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V


Aracer era una niña fuerte, una niña valiente, pero no dejaba de ser eso: una niña. Y sus lágrimas no dejaban de salir. Había salido corriendo escalinata arriba, dirección al templo, y allá donde corriese, ojos desconocidos la miraban. Con lástima, con preocupación, con miedo. Quería huir de esas miradas que la hacían sentir como una víctima más de todo el caos y se adentró más en los oscuros túneles, donde las nuevas estructuras del templo dejaban paso a unas más viejas, muchas de ellas recubiertas de un polvo blanquecino, con miles de años de antigüedad. Aquella zona ya no era tan conocida por las doncellas del templo. Y por Arecer tampoco. Sólo su señora madre se conocía aquella inmensa cueva como la palma de su mano, fruto de haberla recorrido incontables veces. Pero por alguna extraña razón, siempre elegía sin mirar el camino correcto tras una bifurcación, como si alguien ya hubiese estado allí y le indicase el camino hacia algún sitio.

Cuando Aracer se cansó de correr pero no de llorar, se vio perdida en las profundidades del monte y, sin antorcha ni lámpara de aceite, podía ver con claridad. El camino que había tomado se ensanchó, formando una especie de claro; no llegaba la luz natural, pero el lugar estaba suficientemente iluminado. Las paredes tenían el mismo polvo blanquecino de las estructuras viejas de antes, pero en mayor cantidad. La niña iba palpando la pared para guiarse y debido al polvo se le había quedado la mano blanca. Un olor húmedo, mohoso pero algo dulce le hizo apartar la tristeza que sentía de su consciencia durante unos momentos. Era la primera vez que se estaba en ese lugar.


«Este lugar es... raro», comentó para sí misma.


Las paredes de esa cueva tenían pequeñas grietas naturales, rellenas de polvo compactado y pequeñas rocas de gamas frías. Azules, verdes y blanquecinos minerales decoraban los costados. Algunos hongos crecían en las partes bajas de ese extraño claro, y se reunían especialmente en unos bultos que había, ridículamente ordenados, como si alguien los hubiese colocado ahí, siguiendo un círculo que rodeaba una pequeña laguna interior.


«¿Una laguna aquí en medio?», pensaba intrigada.


Kirsse era un territorio donde abundaban cuevas y cavidades acuosas, pero esa laguna era muy extraña. No sólo por la tenue luz verde-azulada que emitía, sino porque la cueva, a pesar de ser húmeda, no tenía más charcas, tampoco ni un solo espeleotema, de ningún tipo. Como si las formaciones naturales creadas por el agua a través del tiempo hubiesen sido eliminadas. No, un momento... había uno. En el centro de la laguna había una especie de islote formado por la acumulación de cal.

Aracer prestó más atención. Delante del islote había un pequeño remolino acuático, cada vez más débil. Entonces recordó lo que la extrañeza del lugar le había hecho olvidar.


—¿Hermana? —llamó al aire—. ¿Estás aquí todavía?


La respuesta fue su propia respiración entrecortada. La pequeña volvió a tener los ojos llorosos. Se frotó con las manos para intentar dejar de llorar, volviendo a olvidar que las tenía recubiertas de polvo. Éste le entró en los ojos y comenzaron a irritársele.

Se dirigió a la laguna para lavarse, pero engañada por el falso suelo calcáreo que rodeaba a ésta, se hundió en un agua muy fría. El brusco cambio de temperatura le provocó un leve mareo y los oídos comenzaron a pitarle. Sentía un hormigueo en los pies, luego frío y, antes de perder el conocimiento, le pareció ver una figura pálida. ¿Su hermana tal vez? Nunca lo supo.


«¡Ayuda!». Fue su último pensamiento.


***


«¡Lárguese!»


Su mente no paraba de recordar las escalofriantes palabras de la gran sacerdotisa. Bajaba las espaleras con lentitud, sin saber que hacer ahora. No había conseguido nada, es más, había perdido todo aquello que consideraba importante, porque el título de rey era algo vacío para él.

