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Capítulo 10.

Alina intuyó que algo había sucedido en cuanto dejó de recibir notificaciones en su reloj inteligente.

―¿Cómo lograste organizar este evento en tan poco tiempo? ―Sabine, a su derecha, le preguntó―. No he visto un torneo de tenis tan concurrido.

―Ni tantos miembros de la socialité reunidos en el mismo lugar al aire libre ―añadió Rainier, levemente inclinado hacia adelante para obsequiarle una irritante sonrisa de complacencia. Sabine apoyó la espalda en el respaldo, lo que les dio a los hermanos mayor visibilidad―. Felicitaciones, hermanita.

―No he encontrado la solución a un problema mundial. ―Puso los ojos en blanco―. Solo es un torneo. Me doy por bien servida conque se haya podido realizar. Dejaste un desastre en la fundación.

―Estaba ocupado con otras cosas.

―¿Qué puede ser más importante que cumplir con tu responsabilidad como príncipe heredero?

―Ver a mi hermana resplandecer como la piedra preciosa que es.

―No vas a distraerme con halagos de esa calaña. ―Alina le retiró su atención y observó la corta y comedida celebración. Necesitó mirar la pantalla para saber que Liam había ganado...lo que fuera que hubiese ganado―. Dime que al menos entiendes la importancia de la fundación.

―Por supuesto. ―Rainier la miró por detrás de la cabeza de Sabine, quien bufó antes de echarse hacia adelante. Alina, sin embargo, prefirió no devolverle la mirada―. Es la base del servicio social que conglomera las asociaciones caritativas que atendemos.

―La base del servicio social, como le llamas, está en el servicio mismo. ―Tragó saliva, sorprendida de lo seca que sentía su garganta―. La fundación es un medio para un fin y la dejaste a la deriva por una pelea estúpida con nuestro padre, permitiendo que el pueblo pague por las consecuencias. ¿Sabes hacia qué organización está destinada la recaudación de hoy?

―¿Tienes una idea de cuántas organizaciones están bajo la fundación?

―Sí ―lo empaló con la mirada―. En once días, he aprendido más de la fundación de lo que lo has hecho tú en siete años. ―Puso los ojos en blanco, devolvió la mirada a la cancha y sacudió la cabeza―. Es evidente que la fundación está en mejores manos conmigo.

La suave carcajada de Rainier le arrancó un largo suspiro a Sabine.

―Detesto estar en medio de una pelea de hermanos.

―No estamos peleando ―dijo Alina con una marcada irritación en su voz―. Establezco un argumento válido que Rainier no puede refutar.

―Y yo disfruto de su fuego. Su mirada suelta chispas cuando se enfurece.

―Te odio.

―Te quiero, hermanita.

Alina se distrajo con una inusual interacción en la cancha. Liam, en lugar de celebrar su victoria ―cualquiera que esta fuera―, optó por mirar hacia el costado opuesto a ella, directamente a un lugar específico de las gradas.

Caleb.

De alguna manera, comprendió que eso era lo que había causado el cese de los mensajes. Caleb se veía petrificado, de pie mirando a su amigo, o el que solía serlo, con los ojos vidriosos. Pero entonces notó a alguien más. Catharina, la heredera aparente de Dinamarca, se puso de pie y miró a Caleb con la misma expresión. Por alguna razón, imaginó que Liam también la compartía. Una nube de tensión palpable, como una araña de hilos eléctricos, se extendió sobre sus cabezas.

Caleb se dio la vuelta y abandonó la cancha.

Alina se obligó a mantenerse sentada.

―¿El partido ya terminó? ―soltó la pregunta al aire para que cualquiera de sus acompañantes respondiera.

―No ―dijo Sabine―. Liam Sancton acaba de ganar el primer set.

―¿Y cuántos tiene que ganar? ―Empuñó las manos―. No tuve tiempo de estudiar el sistema de puntos.

