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Capítulo 3.

Como si la incomodidad del tobillo no fuera suficiente tortura, Reynard, su padre ―o su distintivo favorito: el príncipe soberano―, decidió importunar sus treinta minutos de lectura en la biblioteca del palacio, lanzar la copia de un artículo sobre el evento de la noche anterior en el espacio vacío junto a ella y cruzarse de brazos mientras Alina lo revisaba. Al menos, eso es lo que le hizo creer. De todas maneras, le diría lo que habían escrito sobre ella. Nunca perdía la oportunidad de echarle en cara sus fracasos.

―No solo llegaste tarde. La gente notó que algo te sucedía por tu forma de caminar. ―La manera en que los orificios de la nariz se ensancharon al respirar profundamente le añadió unos diez a doce años a su padre―. ¿Cuándo aprenderás a cuidar tu imagen?

Alina cerró el libro, lo dejó a un lado y, en lugar de estudiar el texto del artículo, miró su fotografía. No había nada malo con ella: de pies a cabeza, aparentaba ser una heredera saludable y llena de vida que irradiaba felicidad al presentarse a un evento de beneficencia. Lo único que rompía con esa imagen eran los dos insignificantes detalles que le había mencionado. «Al menos yo sí asistí», le quiso decir. Pero era demasiado temprano para iniciar una discusión...y ella nunca discutía. Menos con su padre. Por lo general, ni siquiera lo miraba a los ojos: se limitaba a asentir a sus peticiones ―o demandas― y a ejecutarlas.

―Ya tengo suficientes dolores de cabeza con Rainier. ¿Qué te cuesta hacer las cosas como te las digo?

¡Pero sí lo había hecho! Dejó sus terapias a medias para responder a la llamada alterada de su padre pidiéndole ―o exigiéndole, más bien― que se presentara en la gala en nombre de su hermano porque, a última hora, Rainier decidió que no asistiría. O lo que era lo mismo: habían vuelto a pelear y, para darle donde más le dolía a su padre, su hermano optó, otra vez, por cancelar su participación. Así que Alina tuvo que salir de la piscina, correr al hotel donde la esperaba un equipo para ayudarla a prepararse y dirigirse al salón de banquetes.

La creciente y palpitante ansiedad no le permitió entrar. Pese a que su padre pensaba que la natación era una terapia para contrarrestar los efectos de su enfermedad, la realidad es que la practicaba como canalizador de sus episodios de ansiedad. Que la arrancara tan repentinamente de la piscina y le ordenara que fuera a la gala con tanta gente, le causó uno de sus episodios más incómodos hasta la fecha.

Quiso encogerse en el asiento al recordar la manera en que aquel hombre le deslizó las manos por su espalda y el nacimiento del pelo cerca de la nuca. Si su padre llegase a enterarse que tuvo un momento de debilidad como ese frente a un testigo, la mataría. Era una suerte que, al menos, sus pensamientos eran privados. Mientras el príncipe soberano continuaba recitando sus fallos, Alina navegó en sus recuerdos.

No era la primera vez que se topaba con el príncipe Caleb, y no le sorprendió para nada que no la recordara. De cierta manera, era lo mejor. Lo conoció el día de la boda de su hermano mayor, el príncipe de Gales. Se suponía que el representante de la familia sería Rainier, ya que era el príncipe heredero, pero, para ese entonces, los problemas entre él y su padre recién iniciaban. Sin saber por qué, Rainier se negó a asistir a la ceremonia y su padre la envió en su lugar. Las precarias habilidades sociales de Alina no sirvieron de nada para camuflarse entre los nobles. En cuanto las miradas se posaron en ella, sorprendidos por la primera aparición en el extranjero, su ansiedad se disparó. Le costaba respirar y el mundo giró dentro de aquella catedral. De no haber sido por unas manos cálidas y firmes, se habría desplomado allí mismo. O aún peor: su descompostura habría quedado retratada en la prensa y llegado a oídos y ojos de su padre.