Se detuvo y decidió arrancar una de las garras metálicas. Le costó tanto arrancar una sola que acabó rodando peldaños abajo, pero no le importó el golpe que se dio. No le dolía tanto. La brutalidad con la que habían sido clavadas era espantosa. Miró aterrado el metal y observó su rostro infantil, con la nariz roja de llorar y el ceño fruncido. Decidió que las conservaría todo el camino y al llegar quizá se hiciese una corona con ellas. Una triste corona gris, sin joyas ni sedas que la decorasen.

Cuando el niño llegó a la base de la escalinata, aún lloraba en silencio. No quería que la mujer de alto estatus le viese como alguien débil. Si se tuviesen que reencontrar en el futuro, sería como los líderes de dos países.

Al llegar abajo y reunirse con el impoluto cadáver, se agachó a su lado para contemplarlo por última vez. El hombre tumbado parecía estar en un profundo y pacífico sueño. El niño acarició las manos que reposaban en los costados.


—Están tan frías... —decía en susurro para sí mismo, para quitarse una parte de toda esa angustia que sentía. Un frío incómodo que le molestaba incluso a él. Quería decir más cosas, pero las lágrimas no paraban de salir—. Maestro, allá donde estéis... por favor... perdonadme —suplicó por un perdón que nunca le llegaría.


Colocó sus ásperas manos sobre su pecho, con los dedos entrecruzados. Se hundió en el llanto, ahora sin ocultarlo. Nunca más sentiría la palma de esa mano acariciarle la cabeza, ni escucharía las orgullosas palabras que le animaban a seguir entrenando para convertirse en alguien fuerte algún día. Nunca más le vería fruncir el ceño al llamarle la atención cuando hacía algo mal. Tampoco le oiría decir su nombre, no el oficial de la corte, sino el privado. «Sine», decía una áspera voz en las profundidades de su memoria. Pero lo peor aún estaba por llegar.


«¿Qué le diré a Kir cuando me reúna con él?». Estaba tan triste por la pérdida, pero la preocupación que crecía en su pecho le estaba engullendo.


***


Actuó sin pensar, fue algo instintivo. Pensaba que no lo lograría, pero allí estaba esa enorme silueta cubierta de escudos de acero y espinas de plomo natural. Mientras su maestro se hallaba concentrado en quebrar las defensas del templo intentando en vano recuperar lo que le pertenecía a su reino por derecho, Sine observaba desde lo más alto, las nubes de hollín cubrían su alargada silueta. No prestó atención a su alrededor, al igual que no prestó atención a la pareja de niñas que se refugiaba en lo alto de la entrada al templo. Tampoco veía a la mujer que se protegía en vano de un ser que rasgaba el aire. El escudo finalmente se rompió a costa de las garras de metal de la bestia, que se rompieron tras atravesar la defensa, éstas acabaron por atravesar un cuerpo que se disolvió en el aire entre pétalos y sangre.

Sus ojos miraron una silueta tan familiar pero tan desconocida en ese momento. Ese ya no era su maestro. Rugió desde lo alto, como si le llamase por el nombre entre gritos de dolor. Salió de su escondite y al momento en el que el otro se giró él le robó el calor de su cuerpo, entregándole frío. El más grande de los dos se rasgó en varias partes de su cuerpo ante el repentino cambio de temperatura. Inmovilizado, lo siguiente fue tarea fácil. Pero algo le molestaba, aquel quien era el segundo más fuerte del reino no sería detenido por una inmovilización tan débil. El ahora enemigo le miró fijamente a los ojos, gruñía, pero no hizo nada por librarse. Simplemente alzó la cabeza. Y así el más pequeño le rasgó la garganta.

Cuando vio lo que había hecho, ya era tarde. Tarde para convencer, tarde para intentar ayudar, tarde para disculpas. Era el momento de lamentarse.


«¿Por qué? ¿Por qué no te has defendido? ¿Por qué me has dejado? ¿Aún conservabas parte de tu personalidad?»