―Tres de cinco sets ―respondió Rainier―. El tiempo varía dependiendo de la destreza de los jugadores, y dado el primer set, estos dos nos darán un interesante partido. ¿Por qué?

―Solo preguntaba.

Pero Sabine sospechaba que su repentina inquietud tenía otro detonante, no la curiosidad. Su mirada ladeada se lo dejó saber. El partido continuó poco después y, para sorpresa de los presentes, Liam perdió sin conseguir un solo punto. En el tercero, su leve mejora de desempeño no fue suficiente para ganarle a su contrincante. Alina lo estudió durante un minuto entero. Liam se veía desconcentrado y sus movimientos lentos, como si se le hubiese paralizado la mitad del cuerpo.

―¿Qué diablos le pasará a este chico? ―Rainier apoyó los codos en las rodillas y estudió el juego con los ojos entrecerrados―. Lo he visto jugar mejor en las prácticas que en este partido.

Incluso Alina, que no lo había visto jugar antes, estuvo de acuerdo. El desempeño de Liam durante el primer set fue sorprendente y limpio incluso para una persona como ella que no se familiarizaba con el deporte. Pero ahora era como si otra persona hubiese entrado en su lugar.

La cancha se sumió en murmullos de desasosiego ante el resultado final: Liam perdió tres sets seguidos, dándole la victoria a su adversario. Desapareció durante el despliegue de felicitaciones.

―Pues este no ha sido su mejor juego ―apuntaló Rainier al tiempo que se ponía de pie―. Me pregunto que le habrá sucedido. Su concentración se apagó de momento.

Alina, todavía sentada, puso los ojos en blanco y miró a su hermano de refilón. Incluso si cayera un meteorito en la cancha en ese preciso momento, Rainier ni se daría cuenta. La concentración de Liam se mantuvo intacta hasta que su mirada se cruzó con la de Caleb, lo que comprobó sus sospechas: lo que ocurrió entre ambos debió ser muy serio. Tanto que ni siquiera soportaban cruzarse en un partido.

―El tiempo de la prensa inicia en quince minutos ―le anunció Cécile a su derecha.

―Revisa que todo esté en orden, por favor. No quiero contratiempos.

―Enseguida. ―Se puso de pie con un rápido asentimiento y se alejó obsequiando sonrisas a los presentes.

Pese a saber que debía adoptar la misma postura, Alina encontró una profunda dificultad en sonreír. Por alguna razón, no dejaba de pensar en Caleb y en su expresión al ver a Liam. Le había enviado un mensaje advirtiéndole de su presencia. Entonces... ¿por qué actuó como si acabara de enterarse? Suspiró. De seguro acostumbra a ignorar números desconocidos. Pero ¿qué más podía hacer? Llamarlo habría sido extraño, casi como si se estuviera metiendo en su vida. Su plato ya estaba lleno de responsabilidades y lo que pasara entre ellos estaba fuera de su jurisdicción.

De todos modos, su cabeza volvía a Caleb y la idea de que estuviera pasando por un mal momento, y a solas, le arañó las entrañas. Apretó los dientes e intentó contener el grito de desesperación. No podía abandonar el evento, no cuando aun faltaba la ronda de prensa, las fotografías y la clausura. Echó un vistazo a Rainier, envuelto en una conversación con Sabine sin desmontar la sonrisa de despreocupación de su insípida boca. No comprendía la facilidad con la que se desprendía de sus responsabilidades. Sus padres la ignoraron durante su niñez para prepararlo para este momento, ¿y de qué sirvió? Si era ella la que se volvía loca organizando la actividad, dando la cara y presentándose a las entrevistas.

―¿Alguna vez me dirás qué originó la disputa entre papá y tú?

La pregunta captó la atención de ambos. Sabine se encogió de hombros y prefirió mirar hacia la cancha. La mirada de Rainier, aunque fija en la de ella, era evasiva.

―¿Te parece un buen lugar para hablar de eso?