Como la segunda hija del soberano, a Alina le correspondía mantenerse detrás de la sombra de Rainier. Al menos, esa fue una de las primeras lecciones que su padre le dio. El príncipe soberano dedicó su tiempo a educar al siguiente en la línea y cualquier cosa que desviara su atención hacia ella lo irritaba considerablemente, así que Alina se aseguró de que algo así no sucediera. Se posicionó como la mejor en todo: en la escuela, en el deporte, en las lecciones privadas. Ni una sola vez recibieron una queja de ella.

Al menos, así fue hasta ese día, cuyo mero recuerdo la estremeció.

La dureza en la voz de su padre, que no había parado de quejarse ni un momento, la intranquilizó y se llevó las manos al tobillo. No le dolía, solo le molestaba: una consecuencia de la enfermedad con la que estaba obligada a lidiar.

El príncipe soberano notó el movimiento y arrugó las cejas oscuras. Contrario a Rainier, que era una copia de su padre ―cabello oscuro y ojos azules―, Alina era rubia y de ojos casi negros, como su madre. La similitud con ella era lo único que los vinculaba. Y la sangre, de la que podría desprenderse si pudiera. Suspiró y se preparó para la recargada letanía.

―Ve a revisarte hoy mismo. Estoy cansado de lidiar con médicos.

―Iré a mediodía ―respondió en un susurro e ignoró la ironía de su comentario. ¿Desde cuándo lidiaba con los médicos? Ni siquiera se sabía el nombre de su médico de cabecera ni del equipo que la atendió cuando era niña.

―¿Hiciste los arreglos pertinentes para que nadie sepa que estuviste allí?

―Por supuesto.

A estas alturas, era una experta en entrar y salir del hospital sin que nadie lo supiera. Era eso o arriesgarse a que la torcedura fuera mucho más grave. Tomando en cuenta que no sentía dolor, sino una leve molestia, estaba segura de que no pasó a mayores. Pero nada perdía con asegurarse. El príncipe soberano necesitaba al repuesto de su heredero porque hija nunca ha tenido. Ni siquiera recordaba la última vez que se refirió a ella de esa manera salvo en las presentaciones. Reynard no solo era el soberano de Mónaco, sino el de las apariencias. La casa Valenti había inventado ese término.

La puerta se abrió con brusquedad y, por primera vez en días, Alina agradeció la intromisión de su hermano. Rainier no vestía como el príncipe adepto que debería estar en camino a su próximo evento. La vestimenta casual ―pantalones oscuros y una sudadera blanca― indicaban que iba de salida a una reunión de ocio.

―No ―masculló Alina al verlo acercarse a ella con la sonrisa pronunciada―. Esta vez no puedo cubrirte. Debo ir a revisarme el tobillo.

―Mi pequeña torpe. ―Le levantó la pierna con cuidado, se sentó junto a ella y la acomodó sobre su regazo―. Pareciera que amas los hospitales.

Alina prefirió agachar la cabeza y morderse los labios, a los que por suerte no les había aplicado labial. Odiaba los hospitales, y él lo sabía. Su comentario de mal gusto la orilló a arrugar el artículo con las manos y lanzarlo al sofá.

―La conferencia es en la tarde ―le dijo Rainier, ignorando sus palabras por completo―. Estarás libre para entonces, ¿no?

―A ella no le corresponde ―la voz enfadada del príncipe soberano retumbó por la biblioteca―. Mi heredero eres tú.

La mirada de Rainier estaba puesta en el tobillo de Alina. Deslizó los dedos con delicadeza sobre su piel y trazó círculos disparejos. A Alina no le resultó molesto: solía hacerlo cuando se lastimaba. A pesar de su insistencia por transferir sus responsabilidades a ella, la relación que tenían era lo más parecido a una de hermanos. Al menos, tanto como podrían aspirar. Pese a vivir en el mismo palacio, era poco el tiempo que compartían. La división durante la crianza era demasiado marcada para ser ignorada por alguno de ellos. Rainier siempre estaba en lecciones privadas mientras Alina estudiaba sola en su habitación. Rainier tampoco iba mucho de visita cuando ella enfermó. El príncipe heredero no era responsable de cuidad de su hermana menor cuando debía prepararse para suceder a Reynard algún día.

