo que quedaba de té ya estaba frío―. Y, como la magia, es adictiva. Una vez que la consigues, no querrás dejarla. ―Una lenta, aunque determinada sonrisa, apareció en sus labios―. Es posible que la última parte sea una cita directa de Love is strange.

―¿Es una película o un libro? No, ¡espera! ―Tarareó la melodía que apareció en su cabeza―. Once you get it you never wanna quit. ¿Esa?

Alina asintió con entusiasmo.

―La reconocí por Dirty Dancing. ―Caleb puso los ojos con una mueca cómica―. Es una de las películas favoritas de William, mi hermano. La ponía todo el tiempo y cuando no escuchaba la banda sonora. La aprendí en contra de mi voluntad.

Alina se echó a reír. Subió las piernas a la silla y usó el suéter para arroparse las rodillas.

―Yo la conocí por Strange Magic. La voz de Kristin Chenoweth es pura magia.

Caleb buscó en el disco duro de su memoria.

―¿Esa no es la película basada en una obra de Shakespeare? Recuerdo vagamente a uno de mis profesores mencionarla mientras hacía recuento de las múltiples adaptaciones de sus obras. ―Caleb le concedió una mirada ladeada―. Algo me dice que te gustan las historias con tintes de cuentos de hadas.

―¿Qué, no se notó desde el principio? Vivo y muero por los mitos de fantasía. Tengo una caja repleta de dibujos que hice durante mi tratamiento. Hadas, sirenas, piskies, brounies... dime el nombre de una criatura y te aseguro que ya la dibujé.

Caleb se echó a reír, pese a que su reacción era una maniobra evasiva mientras pensaba. La fantasía no era su género favorito. El suspense predominaba en sus ideas o de vez en cuando se decantaba por una buena trama histórica, ya sea escrito por él mismo o planteado en un buen libro. Movido, quizá, por el amor que viajaba en el aire por encima de su cabeza durante una infancia tan feliz, se decantaba por la magia más antigua del mundo.

―¿Qué tiene de interesante la fantasía? ―la pregunta abandonó sus labios sin que pudiera evitarlo.

―Pues...todo. Es una importante vía de escape, y muy necesaria, por cierto, de la vida real. Es un boleto universal para viajar a cualquier mundo, un acelerón para la creatividad... Es el estado más puro de la magia.

Caleb no pudo ocultar la sonrisa. Su entusiasmo era casi como el de una niña, lo que la llevó a recordar que era joven... y Caleb también. Pero la tristeza añejada en sus propios hombros conseguía que de vez en cuando se le olvidara. Como si fuera incapaz de disfrutar de las pequeñas cosas. Suspiró y, al igual que ella, miró a la bahía. Había algo inusualmente atractivo en la turbia división del mar y la tierra, como un beso tímido que nunca se llega a consumar.

―Así que... ―Caleb se acomodó en la silla y centró su atención en ella―. ¿No me estabas contando tu cuento de hadas favorito?

―Mmm. ―Alina bajó las mangas del suéter―. Sí, el hermano menor. Me quedé en esa parte, ¿cierto? ―Caleb asintió―. Una noche, durante la celebración del compromiso de mis padres, el menor de los hermanos conoció a una socialité monegasca, la hija de un adinerado dueño de una cadena de hoteles. Eran la combinación perfecta como diamantes y perlas. Pero luego está el rubí, el segundo mejor después del diamante, que no quiere nada más que el reconocimiento que cree merecer. Mi padre, el rubí ―su voz rebosó de una cortante ironía―, siempre ha estado celoso de la popularidad del diamante. Aunque mi tío, Raphael, era simpático y alegre, no dejaba de ser el segundo en la línea. Eso, sin embargo, no cambiaba el hecho de que la gente lo prefería a él antes que al soberano. Un día, el diamante pidió casarse con la perla. Para el rubí, sin embargo, era importante que cada uno cumpliera con su rol. La perla no podía tener hijos, por tanto, el diamante nunca podrá tener herederos legítimos con ella.

―De modo que nuestro simpático y agradable rubí no estuvo de acuerdo con la boda, ¿es eso?

―La perla y el diamante adquirieron los apartamentos para que pudieran verse a pesar de la negativa del diamante. No pasó mucho tiempo antes de que se dieran cuenta de que debían tomar una decisión.

―¿Y? ―masculló, impaciente.

―Se casaron a escondidas del diamante.

―Fantástico. ―Caleb apoyó la cabeza del respaldo sin dejar de sonreír.

―La perla y el diamante adoptaron a una niña llamada Sabine.

―Oh, ¿no le pusiste el nombre de una piedra? Decepcionante.

Alina dejó escapar una suave carcajada.

―Al ser adoptada, las leyes la excluyen de la línea de sucesión. Esa situación causó una brecha irreparable entre el diamante y el rubí.

―Y evidentemente ha jugado una parte importante en la cena de esta noche ―tanteó Caleb.

―Mmm. ―Alina se apartó el pelo de la cara―. Mi tío nunca estuvo de acuerdo con que se ocultara mi enfermedad.

―Alina ―la severidad brotó de su voz―. No me importa tanto lo que piense tu padre o tu tío al respecto. ¿Habrías preferido que la gente lo supiera?

Alina volvió a detener su atención en la bahía.

―Nadie me había hecho esa pregunta, así que no sé cómo responder.

―Si uno de mis hermanos o yo enfermábamos y mi madre debía asistir a un evento importante, siempre cancelaba sin dar una excusa diplomática que los satisfacer a todos. Para ella, ser madre venía primero que ser reina consorte.

