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Capítulo 2.

Aparentemente, su actual residencia no restaba mérito al tratamiento de príncipe con el que había nacido, y a su hermana mayor, Olive, le parecía extraordinaria la idea que Caleb asistiera a un baile en Montecarlo en nombre de la familia real británica. Extraordinaria era una palabra con un peso precario en comparación con lo que Caleb tenía en mente: un par de expresiones que no podría decir en voz alta o lo exiliarían de la sociedad en un pestañeo.

―Necesitas salir más ―le había dicho ella dos días antes mientras Caleb intentaba idear el desayuno perfecto para intentar, por enésima vez, sentarse a escribir―. Y divertirte ―añadió con un tintinear de felicidad en la voz. A Olive a veces se le olvidaba que era su hermana mayor y no su madre.

Caleb le dio vueltas a la copa de vino blanco. Esbozó una sonrisa comedida a los invitados que se detenían a saludarlo quedamente antes de continuar con su paseo por el salón de banquetes del Hôtel Hermitage. Si mal no recordaba, el propósito de la gala era recaudar dinero para una de las múltiples entidades que patrocinaba Rainier, el príncipe heredero del principado de Mónaco, a quien Caleb ya conocía a través del hermano mayor de Liam, Grant Sancton. Caleb en persona, sin embargo, no solía interactuar con él salvo por las raras ocasiones en que lo invitaba al yate de su familia o a uno de los bares de la ciudad con sus amigos, pese a que fueran unos años mayor que él. Caleb sospechaba que su interés se debía a dos componentes importantes: su nacionalidad y la posición que ocupaba en ella.

Tal vez esa era la razón principal de por qué no le había comunicado sobre su mudanza. No eran ni remotamente tan cercanos y si los rumores, que no paraban de transitar por el salón, eran correctos, mientras más lejos se mantuviera de él, mejor.

―Cada vez asiste menos a los eventos importantes ―había comentado una mujer con un marcado acento francés.

―¿Es cierto, ¿no? ―La voz del hombre pausó para beber de su copa antes de proseguir―: Pensé que eran ideas mías. Incluso el príncipe soberano ha estado ausente.

―Mentiras ―añadió una segunda mujer―. El príncipe Reynard ha continuado su agenda como si nada, es el hijo...

―Ya, pero todos sabemos que algo pasa con la familia real. El príncipe Rainier nunca se ha comportado de esta manera.

―Lo que me sorprende es que la hija esté atendiendo los asuntos reales en nombre de los dos.

―Hasta me había olvidado de que el príncipe tenía una hija ―dijo la primera mujer―. Los eventos de la familia real solían ser los mejores. ―Su boca pintada de rojo se endureció con una mueca de descontento―. Esto no es más que una insignificante reunión para tomar una buena bebida.

―Nada que hacer, querida ―habló el hombre. El tono de su voz le indicó a Caleb que eran pareja―. El príncipe soberano ya no tiene nada ingenioso que decir, el príncipe heredero ni asoma las narices y la princesa Alina adopta una expresión como si nos fuera a vomitar encima.

―Al menos es amable ―dijo la primera mujer.

―Y visita los eventos. No como la familia que...

Fue en ese momento que Caleb prefirió alejarse del grupo, sorprendido de las bazofias que hablaba la gente cuando pensaban que nadie los estaba escuchando. Pasó la siguiente hora intentando recordar el tiempo que llevaba en el baile y si ya podía marcharse. De momento, Rainier no había hecho su aparición y sería descortés de su parte si se retiraba de la velada sin presentar sus respetos. Su madre, para empezar, lo mataría mientras le recitaba el discurso de que no lo había criado esa manera, y no erraba. Debía anteponer su educación, aunque se muriera del fastidio mientras caminaba por el suelo rojo alfombrado y se deslizaba como serpiente entre las columnas de mármol rosa.

Deseó tener su teléfono, tomar una fotografía y enviársela a su hermana con un mensaje de «¡Mira lo que te estás perdiendo!». El rosa era su color favorito. Caleb ya estaba harto del silencio de su caminata, de las seis columnas, de las mesas en la que la comida nunca disminuía y, en general, del murmullo constante de la gente que hablaba a sus espaldas en su idioma natal como si no pudiera entender una puñetera palabra. Era extranjero, por Dios. No había dejado el cerebro en Inglaterra.