A pesar de eso, Rainier siempre buscaba la manera de estar al pendiente de Alina a través de interacciones cortas o sonrisas condescendientes desde el otro lado de la mesa del comedor. Su nueva maniobra favorita era entrar a la biblioteca sin tocar...

Y arrojarle sus responsabilidades.

―Ya hice compromisos para esta tarde y no puedo cancelar.

Alina tragó en seco al percatarse del desafiante tono en la voz de su hermano, pero fue el fuego en la mirada de su padre que le advirtió que se acercaba otra pelea. El príncipe soberano nunca le levantó la mano a ninguno de los dos, eran de las pocas cualidades que consagraban a Reynard como un padre. Dada la manera en que Rainier elegía constantemente llevarlo al límite, se preguntó cuanto tiempo pasaría antes de que cruzara esa línea. Por la manera en que el tenso cuerpo del soberano traspasó la distancia y se detuvo frente a su hijo, imaginó que pocas.

Alina se escabulló y huyó del sofá, se puso las zapatillas y lanzó el libro al escritorio antes de abandonar la biblioteca. Las voces fuertes nunca fallaban en acelerar su ritmo cardíaco y su cuerpo huía de la fuente sin reparar en las consecuencias. Ese mecanismo reactivo fue lo que la llevó a huir anoche y toparse, por desgracia, con el príncipe Caleb. Traer de regreso ese recuerdo fue una mala idea: su pulso aumentó y la inquietud le quemó la garganta. La idea de que supiera que ella era la mujer al otro lado de las rejas, o que al menos lo sospechara, la desesperó más de lo que le gustaría admitir. Ese apartamento era su lugar seguro: el único lugar en todo Mónaco donde la pesadilla que vivía con su familia no la alcanzaba. El lugar donde guardaba todos sus secretos.

Alina aligeró el paso al percatarse de que dejó la biblioteca atrás. Lejos de la amenaza, su pulso volvió a la normalidad con lentitud, lo que le concedió claridad a sus pensamientos. ¿Qué posibilidades había de que el príncipe Caleb descubriera que sí era ella? No le había visto la cara: solo escuchó su voz y, al ofrecerle la bebida, vio sus manos. Le echó una mirada a las uñas pintadas. Sus manos eran como cualquier otra, sin una forma o marca distintiva. Su voz... Tampoco, sin distintivos. Conteo de posibilidades: ninguna. Eso la tranquilizó e ideó la maniobra más antigua de todas: negar cualquier suposición.

Su cabeza se ocupó de inmediato del otro problema: ¿qué haría ahora que el príncipe Caleb era su vecino? No salir a la terraza, aunque el apartamento estuviera en llamas, para empezar. La solución perfecta a su predicamento era que se regresara a Inglaterra, sin embargo, algo le decía que no iba a ser tan sencillo. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una exasperada maldición al aire.

Por segunda vez en menos de veinticuatro horas, Alina chocó con un cuerpo duro y cálido.

De manera involuntaria, Alina se aferró a los brazos de la otra persona para evitar la caída y lastimarse más el tobillo. Un par de manos fuertes y firmes le permitieron estabilizarse. El color de sus mejillas desapareció al toparse con la sonrisa ladeada del príncipe Caleb y la intensidad fracturada en sus ojos verdes que traspasaron los de ella con sus filosos fragmentos.

―Buenos días, princesa.

No, no, no. ¡De ninguna manera le iba a permitir que utilizara su posición como un apodo!

―No me llames de esa manera. ―Al apartarse de él con brusquedad, notó que la forma de sus dedos se quedó marcada en sus brazos―. ¿Qué haces aquí?

No fue hasta que levantó una de sus manos que se percató de que traía un sobre.

―Olvidé dar mi donación anoche.

