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Capítulo 2

Suni Firelips pisa a propósito cada hoja seca que ve en la azotea. Las luces de la ciudad se reflejan en el vidrio y el acero del edificio abandonado, como un eco de la vida que una vez floreció allí. Con un resoplido, comprueba que es la primera en llegar y deja su mochila deportiva sobre un banco de metal lleno de polvo y hojas marchitas.

Suni inicia sus estiramientos en la oscuridad. Las mallas son como una segunda piel y la camiseta sin mangas se ajusta a sus curvas como un vestido corto. Su cuerpo delgado se flexiona creando sombras retorcidas. Lleva la gorra de napeo torcida, que en realidad es un casco de seguridad.

La puerta de la azotea se abre con un chasquido.

—Tu hermana necesita reseteo, tía; casarse con un desconocido es de siglos pasados.

Suni apenas se sobresalta con la potente voz de su amiga Tula, que irrumpe como un torbellino de luces violetas que se desprenden de su brazo biónico. Lo lleva al descubierto, al contrario que su brazo de carne que siempre está tapado con mangas, guantes largos o ambos. Su piel cobriza destella bajo esas luces.

—¿Tan mal de dinero andáis? Eso es como venderse.

La pregunta es un mazazo en el estómago de Suni, pero lo disimula encorvándose como una serpiente. Suni sabe que su padre está en una espiral descendente desde que mamá murió. Juegos, apuestas, deudas. Mare no pierde oportunidad de echarle en cara ser la única responsable de la familia. «¡Si hago esto es porque no hay otra salida! ¡Perderemos la casa!». Suni preferiría vender la casa y mudarse a un piso antes que aceptar un matrimonio concertado con un delka.

—Galáctica entrada, Tula, casi preferiría seguir sola —resopla Suni incorporándose.

—No me culpes a mí, —Tula deja su mochila de napeo junto a la de Suni, sus rizos negros bailan en su cara redonda, algunos incluso cubren sus pequeños ojos rasgados—, culpa a tu hermana de estar loca. Y a tu padre por no darle el tratamiento adecuado.

Suni continúa sus estiramientos para controlar el fuego que sube de su estómago a su pecho cada vez que piensa en la decisión de su hermana, y en el beneplácito de su padre.

—Un ílgaro —chasquea la lengua Tula—. ¿Qué tienen de interesantes? Todos son pálidos, rubios con ojos grandes y claros. Muy altos, muy anchos. No sé cómo se distinguen los unos de los otros.

—Su país es peor —gruñe Suni.

—Biónico, sí. Está lleno de montañas heladas y montañas volcánicas. Si no mueres quemado mueres helado. Me daría pánico vivir allí.

—Me refería a su cultura arcaica, ¡creen todavía en los mitos de los dragones! Incluso que su magia hace que Andilia sea invisible para el resto del mundo.

—Bueno... hay ioras que también creen eso —masculla Tula un poco azorada.

—Tus tíos no cuentan, ellos no nacieron aquí.

Ioral está dividida en seis islotes, cada uno de ellos es una ciudad, y están protegidos por los picos de fuego. Ilgarar es el país más cercano al que se puede llegar por mar, y todo lo que Suni sabe de ellos la hace agradecer el aislamiento. Ioral es la cúspide tecnológica de toda Andilia ¿qué puede ofrecer el resto aparte de supersticiones y mitos?

—Venga, suéltalo: ¿es por dinero? —insiste Tula.

—Mare dice que su gracia será más valorada allí —responde con sequedad moviendo en círculos sus tobillos.

Es cierto que su hermana también se siente tentada en ese aspecto. A diferencia de Suni, Mare tiene una gracia de sanación muy débil. En Blazh tendrá problemas para conseguir un sueldo aceptable, ni qué decir alto. Problema que en Ilgarar desaparece porque, bueno, no tendrá que trabajar.

—¡Disparates a lo grande! —bufa Tula abriendo su mochila de napeo.

—¿Como tu decisión de napear con la rodilla floja? —contraataca Suni—. No deberías haber venido.

—Si voy a sustituirte los días que estés en ese país primitivo hasta que tu hermana se case, tendré que entrenar.

Algo en el cielo capta la atención de Suni. Ambas se giran hacia las luces que forman unas alas que parecen joyas brillantes suspendidas en el aire. Esas alas metálicas están tan ligadas a la identidad de Suni como el chico que vuela sobre ellas.

—Hablando de mi futura pesadilla... —suspira Tula.

—Maiq no es una pesadilla, solo se toma el napeo en serio.

—Por supuesto, tú siempre lo defenderás.

—No te vuelves profesional entrenando como aficionado.

Maiq se mueve con gracia en el aire, sus pies expertos guían el napa a través del oscuro lienzo nocturno con la destreza de quién lleva años volando. El napeo es el deporte favorito de los iora más jóvenes. Consiste en volar sobre un napa —una superficie ovalada, plana y táctil donde colocar los pies, rodeada por unas alas metálicas— y esquivar obstáculos en el aire.