Gruñó exhausto, mirando a su vendido oponente en su último aliento de vida. La sangre salía a borbotones y sin embargo seguía vivo. El cuerpo volvió a una forma híbrida y miró a su alumno, sonrió en una última súplica. Sine no quiso alargar más el sufrimiento y tras la caída, el propio peso muerto, el de su armadura natural y su último favor acabó por partir la columna en dos. Un ruido sonoro que le hizo girarse para no ver el final.


«Cobarde, eso es lo que soy», se dijo a sí mismo. Temblaba, pero no de miedo.


Un olor le hizo volver a girarse, tras ver que el fuego del exterior entraba en los dominios sagrados, pues ya no había defensa alguna que parase el avance del fuego. Y su maestro fue atrapado por las lenguas anaranjadas.


***


El padre de su único amigo, quién también fue una figura paterna para el mismo, estaba muerto, y él había sido el responsable de su muerte. Esa era la verdad. Ahora ambos habían quedado huérfanos a temprana edad y pertenecer a la realeza no les salvaría de las garras de aquellos que desean el poder. Su amigo estaba en peligro. Pero el viaje de retorno era largo, temía que cuando llegase, ya fuere tarde.

El viaje de regreso sería con viento en contra y ya no tendría las mismas fuerzas. Si había tardado meses con favorables condiciones, la vuelta sería un par de años mínimo. ¿Cambiaría mucho? ¿Le reconocerían al volver?

Minutos después, cuando se hallaba un poco más calmado, levantó el rostro. Una fina capa de escarcha cubría las manos. Sus lágrimas habían empapado parte del traje y se habían congelado. Entonces se le ocurrió una manera de conservar un poco más el cuerpo. Seguramente fuese en vano, pero sabiendo que no tendría una sepultura digna, preferiría entregarle los huesos a su amigo antes que permitir que otros seres se comiesen el cadáver.

Primero necesitaba agua y para ello debía concentrarse, apartar los tristes pensamientos, al menos de momento. Había manejado antes el agua con bastante éxito, pero nunca antes lo había hecho con tanta cantidad.

Tomó aire y cerró sus dispares ojos. Luego exhaló lentamente. Y así un par de veces más. Al abrir sus ojos, habían cambiado de color y de forma. Su ojo izquierdo, de un cálido color tan oscuro que parecía casi negro, había obtenido una tonalidad similar al del mar del sur, un profundo e intenso azul. Su ojo derecho, de tonalidad clara, ahora tenía el color de las cimas nevadas de las montañas occidentales de Kirsse en días de aguacero.

Inspiró profundamente y luego soltó el aire por la boca, lentamente y durante unos segundos. Su aliento húmedo comenzó a rodear el cuerpo y sublimó al contacto con éste. Inspiró y echó su aliento unas cuantas veces más, hasta que el cuerpo quedó cubierto de pies a cabeza por escarcha.

Tal acción le había dejado cansado, no estaba acostumbrado a usar tanto su aliento. Un adulto podía durar minutos, él apenas unos segundos; y sólo salía vapor, le costaba concentrarla para que saliera agua pura en el estado en el que se encontraba. Tenía que aprender tanto, pero ya no tenía a nadie que le enseñara.


—¡Ayuda! —le dijo alguien en la lejanía. Cuando se giró hacia el templo no había nadie.


Alzó una ceja intentando comprender que había escuchado. ¿Se lo habría imaginado? Se giró de nuevo hacia su maestro.


«¡Ayuda!».


Otra vez. No era su imaginación, alguien le llamaba. Entonces vio algo en la escarcha. Como si el agua congelada le mostrase algo. Lágrimas y burbujas, un rostro pálido y... la niña con la que se peleó hará un rato. Se estaba ahogando.

Se levantó y corrió escaleras arriba. La gran sacerdotisa se hallaba curando heridas a los refugiados.


—¿Aún sigue aquí? —le preguntó la mujer con evidente enfado y sorpresa.