Alina observó el sobre como si fuera la caja de Pandora.

―Pudiste enviar una transferencia.

―Lo sé. ―La sonrisa ladeada desapareció―. Preferí entregarlo en persona.

Alina tragó en seco, maniobra desesperada por ignorar el absurdo incremento de sus palpitaciones.

―Debes entregárselo a mi hermano. Es quien estuvo a cargo de la actividad.

―¿La actividad que patrocinaste anoche? ―Golpeó el sobre contra su boca de manera pensativa―. Curioso.

―Puedo mostrarte la biblioteca. Mi hermano está allá.

―Como gustes.

El viaje de regreso le ayudó a darse cuenta de que su tobillo estaba en excelente estado por la rapidez con la que caminó para mantener una distancia con la que se sintiera cómoda. La comodidad, sin embargo, nunca llegó. Por alguna razón, podía sentir la mirada del príncipe Caleb en su espalda. Al menos, respetó la silenciosa petición de espacio y no forzó la cercanía.

Se detuvo frente a la puerta blanca con detalles dorados y tocó dos veces. Mientras esperaba, se preguntó si la guerra en su interior había menguado o si estaba llevando al príncipe de una nación extranjera a una disputa interna de la familia real monegasca. Cuando su hermano gritó que podían pasar, imaginó que se trataba de la primera.

Rainier apartó la mirada de una bandeja plateada sobre el escritorio y sonrió quedamente al ver a su hermana.

―No te preocupes, no hubo muertos. ―Levantó la campana metálica y observó la ensalada de frutas―. Trajeron tus vitaminas hace unos minutos. No recordaba que fueran tantas. ¿No se supone que ya estabas mejor?

Alina se aclaró la garganta en cuanto el príncipe Caleb ingresó a la biblioteca. Para su buena suerte, su mirada se trasladó a la amplia colección de libros en ambos pisos. Por un breve momento, le cayó mejor por el simple hecho de que apreciara su lugar favorito en el palacio.

―¿Caleb? ―Rainier se acercó y le ofreció un apretón que el príncipe Caleb aceptó de inmediato. Alina se distrajo un momento con la diferencia de tamaño de ambas manos. Las de Rainer eran grandes y toscas, sin decorados, mientras que las de Caleb... Un momento. ¿Por qué demonios le estudiaba las manos? Alina sacudió la cabeza y puso distancia de los dos hombres―. No sabía que estabas en Mónaco.

―Llevo un mes.

El corazón de Alina reptó hasta su garganta pese a que ya sabía esa información. Ha esperado con tortuosa impaciencia a que se devolviera a Londres para que ella pudiera regresar al apartamento sin correr riesgos, pero tal parece que sus intenciones no se topan con sus deseos.

―¿Se conocen? ―la voz de Alina enronqueció.

―Hace un par de años ―admitió el príncipe Caleb con desinterés.

―Caleb es amigo de Liam, el hermano de Grant, ¿lo recuerdas?

Grant era el hijo de un barón inglés y lo que tenía de galante también lo tenía de imbécil, pero ella no era nadie para juzgar las amistades de su hermano. Liam, por otro lado, era lo suficientemente amable para entablar una conversación con ella sin juzgarla por la delgadez y palidez de aquel entonces.

Grant venía de visita de vez en cuando y a Rainier solía escapársele los días que estaría en el palacio para evitarlo.

―¿Cómo le va a Liam en los torneos? Sigue jugando tenis, ¿no?

Caleb tensó la mandíbula y tragó en seco.

―No lo sé. Ya no hablamos.

―¿De verdad? ―Ladeó la cabeza―. Es increíble lo que uno puede ignorar en un país tan pequeño, ¿eh? ―la broma de Rainier despertó una rabia borboteante en Alina.

―Si actuaras como el príncipe heredero... ―El pulso errático incrementó al percatarse de que sus pensamientos habían encontrado una vía de escape de su boca. Apretó los labios y se dirigió al escritorio, dándole la espalda a ambos.