Una vez que encontró las puertas que daban al exterior, se detuvo junto a ellas y miró el reloj plateado en su muñeca izquierda. ¿En serio? ¿Las ocho y treinta de la noche? El baile inició a las siete y podría jugar que llevaba en ese letargo quince días. «Necesitas salir más y divertirte», le había dicho Olive. Claro, si tan solo conociera a alguien de allí, podría replantearse la diversión.

Incapaz de aguantarlo un minuto más, dejó la copa medio vacía en la mesa más próxima y salió casi corriendo al abrazo de la noche veraniega. Un cielo negro, morado y anaranjado, con motas difusas de color rosa y amarilla, acentuó el último vestigio del día. La brisa de la bahía se coló a través de su saco negro y rosó sus mejillas. Luego de un mes de la mudanza, Caleb estaba acostumbrado a la magnificencia de la vista que tenía delante. Si fuese un artista, se pasaría gran parte del tiempo ideando distintas maneras de captar la belleza de la naturaleza. Tal vez como pintor le iría mejor. Un mes en Mónaco y el progreso de su novela seguía en la misma posición: con una hoja en blanco.

Caleb se ajustó la pajarita ―pareciera que se hizo el nudo a propósito para asfixiarse a sí mismo― y suspiró la frustración mientras caminaba con lentitud por el césped húmedo. Las tenues luces apenas iluminaban las mesas y sillas desplegadas hacia la bahía, pero fue suficiente para evitar un golpe o tropezón. Con lo liada que tenía la cabeza, lo último que necesitaba era que el entorno se convirtiera en otro más de sus enemigos. El problema ya no era el bloqueo de escritura ―no era la primera vez que le pasaba― sino la incapacidad de avanzar en cualquier otra tarea del proyecto. No se le ocurría ni el atisbo de una idea, un diálogo o una escena con la que basarse como si nada en este mundo pudiera inspirarlo lo suficiente. Le avergonzaba admitir que un recuerdo particular, que debería ser insignificante, ocupaba constantemente su cabeza.

La terraza de su apartamento.

Las rejas treillage.

Y esas malditas erres.

A un mes del extraño y breve encuentro ―el más extraño y breve de su vida―, el apartamento junto a él continuaba en silencio. A Caleb no le costó hacer la suma: si no le había dicho su nombre, y desapareció en la oscuridad en cuanto escuchó la voz de William, era evidente que no quería que supieran quién era. Eso, desde luego, despertó la curiosidad de Caleb como hacía tiempo no sucedía. ¿Quién era esa mujer? Por su acento, estaba convencido de que era local. No había parado de repetir el sonido de las erres en su cabeza. Suave, ronco, rasposo... Jodidamente femenino. Y misterioso. ¿Por qué prefería mantenerse en el anonimato? ¿Tendrá algo que ver con el interior del apartamento? ¿Y si ocultaba algo? Las posibilidades eran infinitas y Caleb había desarrollado, al menos, diecisiete posibles escenarios. Si tan solo su cabeza se ocupara del trabajo pendiente con el mismo entusiasmo, no tendría tant...

Un golpe contra algo blando, aunque firme, atajó sus pensamientos y Caleb no necesitó mirar dos veces para darse cuenta de que era un cuerpo. Una persona. Una mujer. De dónde había salido era una excelente pregunta. Apoyó la mano abierta en el pecho de Caleb y con la otra se arregló la falda del vestido antes de incorporarse y mirarlo, jadeando.

―Lo lamento ―su voz agitada demostró que llevaba rato corriendo. Se incorporó y recorrió el peinado recorrido como si temiera que el choque de cuerpos se lo hubiese destruido. Suspiró, satisfecha con lo que encontró―. Pensé que todos los invitados estaban...

Caleb se distrajo con el suave movimiento de sus dedos encima del pelo, en especial con el esmalte de color rosa claro. Muy claro. Y muy familiar.

―Afuera solo estoy yo ―le dijo Caleb.