—¡La chica! —dijo intentando recuperar el aliento.


—¿Qué chica? ¿Aracer? —preguntó sin comprender.


—Está en peligro, lo vi —exclamó mostrando una sincera preocupación.


—Sois muy obstinado, Arac se encuentra en sus aposentos —comentó con seguridad—. Deje de insistir en intentar obtener información. Ninguna palabra saldrá de los aquí presentes, ni de la mía.


—Pero... lo vi. ¡Se está ahogando!


La mujer de rojo le miró con duda tras tanta insistencia.


—¿Ahogándose? —El niño afirmó con la cabeza. «El futuro de su reino no es seguro con un niño en el trono», pensó. Le miró a los ojos, que aunque azulados seguían dispares. Y lo vio. Entendió a qué se refería.


—¡Doncellas! —llamó a las acólitas más cercanas—. Continuad con vuestras labores pase lo que pase. Y vigilen a ése... a su majestad —se corrigió a último momento. El niño le hizo perder los estribos.


El niño no pensaba quedarse quieto. Entre el jaleo ya se había escabullido.


—¡Su santidad, él no está aquí!


—¿Qué? —Cuando se quiso dar cuenta, una pequeña figura se adentraba en las profundidades del monte. «Mocoso malcriado», pensó con rabia.


Nadie podía ir a ese lugar. Si descubría algo sería su fin. ¿Y qué hacia Aracer en ese lugar? Seguramente buscando a su hermana. Si salía con vida de ahí, le daría un escarmiento que no olvidaría nunca.

Sine por su parte corrió sin pensar demasiado, buscaba un olor característico entre la sangre y suciedad de los presentes. Éstos por su parte se alejaban de su camino, asustados de la presencia de uno de los suyos.


—Ni que fuese estiércol, sucios humanos —murmuraba enfadado. No entendía la política de Kirsse de cuidarlos. Más que ganado son mascotas y los muy idiotas no se dan cuenta.


Cuando notó que la infraestructura cambió, dejó de correr. No sabía hacia dónde ir.


—Si me volvéis a desobedecer —dijo una repentina y siniestra voz tras él—, os juro que cerraré las fronteras que dan a Körv.


—¿Os vais a molestar en sacarme mientras la chica corre peligro? —La mujer frunció el ceño. La verdad es que imponía mucho y la prepotencia de Sine se quedó en nada. Tuvo que apartar la mirada. No sabía que era, pero algo en esa mujer le molestaba.


—Seguidme —ordenó con frialdad.


A paso ligero ambos llegaron a un lugar muy oculto en las profundidades del monte.


—Éste es el nacimiento del gran Inire1 Iyune —comentaba la mujer señalando las calmadas aguas. Ya no habían burbujas—. Ésta es agua sagrada para Kirsse, usted no debería estar aquí. —Estaba intranquila, no sabía qué hacer. «Y si la princesa no fuese su prometida, yo ya...». Mientras pensaba, el sonido del agua le hizo volver a la realidad.


Sine se sumergió en las gélidas aguas, sin esperar nada de la mujer que no se preocupaba de la persona que se hallaba dentro.


«¿Qué clase de mujer es que no se preocupa por la vida de una de sus acólitas?», pensaba mientras buceaba. Se dirigía hacia el fondo pues supuso que allí estaría la niña que aguantaba la respiración. «Esa niña la trataba con tanto respeto y sin embargo, la mujer se quedaba de pie presentándome el rio. ¿Ésa es la gran sacerdotisa? Menuda estafa».


Mostraba enfado. Pero sus pensamientos se congelaron al cabo de los minutos. ¿Cómo es que no llegaba hacia la niña? Se preguntaba de cuánta profundidad sería la laguna. Se esforzaba en seguir hacia abajo, pero una fuerza le llevaba hacia arriba. Veía a la niña, pero no la alcanzaba. Temía que también hubiese llegado tarde.


«No te rindas», decía para sí, como si su voz fuese a alcanzar a la niña.