―Ni siquiera en la privacidad del palacio has dicho una palabra al respecto. ―Alina lo escaneó de pies a cabeza―. Es que no comprendo la facilidad con la que puedes desprenderte de tus obligaciones.

La máscara de despreocupación y ligereza que había llevado hasta entonces cayó a los pies de Rainier. La mirada se le oscureció y una delgada y filosa línea se le formó en los labios. La tensión en sus hombros la hizo tragar saliva.

―No hay nada de fácil en las decisiones que hemos tomado, ¿no es cierto? ―Rainier apretó la mandíbula y tragó en seco―. Quizá no entiendas lo que intento hacer, pero te juro que lo harás. Solo necesito más tiempo.

La voz de su madre retumbó en su cabeza. «Eres la ficha de ajedrez favorita de los dos. Perderás si cedes ante uno de ellos».

De solo recordarlo se le revolcó el estómago.

―¿Me estás usando para revelarte en contra de papá?

Rainier la observó en silencio con los ojos entornados.

―La prensa te está esperando. ―Los hombros de Alina decayeron al notar el regreso de la sonrisa despreocupada de Rainier―. Sabine y yo no nos quedaremos para la foto. Esperaré con ansias ver las tuyas mañana.

Rainier le indicó a Sabine el camino a recorrer con el largo del brazo. Su prima la miró con una disculpa en sus ojos ambarinos que no hizo más que dejarle una sensación punzante y dolorosa en el estómago. Un puñal. Una traición. Sin importar el agravio de la situación, Sabine siempre elegía irse con Rainier. Ambos siempre elegían dejarla sola, así que sola se enfrentó a la presa, a la rueda de entrevistas y a las constantes fotografías con su ensayada sonrisa y, cuando el evento por fin terminó, se dirigió de inmediato a su primera parada de su ruta de escape.

Jósephine fue la primera en notar su presencia al entrar al patio de la residencia. Como era de esperar dada la hora, la encontró acostada en una de las tumbonas junto a la piscina, tomando el sol en su bañador de una pieza. Una pamela y lentes de sol protegían su rostro.

―¡Alina! ―La mujer se puso de pie de inmediato y la recibió en sus brazos bronceados con un fuerte apretón. Alina captó el olor a coco en su pelo cobrizo. Jósephine se quitó las gafas y la miró con sus entusiasmados ojos verdes―. Justo esta mañana me preguntaba cuando vendrías. ¿Quieres algo de comer o de tomar? ―Su mirada se iluminó al toparse con algo, o alguien, detrás de Alina―. Adivina a quien trajimos con el pensamiento.

―¿No es sorprendente el poder de atracción de esta mujer? ―La suave carcajada masculina le arrancó una sonrisa a Alina, quien se dio la vuelta de inmediato para recibir el abrazo de su tío―. Has mejorado un día espléndido solo con tu visita. Ten, mon coeur. ―Le entregó una copa de vino blanco a su esposa antes de pasar el brazo por los hombros de Alina―. ¿Cómo ha ido el evento de hoy?

Alina dejó que su tío la guiara hasta una de las tumbonas y, en cuanto se sentó, les contó con lujo de detalles. La pareja compartió una tumbona mientras escuchaba el relato, y Alina se distrajo una que otra vez con el aire de complicidad que circulaba alrededor de ambos. Jósephine y Raphael conformaban un matrimonio feliz. Bastaba con ver la manera en que se miraban o como se apretaban las manos cuando pensaban que nadie los miraba. La sonrisa que nunca abandonaba los labios de Jósephine. La manera en que los músculos de Raphael se destensaban con su cercanía. O como se buscaban con la mirada ante la mínima distancia, así fuera al levantarse y agarrar la pamela que la repentina ráfaga se llevara volando.

Sus tíos eran lo opuesto al matrimonio de sus padres.