Fue entonces cuando la puerta del salón se abrió y salieron tres hombres que Caleb identificó como la guardia con solo ver el porte. Había crecido rodeado de guardias toda su vida y podría identificarlos con demasiada facilidad. Peinaron la terraza con la mirada. Aún no habían reparado en ellos porque estaban en la parte más oscura, junto a las escaleras de mármol que daban a Dios sabrá donde.

Uno de los guardias se dirigió al más próximo. «La princesa no está aquí», había dicho en un impecable francés local.

Caleb esbozó una sonrisa divertida.

―Parece que se les ha perdido una princesa.

El eco de la carcajada de Caleb murió al escucharla gemir. Ni siquiera tuvo que imaginar la ecuación para resolver la suma. Miró a la mujer con la ceja arqueada y ella le devolvió el gesto con los ojos fruncidos, como a la defensiva.

―Eres tú, ¿no es así? ¿Alina...?

La mujer le tapó la boca con ambas manos. Caleb frenó el impulso de apartarla con un manotazo, tomando en cuenta lo descortés y violento de sus intenciones. No es que no le gustara el contacto físico, sino todo lo contrario: era una de sus maneras favoritas de demostrar afecto... siempre que hubiera confianza con la otra persona. ¡A esta mujer ni la conocía!

―Por favor ―la escuchó susurrar―. No digas mi nombre.

Caleb tragó saliva y se concentró en calmar el abrupto palpitar de su corazón. La pronunciación de las erres la podría tener cualquiera, pero ese tono de voz... No, el tono de voz no, y los pensamientos de Caleb lo habían grabado a fuego en su memoria. Lo reconocería donde fuera. Pero no dijo nada; tampoco se movió.

Caleb tragó cada uno de los rasgos de su rostro afligido, como si pensara inmortalizarla más tarde. El pelo rubio, con el peinado alto, permitió que su rostro en forma de corazón exhibiera un par de ojos marrones cuyo tono se asemejaba bastante al pelo de Caleb. Pese a lo impecable de su maquillaje, este no pudo ocultar el cansancio y la preocupación que la tensión en sus hombros acentuaba. Caleb había logrado evitar ese punto demasiado íntimo y que por naturaleza esquivaba hasta que separó los labios ―gruesos y perfilados― solo para decir:

―Acércate.

Caleb acentuó el levantamiento de la ceja. ¿De dónde diablos salió esta mujer? ¿Y qué clase de ideas tenía en la cabeza? No tuvo tiempo, ni oportunidad, de hacer preguntas en voz alta. La mujer apartó las manos de su boca y rodeó la cintura de Caleb. Con un simple tirón, ambos cuerpos chocaron contra el barandal de la escalera y Caleb observó, de reojo, lo peligrosamente lejos que estaba el suelo.

―¿Te has vuelto loca? ―fue lo único que pudo decir antes de percibir como empuñaba la parte baja del saco con una fuerza desmedida. Caleb no sabía dónde demonios poner las manos. En su cuello, tal vez, así se lo pensaría dos veces antes de emboscar a una persona de esa manera―. No sé qué tienes en la cabeza, pero...

Caleb se quedó en silencio al escuchar a los guardias acercarse. La mujer se apretó más a él y fue en ese momento que notó lo mucho que temblaba. Se sacudía, más bien. Vibraba. Su respiración entrecortada y el tenue, aunque acelerado, latido de su corazón le recordó los ataques de pánico que solían darle a su hermana en la adolescencia. ¿Era eso entonces? ¿Estaba teniendo un ataque de pánico en ese preciso momento? Fantástico.

Ignorando la extraña y aturdidora sensación de tanto contacto físico con una desconocida, Caleb arropó al terremoto de nervios con un abrazo comedido. Pese a lo inocente del gesto, se tensó al acariciar su espalda desnuda. Le ordenó a su cabeza que no registrara la suavidad de su piel ni lo bien que se sentía al tacto su piel erizada. Sin darle tantas vueltas a si era correcto o no, hizo lo mismo que solía ayudar a su hermana a calmarse: Caleb acarició el suave nacimiento de su pelo con movimientos circulares del pulgar. Se preparó para que ella se apartara y lo cacheteara por haberse sobrepasado. Esperó. Esperó...