―Vamos, ¡termina! ―la juguetona voz de su hermano la hizo bufar―. Me gusta cuando sale ese fuego.

Alina lo empaló con la mirada, se sentó en la silla y, sin darle más vueltas, agarró el tenedor. Ni bien había pinchado el primer bocado, se detuvo al percibir un repentino cambio de energías en el ambiente. La mirada del príncipe Caleb ―intensa y penetrante― la estudió con inquietante atención antes de trasladarla quedamente hacia Rainier. A su hermano, sin embargo, no lo miró de la misma manera: sus ojos verdes se sobrecargaron de una chispa beligerante. Alina se concentró en la fruta y apartó la atención de la escena.

―El príncipe Caleb vino a traer la donación de anoche ―dijo Alina antes de continuar con su ingesta.

―Con una transferencia bancaria te habrías ahorrado el viaje. ―Rainier metió las manos en los bolsillos de su pantalón.

El príncipe Caleb inclinó la cabeza hacia Alina y le obsequió una sonrisa ladeada, la que Alina le devolvió con una cargada de exasperación.

―Yo ya voy de salida ―informó Rainier―. Alina recibirá la donación, ¿verdad, hermanita?

Alina pinchó un trozo de manzana con fuerza y se lo echó a la boca de mala gana sin apartar su mirada enfurecida de Rainier, quien se despidió de ella con una sonrisa encantadora como si no acabara de comprometer su tiempo sin tomarla en cuenta. Como siempre. En cuanto lo vio salir de la biblioteca, se hundió en el asiento y observó la ensalada de frutas con desgano. Si por ella fuera, no se echaría otro bocado. Pero no podía hacerlo. Necesitaba las vitaminas.

―Puedo venir otro día.

Alina agitó la ensalada con el tenedor mientras sopesaba sus alternativas. Que viniera otro día implicaba otro encuentro. Alina no era precisamente una diestra maestra en el arte de socializar: eso fue lo su confinamiento durante su niñez y adolescencia mientras se recuperaba le provocó. Tampoco sabía bien como negarse a algo que no quería hacer por temor a causar una disputa. No le gustaban las discusiones. O, mejor dicho: no sabía cómo enfrentarse a ellas. Y no estaba convencida de que pudiera lidiar con la insistencia del príncipe Caleb de saber si era ella o no la persona en el apartamento. Pero hasta ahora no había comentado nada al respecto, así que...

―O puedo dártelo más tarde por las rejas del apartamento. ―Dibujó una sonrisa casi obscena. Obscenamente sarcástica y masculina. Alina lo miró fijamente a los ojos verdes. Por alguna razón, su atención no había querido fijarse a detalle en su apariencia. El príncipe Caleb era todo hombre: alto, hombros anchos y una presencia varonil encajonado en la vestimenta casual impropia de un príncipe. Pantalón de mezclilla, camiseta de lana gris y una chaqueta de cuero. Y cinco anillos dispersos entre las dos manos. Apretó los dientes, consternada por su insistencia de mirarle las manos―. Cualquiera de las dos me va bien.

―Pensé que ya habíamos establecido que te equivocaste de persona.

―Lo que yo pienso ―se acercó al escritorio mientras dibujaba garabatos en el aire con el sobre― es que escucho un plural del que nunca participé.

―Me estás acosando por nada. Admite que te equivocaste e ignoraré tu comportamiento cuestionable.

Su dilatada sonrisa fue su respuesta.

―No te mentiré: si esto llega a oídos de mi madre, temo lo que podría hacerme. Mamá no acepta menos que hombres respetuosos en la familia.

―Lo tomaré como que estás dispuesto a participar del plural.

―Eso no fue lo que yo dije.

Alina soltó un apesadumbrado suspiro.

―¿No será que estás confundiendo los eventos? Ya nos vimos una vez aunque fuera brevemente.

Los gestos de Caleb se descompusieron por la confusión.

―¿De verdad? ―preguntó, ausente. Alina casi pudo escuchar como su mente rebobinaba.