Repentinamente ésta abrió los ojos y alargó una mano. El ahora rey se asustó, los iris se veían de un color tan claro que era anormal, además de verse vacíos. Una leve sonrisa en el rostro de la niña le provocó escalofríos. Raro, él nunca tenía escalofríos, pero no le dio más vueltas. Tenía que salvarla. No. No tenía, no era su deber, no era su súbdita. Simplemente quería salvarla. De alguna manera pensó que no merecía un final así, ella era una víctima, no una culpable.

Al salir a la superficie con la niña, vio a la sacerdotisa. Ésta seguía donde estaba, mostraba una aparente preocupación pero no pareciese que iba dirigida a la niña.


—No respira —mencionó con voz seca.


—Lo hará —respondió el rey tras comprobar si su corazón aún latía.


El pequeño puso la mano en el pecho de la niña, que previamente había dejado en el suelo de la cueva, boca arriba. Se concentró una vez más. Crear agua de la nada era complicado, manejarla no lo era tanto. Abrió la palma de la mano, la giró sobre el pecho y con rapidez la movió hacia la boca. La niña comenzó a vomitar agua casi al instante, mientras tosía por coger aire. En niño se apartó para darle espacio. Se escurría el agua de la ropa pero se detuvo tras escuchar las palabras que la niña dijo a la mujer.


—¿Madre? —preguntó la niña con voz débil.


Sine abrió mucho los ojos pero volvió a lo suyo como si no hubiese escuchado nada. La sacerdotisa estaba aterrorizada. Se preguntaba si el niño habría escuchado esas palabras. No lo sabía, pero por precaución lo empujó de nuevo a la laguna. Sabía que no se ahogaría, pero ganaría tiempo para avisar a las acólitas. Salió corriendo con Aracer en brazos.

El pequeño rey no se sorprendió con el ataque. Esperó un momento en el agua, calmándose antes de cometer un acto que dejaría su reino en la completa destrucción. Respiró esa agua que la sacerdotisa había llamado sagrada, pero para él sólo era agua normal; un poco salada, algo ácida tal vez, pero agua a fin de cuentas. La lamió para saborearla mejor y sonrió al no equivocarse.

Nadaba hacia la superficie con parsimonia cuando notó algo en el pie, como si le sujetasen el tobillo. Se giró para ver que era, pero no vio nada, sólo agua. Nadó más deprisa, algo atemorizado, quizá lo de sagrada venía por alguna clase de poder sobrenatural que no quería comprobar en carne propia.

Al salir fuera, las ondas en la laguna se movían con extraña lentitud. Entre onda y onda una figura ovalada y pálida se mostraba. Sine se fijó más: era un rostro. El rostro pálido se conservaba bastante bien, tenía los ojos cerrados pero las comisuras de los labios ligeramente inclinadas mostraban una sonrisa amable.


—¿Pero qué...? —Se frotó los ojos con los puños y volvió a mirar la laguna. Ya no había nada. Tragó saliva y se fue corriendo por donde había ido la sacerdotisa.


Seguir el rastro de olor de esa mujer era fácil. La mayoría de doncellas kirss tenían un agradable olor dulce. El de la sacerdotisa, además de dulce era penetrante. Casi podría decirse que intoxicaba, como un veneno lento.

Al llegar a la zona donde se hallaban los refugiados, todos le miraban preocupados. Algunas sacerdotisas habían cogido armas para detenerle, pero no fue suficiente. Sería un niño, pero era un niño fuerte, el único bicromo nacido en doscientos años. No abusó de su fuerza, no atacó, se dedicó a esquivar y seguir adelante.

Cuando llegó a la entrada, Aracer ya estaba allí, bien despierta pero con evidente horror en la mirada. La sacerdotisa no estaba por ningún lado. Continuó caminando y las puertas del templo se cerraron tras de sí. La sacerdotisa miraba hacia abajo desde un balcón superior. No había expresión alguna en su rostro.


—Vámonos —musitó la niña. Cogió la mano del rey y se lo llevó hacia la escalinata.