―Tu familia no es como la mía ―la amargura en su voz lo hizo tragar en seco―. Los asuntos reales van por encima de cualquier cosa. Mónaco es un principado pequeño, pero muy próspero, y a mi padre le gusta mantener todo en control.

―La familia no es un objeto que se pueda controlar. ―Caleb se sentó en el borde del asiento y apoyó los codos en las rodillas―. Lo siento, sé que dije que no me meto en los asuntos ajenos y mis comentarios no son precisamente neutrales.

―No te preocupes. ―Le sonrió en cuanto sus miradas se encontraron. Una sonrisa tímida y triste con la que tendrá que conformarse―. Para ser honestos, no tendrías que haberme escuchado. Gracias por dejarme hablar.

―Está bien, princesa. Tienes una voz, es mejor que la uses siempre que puedas. ―Se puso de pie y agarró la bandeja―. Prepararé té fresco. También tengo galletas y jam roly-poly.

―¿Jam...?

―No, nada de explicaciones. Pruébalo con el té y luego agradéceme.

Solo le tomó diez minutos preparar el té y servir dos pedazos de pudín en la bandeja. Alina seguía en el mismo lugar, pero con las piernas dentro del suéter. Caleb dejó la bandeja en la mesa pequeña, volvió a la sala y agarró la manta roja doblada en una esquina del sofá gris. Cuando sus manos se rosaron por accidente, Caleb se percató de que estaba helada.

―Tal vez deberíamos dejar la fiesta de té para otra ocasión. ―Caleb se sentó en el borde del asiento, agarró su taza y sopló antes de beber del líquido cremoso y humeante―. Está haciendo mucho frío.

―Sí, lo siento. ―Hizo ademán de levantarse, pero la voz de Caleb la detuvo.

―Termina el té.

―No debería. Mi cabeza está dispuesta a aceptar cualquier excusa con tal de no ir a casa.

―Suena bien. ―Caleb se echó a reír al notar su expresión desconcertada―. No me molesta la compañía. ―Lo que no quiso decir, sin embargo, es que le agradaba la idea de que pasara un tiempo lejos de esa casa. El pensamiento lo sorprendió, no muy seguro de dónde había venido ese repentino instinto protector. Bebió de la taza y lo ignoró―. ¿Alguien te ha dicho que eres buena contando historias?

―No realmente. ―Caleb siguió el movimiento de su mano al agarrar el pudín, llevárselo a la boca y luego estudió el suave movimiento al masticar.

―Bueno, aprecio mucho una buena historia.

―¿Sí? ―Alina se acurrucó en la silla, acomodó la manta y descansó las manos en el montículo mientras sujetaba la taza―. Tal vez deberías contarme una historia tú. Si no recuerdo mal, estabas trabajando en un nuevo proyecto.

Caleb gimió.

―«Intentando» es la palabra adecuada.

―¿No te va bien?

―No he podido iniciar tan siquiera.

―¿Por qué no?

―Digamos...que no tengo una base. No se me ocurre una idea que me entusiasme lo suficiente.

―Qué horror ―su tono condescendiente lo hizo suspirar―. ¿No has intentado cambiar tu método de escritura?

La posibilidad, aunque sencilla y evidente, lo agarró por sorpresa.

―¿Perdón?

―Si te digo algo, ¿no te burlas de mí?

―Lo intentaré.

―No importa, esto parece más importante. Bueno... Soy una chica. ¡Déjame terminar! ―protestó al escuchar la carcajada de Caleb―. Lo he planteado todo mal. Me refiero que, aunque soy una chica, cuando era pequeña me gustaba ver... Ay, Dios. Te vas a burlar.

―Solo dilo.

―Solía ver los Power Rangers con mi prima Sabine.

Caleb se echó a reír.

―Esperaba algo peor. ―Apoyó la cabeza en el respaldo y le indicó que continuara con un asentimiento.

―Recuerdo un episodio donde el personaje, mm... ¿Chase? Bueno, creo que sí. Chase tenía que hacer un plato tradicional de Nueva Zelanda para impresionar a una crítica de comida que visitaba la cafetería del museo donde trabajaba, pero cada vez que lo sacaba del horno explotaba. Siguió la misma receta y de la exacta misma manera varias veces, pero el resultado siempre fue el mismo.

―¿Una dulce explosión?

―Chase le salvó la vida a la crítica y ella, para compensarlo, le dijo que debía intentar hacer la receta de otra manera, añadirle su propio toque. Así que... ―Inclinó la cabeza―. No lo sé, ¿no te parece que es algo que puedes hacer? Mirar la escritura desde otro ángulo, probar algo nuevo.

―Quizá.

Caleb se perdió en sus pensamientos. La semilla que Alina plantó en la oscuridad de su cabeza podría germinar si Caleb se lo permitía... y no le pareció que fuera tan mala idea. Abordar la escritura desde otro ángulo... A estas alturas, estaba dispuesto a probar lo que fuera.

―Es tu turno. ―Alina bostezó al tiempo que recorría el borde de la taza con los pulgares―. Cuéntame una historia.

Le echó una mirada de refilón. Era la primera vez que veía unos ojos tan llenos de interés como si de verdad le importara hasta la palabra más insignificante que saliera de su boca. La extraña sensación le hizo cosquillas. Después de un momento de silencio, Caleb le obsequió una sonrisa comedida.

―¿Alguna vez escuchaste la historia de cómo se conocieron mis padres?

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