―¿Qué auto prefieres llevarte hoy? ―preguntó Raphael de repente, lo que la hizo sentirse culpable. Sus tíos eran los responsables de que ni su padre ni la prensa supieran del apartamento. Raphael le permitía llevarse uno de los autos de su colección privada y, protegida por el cristal polarizado, entraba al garaje sin ser vista.

―Yo te daría el Rolls-Royce. ―Jósephine cruzó las piernas bronceadas y bebió de la copa con lentos sorbos―. Espero que alguien te haya dicho lo guapa que te ves hoy. ―La calidez de su sonrisa le arrancó una a Alina, pero la cándida expresión de su tía se tensó de repente―. Es ridículo. De haber sabido que Reynard no asistiría, nos habríamos presentado en el torneo. Debimos hacerlo de todos modos. ―Miró a su esposo con evidente descontento.

Raphael se encogió de hombros, y, de pronto, su semblante envejeció diez años.

―No es que queramos acentuar la fragmentación de la familia, pero pensamos que podría incomodarte llevar la rencilla a un evento por el que trabajaste tanto. ¿Segura que no quieres nada de tomar? ―Raphael le mostró la copa y Alina negó con la cabeza―. La tensión entre nosotros ha aumentado desde la cena y lo último que quiero es complicarlo más. Lo siento, Lina ―el descenso de su voz le causó un nudo en la garganta.

―No pasa nada. ―Pestañeó con pesadez. El sol reflejado en el agua la cegó―. Estoy contenta porque la actividad se llevó a cabo sin contratiempos. ―Presionó las manos en el borde de la tumbona y estiró las piernas―. Veo que interrumpí el día de piscina.

―¡Oh! ―Los hombros de Jósephine se relajaron ante el cambio de tema―. Le dije a Raphael que, si no aprovechábamos la piscina hoy, le pediré el divorcio.

―Una advertencia que nunca falla. ―Raphael levantó la copa y brindó al aire antes de dar un sorbo.

Alina se unió a la carcajada de su tía.

―Aún tengo uno de tus bañadores guardados. ¿Por qué no vas a cambiarte y te unes a nosotros?

―Quizá otro día. ―Con un gemido perezoso, Alina se levantó y estiró los brazos por encima de la cabeza―. Si no te molesta, tomaré el Rolls-Royce.

―Esa es mi chica. ―Jósephine se puso de pie y le rodeó los hombros con el brazo derecho―. Te dejamos un obsequio en la cajuela.

―Es para Tuva Grönberg. ―Raphael le guiñó el ojo―. Ya la echábamos de menos.

Alina frunció el ceño, ocultando la sonrisa, justo antes de lanzarse a los brazos de su tío y darle un abrazo que Raphael no tardó en devolverle.

―Lo que sea estoy segura de que le encantará.

―Tengo la sensación de que no te volveremos a ver en mucho tiempo en cuanto veas lo que es.

―Basta. ―Besó la mejilla de Jósephine. Raphael la atrapó en otro abrazo―. Ahora necesito llegar al apartamento cuanto antes.

―Ten. ―Raphael sacó la llave inteligente negra y se la entregó a Alina―. Maneja con cuidado.

―Siempre.

Alina, que se conocía la casa de memoria, se despidió con una entusiasmada sacudida de la mano y se marchó al apartamento.

En cuanto la puerta de garaje se cerró con ella dentro de la propiedad, bajó del auto y abrió el maletero. Alina achicó los ojos y observó el maletín plateado amarrado con una cinta roja y un muño. Mientras se preguntaba que podría haber adentro, recorrió el maletín hasta encontrar una agarradera. Lo sacó del maletero y tanteó su peso. No era liviano, pero tampoco lo suficientemente pesado para que no pudiera cargarlo con una mano.