Pero lo único que pasó fue que la sintió relajarse y dejar de temblar. La guardia eligió ese preciso momento para dirigirse hacia las escaleras. Las tenues luces de la terraza aún podrían delatar su identidad, así que, sin pensarlo demasiado, Caleb inclinó la cabeza y cubrió su perfil. Su nariz captó un interesante olor en su piel que no pudo identificar.

Cuando la guardia pasó junto a ellos, Caleb les dio una mirada de advertencia y al instante aceleraron el descenso por las escaleras. Prestó atención al retumbar de los pasos. La noche recuperó su silencio. Caleb se apartó con cuidado de la mujer, buscó sus ojos y estudió su semblante. Notó el destello de una emoción que no logró identificar: la máscara de indiferencia arropó su rostro como un manto negro.

―Gracias. ―Tras meditar bien sus siguientes palabras, añadió―: Si pudieras no...

―Hecho ―la interrumpió, imaginando que le pediría que no le dijera a nadie lo que acababa de suceder―. Alina, ¿no es cierto?

Lo meditó tanto que Caleb pensó que no le respondería. Al final asintió.

―Pensé que Rainier vendría a la fiesta. Lo siento, el príncipe Rainier ―corrigió al notar el levantamiento de las cejas.

Alina bufó. Al adentrarse a la terraza, las luces la iluminaron y Caleb notó sus facciones con nitidez. Había algo en ella que le resultaba sumamente familiar. La voz y el acento lo llevaban a esa noche en la terraza, pero su rostro... ¿Por qué su rostro despertaba un recuerdo difuso?

―¿Nos hemos visto antes?

Alina lo ignoró. Se asomó por una de las puertas, cubiertas a mitad por una cortina color perla para proporcionar sentido de privacidad a la velada, y suspiró.

―¿Tu deporte favorito es esquivar preguntas? Porque debes tener varias medallas de oro.

¿Qué era lo que había dicho una de las mujeres en la gala? ¿Que la princesa Alina era amable? Entonces, ¿por qué lo estaba mirando como si tuviera dagas en los ojos? Dadas que se transformaron en espadas en cuanto Caleb se acercó para echarle un vistazo al interior del salón.

―Rainier no ha llegado, tú estás aquí... ―Caleb la miró de refilón con una ceja arqueada―. La princesa no está perdida, la princesa está huyendo.

―Sí, ¿y qué?

Caleb levantó las manos por encima de la cabeza.

―No te juzgo, yo también estoy huyendo.

―Pero tú eres un invitado. ―Sus hombros decayeron al mirar hacia el salón―. Yo soy la anfitriona.

―¿No era Rainier el que...?

Alina sacudió las manos y se marchó dando largas zancadas hacia el cerco de vidrio murmurando improperios con el francés más enfurecido que hubiese escuchado hasta la fecha. Ya está: había una distancia considerable entre los dos. Era buen momento para regresar al salón o aprovechar la salida e irse por las escaleras. Como bien lo había dicho ella: era un invitado. Lo que fuera que estuviera pasando con ella no tenía nada que...

Por Dios santo, ¿por qué demonios se metió las manos en el bolsillo y caminó hacia el cerco?

―¿Tu hermano está enfermo?

―De idiotez ―la respuesta lo sorprendió tanto que se echó a reír.

Una vez que se detuvo junto a ella, echó un vistazo al largo vestido lila que llevaba puesto. Con razón había sentido su piel: el escote en uve dejaba al descubierto gran parte de su espalda. Justo cuando su mirada estaba por llegar a la espalda baja, la escuchó decir:

―No, no está enfermo. No pudo venir.

―Y veo que te entusiasma asistir en su nombre.

―Tanto que saltaría desde aquí de puro gusto y placer.

Caleb observó la calle y la espantosa altura a la que se encontraban lo hizo tragar saliva.

―No lo decía en serio.

¿Cómo sabía lo que pensaba si ni siquiera lo miraba? Sus ojos seguían atentos a la bahía. Si achicaba los ojos lo suficiente, los rasgos de su rostro desaparecían. Solo quedaba su silueta, una que se parecía bastante a...

―¿De dónde eres?

Alina frunció el ceño y lo miró de refilón. Sus largos y perfilados dedos recorrieron el borde del vidrio.