―En la boda de tu hermano. ―Recorrió el largo del tenedor con el pulgar―. Estabas en el altar, me ayudaste, luego volviste...

Era evidente, dada su expresión compungida, que no se acordaba de ella.

―Como dije, fue breve e insignificante. Quizá confundiste un recuerdo vago con uno más reciente. ―Extendió la mano libre hacia él―. Dame el sobre.

Al salir de su trance, Caleb le dijo:

―Termina de comer. Puedo esperar.

Cinco palabras. ¿Cómo era posible que cinco palabras la desequilibraran por completo? Tal vez el príncipe Caleb notó el cambio brusco de su expresión ―podía sentir sus facciones petrificadas― porque al momento frunció el ceño y la miró con atención. La estudió más bien. Alina tragó en seco y devolvió la mano al escritorio. Ya estaba acostumbrada a que interrumpieran sus actividades, no a que esperaran a que ella terminara. Era... extraño.

―¿Cómo sigues del tobillo?―fue la pregunta que eligió para quebrar el silencio.

Alina levantó ambas cejas.

―Siento que es lo menos que puedo hacer ―Caleb adoptó un gesto juguetón―. Mi comportamiento hizo que salieras corriendo.

―Creo que está bien. ―Pinchó un par de frutas con el tenedor.

―¿Siempre tomas tantas vitaminas?

Alina observó el frasco con las pastillas y los latidos de su corazón incrementaron. Le echó una rápida mirada a la puerta e imploró que su padre no eligiera ese momento para volver a la biblioteca. La mataría si supiera que alguien había visto sus vitaminas.

―¿Podrías no decirle a nadie? ―preguntó en voz baja. Ni siquiera estaba segura de que la hubiese escuchado.

El fruncimiento del ceño del príncipe Caleb aclaró sus dudas.

―¿Por qué tendría que contarle a alguien que tomas vitaminas?

Sus palpitaciones pisaron el acelerador.

―Prefiero que nadie lo sepa.

―No te preocupes por eso ―respondió de inmediato, pero había algo distinto en su voz. Incomodidad. Inquina―. Nunca me meto en asuntos privados. ―Levantó el sobre con una sonrisa ladeada―. ¿Está bien si lo dejo aquí? ¿O debo firmar algo?

―No, pero el administrador de la fundación de mi hermano te enviará un comprobante esta misma tarde. En estos momentos, deben estar registrando las donaciones y actualizando el sistema con los nuevos donantes. También te llegará un correo con los datos si esta es tu primera vez en el evento. Adjuntarán, además, un calendario de actividades, por si te interesa participar en alguna.

―¿Estás segura de que la fundación es de tu hermano? ―Arqueó la ceja, acentuando su aire juguetón―. Suena más a que es tuya, con lo bien informada que estás... Pero puede que solo sean maquinaciones mías. ―Deslizó el sobre en el escritorio y se alejó con una carcajada al encontrarse con la dura mirada de Alina―. Ya me voy, princesa.

―Alina ―lo corrigió.

―Princesa Alina ―contraatacó con la sonrisa dilatada.

Alina puso los ojos en blanco y lo siguió con la mirada hasta la salida. Suspiró, aliviada, al escuchar la puerta cerrarse. No necesitó fijarse en la hora para saber que iba tarde a su cita con su reumatólogo, y ni siquiera iba por la mitad de su merienda. Suspiró y se echó a la boca los trozos de fruta que ya había pinchado con el tenedor. Mientras masticaba, la curiosidad tomó control de su cuerpo, estiró el brazo y agarró el sobre.

Se atragantó con la fruta al mirar el contenido: el sobre estaba vacío, excepto por una tarjeta blanca con una nota escrita a mano.

Sé que eres tú, princesa.

Tu secreto está a salvo conmigo.

Alina gimió y se encogió en el asiento. La tensión de su cuerpo subrayó la conclusión que parpadeaba en su cabeza: no será sencillo deshacerse del príncipe Caleb.

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