—¿No estás herida? —La evidente preocupación del pequeño rey hizo sonreír a la niña. Una sonrisa triste. Sine cambió su pregunta—. ¿Te encuentras bien?


—Sí, gracias por vuestra preocupación su majestad.


Qué raro, la niña parecía amable cuando le conoció horas atrás a pesar de la pelea que tuvieron. Pero ahora era muy educada, como si le debiese respeto.


—No. Te pasa algo.


—No hay nada... nada de lo que preocuparse. —Durante un momento la voz le tembló. El rey no preguntó más y bajó por las escaleras. Un último vistazo hacia el lugar donde se hallaba la mujer de rojo y negro le provocó ira. La mujer ya no estaba allí.


Al llegar abajo la niña vio el cadáver congelado. Sine casi lo había olvidado. Usó el agua que quedaba en sus ropas empapadas para cubrir más el cuerpo. Fue un ataúd de hielo casi perfecto. Muy sencillo en forma, pero hermético. Rasgó un poco de sus prendas e hizo unas tiras, se sujetó el bloque de hielo que le doblaba en tamaño a la espalda y comenzó a caminar.


—¿Vais a ir cargado todo el camino hasta la capital? —preguntaba preocupada Aracer. No sabía cómo decir lo siguiente, eran unas duras palabras—. Su majestad, me temo que el cuerpo se...


—No —interrumpió—, no lo hará. Este hielo es en su mayoría agua del nacimiento del Inire Iyune. —Aracer enmudeció tras las palabras. Ya comprendía más lo sucedido.


Siguieron caminando un buen rato, las horas pasaban y debido al extra de peso iban a un paso muy lento. Sine miraba de vez en cuando hacia atrás y observaba una cabizbaja Aracer.


—¿Qué harás ahora? —preguntó repentinamente el pequeño rey. La niña tardó un rato en responder.


—Iré con usted.


—¿Por qué me sigues? —Aracer no sabía que decir. Se detuvo y el rey hizo lo mismo, esperando una respuesta—. No es necesario.


—Lo es.


—No te comprendo.


La niña cambió su rostro a uno de preocupación. Las lágrimas amenazaban con seguir. Sine se acercó sin comprender y le cogió la mano para intentar calmarla.


—¿Qué os dijo vuestra madre antes de partir? —preguntó el rey. Aracer palideció.


—¿Cómo sabéis que es mi madre?


—La llamaste así —Aracer rompió a llorar. No había sido un tabú, habían sido tres—. ¿Y ahora por qué lloras?


—Por favor, os lo suplico... —Comenzó arrodillándose la niña, mientras no ocultaba su llanto. El niño estaba a cuadros—. Permitidme que vaya con usted, no tengo otro lugar a donde ir.


—Pero tu país es éste.


—¡Ya no! —exclamó—. Ya no puedo volver al templo y si voy a la capital me condenarán.


—¡No lo comprendo! ¿Qué crimen has cometido?


—Secretos que no deberían ser rebelados y que ahora vuestra majestad sabe.


—Pero yo no diré nada, ¡lo juro!


Aracer no sabía qué hacer, su vida acababa de ser condenada indefinidamente, las lágrimas no se detenían y el joven rey no comprendía el porqué. Y al fin, entre ira y tristeza, dijo lo que no quería decir.


—¡¡HE SIDO EXILIADA!!


El rey dejó de hacer preguntas, dejó de jurar, dejó de hablar. Simplemente la abrazó un rato, dándole palmadas en la espalda, hasta que la niña se calmó. Ella ahora era como él, habían perdido lo que consideraban más importante. Pero Sine sentía que la culpa era sólo suya. Pasado un rato habló con voz serena, digno de un rey.


—Os prometo que os protegeré de la ira de esa mujer. Podéis venir conmigo, a mi reino. Körv será vuestro nuevo hogar.



*****


Notas de traducción y aclaraciones.

1Inire - Rio, en idioma Kirsse.

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