―De aquí, ¿no es evidente?

―¿Del hotel? ―Arqueó la ceja con un gesto juguetón.

Alina se volteó hacia él.

―Por supuesto que no. De Mónaco.

Mmm... Sí, estaba seguro de que era la misma pronunciación que recordaba.

―¿Te ofrezco una bebida? Ya que no quieres entrar al salón.

―Estoy bien. ―Agitó la cabeza.

―¿Segura? Puedo traerte un Mónaco. ―Alina no reaccionó. De hecho, se paralizó por completo―. Ya sabes... un coctel. Un tango panaché. No sé cómo prefieren llamarlo los locales.

Alina se movió con tanta brusquedad que Caleb se sobresaltó.

―Se hace tarde y debo entrar.

Caleb se echó a reír. Sin decir una palabra, apoyó la espalda del vidrio y la observó alejarse a pasos agigantados en dirección a la escalera y, una vez que alcanzó la losa, sus tacones resonaron con furia.

Al igual que lo hizo su quejido al doblarse el tobillo.

La diversión de Caleb se evaporó. Se impulsó con las manos y echó a andar con rapidez hacia ella, que se sostenía del barandal de piedra.

―¿Estás bien?

Alina adoptó una postura erguida más que por orgullo que por valentía. La expresión de su rostro delató la incomodidad del tobillo, al que se esforzaba por no doblarse y tocar. Casi podía jurar que notó un brillo de furia en sus ojos del mismo color que el chocolate amargo.

―Estoy perfectamente bien ―admitió con un hilo de voz.

―No pasa nada si te duele. Debe ser incómodo huir como una demente con esos tacones.

Alina miró los zapatos plateados. No debía pasar de las dos pulgadas. Tres si convivir con Olive lo había preparado para diferenciar las medidas.

―Sé caminar con ellos ―le espetó. En la voz burbujeó su enfado.

―No dije que no. ―La sujetó del codo sin pensarlo al notar que se movía a la derecha y apoyaba la cadera en el barandal. Podía jurar que notó una mueca de incomodidad―. ¿Te lastimaste en otra parte?

―No. ¿Qué haces? ―Apartó su mano con un golpe al notar el acercamiento de la de Caleb a su cintura.

―Perdón, es instintivo.

―¿Tu instinto es tocar a las mujeres sin pedirles permiso? ―Retrocedió, apoyada del barandal, y Caleb tuvo que arriesgarse a una mordida de la bestia al ver que perdía el balance. Su mano aferró con la perfecta fusión de firmeza y gentileza―. ¡Oye!

―¡Perdón! ―Levantó las manos por encima de la cabeza―. Te estaba ayudando ―le recriminó con un tono de voz tan bajo que parecía infantil. Al menos sonaba ofendido.

―Gracias, pero he podido sola toda mi vida. ―Apoyó la palma abierta en la pierna derecha. Si estuviera sola, no habría dudado en revisar su tobillo. La presencia de Caleb, de alguna manera, la obligaba a enmascarar sus emociones.

Excepto por la evidente y fascinante irritación que sentía hacia Caleb. Perfecto. ¿A quién no le gustaba irritar a una mujer? En especial a la hija del príncipe soberano. Doblemente fantástico.

―¿Cómo va la cuenta de asesinatos? ―preguntó él con un marcado tono burlón.

El perfilado rostro de Alina se arrugó con una expresión de desconcierto.

―¿Qué?

―Voy a revisar el tobillo. ―Caleb se subió los pantalones―. Quería saber cuáles eran mis posibilidades de sobrevivir.

―No vas a...

―Lo miro, lo analizo, determino y me alejo dos metros. Todos ganamos.

―No es necesario, sé que no es grave, y si lo fuera lo sabré mañana.

―¿Por qué no saberlo hoy? Si es grave, tienes la excusa perfecta para no entrar al salón.

Lo meditaba. ¡De verdad lo meditaba! ¿Tanto le desagradaba la idea de estar rodeada de gente y atender a los invitados...?

Comprensible. Caleb habría hecho lo mismo.

―Solo puedes tocar el tobillo. ―Amagó levantarse la falda, pero la dejó caer al instante―. Y no muy fuerte. Soy...mmm... sensible al tacto.