Cerró la puerta del maletero y subió las escaleras voladizas. El interior del apartamento se mantenía a oscuras gracias a las cortinas grises. Inspiró el olor a lavanda del aromatizante en aerosol que dejó instalado en su última visita. Pero necesitaba un toque adicional, una brisa marina que acompañara el aroma relajante y refrescara el interior. Dejó el maletín sobre la mesa de vidrio del comedor, que colindaba con el sofá en ele y la mesa cuadrada de la sala, y movió las cortinas. El calor reflector la golpeó en las mejillas, y ni siquiera había deslizado la puerta corrediza que daba a la terraza. El bramido del viento y las olas chocando en la bahía le sacudieron el pelo y no pudo evitar inspirar el calor y la salinidad del agua.

Decidida a no desperdiciar el día tan espléndido, salió a la terraza y activó la bomba del filtro del calentador de la piscina. Con un asentimiento, regresó al apartamento y avanzó directo a la habitación que usaba como dormitorio. No era usual que se quedara a dormir ―pasar la noche fuera de palacio atraería la indeseada atención de su padre o de cualquier ojo curioso―, pero de vez en cuando se desbordaba tanto en los dibujos que la noche, e incluso la madrugada, le caía encima y prefería pasar la noche allí y atajar la situación con una excusa creíble. Nunca usaba la carta de estar con un hombre: era una mentira fácil de desmentir y, además, no tenía citas casuales. No por falta de interés, simplemente no estaba hecha para las relaciones casuales. El compromiso y la lealtad eran dos factores que demandaba en una relación.

Mientras abría uno de los compartimientos de la cómoda blanca y elegía uno de los bañadores, dejó escapar una carcajada seca y sin humor. ¿No era irónico que en su cabeza existiera una lista de requisitos para una pareja que en más de una ocasión dudaba que pudiera existir? Por fortuna, no sentía la necesidad de añadir ese estresor a su vida. Pero entonces pensaba en sus tíos: un príncipe que se antepuso a su propio hermano para casarse con la mujer que amaba, que prefirió adoptar a escoger una mujer fértil y que, a pesar de los años, la miraba con tanto amor que Alina se sentía insignificante. Alina nunca sintió un amor así y, joder, era justamente lo que deseaba. Quería enamorarse, pero no sentir las mariposas. Quería una estampida o un tanque de tiburones. Que se le hiciera un nudo en la garganta y su cuerpo no pudiera contener las emociones. Que la piel le volviera a la vida solo con tenerlo cerca. Sentir un cosquilleo en cada fibra sensible. Quería sentir. Vivir. Echó la cabeza hacia atrás y gimió. Supuso que estaba hambrienta de afecto y atención. Patético.

Alina agarró el traje de baño de dos piezas, lo arrojó sobre el edredón blanco de la cama y se deshizo de los tacones y el vestido con lentitud. No tenía prisa: ya había decidido que se tomaría el resto del día libre. Luego de una rápida ducha, se puso el bikini de cintura alta y el top de cuello halter. Aprobó su selección al pararse frente al gran espejo de la esquina. El color verde musgo de las prendas acentuaba el bronceado de su piel y, debía admitir, quedaba de maravilla con el pelo rubio suelto y los ojos marrones. Por alguna razón, la hacía sentirse como otra persona, no la comedida y recatada princesa de Mónaco.

―Adiós, princesa. ―Se despidió de su reflejo y, a medio pasillo, se echó a reír―. Estoy perdiendo la puta cabeza.

No estaba del todo equivocada. Demasiadas cosas habían sucedido en las últimas semanas. Rainier, Caleb, la desastrosa cena, ella contándole a su desesperante vecino sobre el cáncer, la fundación y las mil quinientas actividades en pausa... Y ni una sola vez había podido tomar un respiro y dibujar. O ir a nadar y... ¡Mierda! Echaba de menos ambas cosas. No pasaba nada si nadaba un poco y luego se acostaba en la tumbona a dibujar, ¿no?

Con eso en mente, caminó descalza hacia la terraza.

Gente hermosa, en un ratito más aparezco con el 11 porque este lo sentí cortito 🫶🏼

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