—Nunca pierde ocasión de lucirse —masculla Tula.

—La envidia te vuelve amarga.

—¿Me explicas por qué rompisteis? Una novia lo defendería menos.

Suni le dirige su mirada más acerada. Tula sabe de sobra porqué no funcionaron como pareja. Esa relación les perjudicó como napeadores, y también como amigos. Por no añadir que el sexo con él era... incómodo, torpe. Tal vez eso solo se debiera a la falta de experiencia de ambos.

—Quizá deberíais retomarlo —insiste Tula—. Han pasado cuatro meses y os adoráis.

—Solo porque ya no somos pareja. Además ahora me gusta Takiro.

—Puaj, Takiro, el cantante más empalagoso de Blazh. Lo que me recuerda, ¿cuándo piensas decirle a Maiq que estás saliendo con otro?

—Antes de irme —masculla con un nudo en la garganta.

—Muy buena esa, Suni: desaparecer justo después de la explosión —ríe Tula.

Maiq alcanza la azotea y desciende con un giro teatral, generando un viento que obliga a las hojas secas a bailar en círculos. Salta del napa a medio metro y las luces de sus alas se atenúan mientras desciende despacio hasta tocar el suelo.

Suni recibe a Maiq con la misma sonrisa de suficiencia que él le dirige, golpea su hombro con afecto e inspira la frescura de la menta y el limón que ella misma eligió para él. Maiq es media cabeza más alto, muy esbelto y fibroso.

—Napeadora —saluda con cariño.

También es el chico con el vestuario más reducido que conoce. Siempre lleva ropa para napear: pantalones elásticos, camiseta ajustada, napis: el calzado que permite manejar el napa con los pies. Y la gorra de napeo, que es un casco de seguridad, vuelto hacia atrás para sujetar su pelo mechado de negro y blanco.

—Tula —suspira Maiq—. Vamos a reunirnos con los chicos en la otra punta de la ciudad. ¿Crees que podrás apagar tu majestuoso brazo y evitar a los vigías esta vez?

Tula escupe un par de palabrotas antes de recordarle que solo la pillaron en dos ocasiones.

—Una más y te expulsarán del naparrou por un mes. Un mes. Adiós a la competición de la Diosa de Fuego, ¿comprendes el desastre?

Napear fuera de los lugares habilitados para ello está prohibido en Blazh. Lo peor es que esos lugares son demasiado restrictivos, salvo el naparrou que es donde entrenan, pero cierra por la noche. Por eso, si quieren napear a sus anchas, deben ser creativos y muy esquivos con los drones vigías.

—Corta el sermón, Maiq —ordena Suni—, lo sabe.

Suni siente vibrar el braz holográfico que lleva en la muñeca. El holograma de su padre aparece brillante en la oscuridad. El fuego vuelve a estallar en su interior hasta alcanzar su garganta. Maiq clava sus oscuros ojos en ella, interrogante.

—Quiere que vaya a casa temprano —dice Suni, sombría—: hoy llega el delka.

—Napeemos ya. —Es de las frases más empleadas por Maiq en su día a día.

Suni saca su napa de la mochila, lo acciona, y acaricia las suaves alas plateadas que brillan con luces turquesas. Se coloca los napis, tan finos y elásticos que se amoldan a sus pies como una segunda piel. Cuando sube al napa, siente paz, siente seguridad, algo que en su casa hace mucho que no experimenta.

Alzar el vuelo es lo más excitante. El zumbido del napa en sus pies, el viento acariciando sus oídos, la sensación de ingravidez. Abandona la azotea en un vuelo suave. 

Las calles parecen serpientes de neón, los edificios brillan como faros urbanos. Suni aumenta la velocidad hasta que Blazh se convierte en un manchurrón de luces en la oscuridad. Percibe la risa de Maiq muy próxima y un grito de Tula en la distancia. Suni ignora todo hasta que su braz vibra y pita en alerta.

Drones vigías. En la pantalla holográfica aparece dónde están situados.

—¡Vigías! —grita Suni alzando su braz.

Invirtió buena parte de lo que ganó en la última competición en la mejor versión de la aplicación detecta vigías, y no se ha arrepentido.

—¡Al ático! —ordena Maiq.

En los tejados de Blazh hay muchos rincones abandonados que sirven a napeadores poco dados a cumplir las normas cívicas. El ático es uno de ellos.

Los vigías aparecen como luciérnagas metálicas en la distancia. Suni y sus amigos se sincronizan en una coreografía aérea tomando distancia con los drones. Los edificios altos, como gigantes de acero y cristal, les sirven de escudo. Hasta que un vigía se aproxima demasiado a Tula.

Tula, que tiene la rodilla fastidiada. Tula, que una pillada más la mantendrá fuera de los entrenamientos. Suni piensa en una estupidez, a lo largo del día se le ocurren muchas, la diferencia es que esta la lleva a cabo.

«Si sale mal mi padre querrá matarme, y entonces los dos nos sentiremos igual con respecto al otro», piensa, mientras gira hacia los drones.

***

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