Caleb apartó las ideas inapropiadas de su cabeza y se concentró en el lento ascenso de la falda violeta. El tobillo era lo más inocente que había visto de una mujer, y la misión que tenía con este era mera cuestión de caballerosidad. Su madre lo mataría si supiera que dejó en el desamparo a una mujer herida.

Se agachó con lentitud, buscando su propio balance, y una vez que lo consiguió, deslizó los dedos por la piel suave. ¿O eran medias? No, era piel. Lo supo en cuanto la sintió erizarse y vibrar del nerviosismo. Caleb tragó saliva y echó una mirada a los alrededores, como si temiera que lo fueran a pillar en una travesura. Trazó círculos con el pulgar, presionó con suavidad y le preguntó si le dolía. Su respuesta siempre fue no, pero Caleb no estaba del todo convencido. Al menos, no se le estaba hinchando. Tal vez solo era una mera molestia por la torcedura.

―No parece ser nada ―le dijo sin apartar los dedos.

―Te lo dije.

Su descojonante actitud defensiva le causó un bufido.

―¿Todo esto por huir de mí?

Esta vez fue ella la que bufó. Soltó la falda e intentó dirigirse a las escaleras, pero Caleb la sujetó del tobillo. Dirigió la mirada hacia ella, que se la devolvió con dagas y espadas combinadas brotando del chocolate amargo de su iris.

―¿Qué estás haciendo? ―Caleb cuidó de no apretarla demasiado, solo lo suficiente para que su forcejeo no le permitiera escapar―. ¿Olvidaste con quién estás hablando? ¡Suéltame antes de que haga llamar a la guardia!

―¿No te has dado cuenta con quién hablas tú? ―Caleb esbozó una sonrisa juguetona que la hizo enfadar más―. Crecí rodeado de la guardia. Ya no les tengo miedo.

―¡Estás en mi país, no en el tuyo! ¡Puedo hacer que te arresten!

―Te dejaré ir si admites que eres la mujer que estaba junto a mi apartamento.

Alina dejó de luchar al instante. La diferencia de altura la dotó de un interesante poderío que Caleb encontró ridículamente atractivo. Su mirada se endureció y sus largos brazos se cernieron a ambos lados del cuerpo, acentuando la altivez de su pose. Alina se inclinó lo suficiente para que sus miradas quedaran a centímetros de distancia.

―Me estás confundiendo con otra persona. Si no me sueltas en este instante, haré que la guardia te arreste y nunca vuelvas a pisar mi país.

No era una amenaza que tomar a la ligera, y Caleb lo sabía. Con una sola palabra que le dijera a su padre, el príncipe soberano lo desterraría y lo último que deseaba era causar una crisis diplomática por una ridícula suposición, pese a que estaba convencido de que era ella. Además, no le convenía que lo echaran. Había venido a Mónaco a trabajar en su novela. ¿De verdad hacerla enojar valía tanto riesgo? Así que hizo lo que correspondía como el buen chico que era: soltó su tobillo y se puso de pie. Y se acercó a ella en dos pasos. Y le sonrió. Y luego le guiñó el ojo.

Alina bufó, lo apartó de un empujón en el pecho y descendió las escaleras. Caleb apoyó los brazos cruzados en el barandal y la observó alejarse.

―¡Hasta pronto, princesa!

Decidida a ignorarlo, continuó su camino. Caleb echó una mirada al reloj y consideró la alternativa de seguir el rumbo de las escaleras y escapar de la velada. Al parecer, ya había presionado bastante los botones de la hija del soberano y sospechaba que no iba a poder contenerse si la oportunidad de acercarse a ella y molestarla se le presentaba. Su enfado era entretenido. Y la manera en que abandonaba el nerviosismo y adoptaba una postura altiva, opulenta e intimidante era casi tan distractor como la pronunciación de las erres. No, tal vez esa no era la noche para resolver sus dudas. Tendría que ser para otra ocasión, ya fuera por decisión del destino o porque él mismo lo causara.

Por si no se han dado cuenta, siempre subo dos capítulos el día del estreno, así que aquí lo tienen 🩷

Caleb no sabe lo que le espera con esta chica 🤭

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